Editorial AA ediciones narrativa.
159 páginas. 1ª edición de 2012.
Hace unos meses leí Seguro
que esta historia te suena, la poesía completa del donostiarra Karmelo C. Iribarren, y cambié con él
algunas impresiones por facebook, espacio virtual donde somos amigos, y donde
Iribarren mantiene una actividad muy interesante, con continuas anotaciones
sobre la vida diaria o muestras de sus poemas (lo que viene a ser casi lo
mismo). Iribarren me escribió que le había comentado a su amigo, el también
donostiarra Juan M Velázquez (San
Sebastián, 1964) que me enviara su novela, Algo que nunca debió pasar,
publicada el año pasado, para que yo hablara de ella en Desde la ciudad sin cines. Juan M Velázquez se puso en contacto
conmigo y me envió su libro con una amable dedicatoria. No mucho antes había
leído algunas impresiones sobre este libro en el blog Tu cita de los martes,
que lleva mi amigo el poeta Javier
Cánaves; a quien imagino que Velázquez también había enviado su novela, ya
que ambos han participado en el proyecto común de una antología de poesía.
Normalmente no leo novela negra,
aunque he conocido a más de una persona entusiasta del género (recuerdo a una
profesora del colegio donde trabajo que sólo
leía novela negra) y la verdad es que no me disgustan los convencionalismos del
género: el policía investiga un asesinato y en su búsqueda deja al descubierto
los rincones más turbios de una sociedad. Tengo en mente leer todas las novelas
de Raymond Chandler (del que he
leído una) o las de Dashiell Hammett (del
que he leído dos) o las de Jim Thompson
(del que no he leído ninguna); y además de esta vertiente más norteamericana y
callejera del género, en algún momento me he acercado a la versión cerebral y
metafísica de los ingleses: Arthur Conan
Doyle, G. K. Chesterton o Wilkie Collins.
Algo que nunca debió pasar se sirve de los códigos del género negro
(detective ex policía, corrupción, prostitutas, violencia, drogas...) para
hablar de un tema polémico: el mundo terrorista de ETA y el de la policía de
choque encargada de torturar a etarras para conseguir información. Nadie podrá
decir que Juan M Velázquez no ha arriesgado en cuanto a temática en Algo que nunca debió pasar, su segunda
novela.
Ramírez (como tantos personajes
de la novela con apellidos terminados en -ez) es uno más de los jóvenes
policías foráneos (él ha nacido en Madrid) que el Estado envía al País Vasco a
finales de los setenta. Llegará acompañado del Rubio (natural de un pueblo de
Salamanca), amigos desde el servicio militar. Desde la primera página del libro
el lector entrará en un mundo regido por la violencia: asesinatos, torturas,
represión policial en las calles, más asesinatos: el País Vasco de la
Transición o al menos la fracción de País Vasco que Velázquez ha decidido
mostrar en su novela.
La trama de esta historia bascula
entre dos espacios temporales: una primera que iría desde finales de los 70 y la
década de los 80 hasta otra fecha más próxima a la actual, que quedaría
emplazada en torno al 2010.
En la época actual Ramírez (ex
policía que ejerce de detective privado) va a recibir una llamada inesperada.
Su amigo el Rubio le pide que regrese a San Sebastián para ayudarle con un
asunto turbio: la pequeña nieta de la mujer con la que vive ha desaparecido.
Ramírez se había prometido a sí mismo no regresar a San Sebastián, pero
incumplirá su promesa cuando el Rubio le recuerda las deudas que tiene con él.
La narración es profusa en saltos
temporales y las escenas evocadas están narradas con un ritmo rápido, nervioso:
comisarías, celdas donde se comenten torturas, bares sórdidos, escenas de
atentados.
Quizás el gran acierto de esta
novela sea que Velázquez en ningún momento establece una línea divisoria entre buenos y malos; nunca juzga a los personajes. De hecho, es como si en Algo que nunca debió pasar la esencia
del hombre fuese simplemente perversa y nunca hayan existido los buenos. A pesar de ello, Ramírez vive
convencido de que él se encuentra en el lado de los buenos: “Pegar a alguien o
hacerle lo que sea para que diga o dé cualquier pista sobre dónde está un
secuestrado era lo único que se le ocurría. En esos momentos, la línea estaba
muy clara para Ramírez. El fin justificaba con creces los medios que empleaba”
(pág. 57).
Y a pesar de que Velázquez no
juzga a sus personajes, creo que (paradójicamente) el punto débil de esta
novela es que explica de forma reiterada sus motivaciones, y esto es notorio
sobre todo en el caso del personaje principal, Ramírez. Éste afirma (cuando el
lector ya conoce a Ramírez porque le
ha visto en acción) acerca de sí mismo en la página 75: “Yo era un policía que
creía en lo que hacía. Uno más. Yo, en aquel tiempo, pensaba que todos hacíamos
lo correcto. Ahora sé que no. Para mucha gente éramos como apestados. Perros,
nos llamaban. He visto a compañeros descuartizados por una bomba en pedazos tan
pequeños que no los podíamos recoger y se quedaron pudriéndose en la cuneta. He
sacado de agujeros cadáveres de personas que han llorado durante días mientras
esperaban que les pegaran un tiro. He visto padres y madres llorar por sus
hijos muertos y demasiadas viudas abrazadas a ataúdes cubiertos con la bandera
española y una medalla encima antes de salir de vuelta, rumbo al sur. He
llevado a personas hasta los límites del dolor y de la humillación. No lo
volvería a hacer, aunque no me arrepiento porque sabíamos que era la única
manera de que otros volvieran a casa. Algunas veces lo conseguimos, otras
muchas no. Nadie nos lo aplaudió ni nos lo agradeció, simplemente preferían no
saber cómo lo hicimos. He hecho otras cosas terribles y he visto más miedo,
horror y degradación en las comisarías de lo que muchos que pedían mano dura
hubieran podido aguantar. Demasiado. Me ha costado aprender a vivir con estos
recuerdos. No soy un hombre bueno pero siempre he querido estar con los buenos.
A su lado. Ya no miento pero he mentido mucho y he herido para siempre a
personas que me querían y no lo merecían. Me fui de aquí desquiciado, ebrio de
violencia y confundido. He sido un drogadicto, un borracho y un putero”.
En algunas descripciones de
hechos me ha parecido que Velázquez no contiene su prosa y añade epítetos
innecesarios, que restan impacto a lo contado. Esto, por ejemplo, ocurre en las
páginas 62-63, donde se describe un atentado con coche bomba y muertos: “los
demás aún estaban inmovilizados por el dolor y la pena” (pág. 62), “la gente
corría horrorizada” (pág. 63), “la horrible certeza se confirmó” (pág. 63).
Algo que nunca debió pasar
habría ganado en consistencia narrativa si Velázquez –siguiendo los preceptos
del género negro de, por ejemplo, Dashiell Hammett– hubiese narrado su novela
sin explicar tanto la psicología de los personajes, dejándoles que se
definieran por sus actos; y también si hubiera aligerado la carga de epítetos
en la descripción de algunas escenas.
A pesar de esto Algo que nunca debió pasar contiene más
de un pasaje notable, que me ha hecho recordar el aire sórdido que se respiraba
en algunos de los telediarios de mi infancia en los años 80; y es de celebrar,
también, lo atrevido de elegir una temática tan controvertida como la que se
presenta aquí.
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