domingo, 17 de noviembre de 2024

Polémica en Argentina por Cometierra de Dolores Reyes

 Se generó una polémica en Argentina  por el libro "Cometierra" de Dolores Reyes, que las autoridades de la Provincia de Buenos Aires compraron para las bibliotecas escolares. Dejo un vídeo de mi canal de YouTube en el que hablo de esto:




domingo, 10 de noviembre de 2024

La vegetariana, por Han Kang

 


La vegetariana, de Han Kang

Editorial Random House. 167 páginas; primera edición de 2007, ésta es de 2024

Traducción de Héctor Silva

 

El pasado 10 de octubre se falló el Premio Nobel de Literatura 2024, que recayó sobre Han Kang (Gwangju, Corea del Sur, 1970). Una semana antes, cuando en las redes sociales los aficionados a la literatura jugábamos a hacer quinielas sobre el Nobel de este año, uno de mis contactos de Instagram apostó por esta autora, que en ese momento no me sonaba. Al buscar las portadas de sus libros en internet sí las reconocí de las mesas de novedades de algunas librerías y sí me sonaba que la había visto recomendaba en internet. El mismo día del fallo me acerqué a tres librerías del centro de Madrid y solo en una de ellas –la FNAC de Callao– tenían un libro suyo, La vegetariana (2007), que se tradujo antes al español (en Argentina) que al inglés. En el mundo anglosajón ganó el Booker Internacional Prize en 2016 y esto hizo que su fama y prestigio aumentaran mucho en Occidente.

 

La vegetariana está dividida en tres partes. La primera, de igual título que el libro, está narrada por el marido de la protagonista, Yeonghye. La primera frase del libro es bastante significativa: «Antes de que mi mujer se hiciera vegetariana, nunca pensé que fuera una persona especial». El marido nos mostrará su extrañamiento ante los cambios que está empezando a observar en su mujer, tras cinco años de matrimonio anodino. Yeonghye contribuye de forma modesta a la economía familiar: «Era profesora asistente en una academia de computación gráfica, donde había estudiado un año, y en casa trabajaba por encargo transcribiendo los textos a los globos de diálogo de las historietas». (pág. 12)

El marido empezará a comprender que algo extraño ha ocurrido con su mujer cuando la descubra en plena noche vaciando la nevera de cualquier alimento que provenga del cuerpo de un animal, con la mirada perdida.

Intercalados con la voz narrativa del marido, encontraremos en esta primera parte, otros fragmentos en letra cursiva con la voz narrativa de Yeonghye; pero, en realidad, no estamos hablando aquí de su voz narrativa cotidiana, sino de aquella que describe los sueños que han empezado a asaltarla, unos sueños en los que muerde trozos de carne cruda y todo está embadurnado de sangre. Estos sueños recogen una sensación de violencia tremenda, de violencia cruda, que se le transmite al lector con la idea de que Yeonghye, tras su apariencia de mujer anodina y callada, se siente, y se ha sentido en el pasado, aquejada por una persistente violencia. Yeonghye ha decidido dejar de comer carne y empezará a adelgazar muy rápidamente. Una de las cosas que han molestado de ella a su marido es su tendencia a no usar sujetador, una prenda con la que ella se siente molesta. El sujetador simbolizará parte de la opresión que Yeonghye ha sentido en su vida por ser mujer, una prenda, que al usarla, se encarga de borrar en parte su condición femenina.

A través de algunas escenas donde se está deteriorando la convivencia de la pareja, el lector podrá atisbar parte de la cultura coreana, o al menos de la cultura de una megaciudad como es Seúl. «Por primera vez en cinco años de casados, salí hacia mi trabajo sin que me ayudara a prepararme y me acompañara hasta la puerta.», dirá el machista marido en la página 17; o una página más tarde: «Desde que me habían cambiado de sección, hacía meses que no salía del trabajo antes de las doce.», que nos da una muestra de la competitividad de las empresas coreanas.

El marido sentirá vergüenza social ante los cambios que se están produciendo en su mujer, unos cambios que la familia de ella tampoco va a entender. En una fiesta familiar sabremos que el padre de ella educó a Yeonghye y a su hermana ejerciendo la violencia sobre ellas. De hecho, la violencia de la sociedad coreana, sobre todo ejercida contra la mujer, es uno de los ejes centrales de la novela.

 

La segunda parte, titulada La mancha mongólica, está narrada por el cuñado de la protagonista, el marido de su hermana, que vive de una herencia recibida y que se dedica a realizar vídeo arte. Por otro lado, su mujer trabajará en una tienda de comestibles durante largas jornada. A pesar de esto, será ella la que se encargue mayormente del hijo de la pareja de cinco años.

Este cuñado empezará a sentir una atracción cada vez mayor por su cuñada, a la que desea grabar desnuda con su cámara. Le excita saber que Yeonghye aún conserva la mancha mongólica en las nalgas que suelen tener de pequeños los niños coreanos y que luego pierden. Han pasado dos años desde los acontecimientos narrados en el final de la primera parte, y sabremos que la salud mental de Yeonghye ha sido puesta en entredicho.

 

La tercera parte, titulada Los árboles en llamas, está narrada por la hermana de Yeonghye. La mirada de la hermana sobre Yeonghye será más compasiva que la de los dos narradores anteriores. La hermana, separada ahora del marido, debe sacar adelante su tienda, a su hijo y cuidar de su hermana.

Sin querer destripar más elementos del argumento, señalaré como dato curioso que en 2007, el momento en el que aparece el libro, el adulterio era un delito en Corea del Sur, que podía ser penado con la cárcel. Dejó de ser así en 2015.

 

En realidad, La vegetariana no trata exactamente sobre una mujer que decide hacerse vegetariana por un convencimiento meditado acerca del sufrimiento animal, sino de una persona que, debido a unos sueños, que muestran un mundo interior traumatizado, siente rechazo hacia toda la violencia que simboliza la muerte de los animales, los cuchillos para cortar la carne, etc. En este sentido, en la primera parte del libro, hay una escena de violencia, que la protagonista recuerda de su infancia, ejercida sobre un perro, que resulta espeluznante y muy significativa.  En las páginas del libro, Yeonghye también sufrirá violencia sexual, y algunas de las escenas más crudas del libro lo son en este sentido.

Yeonghye, como Bartleby, el escribiente de Herman Melville, es una persona que un día decide que «preferiría no hacerlo», y al dejar de hacer lo que se espera de ella, su vida apocada será juzgada por los demás, por su entorno familiar principalmente, de un modo bastante drástico. Todos sabemos que Bartleby, el escribiente (1853) es una de las influencias sobre la obra de Franz Kafka, y La vegetariana, que es una obra ligeramente irreal y onírica, sobre la salud mental y la soledad en las grandes urbes, también bebe de uno de los textos más famosos de Kafka: La metamorfosis. En esta novela corta un joven amanece una mañana en su cama convertido en un insecto. Él intentará seguir cumpliendo con sus obligaciones, pero los cambios que se han producido en él se lo impedirán, ante, además, el rechazo furibundo de los suyos. En La vegetariana, los cambios que se empiezan a producir en Yeonghye no son realmente voluntarios, pues, tras sus perturbadores sueños, la necesidad de no comer carne se impone a ella más allá de sus intereses y sus decisiones conscientes. De nuevo, como en la obra de Kafka, sufrirá el rechazo de su entorno. La vegetariana acaba siendo una narración simbólica, dura y poética, sobre la alineación y la soledad de las personas en las grandes urbes; de hecho, Seúl es la sexta megaciudad más grande del mundo. Y esta alienación y soledad, parece decirnos Han Kang, afecta de manera más drástica a las mujeres, sobre las que la sociedad tradicional de su país exige más que a los hombres.

Nunca había leído un libro de un autor coreano y la experiencia ha sido muy gratificante. En mi caso, el Premio Nobel ha servido para descubrirme a una potente escritora. Ya estoy leyendo otra de sus novelas, La clase de griego.

domingo, 3 de noviembre de 2024

Hojas rojas, por Can Xue

 


Hojas rojas, de Can Xue

Editorial Aristas Martínez. 171 páginas, 2022

Traducción y notas de Belén Cuadra Mora

 

En el verano de 2024 leí mi primera novela china: Más duro que el agua (2001) de Yan Lianke. Había leído, hasta entonces, bastante narrativa japonesa, pero no china, y la nueva experiencia me resultó gratificante. Al sentir este reciente interés por la literatura china, me había fijado también en Can Xue (Changsha, 1953), una autora de la que la editorial extremeña Aristas Martínez tiene publicadas dos antologías de sus relatos: Hojas rojas (2022) y Al otro lado (2024). Traducidas al español, también existen dos novelas de Can Xue: La frontera y Nubes flotantes ya envejecidas, en la editorial Hermida. En septiembre estuve buscando información sobre los candidatos más firmes para ganar el premio Nobel de Literatura en 2024 y uno de los nombres que aparecía con más fuerza era el de Can Xue. Entonces, decidí solicitarle los dos libros de relatos a Aristas Martínez para poder leerlos y reseñarlos. La editorial, amablemente, me los envió.

 

Can Xue es hija de dos intelectuales chinos represaliados durante la campaña antiburguesa en China de 1957. Esto hizo –como cuenta su traductora– que tuviera que dejar el colegio pronto y trabajar en fábricas. Su formación como escritora fue siempre autodidacta e influenciada principalmente por autores occidentales.

 

Hojas rojas consta de ocho relatos y está traducido por Belén Cuadra, la misma traductora de Duro como el agua de Yan Lianke. Su trabajo en esta novela me pareció excelente, así que imaginaba (con razón) que su trabajo en Hojas rojas también sería muy bueno.

 

Forasteros es el primer relato. En él conoceremos a Juhua, una niña que al despertarse por la mañana en su cama siente frío, como si el viento del exterior se colase por debajo de su edredón. A partir de aquí –y hablo tanto del relato como del libro en general– una sensación de desasosiego acompañará al lector. Juhua decide visitar el cementerio del pueblo cercano y, en su caminar hacia allí, se va disolviendo el realismo en el que, durante las primeras páginas, pese a la sensación de extrañeza, parecía transcurrir la historia. Un pequeño animal sin identificar se unirá a la niña en el cementerio, y desaparecerá también como si se volatiliza. Será muy frecuente, en todos los relatos de Xue, que aparezcan y desaparezcan personajes secundarios que acompañaban al personaje principal con esa falta de lógica propia de los sueños. De hecho, un aire onírico, de amenaza continúa y saltos de lógica narrativa, propia de los sueños –o más bien de las pesadillas– suele caracterizar la composición de estos relatos. También recorrerán el cuento fogonazos poéticos, normalmente en torno a la naturaleza.

 

Confesiones de un sauce es el segundo relato y, para mí, uno de los mejores de las dos antologías (al escribir esta reseña casi he acabado también de leer Al otro lado). La voz narrativa es la de un sauce que se va secando en un jardín. Un jardinero humano ha dejado de regarle, y él desconoce el motivo. «No me explico por qué decidió el jardinero cortarme el suministro de agua» (pág. 43).

En la contraportada del libro se habla de las influencias de Can Xue: Kafka y Borges. Lo cierto es que yo he sentido en los cuentos de las dos antologías (y en especial en cuentos como Confesiones de un sauce), sobre todo la influencia de Kafka. Confesiones de un sauce parece estar escrito bajo la lectura de relatos como Josefina, la cantora, o el pueblo de los ratones, donde se personifica a los animales. Todos sabemos que Kafka, en muchas de sus narraciones, escribe sobre el Dios del Antiguo Testamento, ese Dios lejano e incomprensible que rige el destino de las personas. En este relato de Can Xue, ese Dios lejano sería el jardinero para el sauce, un Dios del que depende para subsistir, y que no sabe por qué le ha abandonado. «Creí comprender de veras que nunca llegaría a lograr la tranquilidad y la felicidad que todo el mundo ansía y que, por lo tanto, debía aprender a sentir cierta alegría en mitad de la sed, la ansiedad y el dolor.», leemos en la página 50.

 

En El delito un padre deja a su hija una extraña herencia: una caja sin llave, que cuando se agita parece sugerir que su interior guarda objetos cambiantes. Una prima de la protagonista, con la que tiene una relación difusa, empieza a vivir temporalmente en la casa. ¿Querrá, quizás, apropiarse de la caja? Este es un relato misterioso, con una desasosegante lógica propia.

 

Hojas rojas es otro de los cuentos que más me ha gustado de los que llevo leídos de Can Xue. El profesor Gu se encuentra en la cama de un hospital. Mientras limpian la habitación, él piensa en las hojas rojas que podía encontrar junto a su casa, unas hojas rojas que acabarán apareciendo en la habitación del hospital, cuando la frontera entre lo real y lo imaginado empiece a disolverse. Una amenaza parece cernirse sobre el profesor Gu: siente la presencia en el hospital de unos hombres gatos. Tratará de encontrarlos y se topará con un exalumno, que el lector intuirá que está muerto y que, por tanto, se está empezando a diluir para el profesor Gu la frontera entre la vida y la muerte.

En más de una ocasión, leyendo estos relatos, y sobre todo en algunos, como en este de Hojas rojas, he sentido que existía una conexión entre la obra de Can Xue y la de autores latinoamericanos como Mario Levrero y César Aira, también lectores de Kafka.

 

 

Movimiento vertical empieza con la siguiente frase: «Somos unos animalillos que habitan la tierra negra del subsuelo del desierto.» También tiene un aire muy kafkiano. En este caso me ha recordado, sobre todo, al relato de Kafka El refugio, también sobre un ser que vivía en el subsuelo. Tengo la sensación de que cuando los cuentos están protagonizados por plantas o animales, Can Xue se muestra más contenida, que cuando los protagonistas son humanos, relatos en los que a veces, según nos acercamos al final, el surrealismo, el aire onírico y la incomprensión tienden a monopolizar la narración.

 

En La cabaña del monte ocurre lo que apuntaba antes, que Can Xue se desborda al mostrar la extrañeza de lo contado. Una mujer ordena los cajones de su casa, de un modo obsesivo, y sabe que en una caseta, detrás de su casa, hay una persona encerrada. Viento, lobos, ratas, ladrones… diversos miedos acosan a nuestra protagonista. En algún momento, este cuento me ha llegado a recordar a esos cuentos que muestran relaciones familiares enfermizas que escribe Mariana Enríquez en libros como Un lugar soleado para gente sombría. La cabaña del monte tiene menos páginas que otros cuentos del conjunto y me he conectado menos con él, aunque es uno de los cuentos más famosos de la autora.

 

Los hombres sombra nos habla de un viaje; ya avanzado el relato conoceremos el porqué: «Recordé el motivo que me había llevado hasta aquel lugar. Alguien me había robado el tesoro familiar: un valioso tintero de piedra.» El protagonista, se adentrará en una ciudad, o más bien en un mundo –el mundo de los «hombres sombra»– regido por unas leyes que no acaba de comprender. De este modo, puede resultar acogido en una casa o expulsado. De nuevo, aparecen aquí muchos errores de percepción de la realidad del personaje. Y, de nuevo, he sentido detrás de este cuento el pulso de Kafka, de algunas páginas de El desaparecido o El castillo, por ejemplo.

 

Conviviendo con humanos cierra esta antología de cuentos. Aquí el protagonista es una urraca macho de mediana edad. Como ya he apuntado, al ser un animal el protagonismo, parece que Can Xue controla más su narración y acota mejor los límites en los que se va a mover que en los cuentos protagonizados por humanos. De nuevo, el terror para la colonia de urracas partirá de los humanos, de un niño que ataca sus nidos con un tirachinas y, principalmente, de la bedel de un colegio cercano. La bedel tiene una función narrativa similar a la del jardinero de Confesiones de un sauce. «Imposible adivinar lo que les pasa por la cabeza a los humanos, ¿verdad?», dirá la pareja del protagonista en la página 157.

 

En un artículo de José de Monfort, publicado en The Objetive, leo que las influencias principales de Can Xue son Kafka, Borges, Calvino y Beckett. Diría que yo, principalmente, he visto en los cuentos de Xue la influencia de Kafka; si bien es cierto que el cuento Movimiento vertical nos puede hacer pensar en el Samuel Beckett de libros como Compañía; pero, al fin y al cabo, esta última historia es una reescritura de El refugio de Kafka, fuente de la que también mana el relato de Can Xue.

También he sentido en los cuentos de Can Xue la confluencia con las voces de otros descendientes de Franz Kafka, como son César Aira y Mario Levrero. Dudo de que Can Xue haya podido leer a Aira o Levrero, y sobre todo a Levrero (con quien encuentro en la obra de Can Xue bastantes paralelismos), pero sí considero que ambos escritores, partiendo de una influencia común, han llegado a lugares oníricos, angustiosos, pesadillescos y líricos, que guardan relación.

Me hubiera gustado que el libro incluyera un prólogo, que indicara, por ejemplo, en qué año se publicaron originalmente los cuentos, o más notas explicativas sobre su contexto, pero lo cierto es que los cuentos se sostienen por sí solos.

Ha sido una grata sorpresa acercarme a este libro de cuentos de Can Xue. Hojas rojas contiene páginas valiosas, en el contexto de la literatura actual. La obra de Can Xue ha sido traducida a veinte idiomas y es una firme candidata a ganar el premio Nobel. Al final, el Premio Nobel de Literatura de 2024 ha sido para la coreana Jan Kang; en cualquier caso, Can Xue será una gran premiada si la academia sueca decide concederle el galardón algún otro año.

domingo, 27 de octubre de 2024

Teatro, por Antón P. Chéjov

 


Teatro, de Antón P. Chéjov

Editorial Cátedra, 376 páginas. Primera edición de 1896-1904; esta es de 2022

Traducción y edición de Isabel Vicente

 

Ya he comentado que acabé 2023 leyendo, en diciembre, una antología de cuentos de Antón P. Chéjov (Taganrong, 1860 – Badenweiller, 1904) de casi 900 páginas. Fue uno de los libros que más que gustó de ese año. Así que consideré que, ya que había leído los dos libros con las siete novelas cortas de Chéjov, que tiene publicados Alba y esta nueva antología, también en Alba, con 60 cuentos, debía acercarme a la obra teatral de Chéjov, una parte muy importante de su producción artística y que no conocía. Estuve mirando ediciones sobre este teatro de Chéjov y la que más me convenció fue una de la editorial Cátedra que contiene sus cuatro obras más famosas: La gaviota (1896), El tío Vania (1899), Las tres hermanas (1901) y El jardín de los cerezos (1904). La edición y la traducción están a cargo de Isabel Vicente, que es experta en Chéjov y en la cultura rusa y el libro me pareció atractivo. Contacté con la editorial Cátedra y ellos, muy amablemente, me enviaron el libro para que pudiera leerlo y comentarlo.

 

De entrada, debería apuntar que yo he leído muy poco teatro en mi vida. Recuerdo haberme acercado a las siguientes obras: La casa de Bernarda Alba de Federico García Lorca, Hamlet de William Shakespeare, Calígula de Albert Camus, Luces de bohemia de Ramón del Valle-Inclán, y Esperando a Godot de Samuel Beckett. Aunque mi experiencia no fue negativa con estos libros, sí que tengo la sensación de que el teatro tiene más sentido viéndolo representado en un escenario que leyéndolo. Sin embargo, en este caso, al sentir que Chéjov se está convirtiendo por derecho propio en uno de mis escritores favoritos quería acercarme a esta parte de su obra.

 

Esta edición de Isabel Vicente cuenta con unas 80 páginas iniciales en las que se habla de la vida del autor y se analizan las cuatro obras aquí seleccionadas. Dejé su lectura para el final. Así que empecé con la lectura de La gaviota, que se estrenó en 1896. En la primera página existe una lista en la que se describe con una pincelada a los personajes que van a aparecer en la obra. Todas las obras constan de cuatro actos y una extensión bastante similar.

En La Gaviota, el joven Treplev, que quiere ser escritor, se siente ninguneado por el entorno de su madre Arkádina, una actriz famosa. En una casa de campo, junto a un lago, propiedad de Sorin, hermano de Arkádina, esta ha invitado a su amigo Trigorin, un escritor de éxito. La casa es frecuentada por Nina, hija de unos terratenientes cercanos, que desea ser actriz, y admira el ambiente alrededor de Arkádina y Trigorin. Treplev está enamorado de Nina y sus deseos de convertirse en escritor parecen obedecer al sueño de conquistar la admiración de Nina. Sin embargo, Nina parece amar a Trigorin, mientras que Masha –la hija del administrador de la finca– está enamorada de Treplev. En La gaviota hay mucho amor contrariado, amor que parece proceder de los logros que consiguen alcanzar las personas, más de lo que ellas son por sí mismas, parece decirnos Chéjov. En gran medida, La gaviota me parece emparentada con el cuento La cigarra, donde la esposa de un médico quiere relacionarse solo con artistas y deja de lado a su marido médico de profesión. Chéjov nos muestra el mundo del arte (el mundo de los escritores y las actrices) como un mundo frívolo, lleno de ególatras. Nina conseguirá convertirse en actriz de teatro y Treplev en escritor, pero ninguno de los dos será feliz. «Ahora, sé, ahora comprendo, Kostia, que en este quehacer nuestro –tanto si actuamos en escena como si escribimos–, lo esencial no es la gloria, no es la notoriedad, no es lo que constituía mis sueños, sino que es el aguante.», dirá Nina.

 

En El tío Vania (1899) nos encontramos con Serebrianov, que ha sido un eminente profesor universitario y que, ya retirado, tiene que vivir en el campo, en la que fue la casa familiar de su esposa muerta. Está casado, en segundas nupcias, con Elena de 27 años. Sonia es la hija del primer matrimonio de Serebrianov. Conviven con Vania, el tío de Sonia, y con Voinítskaia, abuela de Sonia. Como ocurría en La gaviota, también El tío Vania es una obra de amores desgraciados. Vania está enamorado de Elena, y Sonia de Astrov, un médico, algo mayor para ella, que frecuenta la casa. Astrov no parece interesado en Elena y es un hombre algo deprimido, perdido en el alcohol y la frustración que le causa la destrucción de los antiguos bosques de Rusia (el mensaje ecológico, que ya ha aparecía en alguno de los cuentos de Chéjov, me parece moderno para la época). Vania también es un hombre deprimido, que se siente viejo a sus 47 años. Además, Vania está empezando a darse cuenta de que él y su sobrina han sacrificado su vida por su cuñado Serebrianov, al que consideraban un gran hombre, y por el que han hecho el sacrificio de sacar adelante la finca en la que viven, pero este no parece haberse dado cuenta de ello y no se ha sentido agradecido. Este es también un tema recurrente en Chéjov, el de las personas con buenas intenciones, que malgastan su vida y quieren arreglar la de los demás, pero que no tienen capacidad para cambiar nada.

 

Las tres hermanas (1901) son Olga, Masha e Irina que, tras la muerte de sus padres, viven en una ciudad de provincia con el sueño de volver a Moscú, de donde proceden. También conviven con Projorov, su hermano, que se acabará casando con Natalia. La casa es frecuentada por militares, que están acuartelados en la ciudad. Projorov parecía el más preparado de los cuatro hermanos, y existían posibilidades de que llegara a ser alguien importante, pero sucumbirá al vicio del juego, mientras su esposa Natalia le será infiel a la vista de todos. Además, Natalia irá tomando posesión de cada vez más instancias de la casa hasta que consiga expulsar de ella a las tres hermanas.

 

En El jardín de los cerezos (1904) Ranévskaia regresa a su finca de Rusia, después de haber vivido seis años en París. Regresa junto con su hija Ania, de 17 años, y Varia, su hija adoptiva, de 24. La madre dejó Rusia después de haber sufrido la muerte de su marido y un hijo. Una de las cosas más extrañas de esta obra es que, a pesar del título, en realidad en la finca existe un jardín de guindos y no de cerezos. En Rusia la madre recibirá la noticia de que debe tomar una decisión sobre su casa y su finca: debido a las deudas, van a salir a subasta pública. Lopajin, comerciante e hijo de antiguos siervos de la familia, les propone un plan: talar los guindos, construir dachas de veraneo y alquilar esas casas. Pese a lo sensato de la idea, Ranévskaia no podrá decidirse, debido a los recuerdos que piensa que habitan en su casa y su jardín. En El jardín de los cerezos asistimos al empuje de una nueva clase social, frente a la inoperancia de los antiguos nobles. En una obra que, en cierto modo, adelante las crisis y revoluciones que va a sufrir Rusia a comienzos del siglo XX.

 

Al empezar al leer La gaviota –lo que se repetiría con las otras tres obras– tuve la sensación de que me costaba quedarme con los nombres de los personajes, y saber quién era quién, cuando intervenían en la obra. Esto me hacía volver de forma continuada a la página inicial de las obras para consultar la lista de los personajes. Lo cierto es que este hecho ha supuesto una ligera incomodidad a la hora de tratar de disfrutar de estas historias. Al leer los cuentos o las novelas de Chéjov –o al leer narrativa en general– tengo la sensación de adentrarme en las historias contadas de un modo mucho más natural que el que he tenido con estas obras de teatro. Imagino que si las obras se ven representadas en escena, al asociar cada discurso a un actor, será más natural conocer las relaciones que existen entre los personajes. Sin embargo, superada esta dificultad inicial, he podido volver al mundo de Chéjov, que conocía por su narrativa, ese mundo de personajes que se sienten incapaces de mejorar sus situaciones vitales, y disfrutar de esas historias. Creo que la obra que más me ha gustado ha sido El tío Vania, seguida de La gaviota. En El tío Vania me ha conmovido esa toma de conciencia del personaje de la inutilidad de su propósito, de su sacrificio por el que considera un gran hombre y al que acaba de ver como un miserable engreído, además de estar enamorado de su mujer. También es tremenda la forma de analizar el mundo del arte en La gaviota, ave que se convierte en un símbolo del desamparo vital de Nina, quien, pese a que se a convertido en actriz y, por tanto, debería sentirse feliz por haber cumplido sus sueños, se siente más infeliz que antes al descubrir que sus sueños eran una quimera y que la realidad del teatro dista mucho de lo que soñó de ella.

 

Al acabar las cuatro obras, como decía, me he acercado al prólogo y al estudio de Isabel Vicente. Me ha interesado leer sobre la vida de Chéjov, y saber, por ejemplo, que la idea del desahucio de El jardín de cerezos la vivió él en su infancia, cuando la familia perdió la casa en la que vivía, debido a que el padre estaba aquejado por las deudas. Desde muy pronto, Chéjov tuvo éxito como escritor de cuentos y de obras de teatro y casi no ejerció la medicina, la carrera que había estudiado.

Creo que ahora me apetece leer de Chéjov La isla de Sajalín, donde relata un viaje que hizo a esta isla en la que había una colonia penitencia, y cuyo informe influyó para que las autoridades rusas cambiaran las condiciones de ese penal. O leer otra antología de sus cuentos, publicada por Pretextos, que tengo en casa, y cuya selección casi no coincide con la de Alba.

domingo, 20 de octubre de 2024

El limonero real, por Juan José Saer


 El limonero real, de Juan José Saer

Editorial Planeta. 287 páginas. Primera edición de 1974

 

Encontré la primera edición de El limonero real (1974) de Juan José Saer (Serodino, Argentina, 1937 – París, 2005) en la librería de segunda mano Ábaco en el verano de 2010, y no lo he leído hasta más de una década después. Ha permanecido en mis estanterías de libros por leer durante trece años, ya que lo acabé leyendo en el verano de 2023. Y esto a pesar de que sobre 2010 yo sentía mucha admiración de la obra de Saer. Recuerdo incluso que un compañero del colegio en el que trabajo, años después de haber comprado El limonero real, me prestó su novela Nada Nadie Nunca (1980), y con ella ya solo me quedaba leer de la narrativa de Saer El limonero real. A veces ni yo mismo entiendo muy bien por qué sigo comprando libros y no me acerco a los que tengo acumulados en casa sin leer. Creo que no me gustaba la portada de la primera edición de Planeta (lo que es absurdo, porque he leído el libro quitándole la camisa), o bien no me ponía con él porque tenía miedo a que me aburriera o decepcionase (no ha sido así).

 

El caso es que a falta de una semana de mis largas vacaciones de profesor (en el verano de 2023) había acabado la extensa novela Los gozos y las sombras de Gonzalo Torrente Ballester, y me decidí a entrar en septiembre leyendo la última novela de Saer que me faltaba.

 

«Amanece.

Y ya está con los ojos abiertos.»

Estas son las primeras palabras de la novela, que se irán repitiendo periódicamente como un leitmotiv. Wenceslao tiene unos cincuenta años y se despierta en su rancho, construido por su padre en una de las islas del Paraná. Allí vive con su mujer, de la que no sabremos nunca el nombre. De forma más insistente que en otras obras de Saer, en El limonero real la evolución de las horas, con sus variaciones de luces y sombras sobre el mundo, va a ser un tema central de la construcción. Vi una intervención de la crítica argentina Beatriz Sarlo en el programa de televisión Los siete locos, donde afirmaba que Saer era el principal narrador argentino que ponía la poesía como centro de su construcción ficcional. Esta idea es fundamental para comprender El limonero real: muchas de sus páginas se pueden leer como poemas, en las que el autor celebra y se va fijando en elementos de la naturaleza; en el cambio de la luz según avanzan las horas del día, por ejemplo.

La acción de El limonero real transcurre en un solo día, que se corresponde con un fin de año, y Wenceslao va a acudir a celebrarlo en la casa de los familiares de su mujer, en la orilla del río. Su mujer no va a querer ir con él, a ver a sus hermanas, porque aún quiere guardar luto, después de que su único hijo muriera seis años atrás. El hijo tenía veinte años y, después de cumplir con el servicio militar, se fue a trabajar a la ciudad como peón de albañil. Un accidente laboral le causará la muerte, un hecho que marcará las vidas de Wenceslao y su mujer. Acabaremos sabiendo que Wenceslao abandonó, durante un tiempo, sus obligaciones en el rancho y cayó en el alcoholismo, pero de esa etapa ya se ha recuperado en el momento de la narración. Aunque también comprenderá, que su mujer, después de la muerte del hijo, ha pasado a ser una persona a que nunca llegó a conocer bien en realidad.

Como es habitual en las obras narrativas de Saer, no se especifica el lugar concreto donde se ubica la acción, pero, por algunas características, que se repiten de un libro a otro, se sabe que cuando habla de «la ciudad», se refiere a Santa Fe, ciudad a la que Saer y su familia se trasladaron a vivir en 1948, donde estudió y empezó a trabajar como periodista. En El limonero real aparece el «puente colgante» de otras historias, puente cercano a la ciudad, y también aparece el pueblo de Rincón, cercano a Santa Fe.

 

Wenceslao se despierta con el día, saluda a sus perros y sale al patio de su rancho. Me ha llamado la atención cómo el narrador (Saer) le va explicando al lector con qué nombres Wenceslao y su mujer se refieren a las estancias y lugares que constituyen su mundo en la isla, como si, de forma simbólica –el simbolismo es importante en esta obra–, estas dos personas fuesen la pareja inicial del alumbramiento del mundo y tuvieran la tarea fundacional de nombrar a la realidad que les rodea. Algo parecido ocurría en las primeras páginas de Cien años de soledad (1967) de Gabriel García Márquez, autor por el que Saer no sentía mucha simpatía.

En estas primeras descripciones de la isla destaca una construcción lingüística que, de nuevo, se irá repitiendo a lo largo de la novela: «los árboles que nadie plantó», que están ahí desde que llegaran las personas, y que seguirán allí cuando éstas desaparezcan. Estos árboles suelen ser de una especia llamada «paraíso», y seguimos con la carga simbólica de la narración. Sin embargo, el árbol que destaca en la isla, por encima de los demás, serán el limonero real, que se evoca en el libro, y que en el texto aparece por primera vez en la página 36: «El limonero real está siempre lleno de azahares abiertos y blancos, de botones rojizos y apretados, de limones maduros y amarillos y de otros que todavía no han madurado o que apenas sí han comenzado a formarse. Desde que lo recuerda, Wenceslao lo ha visto siempre igual, pleno en todo momento, con ese resplandor blanco nimbándolo, el punto más alto de su ciclo en los grandes limones amarillos, los botones tensos y apretados a punto de reventar los limoncitos verdes confundiéndose entre las grandes hojas, oscuras en el anverso y de un verde más claro en el reverso.»

 

Como he dicho, la acción de la novela transcurre en un día, en un caluroso fin de año, pero –usando el recurso de la analepsis– también se narran hechos del pasado, importantes sobre todo para Wenceslao, como el del día que fue a conocer la isla en la que vive, con su padre, siendo él un niño. O un viaje que hizo a la ciudad, junto a su cuñado Rogelio (otro de los personajes principales del libro) para vender sandias, en un carro con un caballo con una pata dañada; una historia que el lector sabrá que se contará –otra vez– durante la comilona en la casa de los cuñados de Wenceslao.

 

La expresión «Amanece. / Y ya está con los ojos abiertos.» se irá repitiendo a lo largo de la novela, y Saer, como narrador, jugará con el tiempo de su historia. En más de una ocasión, va a hacer un compendio de lo que ha contado hasta ahora, sobre el día de la novela, y contará en esta nueva ocasión un detalle que no ha sido narrado previamente. Podría mostrar la realidad desde distintas perspectivas, parece decirnos Saer, y sería la misma, pero no las sensaciones que tendría el lector sobre ellas. Además, como ocurre en otras narraciones del autor, la comida y la cena serán narradas desde distintos puntos de vista, fijándose el narrador en la mirada sobre lo que rodea a cada personaje.

Además, no solo cambiará el punto de vista sobre lo narrado, sino que también lo hará el propio estilo narrativo. En un momento dado, Wenceslao hablará con su voz narrativa, cometiendo algunos errores sintácticos propios de alguien de escasa formación, e introduciendo en su discurso casi elementos fantásticos, en unas páginas en las que el lector entiende que Wenceslao está describiendo un sueño. En otra ocasión se usa una narración que imita el tono de una fábula infantil para hablar del pasado de Wenceslao y sus dos cuñados.

En otro momento, el lector descubrirá que los acontecimientos que había tomado como ordenados cronológicamente no han ocurrido así, y que esa percepción se ha debido a un nuevo truco narrativo de Saer.

 

Hacia la mitad del libro, los personajes visitas un almacén en el que sirven bebidas, y los clientes estarán hablando de las grandes inundaciones y sequias que han castigado a la región. De estos hechos, Saer ha hablando otras veces; en sus relatos, más que en sus novelas.

Es habitual que los personajes de Saer salten de una de sus novelas a otra, y he tenido la sensación de que aquí no ha ocurrido así. Aunque es cierto que leí las otras novelas de Saer hace ya tiempo y se me ha podido borrar alguna conexión. Hacia el final, el lector sabrá que la isla en la habitan Wenceslao y su mujer pertenece a una mujer que tuvo dos hijos mellizos. ¿Se tratará de Pichón y Tomás Garay, personajes habituales de Saer? Alguien me comentó en YouTube, cuando publique la vídeo reseña correspondiente a este libro, que así es.

 

 

Entiendo que haya lectores que no disfruten de un libro como El limonero real, en el que no ocurren demasiadas cosas, y cuya trama no contiene ningún «giro inesperado», pero, en lo que a mí respecta, he de decir que la calidad de la prosa poética de esta novela me ha resultado hipnótica, y me ha gustado mucho el virtuosismo de la ejecución, con esos cambios de puntos de vista, y esas vueltas y revueltas para narrar los mismos sucesos.

Me he encontrado ya con dos vídeos en YouTube, donde se comentaba El limonero real, en los que los comentaristas afirmaban que éste era el primer libro de Saer que leían. Imagino que esto se debe a que han encontrado, gracias a alguna lista, la idea de que El limonero real es el mejor libro del autor. Desde luego, éste es uno de los libros más ambiciosos de Saer, pero no estoy seguro de que sea el mejor; a mí hay otros, como Glosa o La grande, que me gustan más. Ninguno de los tres me parece, sin embargo, la mejor puerta de entrada a la obra del autor para un lector neófito. Como decía la crítica Beatriz Sarco, seguramente la mejor puerta de entrada es la novela Cicatrices, donde sí que aparecen algunos de sus personajes principales, y aquí el lector podrá descubrir si le interesa la propuesta de Saer o no.

Ahora mismo, en España, esta novela, y casi todo el resto de la obra de Saer, se puede encontrar en la editorial catalana Rayo Verde.

 

domingo, 13 de octubre de 2024

Luz del Este, por Pelayo Villanueva

 

Luz del Este, de Pelayo Villanueva

Editorial Trabe. 114 páginas. 1ª edición de 2023.

 

En el verano de 2023 me escribió Pelayo Villanueva (Oviedo, 1987) un amable correo electrónico proponiéndome el envío de su libro Luz del Este, una primera novela con la que había ganado el Premio Asturias Joven en su edición de 2023. Como tantas otras veces, yo le contesté diciéndole que no me puedo hacer cargo de libros como el suyo, porque para que mi canal o mi blog tengan sentido debo elegir yo mis lecturas en mi escaso tiempo libre. Sin embargo, días después tuvimos un pequeño desencuentro, a raíz de una broma que hice en mis redes sociales, y para quitarnos el posible mal sabor de boca, le ofrecí a Pelayo que me enviara su libro, que en algún momento lo leería. He tardado casi un año en cumplir con mi promesa, pero aquí estoy al fin.

 

Villanueva me contaba que se le ocurrió escribir la historia de Luz del Este después de haber leído la novela La guardia (1954) del griego Nikos Kavadías, que fue el primer título de la editorial Trotalibros y que yo también he leído. En La guardia se narran las desventuras de un grupo de marineros, que han de vivir gran parte del año en altamar y que cuando desembarcar en tierra se relacionan principalmente con prostitutas. A Villanueva se le ocurrió hablar de esa misma historia, pero desde el punto de vista de esas prostitutas que esperan en una casa del puerto a los marineros de un barco de paso. Luz del Este es el nombre del barco del que las prostitutas de la novela esperan su llegada.

 

En el prostíbulo que va a ser el escenario de la historia conviven siete mujeres, estando Casandra –una prostituya ya mayor y casi retirada– al mando de la empresa. La novela comienza hablándonos de la Niña, la más joven de todas y que, como indica su sobrenombre, ha de vestirse como si fuera una niña pequeña, un puesto que, dentro de unos años, será transferido a otra persona. «De todas ellas, era la que todavía mantenía esas ganas, esa predisposición al gesto rápido y la risa honesta, aunque al cabo de un par de años tendrían que buscar a otra que cubriese ese hueco.», leemos en el primer párrafo de la novela, que marca ya la idea de la importancia del paso del tiempo, de la vejez y el cansancio físico de las protagonistas.

 

La acción principal de la historia transcurre en el día previo a la noche en la que va a arribar al puerto de la ciudad el barco llamado Luz del Este, cuya tripulación visita el prostíbulo una vez al año. Las mujeres saben que atender a los marineros esa noche es una gran oportunidad de negocio, que puede ayudar a mantenerlas a flote durante una temporada, porque el burdel no pasa por sus mejores momentos. Durante todo ese día se mezclarán las expectativas positivas que esa extenuante jornada de trabajo puede traer para la casa, con los sentimientos funestos de los peligros, los excesos o el cansancio que también puede traer consigo. Malos presagios acechan el frío aire del día, la inminencia de la llevada se va cargando de un simbolismo fúnebre.

Nunca vamos a conocer el nombre de la ciudad en la que transcurre la historia y tampoco se dan fechas concretas; pero, en un momento dado, por la calle pasa un carro y las mujeres escriben sus cartas con tinta que ha de secarse. Estos dos detalles me hicieron pensar que nos encontrábamos en la primera mitad del siglo XX.

 

Mediante el recurso de la analepsis conoceremos las inquietudes y en algunos casos las historias, que se pueden remontar hasta la infancia, de las mujeres que conviven en la casa. El narrador, haciendo uso del estilo indirecto libre, se acerca de forma continua a la conciencia de los personajes, a su relato más íntimo. Un recurso estilístico que me ha llamado la atención ha sido el de usar preguntas, que son las que se hacen las protagonistas de la novela, en su duda existencial constante. Por ejemplo, leemos en la página 25: «Era posible que el cliente en cuestión (en el caso de la Niña, que era la más cara, siempre se trataba de gente de orden) se sintiera aún más atraído por esa señal de inmadurez que enfatizaba el candor infantil del cuerpecito del que estaba a punto de ocuparse. ¿Sería eso? ¿Debería dejar de estar pendiente la Niña y permitir que su propia naturaleza la hiciera brillar? ¿O era mejor priorizar la sensatez, es decir no dejar nada al azar, y seguir ciñéndose a las garantías del más estricto orden?»

 

El estilo narrativo de Luz del Este es eminentemente poético. De hecho, las formas narrativas a veces cambias, y algunos sucesos están contados en forma de poema, marcándose los versos sobre la página. De este modo, el capítulo tres es un poema de dos páginas. En algunas otras páginas, el narrador omnisciente, que cede su voz a los personajes, se traslada directamente a alguna de las mujeres, porque también se usa en la novela el registro epistolar. La escritura de cartas (algunas de las cuales se escriben para no ser nunca enviadas) es importante en la composición de la novela y será clave para entender, al fin, su resolución dramática.

También, en un capítulo se usa la estructura de diálogos propia del teatro, con el nombre del personaje en primer lugar y luego su discurso. En este punto, un pequeño detalle me ha sacado un poco de la novela: en una narración realista, donde el narrador omnisciente usa un lenguaje poético, cuidado y a veces con un vocabulario no usual, en la página 52 hace hablar a uno de los personajes secundarios, llamado Géricault, de un modo no realista. «Te da miedo admitir algunas verdades, porque, al admitirlas, las perderás para siempre. Te da miedo tomar decisiones valientes que harán daño a las personas a las que quieres. Te da miedo, si me permites ponerme poético, descubrir que te han mentido acerca del horizonte, porque hay algo que te empuja hacia él por mucho que trates de frenarlo. Te da miedo admitir que eres un producto de tu inercia, y te da miedo hacer algo al respecto. Te da miedo darte cuenta de que has convertido tu maldición en un palacio.»

 

 

Diría que el modelo del tono de la prosa es la obra de Juan Carlos Onetti. En Luz del Este la atmosfera que se respira es triste y siempre decadente, como en la obra del uruguayo, y los personajes siembre están a la deriva y no hay esperanza de felicitad para ellos, como ocurre en la novela de Villanueva. En la página 52 se nos hablará de la carcoma que ha invadido la casa, la obra de este insecto se convierte en símbolo de la zozobra no solo del escenario donde habitan los personajes, sino también de la propia zozobra de los personajes. «Bien, el momento de afrontar que había que varar la casa y arreglar su estructura o, en el peor de los casos, mudarse definitivamente, había llegado. La carcoma firmaba con su braille inverso cada rincón al que se dirigía la vista.»

 

Sin mucho fundamento por mi parte, jugando a imaginar las estructuras de novelas que no he acabado de leer, había pensado que una parte del libro iba a tratar de la inminencia de la llegada de los marineros del Luz del Este al burdel, y la otra mitad a describir esa interacción entre marineros y prostitutas. Pero esta segunda parte sería, en realidad, la novela La guardia de Nikos Kavadías, y no era la intención de Villanueva llegar hasta ahí; así que su novela recoge esas horas previas al choque de dos mundos muy distintos, pero que se acaban necesitando. Los primeros capítulos de Luz del Este me han causado una grata impresión por la elegancia de la prosa y la madurez de la propuesta de Villanueva. Sin embargo, según avanzaba en mi lectura sí he tenido la sensación de que al autor le estaba costando salir de su propia morosidad narrativa, de su dar vueltas en círculo sobre el dolor inamovible de sus personajes, y no conseguía hacerlos avanzar hacia un desenlace narrativo. Los siete personajes principales sí que se relacionan entre sí, pero en algún momento he tenido la sensación de que las interacciones entre ellas no conseguían hacer que la trama avanzara. Sí es cierto que, en el breve arco espacial de la historia (apenas unas quince horas), se va a desarrollar un drama de consecuencias importantes para los personajes, pero los hilos que atarán este drama le serán mostrados al lector muy al final, dejando la construcción de la novela levemente desequilibrada. Por supuesto, escribir una primera novela con menos de treinta y cinco años y que todos sus elementos funcionen a la perfección es una tarea complicada. Luz del Este muestra a un autor joven con lecturas y con talento para crear algunas escenas e imágenes notables, con capacidad para seguir avanzando en una obra solvente.

domingo, 6 de octubre de 2024

Casas muertas y Oficina Nº1, por Miguel Otero SIlva

 


Casas muertas y Oficina Nº 1, de Miguel Otero Silva

Editorial Trotalibros. 430 páginas. 1ª edición de 1955 y 1961; esta es de 2022.

Epílogo de Jan Arimany

 

En junio de 2022, con motivo de la celebración de la Feria del Libro, Jan Arimany, el editor de Trotalibros, estuvo por Madrid y aprovechó, además de para vender sus libros en el Retiro, para organizar la presentación de una de sus novedades en la librería Taiga de Arturo Soria. Acudí a esta presentación y esta fue la primera vez en la que pude hablar en persona con Jan. Si no recuerdo mal, en la presentación de estas dos novelas de Miguel Otero Silva (Barcelona, Venezuela, 1908 – Caracas, 1985), tituladas Casas muertas (1955) y Oficina Nº 1 (1961), quitando a Jan y a mí, todo el mundo (presentadores incluidos) eran venezolanos. Allí estaba, por ejemplo, el escritor Juan Carlos Chirinos, con el que he coincidido en más de un acto literario. Acabó siendo un acto curioso, literario, pero en gran medida también político. Los venezolanos comentaban que Miguel Otero Silva había sido, durante muchas generaciones, una lectura obligatoria en los colegios del país y que, con los gobiernos de Hugo Chávez y Nicolás Maduro, ya no lo era y estaba cayendo en el olvido.

 

Casas muertas, publicada en 1955, trata sobre el pueblo de Ortiz que lleva décadas languideciendo y convirtiéndose en un pueblo fantasma. Ya en la primera página, el narrador se refiere a Ortiz con el sobrenombre de «aquella aldea de muertos» y se narra un entierro. Ortiz, que es un pueblo del interior de Venezuela, está muriendo por la dejadez gubernamental, por los periodos de inestabilidad a los que le han llevado las guerras civiles y, sobre todo, por el paludismo, enfermedad que asola la región desde finales del siglo XIX.

La protagonista principal de la novela es Carmen Rosa, una joven de Ortiz, que se aísla de la decadencia exterior cuidando el patio de su casa. Así leemos en la página 15: «El patio era el más hermoso de Ortiz, posiblemente el único patio hermoso de Ortiz. En sembrarlo, en cuidarlo, en hacerlo florecer había empecinado Carmen Rosa su fibra juvenil, tercamente afanada en construir algo mientras a su alrededor todo se destruía. Tan solo el tamarindo y el cotoperí, plantados allí desde hacía mucho tiempo, nada les debían, salvo el riego y la ternura, a las manos de Carmen Rosa. Nacieron para soportar aquel sol, para endurecer sus troncos en la penuria, e igualmente erguidos se hallarían en el patio aunque Carmen Rosa no hubiera nacido después que ellos para regarlos y amarlos.»

Este párrafo de Casas vacías me ha recordado a otro que leí en Los recuerdos del porvenir de Elena Garro. Lo copio aquí: «En esta calle hay una casa grande, de piedra, con un corredor en forma de escuadra y un jardín lleno de plantas y de polvo. Allí no corre el tiempo: el aire quedó inmóvil después de tantas lágrimas. El día que sacaron el cuerpo de la señora de Moncada, alguien que no recuerdo cerró el portón y despidió a los criados. Desde entonces las magnolias florecen sin nadie que las mire y las hierbas feroces cubren las losas del patio; hay arañas que dan largos paseos a través de los cuadros y del piano. Hace ya mucho que murieron las palmas de sombra y que ninguna voz irrumpe en las arcadas del corredor. Los murciélagos anidan en las guirnaldas doradas de los espejos y “Roma y Cartago”, frente a frente siguen cargados de frutos que se caen de maduros. Sólo olvido y silencio. Y sin embargo en la memoria hay un jardín iluminado por el sol, radiante de pájaros, poblado de carreras, y de gritos. Una cocina humeante y tendida a la sombra morada de los jacarandaes, una mesa en la que desayunan los criados de los Moncada.»

En Ortiz se instalará también un militar prepotente que me ha recordado bastante al militar prepotente de Ixtepec, el pueblo de Los recuerdos del porvenir.

 

Los recuerdos del porvenir se publicó en 1963, ocho años después de Casas vacías, y tengo la impresión de que Garro había leído a Otero Silva. Igual que, debería decir desde ya, estas dos novelas de Otero Silva me han parecido una influencia clara sobre la obra de Gabriel García Márquez; sobre todo en novelas como La mala hora (1962) y Cien años de soledad (1967). En la Venezuela de Otero Silva ha habido más de una guerra civil, que enfrenta a los habitantes del pueblo, como ocurría en La mala hora, o en Oficina Nº 1, una compañía petrolera norteamericana extrae los recursos de la tierra venezolana, explotando a la población local, trabajadores a los que impiden formar un sindicato, aunque sea legal según las leyes del país. El tratamiento crítico de Otero Silva a la compañía petrolera me ha recordado al de García Márquez y su empresa bananera.

Como ocurría en el Macondo de García Márquez, en Ortiz también va a haber temporadas de lluvias sin fin. En una de ellas, se producirá una crecida del río Paya y las aguas traerán un becerro muerto. En la crecida del río del pueblo de La mala hora, las aguas arrastran una vaca muerta.

Casas muertas, aunque más tenuemente que en la obra de García Márquez, contiene algunas gotitas de realismo mágico. Así, uno de los viejos de Ortiz le contará una historia a Carmen Rosa en la que un hombre ve por la calle a otros hombres que portan un cadáver, se asustará al darse cuenta de que se trata de él mismo.  En la página 43 leemos: «Don Casimiro Villena cayó enfermo. La peste lo derribó con una fiebre que iba más allá del límite previsto por los termómetros. Su piel quemaba a quienes la tocaban, como las piedras de un fogón encendido.» (pág. 43) Este tipo de exageraciones, que invaden la realidad de lo contado, son muy propias también de García Márquez.

En la página 412, la descripción de uno de los personajes de Oficina Nº 1 me ha recordado de nuevo al estilo de García Márquez: «Matías Carvajal, maestro de escuela positivista, filósofo materialista, revolucionario de ideas concretas, veterano de cinco cárceles, peregrino de tres destierros, no se avergonzaba de las ganas de llorar que llevaba por dentro.» Es un párrafo que, en su construcción, me ha recordado a aquel tan famoso de García Márquez en Cien años de soledad: «El coronel Aureliano Buendía promovió treinta y dos levantamientos armados y los perdió todos. Tuvo diecisiete hijos varones de diecisiete mujeres distintas, que fueron exterminados uno tras otro en una sola noche, antes de que el mayor cumpliera treinta y cinco años. Escapó a catorce atentados, a setenta y tres emboscadas y a un pelotón de fusilamiento. Sobrevivió a una carga de estricnina en el café que habría bastado para matar a un caballo. Rechazó la Orden del Mérito que le otorgó el presidente de la república. Llegó a ser comandante general de las fuerzas revolucionarias, con jurisdicción y mando de una frontera a la otra, y el hombre más temido por el gobierno, pero nunca permitió que le tomaran una fotografía. Declinó la pensión vitalicia que le ofrecieron después de la guerra y vivió hasta la vejez de los pescaditos de oro que fabricaba en su taller de Macondo.»

En el Ortiz de Otero Silva hay niños que comen tierra, un detalle que también tendrá el Macondo de García Márquez.

 

De hecho, el primer párrafo de Casas vacías ya me ha hecho pensar en el estilo de García Márquez: «Esa mañana enterraron a Sebastián. El padre Pernía, que tanto afecto le profesó, se había puesto la sotana menos zurcida, la de visitar al obispo, y el manteo y el bonete de las grandes ocasiones.»

Sé que Gabriel García Márquez y Miguel Otero Silva eran amigos, así que doy por seguro que el primero había leído al segundo. No puedo asegurar que Elena Garro leyera a Otero Silva, pero me parece plausible.

 

Casas vacías se publicó en 1955, el mismo año que Pedro Páramo de Juan Rulfo. No creo que ninguno pudiera haber leído previamente al otro a la hora de publicar sus novelas, pero las dos tienen ideas confluyentes, y el Ortiz de Otero Silva también me ha recordado a la Comala de Rulfo. En Ortiz, los agonizantes acaban hablando con los muertos y, de forma continua, Otero Silva se refiere a su pueblo como un lugar de muertos o de fantasmas.

Dentro de toda esta corriente de influencias literarias, he llegado a pensar que no fue una casualidad que Otero Silva llamara al jefe de la empresa petrolera Mister Taylor, título (este de Mr. Taylor) del primer cuento del conjunto de relatos Obras completas (y otros cuentos) de Augusto Monterroso, que se publicó en 1959 y es, también, una crítica al poscolonialismo norteamericano.

 

El estilo de Otero Silva es bello y cuidado, aunque es, sin embargo, un poco menos recargado que el de García Márquez. Usa un vocabulario muy autóctono, sobre todo a la hora de hablar de la flora o la fauna locales, con términos como «cotoperí», «ñaragato», «bejucos», «pencas» o «cujíes».

 

En Casas vacías, los protagonistas principales, que regentan una tienda, acabarán tomando la decisión de abandonar el pueblo y dirigirse hacia oriente, hacia el mar. Seis años después de acabar este libro, debido a su gran éxito, Otero Silva publicó una segunda parte, titulada Oficina Nº 1 (1961), que trata del surgimiento de un pueblo. Oficina Nº 1 empieza donde terminó Casas vacías, y Carmen Rosa, su madre doña Carmelita y Olegario, un antiguo ayudante de la tienda, van a llegar a un campamento petrolero donde está empezando a crecer un pueblo. Se quedarán allí y montarán de nuevo su tienda. Oficina Nº 1 es una novela más coral que Casas vacías, donde el narrador nos va a describir la vida de un grupo de venezolanos que convive con otro grupo de norteamericanos en un pueblo que se acabará llamando Oficina Nº 1, porque en este enclave será donde surja el petróleo de la tierra por primera vez. Un elemento que me ha llamado la atención de Oficina Nº 1 es que ha sido más fácil para mí rastrear aquí en qué momento histórico está situando Otero Silva sus historias, porque se habla por ejemplo de la invasión de Checoslovaquia por los nazis, que tuvo lugar en 1938. También se dice que Carmen Rosa había llegado al pueblo seis años antes, así que la acción de Casas vacías debe de ubicarse a principios de la década de 1930. Además de sobre la Segunda Guerra Mundial la radio de la tienda de Carmen Rosa también dará noticias de la guerra civil española. En realidad en Casas muertas se habla del gobierno de Juan Vicente Gómez, cuya dictadura se extendió desde 1908 hasta 1935. Contra Gómez se alzó el mismo Otero Silva, antes que sus personajes, lo que le hizo tener que vivir en el exilio. Existe una intención política en la obra de Otero Silva, en contra de la dictadura, los abusos poscoloniales de Estados Unidos en su país y contra las malas condiciones laborales de los trabajadores. Sin embargo, la fuerza de sus personajes prevalece sobre las premisas políticas de la composición. Sin embargo, hay un momento extraño en Casas vacías (quitando las breves escenas que podrían recordarnos al realismo mágico) donde se rompe el realismo de lo narrado y un grupo de estudiantes, que pasan presos en un camión, camino de una cárcel cercana, empiezan a hablar como si recitan poemas o sentencias del país en el que viven, «Yo no vi las casas ni las ruinas. Yo solo vi las llagas de los hombres» o «Una casa sin puertas y sin techo es más conmovedora que un cadáver.»

 

Diría que Miguel Otero Silva es un escritor latinoamericano bastante olvidado en España, aunque me han comentado también, en las redes sociales, que fue popular en la década de 1980, cuando lo publicaba Seix Barral. Quizás sus libros estén un peldaño por debajo de los otros escritores del boom o el preboom latinoamericano que he citado aquí, como Gabriel García Márquez, Elena Garro o Juan Rulfo. Pero que nadie me entienda mal, ese peldaño por debajo le sigue dejando en una posición muy alta dentro de la narrativa latinoamericana del siglo XX y es un autor que gustará, sin duda, a todos los admiradores de los escritores citados, como a mí me ha gustado. Miguel Otero Silva es un autor por redescubrir.