Estambul, de Orhan Pamuk
Editorial Mondadori. 436 páginas. 1ª edición de 2003; esta es de 2006
Traducción
de Rafael Carpintero
En la primavera de 2025 compré de segunda mano, a través de Iberlibro, dos
libros de Orhan Pamuk (Estambul,
Turquía, 1952), premio Nobel de
Literatura de 2006. Fueron la novela El museo de la inocencia (2008) y el
libro de memorias Estambul (2003). Los compré con la intención de preparar un
viaje a Estambul en julio de 2025. Ya he vuelto de ese viaje. Había empezado Estambul en Madrid, unos días antes de
partir, leí gran parte de sus páginas en la propia Estambul y lo finalicé en
Madrid. Aunque estuve casi dos semanas en Estambul, los ajetreos del turista no
me permitieron sacar demasiadas horas para la lectura.
Pamuk comienza su libro evocando su más remota infancia. Fue un niño que
perteneció a la burguesía de Estambul, cuyo abuelo había creado una próspera
fabrica de telas que, tras su muerte, el padre de Pamuk y su tío empezaron a echar
a perder. Aunque vivió varias mudanzas, buena parte de su infancia la pasó en
el llamado «edificio Pamuk», donde convivía gran parte de su familia. La
familia había vivido en un palacio, pero –por problemas financieros– tuvieron
que alquilarlo y pasar a vivir en el edificio anexo. Para él existían dos
núcleos: el central, formado por su madre, su padre, su hermano (que le sacaba
dos años) y él, y luego otro grupo más amplio con tíos y abuelos. Que se
juntaran para comer, no evitaba las continúas peleas (que podían acabar en los
tribunales) entre los familiares, normalmente por temas de herencias y dinero.
Tampoco eran infrecuentes las peleas entre la madre y el padre, que,
durante la infancia de Pamuk, en más de una ocasión, se separaban y Pamuk
pasaba a vivir con algún familiar.
Me ha gustado el capítulo intimista en el que Pamuk recrea el surgimiento
de la culpa, momento que ocurre al tener erecciones involuntarias, recriminadas
por terceros. También me ha interesado la relación con la religión: los Pamuk
son una familia de acuerdo con la modernización del país, propuesta por
Atatürk, y, por tanto, creen en la occidentalización de Turquía. Pamuk nos
muestra que, de niño, tanto su familia como él, percibían la religión como
propia de los pobres y uno de los lastres que impedía la modernización del
país.
En el capítulo 4, titulado La amargura de las mansiones derruidas de
los bajás: el descubrimiento de las calles, Pamuk empieza a pasar de
sus recuerdos personales más privados a describir la ciudad de Estambul desde
una perspectiva más general. Pamuk no empezará a hablar de los cambios que,
desde el siglo XIX se han operado en el paisaje de la ciudad. Llama la
atención, por ejemplo, la pasión de los estambulíes por disfrutar del incendio
de las viejas mansiones de madera, muchas de ellas construidas a las orillas
del Bósboro. Estos incendios debían ser muy frecuentes, todavía en la juventud
de Pamuk, y se hayan documentados por los viajeros europeos que visitaban la
ciudad en el siglo XIX.
Durante más capítulos, Pamuk intercala los recuerdos personales con los
colectivos. Me ha gustado, por ejemplo, leer sobre las películas que se rodaban
en la ciudad, durante la década del 50 y 60. En Turquía había, por entonces,
una potente industria local, como en muchos más países de Europa. Luego, Pamuk
podía cruzarse por su barrio con los actores que hacían de extras en las
películas.
Hay capítulos del libro que se convierten en pequeños ensayos sobre algún
tema. Así, por ejemplo, el 7, titulado Los paisajes del Bósboro de Melling,
analiza los grabados que el alemán (de sangre italiana y francesa) Melling hizo
en el siglo XIX de la ciudad. En este capítulo se reproducen algunos de sus
dibujos y pinturas.
No lo he dicho aún, pero el libro está lleno de fotos, en blanco y negro.
Algunas de ellas pertenecen a la familia de Pamuk y retratan su vida íntima, y
otras reproducen calles de la ciudad y reproducciones de cuadros o grabados que
en el pasado se hicieron de Estambul.
En el capítulo 10 Pamuk no hablará de la amargura de la ciudad; una
amargura que acaba contagiando a sus habitantes.
Me ha impresionado el capítulo en el que Pamuk habla de los golpes que los
profesores daban a los estudiantes en su escuela, de los que él se libraba por
ser un buen alumno. El hecho de no haber hecho las tareas o molestar en clase
podían ser motivos para recibir una buena tunda.
Con la idea de documentarse para su libro, Pamuk leyó viejos periódicos de
la ciudad, y en el capítulo 16 recoge algunas frases que le han gustado, leídas
en artículos de opinión de distintas épocas.
Me han gustado, sobre todo, los capítulos en los que Pamuk habla de algunos
de los escritores que retrataron Estambul en el pasado. Resat Ekrem Koçu que era historiador y compuso la Enciclopedia
de Estambul, que, en principio, aparecía de forma semanal en un
periódico y luego se recogía en forma de libro. En esta enciclopedia, Koçu
recogía hechos del pasado, centrándose en lo macabro o extravagante, y Pamuk
disfrutó mucho en su juventud con ella. Me resulta curioso leer que Koçu, como
historiador, estaba interesado por el pasado otomano de Turquía, al igual que
el profesor de la universidad que era su maestro, y ambos tuvieron problemas
por tratar este tema ante las nuevas autoridades que exigían la occidentalización
del país y olvidar el pasado. Y, sobre todo, me ha interesado que Pamuk me
hablara de Ahmet Hamdi Tanpinar, un
novelista que, según él, es el que mejor refleja la amargura de Estambul. He
buscado información sobre Tanpinar y en España lo tiene traducido la editorial
Sexto Piso, con traducción de Rafael
Carpintero, el mismo traductor de Pamuk y, por lo que he visto, traductor
de todo (o casi todo) lo que de literatura turca llega al mundo hispano. A la
novela Paz de Tanpinar la llaman el «Ulises turco», por sus juegos con
las voces interiores de los personajes.
Pamuk nos va a hablar del que fue el barrio judío de Estambul y del barrio
de los rumíes, descendientes de griegos y que, a mediados del siglo XX, aún
conservaban su idioma en algunos comercios. Pamuk nos va a hablar también de
las campañas políticas en contra de las minorías y el intento de que todos los
habitantes de Estambul hablen turco y no otras lenguas, como aún ocurría en su
infancia. He estado, en este julio de 2025, de visita en los barrios de
Estambul donde Pamuk dice que vivían los judíos y los rumíes (Balat y Fener) y
diría que allí ya no vive nadie, como comunidad, que hable en una lengua que no
sea el turco. También nos hablará Pamuk de los ataques violentos que, en el
pasado, han sufrido estas comunidades. «En mis recuerdos de infancia queda como
parte de aquella limpieza cultural la manera en que se callaba a los que por la
calle hablaban en voz alta griego o armenio». (pág. 278)
Pamuk también nos hablará de los escritores europeos, como Théophile Gautier o Nerval, que en el siglo XIX visitaron
Estambul, como fuente de exotismo y como fueron creando mitos (algunos
trasmitidos de unos viajeros a otros) sobre la ciudad. Muchos de estos viajeros
estaban interesados, sobre todo, por el harén del sultán, una realidad, que nos
dirá Pamuk, para él, en el momento –a principios del siglo XXI– que escribe el
libro, le parece tan exótica como les parecía a aquellos escritores europeos.
También nos hablará de que a los estambulíes, aunque tolerasen una mirada
propia sobre sus miserias, no les gustaba que así la retratasen los
extranjeros, como, por ejemplo, los porteadores de mercancía con multitud de
cajas sobre sus espaldas.
Me ha llamado la atención la historia sobre cuando el escritor francés André Guide visitó Estambul, ya en el
siglo XX, escribió un artículo ridiculizando las vestimentas de los
estambulíes. Esto tuvo como consecuencia de Atatürk, en su deseo de
occidentalizar el país, prohibiera aquellas vestimentas antiguas u orientales.
En la página 338, cuando Pamuk se dispone a contar algo personal, como eran
las frecuentes peleas que tenía con su hermano, que siempre acababa perdiendo
al ser dos años menos, nos dice (a modo de disculpa, más seguramente ante sus
familiares que ante el lector), que a veces su memoria puede fallar y que, por
tanto, el lector debe dudar de sus palabras. Literalmente escribe: «Si lo
importante para un pintor no es el realismo de las cosas sino su forma, para un
novelista no lo es el orden de los acontecimientos sino su estructura, y para
un escritor de memorias no lo es la verdad del pasado sino su simetría».
Así que, por esta ley de simetría, ya que Pamuk empezó los primeros
capítulos del libro hablando de sí mismo y de sus familiares, va a terminar el
libro hablando también de sí mismo. En este sentido, el capítulo 35, titulado El
primer amor, se podía leer como un relato independiente y me ha
parecido una narración bellísima.
En primera instancia, la inclinación artística por la que Pamuk sintió
atracción fue la del dibujo y la pintura, que le ayudan a salir de la realidad,
a refugiarse en un espacio privado al que, de niño, quería trasladarse. También
gustaba de conseguir la admiración de la maestra o de los adultos por sus
conocimientos y, posteriormente, por la calidad de sus dibujos.
Pamuk empezará a estudiar arquitectura, pero en el segundo año perderá el
interés y preferirá vagar por la ciudad nocturna. Su hermano mayor se ha ido a
estudiar a Estados Unidos y su padre suele pasarse poco por casa, así que
acabará discutiendo con su madre, que teme que deje los estudios por
convertirse en pintor, algo que considera posible hacer en lugares como París,
pero no en Turquía. Al final, Pamuk le dará una noticia aún más inquietante: va
a dejar la universidad, pero no para ser pintor, sino escritor.
El estilo de Pamuk es bello y evocador, desarrollado en frases largas, en
las que va introduciendo muchas matizaciones, mediante frases subjuntivas.
Creo que hubiera sido mejor acercarme a un libro como Estambul habiendo
leído antes alguna de las novelas más famosas de Orhan Pamuk, pero al llegar ya
la fecha de mi viaje a Estambul barajé la posibilidad de empezar a leer El museo de la inocencia, antes que Estambul y me pareció más sensato, dadas
mis circunstancias vitales, empezar por el segundo libro. Ha sido una buena
experiencia leer la mayoría de las páginas de este libro durante mi estancia en
Estambul. No podría recomendar el libro como «guía turística» con la intención
de que vayan a llevar al lector a lugares físicos de la ciudad, porque el
libro, más bien, propone un viaje interior, un viaje hacia el espíritu
melancólico de la ciudad y, en este sentido, ha logrado que mi viaje a Estambul
se ha haya ido recubriendo de capas a las que no podría haber llegado de otro
modo. Seguiré con el autor.