Se generó una polémica en Argentina por el libro "Cometierra" de Dolores Reyes, que las autoridades de la Provincia de Buenos Aires compraron para las bibliotecas escolares. Dejo un vídeo de mi canal de YouTube en el que hablo de esto:
domingo, 17 de noviembre de 2024
domingo, 10 de noviembre de 2024
La vegetariana, por Han Kang
La vegetariana, de Han Kang
Editorial Random House. 167 páginas; primera edición de
2007, ésta es de 2024
Traducción de Héctor Silva
El pasado 10 de octubre se falló el Premio Nobel de Literatura 2024, que recayó sobre Han Kang (Gwangju, Corea del Sur,
1970). Una semana antes, cuando en las redes sociales los aficionados a la
literatura jugábamos a hacer quinielas sobre el Nobel de este año, uno de mis
contactos de Instagram apostó por esta autora, que en ese momento no me sonaba.
Al buscar las portadas de sus libros en internet sí las reconocí de las mesas
de novedades de algunas librerías y sí me sonaba que la había visto recomendaba
en internet. El mismo día del fallo me acerqué a tres librerías del centro de
Madrid y solo en una de ellas –la FNAC
de Callao– tenían un libro suyo, La vegetariana (2007), que se
tradujo antes al español (en Argentina) que al inglés. En el mundo anglosajón
ganó el Booker Internacional Prize
en 2016 y esto hizo que su fama y prestigio aumentaran mucho en Occidente.
La
vegetariana
está dividida en tres partes. La primera, de igual título que el libro, está
narrada por el marido de la protagonista, Yeonghye. La primera frase del libro
es bastante significativa: «Antes de que mi mujer se hiciera vegetariana, nunca
pensé que fuera una persona especial». El marido nos mostrará su extrañamiento
ante los cambios que está empezando a observar en su mujer, tras cinco años de
matrimonio anodino. Yeonghye contribuye de forma modesta a la economía
familiar: «Era profesora asistente en una academia de computación gráfica,
donde había estudiado un año, y en casa trabajaba por encargo transcribiendo
los textos a los globos de diálogo de las historietas». (pág. 12)
El marido empezará a comprender que algo extraño ha ocurrido
con su mujer cuando la descubra en plena noche vaciando la nevera de cualquier
alimento que provenga del cuerpo de un animal, con la mirada perdida.
Intercalados con la voz narrativa del marido, encontraremos
en esta primera parte, otros fragmentos en letra cursiva con la voz narrativa
de Yeonghye; pero, en realidad, no estamos hablando aquí de su voz narrativa cotidiana,
sino de aquella que describe los sueños que han empezado a asaltarla, unos
sueños en los que muerde trozos de carne cruda y todo está embadurnado de
sangre. Estos sueños recogen una sensación de violencia tremenda, de violencia
cruda, que se le transmite al lector con la idea de que Yeonghye, tras su
apariencia de mujer anodina y callada, se siente, y se ha sentido en el pasado,
aquejada por una persistente violencia. Yeonghye ha decidido dejar de comer
carne y empezará a adelgazar muy rápidamente. Una de las cosas que han
molestado de ella a su marido es su tendencia a no usar sujetador, una prenda
con la que ella se siente molesta. El sujetador simbolizará parte de la
opresión que Yeonghye ha sentido en su vida por ser mujer, una prenda, que al
usarla, se encarga de borrar en parte su condición femenina.
A través de algunas escenas donde se está deteriorando la
convivencia de la pareja, el lector podrá atisbar parte de la cultura coreana,
o al menos de la cultura de una megaciudad como es Seúl. «Por primera vez en
cinco años de casados, salí hacia mi trabajo sin que me ayudara a prepararme y
me acompañara hasta la puerta.», dirá el machista marido en la página 17; o una
página más tarde: «Desde que me habían cambiado de sección, hacía meses que no
salía del trabajo antes de las doce.», que nos da una muestra de la
competitividad de las empresas coreanas.
El marido sentirá vergüenza social ante los cambios que se
están produciendo en su mujer, unos cambios que la familia de ella tampoco va a
entender. En una fiesta familiar sabremos que el padre de ella educó a Yeonghye
y a su hermana ejerciendo la violencia sobre ellas. De hecho, la violencia de
la sociedad coreana, sobre todo ejercida contra la mujer, es uno de los ejes
centrales de la novela.
La segunda parte, titulada La mancha mongólica, está
narrada por el cuñado de la protagonista, el marido de su hermana, que vive de
una herencia recibida y que se dedica a realizar vídeo arte. Por otro lado, su
mujer trabajará en una tienda de comestibles durante largas jornada. A pesar de
esto, será ella la que se encargue mayormente del hijo de la pareja de cinco
años.
Este cuñado empezará a sentir una atracción cada vez mayor
por su cuñada, a la que desea grabar desnuda con su cámara. Le excita saber que
Yeonghye aún conserva la mancha mongólica en las nalgas que suelen tener de
pequeños los niños coreanos y que luego pierden. Han pasado dos años desde los
acontecimientos narrados en el final de la primera parte, y sabremos que la
salud mental de Yeonghye ha sido puesta en entredicho.
La tercera parte, titulada Los árboles en llamas,
está narrada por la hermana de Yeonghye. La mirada de la hermana sobre Yeonghye
será más compasiva que la de los dos narradores anteriores. La hermana,
separada ahora del marido, debe sacar adelante su tienda, a su hijo y cuidar de
su hermana.
Sin querer destripar más elementos del argumento, señalaré
como dato curioso que en 2007, el momento en el que aparece el libro, el
adulterio era un delito en Corea del Sur, que podía ser penado con la cárcel.
Dejó de ser así en 2015.
En realidad, La
vegetariana no trata exactamente sobre una mujer que decide hacerse
vegetariana por un convencimiento meditado acerca del sufrimiento animal, sino
de una persona que, debido a unos sueños, que muestran un mundo interior
traumatizado, siente rechazo hacia toda la violencia que simboliza la muerte de
los animales, los cuchillos para cortar la carne, etc. En este sentido, en la
primera parte del libro, hay una escena de violencia, que la protagonista
recuerda de su infancia, ejercida sobre un perro, que resulta espeluznante y
muy significativa. En las páginas del
libro, Yeonghye también sufrirá violencia sexual, y algunas de las escenas más
crudas del libro lo son en este sentido.
Yeonghye, como Bartleby, el escribiente de Herman Melville, es una persona que un
día decide que «preferiría no hacerlo», y al dejar de hacer lo que se espera de
ella, su vida apocada será juzgada por los demás, por su entorno familiar
principalmente, de un modo bastante drástico. Todos sabemos que Bartleby,
el escribiente (1853) es una de las influencias sobre la obra de Franz Kafka, y La vegetariana, que es una obra ligeramente irreal y onírica, sobre
la salud mental y la soledad en las grandes urbes, también bebe de uno de los
textos más famosos de Kafka: La metamorfosis. En esta novela
corta un joven amanece una mañana en su cama convertido en un insecto. Él
intentará seguir cumpliendo con sus obligaciones, pero los cambios que se han
producido en él se lo impedirán, ante, además, el rechazo furibundo de los
suyos. En La vegetariana, los cambios
que se empiezan a producir en Yeonghye no son realmente voluntarios, pues, tras
sus perturbadores sueños, la necesidad de no comer carne se impone a ella más
allá de sus intereses y sus decisiones conscientes. De nuevo, como en la obra
de Kafka, sufrirá el rechazo de su entorno. La
vegetariana acaba siendo una narración simbólica, dura y poética, sobre la
alineación y la soledad de las personas en las grandes urbes; de hecho, Seúl es
la sexta megaciudad más grande del mundo. Y esta alienación y soledad, parece
decirnos Han Kang, afecta de manera más drástica a las mujeres, sobre las que
la sociedad tradicional de su país exige más que a los hombres.
Nunca había leído un libro de un autor coreano y la
experiencia ha sido muy gratificante. En mi caso, el Premio Nobel ha servido
para descubrirme a una potente escritora. Ya estoy leyendo otra de sus novelas,
La
clase de griego.
domingo, 3 de noviembre de 2024
Hojas rojas, por Can Xue
Hojas rojas, de Can Xue
Editorial Aristas Martínez. 171 páginas, 2022
Traducción y notas de Belén Cuadra Mora
En el verano de 2024 leí mi primera novela china: Más
duro que el agua (2001) de Yan
Lianke. Había leído, hasta entonces, bastante narrativa japonesa, pero no
china, y la nueva experiencia me resultó gratificante. Al sentir este reciente
interés por la literatura china, me había fijado también en Can Xue (Changsha, 1953), una autora de
la que la editorial extremeña Aristas Martínez
tiene publicadas dos antologías de sus relatos: Hojas rojas (2022) y Al
otro lado (2024). Traducidas al español, también existen dos novelas de
Can Xue: La frontera y Nubes flotantes ya envejecidas, en
la editorial Hermida. En septiembre
estuve buscando información sobre los candidatos más firmes para ganar el premio Nobel de Literatura en 2024 y
uno de los nombres que aparecía con más fuerza era el de Can Xue. Entonces,
decidí solicitarle los dos libros de relatos a Aristas Martínez para poder leerlos
y reseñarlos. La editorial, amablemente, me los envió.
Can Xue es hija de dos intelectuales chinos represaliados
durante la campaña antiburguesa en China de 1957. Esto hizo –como cuenta su
traductora– que tuviera que dejar el colegio pronto y trabajar en fábricas. Su
formación como escritora fue siempre autodidacta e influenciada principalmente
por autores occidentales.
Hojas
rojas consta de ocho relatos y está
traducido por Belén Cuadra, la misma
traductora de Duro como el agua de
Yan Lianke. Su trabajo en esta novela me pareció excelente, así que imaginaba
(con razón) que su trabajo en Hojas rojas
también sería muy bueno.
Forasteros
es el primer relato. En él conoceremos a Juhua, una niña que al despertarse por
la mañana en su cama siente frío, como si el viento del exterior se colase por
debajo de su edredón. A partir de aquí –y hablo tanto del relato como del libro
en general– una sensación de desasosiego acompañará al lector. Juhua decide
visitar el cementerio del pueblo cercano y, en su caminar hacia allí, se va
disolviendo el realismo en el que, durante las primeras páginas, pese a la
sensación de extrañeza, parecía transcurrir la historia. Un pequeño animal sin
identificar se unirá a la niña en el cementerio, y desaparecerá también como si
se volatiliza. Será muy frecuente, en todos los relatos de Xue, que aparezcan y
desaparezcan personajes secundarios que acompañaban al personaje principal con
esa falta de lógica propia de los sueños. De hecho, un aire onírico, de amenaza
continúa y saltos de lógica narrativa, propia de los sueños –o más bien de las
pesadillas– suele caracterizar la composición de estos relatos. También
recorrerán el cuento fogonazos poéticos, normalmente en torno a la naturaleza.
Confesiones de un sauce es el segundo relato y, para mí, uno de los mejores de las
dos antologías (al escribir esta reseña casi he acabado también de leer Al otro lado). La voz narrativa es la de
un sauce que se va secando en un jardín. Un jardinero humano ha dejado de
regarle, y él desconoce el motivo. «No me explico por qué decidió el jardinero
cortarme el suministro de agua» (pág. 43).
En la contraportada del libro se habla de las influencias de
Can Xue: Kafka y Borges. Lo cierto es que yo he sentido
en los cuentos de las dos antologías (y en especial en cuentos como Confesiones de un sauce), sobre todo la
influencia de Kafka. Confesiones de un
sauce parece estar escrito bajo la lectura de relatos como Josefina,
la cantora, o el pueblo de los ratones, donde se personifica a los
animales. Todos sabemos que Kafka, en muchas de sus narraciones, escribe sobre
el Dios del Antiguo Testamento, ese Dios lejano e incomprensible que rige el
destino de las personas. En este relato de Can Xue, ese Dios lejano sería el
jardinero para el sauce, un Dios del que depende para subsistir, y que no sabe
por qué le ha abandonado. «Creí comprender de veras que nunca llegaría a lograr
la tranquilidad y la felicidad que todo el mundo ansía y que, por lo tanto,
debía aprender a sentir cierta alegría en mitad de la sed, la ansiedad y el
dolor.», leemos en la página 50.
En El delito un padre deja a su hija
una extraña herencia: una caja sin llave, que cuando se agita parece sugerir
que su interior guarda objetos cambiantes. Una prima de la protagonista, con la
que tiene una relación difusa, empieza a vivir temporalmente en la casa.
¿Querrá, quizás, apropiarse de la caja? Este es un relato misterioso, con una
desasosegante lógica propia.
Hojas rojas
es otro de los cuentos que más me ha gustado de los que llevo leídos de Can
Xue. El profesor Gu se encuentra en la cama de un hospital. Mientras limpian la
habitación, él piensa en las hojas rojas que podía encontrar junto a su casa,
unas hojas rojas que acabarán apareciendo en la habitación del hospital, cuando
la frontera entre lo real y lo imaginado empiece a disolverse. Una amenaza
parece cernirse sobre el profesor Gu: siente la presencia en el hospital de
unos hombres gatos. Tratará de encontrarlos y se topará con un exalumno, que el
lector intuirá que está muerto y que, por tanto, se está empezando a diluir
para el profesor Gu la frontera entre la vida y la muerte.
En más de una ocasión, leyendo estos relatos, y sobre todo
en algunos, como en este de Hojas rojas,
he sentido que existía una conexión entre la obra de Can Xue y la de autores
latinoamericanos como Mario Levrero
y César Aira, también lectores de
Kafka.
Movimiento vertical empieza con la siguiente frase: «Somos unos animalillos que
habitan la tierra negra del subsuelo del desierto.» También tiene un aire muy
kafkiano. En este caso me ha recordado, sobre todo, al relato de Kafka El
refugio, también sobre un ser que vivía en el subsuelo. Tengo la
sensación de que cuando los cuentos están protagonizados por plantas o
animales, Can Xue se muestra más contenida, que cuando los protagonistas son
humanos, relatos en los que a veces, según nos acercamos al final, el
surrealismo, el aire onírico y la incomprensión tienden a monopolizar la
narración.
En La cabaña del monte ocurre lo que
apuntaba antes, que Can Xue se desborda al mostrar la extrañeza de lo contado.
Una mujer ordena los cajones de su casa, de un modo obsesivo, y sabe que en una
caseta, detrás de su casa, hay una persona encerrada. Viento, lobos, ratas,
ladrones… diversos miedos acosan a nuestra protagonista. En algún momento, este
cuento me ha llegado a recordar a esos cuentos que muestran relaciones
familiares enfermizas que escribe Mariana
Enríquez en libros como Un lugar soleado para gente sombría.
La cabaña del monte tiene menos
páginas que otros cuentos del conjunto y me he conectado menos con él, aunque
es uno de los cuentos más famosos de la autora.
Los hombres sombra nos habla de un viaje; ya avanzado el relato conoceremos el
porqué: «Recordé el motivo que me había llevado hasta aquel lugar. Alguien me
había robado el tesoro familiar: un valioso tintero de piedra.» El
protagonista, se adentrará en una ciudad, o más bien en un mundo –el mundo de
los «hombres sombra»– regido por unas leyes que no acaba de comprender. De este
modo, puede resultar acogido en una casa o expulsado. De nuevo, aparecen aquí
muchos errores de percepción de la realidad del personaje. Y, de nuevo, he
sentido detrás de este cuento el pulso de Kafka, de algunas páginas de El
desaparecido o El castillo, por ejemplo.
Conviviendo con humanos cierra esta antología de cuentos. Aquí el protagonista es
una urraca macho de mediana edad. Como ya he apuntado, al ser un animal el
protagonismo, parece que Can Xue controla más su narración y acota mejor los
límites en los que se va a mover que en los cuentos protagonizados por humanos.
De nuevo, el terror para la colonia de urracas partirá de los humanos, de un
niño que ataca sus nidos con un tirachinas y, principalmente, de la bedel de un
colegio cercano. La bedel tiene una función narrativa similar a la del
jardinero de Confesiones de un sauce.
«Imposible adivinar lo que les pasa por la cabeza a los humanos, ¿verdad?»,
dirá la pareja del protagonista en la página 157.
En un artículo de José
de Monfort, publicado en The Objetive, leo que las
influencias principales de Can Xue son Kafka,
Borges, Calvino y Beckett. Diría
que yo, principalmente, he visto en los cuentos de Xue la influencia de Kafka;
si bien es cierto que el cuento Movimiento
vertical nos puede hacer pensar en el Samuel Beckett de libros como Compañía;
pero, al fin y al cabo, esta última historia es una reescritura de El refugio de Kafka, fuente de la que
también mana el relato de Can Xue.
También he sentido en los cuentos de Can Xue la confluencia
con las voces de otros descendientes de Franz Kafka, como son César Aira y
Mario Levrero. Dudo de que Can Xue haya podido leer a Aira o Levrero, y sobre
todo a Levrero (con quien encuentro en la obra de Can Xue bastantes
paralelismos), pero sí considero que ambos escritores, partiendo de una
influencia común, han llegado a lugares oníricos, angustiosos, pesadillescos y
líricos, que guardan relación.
Me hubiera gustado que el libro incluyera un prólogo, que
indicara, por ejemplo, en qué año se publicaron originalmente los cuentos, o
más notas explicativas sobre su contexto, pero lo cierto es que los cuentos se
sostienen por sí solos.
Ha sido una grata sorpresa acercarme a este libro de cuentos
de Can Xue. Hojas rojas contiene
páginas valiosas, en el contexto de la literatura actual. La obra de Can Xue ha
sido traducida a veinte idiomas y es una firme candidata a ganar el premio
Nobel. Al final, el Premio Nobel de Literatura de 2024 ha sido para la coreana
Jan Kang; en cualquier caso, Can Xue será una gran premiada si la academia
sueca decide concederle el galardón algún otro año.
domingo, 27 de octubre de 2024
Teatro, por Antón P. Chéjov
Teatro, de Antón P. Chéjov
Editorial Cátedra,
376 páginas. Primera edición de 1896-1904; esta es de 2022
Traducción y
edición de Isabel Vicente
Ya
he comentado que acabé 2023 leyendo, en diciembre, una antología de cuentos de Antón P. Chéjov (Taganrong, 1860 –
Badenweiller, 1904) de casi 900 páginas. Fue uno de los libros que más que
gustó de ese año. Así que consideré que, ya que había leído los dos libros con
las siete novelas cortas de Chéjov, que tiene publicados Alba y esta nueva
antología, también en Alba, con 60 cuentos, debía acercarme a la obra teatral
de Chéjov, una parte muy importante de su producción artística y que no
conocía. Estuve mirando ediciones sobre este teatro de Chéjov y la que más me
convenció fue una de la editorial
Cátedra que contiene sus cuatro obras más famosas: La gaviota (1896), El
tío Vania (1899), Las tres hermanas (1901) y El
jardín de los cerezos (1904). La edición y la traducción están a cargo
de Isabel Vicente, que es experta en
Chéjov y en la cultura rusa y el libro me pareció atractivo. Contacté con la
editorial Cátedra y ellos, muy amablemente, me enviaron el libro para que
pudiera leerlo y comentarlo.
De
entrada, debería apuntar que yo he leído muy poco teatro en mi vida. Recuerdo
haberme acercado a las siguientes obras: La casa de Bernarda Alba de Federico
García Lorca, Hamlet de William Shakespeare, Calígula de Albert Camus, Luces
de bohemia de Ramón del Valle-Inclán, y Esperando
a Godot de Samuel Beckett.
Aunque mi experiencia no fue negativa con estos libros, sí que tengo la
sensación de que el teatro tiene más sentido viéndolo representado en un
escenario que leyéndolo. Sin embargo, en este caso, al sentir que Chéjov se
está convirtiendo por derecho propio en uno de mis escritores favoritos quería
acercarme a esta parte de su obra.
Esta
edición de Isabel Vicente cuenta con unas 80 páginas iniciales en las que se
habla de la vida del autor y se analizan las cuatro obras aquí seleccionadas.
Dejé su lectura para el final. Así que empecé con la lectura de La gaviota, que se estrenó en 1896. En
la primera página existe una lista en la que se describe con una pincelada a
los personajes que van a aparecer en la obra. Todas las obras constan de cuatro
actos y una extensión bastante similar.
En
La Gaviota, el joven Treplev, que
quiere ser escritor, se siente ninguneado por el entorno de su madre Arkádina,
una actriz famosa. En una casa de campo, junto a un lago, propiedad de Sorin,
hermano de Arkádina, esta ha invitado a su amigo Trigorin, un escritor de
éxito. La casa es frecuentada por Nina, hija de unos terratenientes cercanos,
que desea ser actriz, y admira el ambiente alrededor de Arkádina y Trigorin.
Treplev está enamorado de Nina y sus deseos de convertirse en escritor parecen
obedecer al sueño de conquistar la admiración de Nina. Sin embargo, Nina parece
amar a Trigorin, mientras que Masha –la hija del administrador de la finca–
está enamorada de Treplev. En La gaviota
hay mucho amor contrariado, amor que parece proceder de los logros que
consiguen alcanzar las personas, más de lo que ellas son por sí mismas, parece
decirnos Chéjov. En gran medida, La
gaviota me parece emparentada con el cuento La cigarra, donde la
esposa de un médico quiere relacionarse solo con artistas y deja de lado a su
marido médico de profesión. Chéjov nos muestra el mundo del arte (el mundo de
los escritores y las actrices) como un mundo frívolo, lleno de ególatras. Nina
conseguirá convertirse en actriz de teatro y Treplev en escritor, pero ninguno
de los dos será feliz. «Ahora, sé, ahora comprendo, Kostia, que en este
quehacer nuestro –tanto si actuamos en escena como si escribimos–, lo esencial
no es la gloria, no es la notoriedad, no es lo que constituía mis sueños, sino
que es el aguante.», dirá Nina.
En
El
tío Vania (1899) nos encontramos con Serebrianov, que ha sido un
eminente profesor universitario y que, ya retirado, tiene que vivir en el campo,
en la que fue la casa familiar de su esposa muerta. Está casado, en segundas
nupcias, con Elena de 27 años. Sonia es la hija del primer matrimonio de
Serebrianov. Conviven con Vania, el tío de Sonia, y con Voinítskaia, abuela de
Sonia. Como ocurría en La gaviota,
también El tío Vania es una obra de
amores desgraciados. Vania está enamorado de Elena, y Sonia de Astrov, un
médico, algo mayor para ella, que frecuenta la casa. Astrov no parece
interesado en Elena y es un hombre algo deprimido, perdido en el alcohol y la
frustración que le causa la destrucción de los antiguos bosques de Rusia (el
mensaje ecológico, que ya ha aparecía en alguno de los cuentos de Chéjov, me
parece moderno para la época). Vania también es un hombre deprimido, que se
siente viejo a sus 47 años. Además, Vania está empezando a darse cuenta de que
él y su sobrina han sacrificado su vida por su cuñado Serebrianov, al que
consideraban un gran hombre, y por el que han hecho el sacrificio de sacar
adelante la finca en la que viven, pero este no parece haberse dado cuenta de
ello y no se ha sentido agradecido. Este es también un tema recurrente en Chéjov,
el de las personas con buenas intenciones, que malgastan su vida y quieren
arreglar la de los demás, pero que no tienen capacidad para cambiar nada.
Las tres hermanas (1901) son Olga,
Masha e Irina que, tras la muerte de sus padres, viven en una ciudad de
provincia con el sueño de volver a Moscú, de donde proceden. También conviven
con Projorov, su hermano, que se acabará casando con Natalia. La casa es
frecuentada por militares, que están acuartelados en la ciudad. Projorov
parecía el más preparado de los cuatro hermanos, y existían posibilidades de
que llegara a ser alguien importante, pero sucumbirá al vicio del juego,
mientras su esposa Natalia le será infiel a la vista de todos. Además, Natalia
irá tomando posesión de cada vez más instancias de la casa hasta que consiga
expulsar de ella a las tres hermanas.
En
El
jardín de los cerezos (1904) Ranévskaia regresa a su finca de Rusia,
después de haber vivido seis años en París. Regresa junto con su hija Ania, de
17 años, y Varia, su hija adoptiva, de 24. La madre dejó Rusia después de haber
sufrido la muerte de su marido y un hijo. Una de las cosas más extrañas de esta
obra es que, a pesar del título, en realidad en la finca existe un jardín de
guindos y no de cerezos. En Rusia la madre recibirá la noticia de que debe
tomar una decisión sobre su casa y su finca: debido a las deudas, van a salir a
subasta pública. Lopajin, comerciante e hijo de antiguos siervos de la familia,
les propone un plan: talar los guindos, construir dachas de veraneo y alquilar
esas casas. Pese a lo sensato de la idea, Ranévskaia no podrá decidirse, debido
a los recuerdos que piensa que habitan en su casa y su jardín. En El jardín de los cerezos asistimos al
empuje de una nueva clase social, frente a la inoperancia de los antiguos nobles.
En una obra que, en cierto modo, adelante las crisis y revoluciones que va a
sufrir Rusia a comienzos del siglo XX.
Al
empezar al leer La gaviota –lo que se
repetiría con las otras tres obras– tuve la sensación de que me costaba
quedarme con los nombres de los personajes, y saber quién era quién, cuando
intervenían en la obra. Esto me hacía volver de forma continuada a la página
inicial de las obras para consultar la lista de los personajes. Lo cierto es
que este hecho ha supuesto una ligera incomodidad a la hora de tratar de
disfrutar de estas historias. Al leer los cuentos o las novelas de Chéjov –o al
leer narrativa en general– tengo la sensación de adentrarme en las historias
contadas de un modo mucho más natural que el que he tenido con estas obras de
teatro. Imagino que si las obras se ven representadas en escena, al asociar
cada discurso a un actor, será más natural conocer las relaciones que existen
entre los personajes. Sin embargo, superada esta dificultad inicial, he podido
volver al mundo de Chéjov, que conocía por su narrativa, ese mundo de
personajes que se sienten incapaces de mejorar sus situaciones vitales, y
disfrutar de esas historias. Creo que la obra que más me ha gustado ha sido El tío Vania, seguida de La gaviota. En El tío Vania me ha conmovido esa toma de conciencia del personaje
de la inutilidad de su propósito, de su sacrificio por el que considera un gran
hombre y al que acaba de ver como un miserable engreído, además de estar
enamorado de su mujer. También es tremenda la forma de analizar el mundo del
arte en La gaviota, ave que se
convierte en un símbolo del desamparo vital de Nina, quien, pese a que se a
convertido en actriz y, por tanto, debería sentirse feliz por haber cumplido
sus sueños, se siente más infeliz que antes al descubrir que sus sueños eran
una quimera y que la realidad del teatro dista mucho de lo que soñó de ella.
Al
acabar las cuatro obras, como decía, me he acercado al prólogo y al estudio de Isabel
Vicente. Me ha interesado leer sobre la vida de Chéjov, y saber, por ejemplo,
que la idea del desahucio de El jardín de
cerezos la vivió él en su infancia, cuando la familia perdió la casa en la
que vivía, debido a que el padre estaba aquejado por las deudas. Desde muy
pronto, Chéjov tuvo éxito como escritor de cuentos y de obras de teatro y casi
no ejerció la medicina, la carrera que había estudiado.
Creo
que ahora me apetece leer de Chéjov La isla de Sajalín, donde relata un
viaje que hizo a esta isla en la que había una colonia penitencia, y cuyo
informe influyó para que las autoridades rusas cambiaran las condiciones de ese
penal. O leer otra antología de sus cuentos, publicada por Pretextos, que tengo en casa, y cuya selección casi no coincide con
la de Alba.
domingo, 20 de octubre de 2024
El limonero real, por Juan José Saer
El limonero real, de Juan José Saer
Editorial Planeta. 287 páginas. Primera
edición de 1974
Encontré la primera edición de El
limonero real (1974) de Juan
José Saer (Serodino, Argentina, 1937 – París, 2005) en la librería de segunda mano Ábaco en el
verano de 2010, y no lo he leído hasta más de una década después. Ha
permanecido en mis estanterías de libros por leer durante trece años, ya que lo
acabé leyendo en el verano de 2023. Y esto a pesar de que sobre 2010 yo sentía
mucha admiración de la obra de Saer. Recuerdo incluso que un compañero del
colegio en el que trabajo, años después de haber comprado El limonero real, me prestó su novela Nada Nadie Nunca (1980),
y con ella ya solo me quedaba leer de la narrativa de Saer El limonero real. A veces ni yo mismo entiendo muy bien por qué
sigo comprando libros y no me acerco a los que tengo acumulados en casa sin
leer. Creo que no me gustaba la portada de la primera edición de Planeta (lo
que es absurdo, porque he leído el libro quitándole la camisa), o bien no me
ponía con él porque tenía miedo a que me aburriera o decepcionase (no ha sido
así).
El caso es que a falta de una semana de
mis largas vacaciones de profesor (en el verano de 2023) había acabado la
extensa novela Los gozos y las sombras de Gonzalo
Torrente Ballester, y me decidí a entrar en septiembre leyendo la última
novela de Saer que me faltaba.
«Amanece.
Y ya está con los ojos abiertos.»
Estas son las primeras palabras de la
novela, que se irán repitiendo periódicamente como un leitmotiv. Wenceslao tiene unos cincuenta años y se despierta en su
rancho, construido por su padre en una de las islas del Paraná. Allí vive con
su mujer, de la que no sabremos nunca el nombre. De forma más insistente que en
otras obras de Saer, en El limonero real
la evolución de las horas, con sus variaciones de luces y sombras sobre el
mundo, va a ser un tema central de la construcción. Vi una intervención de la
crítica argentina Beatriz Sarlo en
el programa de televisión Los siete locos, donde afirmaba que
Saer era el principal narrador argentino que ponía la poesía como centro de su
construcción ficcional. Esta idea es fundamental para comprender El limonero real: muchas de sus páginas
se pueden leer como poemas, en las que el autor celebra y se va fijando en
elementos de la naturaleza; en el cambio de la luz según avanzan las horas del
día, por ejemplo.
La acción de El limonero real transcurre en un solo día, que se corresponde con
un fin de año, y Wenceslao va a acudir a celebrarlo en la casa de los
familiares de su mujer, en la orilla del río. Su mujer no va a querer ir con
él, a ver a sus hermanas, porque aún quiere guardar luto, después de que su
único hijo muriera seis años atrás. El hijo tenía veinte años y, después de
cumplir con el servicio militar, se fue a trabajar a la ciudad como peón de
albañil. Un accidente laboral le causará la muerte, un hecho que marcará las
vidas de Wenceslao y su mujer. Acabaremos sabiendo que Wenceslao abandonó,
durante un tiempo, sus obligaciones en el rancho y cayó en el alcoholismo, pero
de esa etapa ya se ha recuperado en el momento de la narración. Aunque también
comprenderá, que su mujer, después de la muerte del hijo, ha pasado a ser una
persona a que nunca llegó a conocer bien en realidad.
Como es habitual en las obras narrativas
de Saer, no se especifica el lugar concreto donde se ubica la acción, pero, por
algunas características, que se repiten de un libro a otro, se sabe que cuando
habla de «la ciudad», se refiere a Santa Fe, ciudad a la que Saer y su familia
se trasladaron a vivir en 1948, donde estudió y empezó a trabajar como
periodista. En El limonero real
aparece el «puente colgante» de otras historias, puente cercano a la ciudad, y
también aparece el pueblo de Rincón, cercano a Santa Fe.
Wenceslao se despierta con el día,
saluda a sus perros y sale al patio de su rancho. Me ha llamado la atención cómo
el narrador (Saer) le va explicando al lector con qué nombres Wenceslao y su
mujer se refieren a las estancias y lugares que constituyen su mundo en la
isla, como si, de forma simbólica –el simbolismo es importante en esta obra–,
estas dos personas fuesen la pareja inicial del alumbramiento del mundo y
tuvieran la tarea fundacional de nombrar a la realidad que les rodea. Algo
parecido ocurría en las primeras páginas de Cien años de soledad
(1967) de Gabriel García Márquez,
autor por el que Saer no sentía mucha simpatía.
En estas primeras descripciones de la
isla destaca una construcción lingüística que, de nuevo, se irá repitiendo a lo
largo de la novela: «los árboles que nadie plantó», que están ahí desde que
llegaran las personas, y que seguirán allí cuando éstas desaparezcan. Estos árboles
suelen ser de una especia llamada «paraíso», y seguimos con la carga simbólica
de la narración. Sin embargo, el árbol que destaca en la isla, por encima de
los demás, serán el limonero real, que se evoca en el libro, y que en el texto
aparece por primera vez en la página 36: «El limonero real está siempre lleno
de azahares abiertos y blancos, de botones rojizos y apretados, de limones
maduros y amarillos y de otros que todavía no han madurado o que apenas sí han
comenzado a formarse. Desde que lo recuerda, Wenceslao lo ha visto siempre
igual, pleno en todo momento, con ese resplandor blanco nimbándolo, el punto
más alto de su ciclo en los grandes limones amarillos, los botones tensos y
apretados a punto de reventar los limoncitos verdes confundiéndose entre las
grandes hojas, oscuras en el anverso y de un verde más claro en el reverso.»
Como he dicho, la acción de la novela
transcurre en un día, en un caluroso fin de año, pero –usando el recurso de la
analepsis– también se narran hechos del pasado, importantes sobre todo para
Wenceslao, como el del día que fue a conocer la isla en la que vive, con su
padre, siendo él un niño. O un viaje que hizo a la ciudad, junto a su cuñado
Rogelio (otro de los personajes principales del libro) para vender sandias, en un
carro con un caballo con una pata dañada; una historia que el lector sabrá que
se contará –otra vez– durante la comilona en la casa de los cuñados de
Wenceslao.
La expresión «Amanece. / Y ya está con
los ojos abiertos.» se irá repitiendo a lo largo de la novela, y Saer, como
narrador, jugará con el tiempo de su historia. En más de una ocasión, va a
hacer un compendio de lo que ha contado hasta ahora, sobre el día de la novela,
y contará en esta nueva ocasión un detalle que no ha sido narrado previamente.
Podría mostrar la realidad desde distintas perspectivas, parece decirnos Saer,
y sería la misma, pero no las sensaciones que tendría el lector sobre ellas.
Además, como ocurre en otras narraciones del autor, la comida y la cena serán
narradas desde distintos puntos de vista, fijándose el narrador en la mirada
sobre lo que rodea a cada personaje.
Además, no solo cambiará el punto de
vista sobre lo narrado, sino que también lo hará el propio estilo narrativo. En
un momento dado, Wenceslao hablará con su voz narrativa, cometiendo algunos
errores sintácticos propios de alguien de escasa formación, e introduciendo en
su discurso casi elementos fantásticos, en unas páginas en las que el lector
entiende que Wenceslao está describiendo un sueño. En otra ocasión se usa una
narración que imita el tono de una fábula infantil para hablar del pasado de
Wenceslao y sus dos cuñados.
En otro momento, el lector descubrirá
que los acontecimientos que había tomado como ordenados cronológicamente no han
ocurrido así, y que esa percepción se ha debido a un nuevo truco narrativo de
Saer.
Hacia la mitad del libro, los personajes
visitas un almacén en el que sirven bebidas, y los clientes estarán hablando de
las grandes inundaciones y sequias que han castigado a la región. De estos
hechos, Saer ha hablando otras veces; en sus relatos, más que en sus novelas.
Es habitual que los personajes de Saer
salten de una de sus novelas a otra, y he tenido la sensación de que aquí no ha
ocurrido así. Aunque es cierto que leí las otras novelas de Saer hace ya tiempo
y se me ha podido borrar alguna conexión. Hacia el final, el lector sabrá que
la isla en la habitan Wenceslao y su mujer pertenece a una mujer que tuvo dos
hijos mellizos. ¿Se tratará de Pichón y Tomás Garay, personajes habituales de
Saer? Alguien me comentó en YouTube, cuando publique la vídeo reseña
correspondiente a este libro, que así es.
Entiendo que haya lectores que no
disfruten de un libro como El limonero
real, en el que no ocurren demasiadas cosas, y cuya trama no contiene
ningún «giro inesperado», pero, en lo que a mí respecta, he de decir que la
calidad de la prosa poética de esta novela me ha resultado hipnótica, y me ha
gustado mucho el virtuosismo de la ejecución, con esos cambios de puntos de
vista, y esas vueltas y revueltas para narrar los mismos sucesos.
Me he encontrado ya con dos vídeos en
YouTube, donde se comentaba El limonero
real, en los que los comentaristas afirmaban que éste era el primer libro
de Saer que leían. Imagino que esto se debe a que han encontrado, gracias a
alguna lista, la idea de que El limonero
real es el mejor libro del autor. Desde luego, éste es uno de los libros
más ambiciosos de Saer, pero no estoy seguro de que sea el mejor; a mí hay
otros, como Glosa o La grande, que me gustan más. Ninguno de
los tres me parece, sin embargo, la mejor puerta de entrada a la obra del autor
para un lector neófito. Como decía la crítica Beatriz Sarco, seguramente la
mejor puerta de entrada es la novela Cicatrices, donde sí que aparecen
algunos de sus personajes principales, y aquí el lector podrá descubrir si le
interesa la propuesta de Saer o no.
Ahora mismo, en España, esta novela, y
casi todo el resto de la obra de Saer, se puede encontrar en la editorial
catalana Rayo Verde.
domingo, 13 de octubre de 2024
Luz del Este, por Pelayo Villanueva
Editorial Trabe. 114 páginas. 1ª edición de 2023.
En el verano de 2023 me escribió Pelayo Villanueva (Oviedo, 1987) un
amable correo electrónico proponiéndome el envío de su libro Luz
del Este, una primera novela con la que había ganado el Premio Asturias Joven en su edición de
2023. Como tantas otras veces, yo le contesté diciéndole que no me puedo hacer
cargo de libros como el suyo, porque para que mi canal o mi blog tengan sentido
debo elegir yo mis lecturas en mi escaso tiempo libre. Sin embargo, días
después tuvimos un pequeño desencuentro, a raíz de una broma que hice en mis
redes sociales, y para quitarnos el posible mal sabor de boca, le ofrecí a
Pelayo que me enviara su libro, que en algún momento lo leería. He tardado casi
un año en cumplir con mi promesa, pero aquí estoy al fin.
Villanueva me contaba que se le
ocurrió escribir la historia de Luz del
Este después de haber leído la novela La guardia (1954) del griego Nikos Kavadías, que fue el primer
título de la editorial Trotalibros y
que yo también he leído. En La guardia
se narran las desventuras de un grupo de marineros, que han de vivir gran parte
del año en altamar y que cuando desembarcar en tierra se relacionan
principalmente con prostitutas. A Villanueva se le ocurrió hablar de esa misma
historia, pero desde el punto de vista de esas prostitutas que esperan en una
casa del puerto a los marineros de un barco de paso. Luz del Este es el nombre
del barco del que las prostitutas de la novela esperan su llegada.
En el prostíbulo que va a ser el
escenario de la historia conviven siete mujeres, estando Casandra –una
prostituya ya mayor y casi retirada– al mando de la empresa. La novela comienza
hablándonos de la Niña, la más joven de todas y que, como indica su
sobrenombre, ha de vestirse como si fuera una niña pequeña, un puesto que,
dentro de unos años, será transferido a otra persona. «De todas ellas, era la
que todavía mantenía esas ganas, esa predisposición al gesto rápido y la risa
honesta, aunque al cabo de un par de años tendrían que buscar a otra que
cubriese ese hueco.», leemos en el primer párrafo de la novela, que marca ya la
idea de la importancia del paso del tiempo, de la vejez y el cansancio físico
de las protagonistas.
La acción principal de la
historia transcurre en el día previo a la noche en la que va a arribar al
puerto de la ciudad el barco llamado Luz del Este, cuya tripulación visita el
prostíbulo una vez al año. Las mujeres saben que atender a los marineros esa noche
es una gran oportunidad de negocio, que puede ayudar a mantenerlas a flote
durante una temporada, porque el burdel no pasa por sus mejores momentos.
Durante todo ese día se mezclarán las expectativas positivas que esa extenuante
jornada de trabajo puede traer para la casa, con los sentimientos funestos de
los peligros, los excesos o el cansancio que también puede traer consigo. Malos
presagios acechan el frío aire del día, la inminencia de la llevada se va
cargando de un simbolismo fúnebre.
Nunca vamos a conocer el nombre
de la ciudad en la que transcurre la historia y tampoco se dan fechas
concretas; pero, en un momento dado, por la calle pasa un carro y las mujeres
escriben sus cartas con tinta que ha de secarse. Estos dos detalles me hicieron
pensar que nos encontrábamos en la primera mitad del siglo XX.
Mediante el recurso de la
analepsis conoceremos las inquietudes y en algunos casos las historias, que se
pueden remontar hasta la infancia, de las mujeres que conviven en la casa. El
narrador, haciendo uso del estilo indirecto libre, se acerca de forma continua
a la conciencia de los personajes, a su relato más íntimo. Un recurso
estilístico que me ha llamado la atención ha sido el de usar preguntas, que son
las que se hacen las protagonistas de la novela, en su duda existencial
constante. Por ejemplo, leemos en la página 25: «Era posible que el cliente en
cuestión (en el caso de la Niña, que era la más cara, siempre se trataba de
gente de orden) se sintiera aún más atraído por esa señal de inmadurez que
enfatizaba el candor infantil del cuerpecito del que estaba a punto de
ocuparse. ¿Sería eso? ¿Debería dejar de estar pendiente la Niña y permitir que
su propia naturaleza la hiciera brillar? ¿O era mejor priorizar la sensatez, es
decir no dejar nada al azar, y seguir ciñéndose a las garantías del más
estricto orden?»
El estilo narrativo de Luz del Este es eminentemente poético.
De hecho, las formas narrativas a veces cambias, y algunos sucesos están
contados en forma de poema, marcándose los versos sobre la página. De este
modo, el capítulo tres es un poema de dos páginas. En algunas otras páginas, el
narrador omnisciente, que cede su voz a los personajes, se traslada
directamente a alguna de las mujeres, porque también se usa en la novela el
registro epistolar. La escritura de cartas (algunas de las cuales se escriben
para no ser nunca enviadas) es importante en la composición de la novela y será
clave para entender, al fin, su resolución dramática.
También, en un capítulo se usa la
estructura de diálogos propia del teatro, con el nombre del personaje en primer
lugar y luego su discurso. En este punto, un pequeño detalle me ha sacado un
poco de la novela: en una narración realista, donde el narrador omnisciente usa
un lenguaje poético, cuidado y a veces con un vocabulario no usual, en la
página 52 hace hablar a uno de los personajes secundarios, llamado Géricault,
de un modo no realista. «Te da miedo admitir algunas verdades, porque, al
admitirlas, las perderás para siempre. Te da miedo tomar decisiones valientes
que harán daño a las personas a las que quieres. Te da miedo, si me permites
ponerme poético, descubrir que te han mentido acerca del horizonte, porque hay
algo que te empuja hacia él por mucho que trates de frenarlo. Te da miedo
admitir que eres un producto de tu inercia, y te da miedo hacer algo al
respecto. Te da miedo darte cuenta de que has convertido tu maldición en un
palacio.»
Diría que el modelo del tono de
la prosa es la obra de Juan Carlos
Onetti. En Luz del Este la
atmosfera que se respira es triste y siempre decadente, como en la obra del
uruguayo, y los personajes siembre están a la deriva y no hay esperanza de
felicitad para ellos, como ocurre en la novela de Villanueva. En la página 52
se nos hablará de la carcoma que ha invadido la casa, la obra de este insecto
se convierte en símbolo de la zozobra no solo del escenario donde habitan los
personajes, sino también de la propia zozobra de los personajes. «Bien, el
momento de afrontar que había que varar la casa y arreglar su estructura o, en
el peor de los casos, mudarse definitivamente, había llegado. La carcoma
firmaba con su braille inverso cada rincón al que se dirigía la vista.»
Sin mucho fundamento por mi
parte, jugando a imaginar las estructuras de novelas que no he acabado de leer,
había pensado que una parte del libro iba a tratar de la inminencia de la
llegada de los marineros del Luz del Este al burdel, y la otra mitad a
describir esa interacción entre marineros y prostitutas. Pero esta segunda
parte sería, en realidad, la novela La
guardia de Nikos Kavadías, y no era la intención de Villanueva llegar hasta
ahí; así que su novela recoge esas horas previas al choque de dos mundos muy
distintos, pero que se acaban necesitando. Los primeros capítulos de Luz del Este me han causado una grata
impresión por la elegancia de la prosa y la madurez de la propuesta de
Villanueva. Sin embargo, según avanzaba en mi lectura sí he tenido la sensación
de que al autor le estaba costando salir de su propia morosidad narrativa, de
su dar vueltas en círculo sobre el dolor inamovible de sus personajes, y no
conseguía hacerlos avanzar hacia un desenlace narrativo. Los siete personajes
principales sí que se relacionan entre sí, pero en algún momento he tenido la
sensación de que las interacciones entre ellas no conseguían hacer que la trama
avanzara. Sí es cierto que, en el breve arco espacial de la historia (apenas
unas quince horas), se va a desarrollar un drama de consecuencias importantes
para los personajes, pero los hilos que atarán este drama le serán mostrados al
lector muy al final, dejando la construcción de la novela levemente
desequilibrada. Por supuesto, escribir una primera novela con menos de treinta
y cinco años y que todos sus elementos funcionen a la perfección es una tarea
complicada. Luz del Este muestra a un
autor joven con lecturas y con talento para crear algunas escenas e imágenes
notables, con capacidad para seguir avanzando en una obra solvente.
domingo, 6 de octubre de 2024
Casas muertas y Oficina Nº1, por Miguel Otero SIlva
Casas muertas y Oficina Nº 1, de Miguel Otero Silva
Editorial Trotalibros. 430 páginas. 1ª edición de 1955 y 1961; esta es
de 2022.
Epílogo de Jan Arimany
En junio de 2022, con motivo de
la celebración de la Feria del Libro,
Jan Arimany, el editor de Trotalibros, estuvo por Madrid y
aprovechó, además de para vender sus libros en el Retiro, para organizar la
presentación de una de sus novedades en la librería
Taiga de Arturo Soria. Acudí a esta presentación y esta fue la primera vez
en la que pude hablar en persona con Jan. Si no recuerdo mal, en la
presentación de estas dos novelas de Miguel Otero Silva (Barcelona, Venezuela,
1908 – Caracas, 1985), tituladas Casas muertas (1955) y Oficina
Nº 1 (1961), quitando a Jan y a mí, todo el mundo (presentadores incluidos)
eran venezolanos. Allí estaba, por ejemplo, el escritor Juan Carlos Chirinos, con el que he coincidido en más de un acto
literario. Acabó siendo un acto curioso, literario, pero en gran medida también
político. Los venezolanos comentaban que Miguel Otero Silva había sido, durante
muchas generaciones, una lectura obligatoria en los colegios del país y que,
con los gobiernos de Hugo Chávez y Nicolás Maduro, ya no lo era y estaba
cayendo en el olvido.
Casas muertas, publicada en 1955, trata sobre el pueblo de Ortiz
que lleva décadas languideciendo y convirtiéndose en un pueblo fantasma. Ya en
la primera página, el narrador se refiere a Ortiz con el sobrenombre de
«aquella aldea de muertos» y se narra un entierro. Ortiz, que es un pueblo del
interior de Venezuela, está muriendo por la dejadez gubernamental, por los
periodos de inestabilidad a los que le han llevado las guerras civiles y, sobre
todo, por el paludismo, enfermedad que asola la región desde finales del siglo
XIX.
La protagonista principal de la
novela es Carmen Rosa, una joven de Ortiz, que se aísla de la decadencia
exterior cuidando el patio de su casa. Así leemos en la página 15: «El patio
era el más hermoso de Ortiz, posiblemente el único patio hermoso de Ortiz. En
sembrarlo, en cuidarlo, en hacerlo florecer había empecinado Carmen Rosa su
fibra juvenil, tercamente afanada en construir algo mientras a su alrededor
todo se destruía. Tan solo el tamarindo y el cotoperí, plantados allí desde
hacía mucho tiempo, nada les debían, salvo el riego y la ternura, a las manos
de Carmen Rosa. Nacieron para soportar aquel sol, para endurecer sus troncos en
la penuria, e igualmente erguidos se hallarían en el patio aunque Carmen Rosa
no hubiera nacido después que ellos para regarlos y amarlos.»
Este párrafo de Casas
vacías me ha recordado a otro que leí en Los recuerdos del porvenir
de Elena Garro. Lo copio aquí: «En
esta calle hay una casa grande, de piedra, con un corredor en forma de escuadra
y un jardín lleno de plantas y de polvo. Allí no corre el tiempo: el aire quedó
inmóvil después de tantas lágrimas. El día que sacaron el cuerpo de la señora
de Moncada, alguien que no recuerdo cerró el portón y despidió a los criados.
Desde entonces las magnolias florecen sin nadie que las mire y las hierbas feroces
cubren las losas del patio; hay arañas que dan largos paseos a través de los
cuadros y del piano. Hace ya mucho que murieron las palmas de sombra y que
ninguna voz irrumpe en las arcadas del corredor. Los murciélagos anidan en las
guirnaldas doradas de los espejos y “Roma y Cartago”, frente a frente siguen
cargados de frutos que se caen de maduros. Sólo olvido y silencio. Y sin
embargo en la memoria hay un jardín iluminado por el sol, radiante de pájaros,
poblado de carreras, y de gritos. Una cocina humeante y tendida a la sombra
morada de los jacarandaes, una mesa en la que desayunan los criados de los
Moncada.»
En Ortiz se instalará también un
militar prepotente que me ha recordado bastante al militar prepotente de
Ixtepec, el pueblo de Los recuerdos del
porvenir.
Los recuerdos del porvenir
se publicó en 1963, ocho años después de Casas
vacías, y tengo la impresión de que Garro había leído a Otero Silva. Igual
que, debería decir desde ya, estas dos novelas de Otero Silva me han parecido
una influencia clara sobre la obra de Gabriel
García Márquez; sobre todo en novelas como La mala hora (1962) y Cien
años de soledad (1967). En la Venezuela de Otero Silva ha habido más de
una guerra civil, que enfrenta a los habitantes del pueblo, como ocurría en La mala hora, o en Oficina Nº 1, una compañía petrolera norteamericana extrae los
recursos de la tierra venezolana, explotando a la población local, trabajadores
a los que impiden formar un sindicato, aunque sea legal según las leyes del
país. El tratamiento crítico de Otero Silva a la compañía petrolera me ha
recordado al de García Márquez y su empresa bananera.
Como ocurría en el Macondo de
García Márquez, en Ortiz también va a haber temporadas de lluvias sin fin. En
una de ellas, se producirá una crecida del río Paya y las aguas traerán un
becerro muerto. En la crecida del río del pueblo de La mala hora, las aguas arrastran una vaca muerta.
Casas muertas, aunque más tenuemente que en la obra de García
Márquez, contiene algunas gotitas de realismo mágico. Así, uno de los viejos de
Ortiz le contará una historia a Carmen Rosa en la que un hombre ve por la calle
a otros hombres que portan un cadáver, se asustará al darse cuenta de que se
trata de él mismo. En la página 43
leemos: «Don Casimiro Villena cayó enfermo. La peste lo derribó con una fiebre
que iba más allá del límite previsto por los termómetros. Su piel quemaba a
quienes la tocaban, como las piedras de un fogón encendido.» (pág. 43) Este
tipo de exageraciones, que invaden la realidad de lo contado, son muy propias
también de García Márquez.
En la página 412, la descripción
de uno de los personajes de Oficina Nº 1
me ha recordado de nuevo al estilo de García Márquez: «Matías Carvajal, maestro
de escuela positivista, filósofo materialista, revolucionario de ideas
concretas, veterano de cinco cárceles, peregrino de tres destierros, no se
avergonzaba de las ganas de llorar que llevaba por dentro.» Es un párrafo que,
en su construcción, me ha recordado a aquel tan famoso de García Márquez en Cien años de soledad: «El coronel
Aureliano Buendía promovió treinta y dos levantamientos armados y los perdió
todos. Tuvo diecisiete hijos varones de diecisiete mujeres distintas, que
fueron exterminados uno tras otro en una sola noche, antes de que el mayor
cumpliera treinta y cinco años. Escapó a catorce atentados, a setenta y tres
emboscadas y a un pelotón de fusilamiento. Sobrevivió a una carga de estricnina
en el café que habría bastado para matar a un caballo. Rechazó la Orden del
Mérito que le otorgó el presidente de la república. Llegó a ser comandante
general de las fuerzas revolucionarias, con jurisdicción y mando de una
frontera a la otra, y el hombre más temido por el gobierno, pero nunca permitió
que le tomaran una fotografía. Declinó la pensión vitalicia que le ofrecieron
después de la guerra y vivió hasta la vejez de los pescaditos de oro que
fabricaba en su taller de Macondo.»
En el Ortiz de Otero Silva hay
niños que comen tierra, un detalle que también tendrá el Macondo de García
Márquez.
De hecho, el primer párrafo de Casas vacías ya me ha hecho pensar en el
estilo de García Márquez: «Esa mañana enterraron a Sebastián. El padre Pernía,
que tanto afecto le profesó, se había puesto la sotana menos zurcida, la de
visitar al obispo, y el manteo y el bonete de las grandes ocasiones.»
Sé que Gabriel García Márquez y
Miguel Otero Silva eran amigos, así que doy por seguro que el primero había
leído al segundo. No puedo asegurar que Elena Garro leyera a Otero Silva, pero
me parece plausible.
Casas vacías se publicó en 1955, el mismo año que Pedro
Páramo de Juan Rulfo. No
creo que ninguno pudiera haber leído previamente al otro a la hora de publicar
sus novelas, pero las dos tienen ideas confluyentes, y el Ortiz de Otero Silva
también me ha recordado a la Comala de Rulfo. En Ortiz, los agonizantes acaban
hablando con los muertos y, de forma continua, Otero Silva se refiere a su
pueblo como un lugar de muertos o de fantasmas.
Dentro de toda esta corriente de
influencias literarias, he llegado a pensar que no fue una casualidad que Otero
Silva llamara al jefe de la empresa petrolera Mister Taylor, título (este de Mr.
Taylor) del primer cuento del conjunto de relatos Obras completas (y otros cuentos)
de Augusto Monterroso, que se
publicó en 1959 y es, también, una crítica al poscolonialismo norteamericano.
El estilo de Otero Silva es bello
y cuidado, aunque es, sin embargo, un poco menos recargado que el de García
Márquez. Usa un vocabulario muy autóctono, sobre todo a la hora de hablar de la
flora o la fauna locales, con términos como «cotoperí», «ñaragato», «bejucos»,
«pencas» o «cujíes».
En Casas vacías, los protagonistas principales, que regentan una
tienda, acabarán tomando la decisión de abandonar el pueblo y dirigirse hacia
oriente, hacia el mar. Seis años después de acabar este libro, debido a su gran
éxito, Otero Silva publicó una segunda parte, titulada Oficina Nº 1 (1961), que trata del surgimiento de un pueblo. Oficina Nº 1 empieza donde terminó Casas vacías, y Carmen Rosa, su madre
doña Carmelita y Olegario, un antiguo ayudante de la tienda, van a llegar a un
campamento petrolero donde está empezando a crecer un pueblo. Se quedarán allí
y montarán de nuevo su tienda. Oficina Nº
1 es una novela más coral que Casas
vacías, donde el narrador nos va a describir la vida de un grupo de
venezolanos que convive con otro grupo de norteamericanos en un pueblo que se
acabará llamando Oficina Nº 1, porque en este enclave será donde surja el
petróleo de la tierra por primera vez. Un elemento que me ha llamado la atención
de Oficina Nº 1 es que ha sido más
fácil para mí rastrear aquí en qué momento histórico está situando Otero Silva
sus historias, porque se habla por ejemplo de la invasión de Checoslovaquia por
los nazis, que tuvo lugar en 1938. También se dice que Carmen Rosa había llegado
al pueblo seis años antes, así que la acción de Casas vacías debe de ubicarse a principios de la década de 1930.
Además de sobre la Segunda Guerra Mundial la radio de la tienda de Carmen Rosa
también dará noticias de la guerra civil española. En realidad en Casas muertas se habla del gobierno de
Juan Vicente Gómez, cuya dictadura se extendió desde 1908 hasta 1935. Contra
Gómez se alzó el mismo Otero Silva, antes que sus personajes, lo que le hizo
tener que vivir en el exilio. Existe una intención política en la obra de Otero
Silva, en contra de la dictadura, los abusos poscoloniales de Estados Unidos en
su país y contra las malas condiciones laborales de los trabajadores. Sin
embargo, la fuerza de sus personajes prevalece sobre las premisas políticas de la
composición. Sin embargo, hay un momento extraño en Casas vacías (quitando las breves escenas que podrían recordarnos
al realismo mágico) donde se rompe el realismo de lo narrado y un grupo de
estudiantes, que pasan presos en un camión, camino de una cárcel cercana,
empiezan a hablar como si recitan poemas o sentencias del país en el que viven,
«Yo no vi las casas ni las ruinas. Yo solo vi las llagas de los hombres» o «Una
casa sin puertas y sin techo es más conmovedora que un cadáver.»
Diría que Miguel Otero Silva es
un escritor latinoamericano bastante olvidado en España, aunque me han
comentado también, en las redes sociales, que fue popular en la década de 1980,
cuando lo publicaba Seix Barral.
Quizás sus libros estén un peldaño por debajo de los otros escritores del boom
o el preboom latinoamericano que he citado aquí, como Gabriel García Márquez,
Elena Garro o Juan Rulfo. Pero que nadie me entienda mal, ese peldaño por
debajo le sigue dejando en una posición muy alta dentro de la narrativa
latinoamericana del siglo XX y es un autor que gustará, sin duda, a todos los
admiradores de los escritores citados, como a mí me ha gustado. Miguel Otero
Silva es un autor por redescubrir.