Imposible decir adiós, de Han Kang
Editorial Random House. 252 páginas; primera edición de
2021, ésta es de 2024.
Traducción de Sunme Yoon
Cuando el pasado 10 de octubre se falló el Premio Nobel de Literatura 2024, que
recayó sobre Han Kang (Gwangju,
Corea del Sur, 1970), leí dos novelas suyas: La vegetariana (2007) y La
clase de griego (2011). En ese momento eran las dos únicas obras suyas
disponibles en español. La editorial Random
House anunció que, para principios de diciembre, publicaría otras dos
novelas suyas: Actos humanos (2014), que ha había aparecido en España en la editorial Rata, pero que, ahora mismo,
estaba descatalogada, e Imposible decir adiós (2021), la
última novela de Han Kang que se estaba traduciendo al español –por Sunme Yoon, la traductora de todas sus
obras– y que, en principio, estaba planificada para que apareciera en 2025,
pero la concesión del Premio Nobel aceleró el proceso. Le solicité a Random
House el envío de las dos novelas para poder leerlas y comentarlas, y decidí
empezar por la última.
Imposible
decir adiós
está narrado por Gyeongha, una mujer que en 2014 publicó un libro sobre la
masacre de Gwangju y que ha tenido pesadillas sobre los hechos investigados
para su libro, durante los cuatro años siguientes. Al leer esta información,
que aparece en la segunda página del libro, he pensado, de forma inmediata, que
Imposible decir adiós era una novela
de autoficción, puesto que, precisamente Actos
humanos, publicada por Han Kang en 2014, habla de la masacre de Gwangju.
Sin embargo, Gyeongha no acaba de dar muchos datos sobre su propia vida, y esta
coincidencia entre personaje y escritora diría que acaba resultando poco
relevante.
«Caía una nieve rala.» es la primera frase del libro y no
parece casual, puesto que la nieve va a tener una importancia simbólica muy
significativa en la composición de la historia. Además, la narración comienza
con una descripción extraña, que el lector acabará sabiendo que se trata de un
sueño de la protagonista. Esta elección de la descripción de un sueño tampoco
es casual, porque un aire onírico e irreal irá cubriendo las páginas de una
novela que, paradójicamente, nos va a hablar de horrores muy reales del siglo
XX.
Gyeongha sueña con troncos negros plantados en la ladera de
una colina. «Gruesos como durmientes de ferrocarril, todos tenían alturas
distintas, como personas de diferentes edades. Sin embargo, no eran rectos como
durmientes, sino ligeramente ladeados y curvos, como miles de hombres, mujeres
y niños escuálidos andando cabizbajos bajo la nieve.» (pág. 12). Tuve que
buscar el Google el significado de «durmientes de ferrocarril»; en España
usamos la expresión «traviesas de ferrocarril» y «durmientes» se usa en
Latinoamérica. Sunme Yoon, la traductora de todos los libros disponibles de Han
Kang al español, es de origen coreano, pero se crio en Argentina; así que es
normal que use términos como este.
El mar acabará anegando la ladera con los troncos negros,
que la narradora piensa que es un sueño que evoca a las personas muertas, cuyas
vidas estudió para su libro. Pero, quizás, apunta un poco más tarde, esa marea
que se lleva los huesos de los muertos puede hablarle de un vaticinio personal.
En el pasado, Gyeongha le robaba horas al sueño para escribir
y atender a su familia. «Mi mayor anhelo entonces era disponer algún día de
todo el tiempo del mundo para la escritura; sin embargo, ahora que por fin lo
tenía, el deseo se había esfumado.» (pág. 14). El lector no acabará de saber
qué ha pasado con la familia de Gyeongha, pero he sentido, en esta ocasión, al
personaje relacionado con la protagonista femenina de La clase de griego, que se había separado de su marido y había
perdido la custodia de su hijo. Igual que la protagonista de La clase de griego (y también de la de La vegetariana), Gyeongha sufre
trastornos alimenticios. «Me alimentaba a base de arroz, Kimchi blanco y agua
que pedía por internet, pero terminaba vomitándolo todo cada vez que me
asaltaban las migrañas y los espasmos estomacales.» (pág. 14). Como la
protagonista de La clase de griego,
Gyeonghae, en 2012, mientras escribía su libro, era profesora. En algún momento
pensó que cuando publicase su libro se acabarían sus pesadillas, para, más
tarde, darse cuenta de que cuando escribes sobre masacres las pesadillas siguen
viajando contigo.
Gyeonghae está sola y al comienzo de la novela atravesaremos
con ella un caluroso verano, que casi acaba con su cuerpo; ya que vive en un
apartamento a las afueras de Seúl con el aire acondicionado roto y en el que
casi no puede dormir por las altas temperaturas; sus problemas estomacales y de
dolores de cabeza no contribuyen a que mejore su estado de ánimo. Durante estos
primeros meses que recoge la narración, lo único que motiva a la protagonista a
seguir viva es la idea de poder redactar su testamento, para el que no
encuentra a un destinatario posible.
Gyeonghae saldrá de esta situación cuando reciba una llamada
al móvil de Inseon, que es su amiga desde hace veinte años, desde el año en que
se graduó de la facultad y tenía que hacer reportajes para la revista en la que
empezó a trabajar. Inseon trabajaba de fotógrafa y empezaron a viajar juntas. En
los últimos años, se han distanciado algo porque Inseon, que había iniciado una
carrera artística realizando documentales, se había ido a vivir a su tierra
natal, en la isla de Jeju, al sur de Corea, cerca de Japón. Allí tenía que
cuidar a su madre anciana (ella siempre había dicho que su madre había sido una
abuela para ella, porque había sido hija única y la tuvo ya pasados los
cuarenta años). Su padre había muerto cuando ella tenía nueve años. Una vez que
su madre muere, Inseon no vuelve a Seúl y se queda en la casa familiar
dedicándose a la carpintería y olvidando, en apariencia, su carrera como
documentalista. Inseon ha llamado a Gyeonghae desde un hospital de Seúl. Ha
sufrido un accidente en su taller de carpintería y los médicos deben
reconstruirle dos dedos de una mano. Inseon le va a pedir a su amiga un favor
en principio extraño: que de forma inmediata se dirija al aeropuerto y viaje a
la isla de Jeju para alimentar a su pequeña cacatúa, a la que tuvo que dejar
sola precipitadamente cuando unos vecinos la encontraron desmayada y la
llevaron al hospital. Gyeonghae acepta y llega a Jeju en el último avión, antes
de que cierren los aeropuertos debido a una tremenda tormenta de nieve. También
Gyeonghae podrá tomar el último autobús que en el aeropuerto de Jeju le podrá
conducir hasta la aldea en la que se encuentra la aislada casa de su amiga. El
lector sentirá que la odisea que está viviendo Gyeonghae por salvar a un pájaro
es excesiva, pero en realidad no se trata aquí simplemente de un pájaro, sino
de un símbolo de confianza y amistad. Y el contraste va a ser mucho mayor
cuando el lector se enfrente a los descubrimientos que va a hacer Gyeonghae en
su casa sobre el pasado de su familia, de la isla de Jeju o de toda Corea.
Sabremos que en 1948, cuando Corea se dividió en dos países, algunos jóvenes de
extrema derecha, originarios de Corea del Norte, entraron en Jeju (en Corea del
Sur) para tratar de acabar con un pequeño grupo de insurrectos de izquierdas,
escondidos en las montañas. Acabarían matando a 30.000 civiles. En 1949 las
autoridades de Corea del Sur van a asesinar a 200.000 simpatizantes de la
izquierda en el resto del país. Como he apuntado antes, el contraste entre la
idea de salvar a un pájaro y asumir la historia ominosa del siglo XX acaba
siendo un acierto de la novela. «El gobierno militar estadounidense ordenó
poner fin al comunismo a toda costa, masacrando de ser preciso a los
trescientos mil habitantes que componían por aquel entonces la población de
Jeju.» (pág. 246)
«Ya no me sorprendía nada de lo que un ser humano podía
hacerle a otro ser humano… Algo se desgarró en lo más hondo de mi corazón.»,
nos dirá Inseón en la página 246, a quien Han Kang también cederá la palabra,
sobre todo en el último tramo del libro.
Como ocurría en La
clase de griego, en algunos momentos Han Kang decide usar en esta nueva
novela la poesía para expresar algunos sentimientos.
Imposible decir adiós es una narración eminentemente
femenina; ya que además de la relación entre las dos amigas, también se va a
ocupar de la relación de una de ellas con su madre.
Durante su primera parte, la novela, dentro de su
dramatismo, su idea existencialista del aislamiento vital de las personas, y
dentro del uso de descripciones de sueños, se mueve en los parámetros del
realismo, para, en su segunda mitad, romper con esto y adentrarse en el terreno
de lo onírico y, quizás, de lo fantástico. Es cierto que, al principio, este
cambio me desconcertó un tanto y seguí leyendo, esperando que Han Kang
continuara con su historia, dando una explicación racional a su cambio de
registro. Quizás para hablar del hiperrealismo de las muertes en Jeju,
centrándose en lo ocurrido a la familia de Inseon, Kang necesitaba este nuevo
registro, que le permitía doblar con más fuerza las esquinas de la realidad. Es
cierto, que aunque la narración se escapa a un explicación meramente racional,
la fuerza de su poesía y de su denuncia se impone con potencia literaria y la
autora sale bien parada de su libro, habiendo creado una obra de denuncia de
gran fuerza y poderoso aliento artístico.
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