Del tiempo y el río,
de Thomas Wolfe
Editorial Piel de Zapa. 690 páginas. Primera edición de 1935, ésta es
de 2013.
Traducción de Maruja Gómez Segalés
A través de Twitter entré en
contacto con la editorial Piel de Zapa,
cuyos editores me ofrecieron su última novedad para reseñarla. Les comenté que
el libro que realmente me apetecía leer y reseñar de su catálogo, en ese
momento, era Del tiempo y el río de Thomas
Wolfe (Asheville, Carolina del Norte, 1900 – Baltimore, 1938) y ellos muy
amablemente me lo enviaron al colegio donde trabajo.
Hacía ya años que había hojeado (más
de una vez) esta novela en alguna librería y había pensado que, en algún
momento, tenía que acometer el viaje literario de leer seguidos El
ángel que nos mira y Del tiempo y el río, las dos grandes
obras de Wolfe. Una vez aceptado el envío de esta última novela, la decisión ya
estaba tomada. Entre los dos libros leí, en un fin de semana, una novela corta
de otro autor, pero salvo este pequeño paréntesis he estado prácticamente dos
meses dentro del mundo de Thomas Wolfe.
Sabía que la escritura de Thomas
Wolfe era principalmente autobiográfica, pero no estaba seguro de hasta qué
punto se podía considerar a Del tiempo y
el río como una segunda parte de El
ángel que nos mira. Me sentí muy feliz cuando empecé a leer Del tiempo y el río y comprobé que esta
nueva novela se ensamblaba de un modo perfecto con El ángel que nos mira. Al terminar El ángel que nos mira el lector dejaba a Eugene Gant, su
protagonista, paseando por su pueblo natal, Altamont en Carolina del Norte (un
trasunto de su verdadero pueblo natal, Asheville), a los diecinueve años. En
realidad, Eugene se está despidiendo de su pueblo, porque al regresar a casa
desde la universidad del estado, sabe que ha sido admitido en la universidad de
Harvard y que va a irse a vivir a su deseado Norte. Las primeras páginas de Del tiempo y el río describen a Eugene
en la estación de Asheville despidiéndose de su familia, así que la narración empieza
el día en el que efectivamente se marcha a Boston. Había podido imaginar que,
para narrar las distintas etapas de su vida, Wolfe podía haber elegido a
distintos alter egos, y que esta segunda novela iba a estar protagonizada por
alguien diferente, pero en realidad se podría considerar que El ángel que nos mira (1929) y Del tiempo y el río (1935) son la misma
novela, pese a algunas diferencias estilísticas debidas a la evolución del
autor.
Según la Wikipedia, El ángel que nos mira contiene 180.000
palabras y Del tiempo y el río
380.000. Es decir, Del tiempo y el río
es una novela más del doble de larga que El
ángel que nos mira, aunque en el formato de Valdemar la primera ocupaba 733
páginas y en el formato de Piel de Zapa la segunda 690. La verdad es que
hubiera agradecido que la edición de Piel de Zapa tuviera más páginas y una
letra algo más grande, pero una vez que me metí en la historia, ésta me
arrastró como la corriente de un río poderoso y me dejé llevar. Eso sí, creo
que nunca había tardado tanto en pasar una página de un libro.
Eugene sale de Altamont hacia
Harvard a los diecinueve años, aunque le queda poco para cumplir veinte. En Del tiempo y el río acompañaremos a
Eugene en su paso por Boston y Nueva York, entre medias regresará por una corta
temporada a Altamont, y saldrá de allí con la sensación de que no va a poder
regresar jamás, que su vida tendrá que desarrollarse fuera de Carolina del
Norte. En el tramo final del libro, Eugene viajará a Inglaterra, donde pasará
una temporada en Oxford, y luego se trasladará a Francia, donde vivirá
principalmente en París.
No sé si antes de que se publicase
en 1935 Del tiempo y el río ya había
aparecido en Estados Unidos alguna «novela de campus», ese subgénero tan
anglosajón en el que los escritores sitúan el escenario de su obra en una
universidad. Pero si no es la primera, Del
tiempo y el río tiene que ser una de las novelas que inauguran este tipo de
narrativa. Eugene quiere triunfar como dramaturgo y por eso acude a las clases
de arte dramático del famoso profesor Hatcher. Del periodo universitario Wolfe
sólo hablará de las clases que recibe Eugene de este profesor, que se convertirá
en epítome de la vida universitaria del protagonista. Eugene, como tantos
jóvenes, está convencido de que va a triunfar como escritor de obras de teatro,
y, por supuesto, empezará fracasando. El rechazo a la obra en la que ha puesto
tantas esperanzas (y aquí podríamos ver ecos de Las ilusiones perdidas de
Honoré de Balzac) se producirá
mientras esté en la casa de su madre en Altamont, algo que le convencerá para
partir y no volver. Será aquí cuando llegue a Nueva York y se convierta él
mismo en profesor.
Del tiempo y
el río, como ya he apuntado, es una novela muy extensa, pero a pesar de esto el
lector siente continuamente que se le está hurtando información sobre lo que
ocurre con Eugene. La técnica narrativa de Wolfe consiste en describir algunas
escenas o a algunos personajes con mucho detalle y luego, cuando acaba con
estas escenas, se produce un salto temporal en la historia y será el lector el
que tenga que rellenar los huecos en la lógica de la narración. En este
sentido, las elipsis narrativas son muy marcadas y esto genera, de algún modo,
un distanciamiento entre el lector y el personaje. Entre una de estas escenas
significativas y la siguiente, que pueden ocupar muchas páginas, Wolfe escribe
evocaciones –normalmente grandilocuentes– sobre la esencia del tiempo o sobre
los grandes espacios norteamericanos. Diría que en estas descripciones poéticas
(en muchos casos de viajes en tren que atraviesan Norteamérica o remontan el
río Hudson) está presente la poesía de Walt
Whitman, y que –como ya apunté al comentar El ángel que nos mira– estas páginas de Wolfe son un claro
antecedente de la prosa del Jack Kerouac
de En
el camino.
En cualquier caso, conviene apuntar
que estas dos grandes obras de Wolfe no son «novelas de trama»; el lector no se
va a ver atrapado por puntos de giro narrativos que le hagan querer seguir
siempre leyendo. La prosa de Wolfe es poética y morosa, y describe algunos de
los momentos más importantes de la vida de un niño o de un joven (Del tiempo y el río habla de la vida de
Eugene desde que va a cumplir veinte años hasta los veinticuatro).
Como ocurría en El ángel que nos mira, el narrador le hace ver de un modo
consciente al lector que el texto que tiene entre manos es una evocación del
pasado, porque en algunos momentos se adelantan detalles del futuro del
protagonista. Así, por ejemplo, cuando Eugene llega a Harvard se lee: «Nunca lo
supo, pero ahora un furioso frenesí se adueñó de su alma, de su vida, y se
sintió perseguido por el sueño del tiempo. Diez años vendrían y desaparecerían,
sin que lograra descansar un momento de ese frenesí; diez años de anhelos, de
deseos, de todo lo que constituye el delirio de la vida de un joven.» (pág. 83)
Wolfe describirá sobre todo a
algunos de los amigos con los que va a encontrarse Eugene, como a Francis
Starwick en Harvard (al que volverá a encontrarse en París) o al judío Abe
Jones, que será su mejor amigo en Nueva York. Se suele decir que la narrativa
judía norteamericana parte de la novela Llámalo sueño de Henry Roth, publicada en 1934, y ya
comenté en la reseña de El ángel que nos
mira, que tenía la impresión de que Roth había leído este primer libro de
Wolfe. En Del tiempo y el río hay una
descripción de la familia judía de Abe Jones que me ha recordado mucho a lo
leído sobre los judíos neoyorkinos de Henry Roth. Lo curioso es que Eugene se
siente consumido por pasiones que considera oscuras e inconfesables, y atribuye
a la comunidad judía una templanza de espíritu superior a la suya. Escritores
judíos como Henry Roth y Philip Roth le dan en su obra la vuelta a esta idea,
haciendo que sus personajes judíos se sientan desubicados en Norteamérica y que
anhelen la armonía que atribuyen a los anglosajones.
Ya apunté en la reseña de El ángel que nos mira que algunos de los
pasajes en los que la tercera persona cedía la voz narrativa al monólogo
interior me hacían pensar en la influencia del Ulises de James Joyce sobre Wolfe. En Del tiempo y el río Eugene escribe en
una de las páginas del diario que lleva en París: «Creo que la mejor prosa
inglesa es la del Ulises de James
Joyce.» (pág. 504)
Al finalizar El ángel que nos mira el lector sabía que el padre de Eugene se
encontraba muy enfermo y acabará de morir en el primer tercio de Del tiempo y el río. El prólogo de El ángel que nos mira estaba escrito por Maxwell E. Perkins, el editor de Wolfe, y allí contaba que había
tenido que retirar muchas de las páginas de Del
tiempo y el río en las que se hablaba de esta muerte sin que Eugene, que es
el vehículo conductor de la narración, esté presente. Me sorprendió ver que sí
que existían páginas en esta novela en las que se hablaba de esa muerte y en
las que Eugene no estaba presente. ¿Son páginas quitadas y que volvieron en una
versión posterior? Creo que no, que Perkins sugirió a Wolfe que retirara muchas
páginas de su manuscrito y que éste lo hizo. En cualquier caso, una novela de
380.000 palabras es ya de una extensión enorme.
Me gustaría comentar que en algunas
de estas páginas que hablan de la muerte del padre he sentido la intensa
presencia de dos escritores a los que admiro mucho: sobre todo cuando se habla
del médico Mc Guire, que pasaba en vela la noche bebiendo y pensando en una mujer,
he sentido la influencia en las obras de William
Faulkner y de Juan Carlos Onetti.
Toda la densidad envolvente de la prosa oscura y poética de Faulkner y de
Onetti estaba contenida en estas páginas publicadas en 1935.
Me ha extrañado que casi no hay escenas
sexuales en Del tiempo y el río, ni
durante muchas páginas se habla del deseo sexual o amoroso de Eugene, que era
un tema importante en El Ángel que nos
mira. Ya comenté en la reseña de esta primera novela que algunas de sus
escenas de sexo explícito tuvieron que resultan escandalosas para la fecha de
su publicación, 1929. ¿Aconsejó el editor Perkins a Wolfe hacer desaparecer el
material de su nuevo libro que le pareciera sexualmente escabroso? Diría que
sí, porque se me hizo algo raro que, de repente, en este libro, publicado seis
años más tarde que el otro, durante muchas páginas, haya desaparecido el deseo
sexual de Eugene.
En cualquier caso, es recomendable
centrase aquí en lo que sí que está –que es mucho y talentoso– que en lo que
hipotéticamente no está.
Cuando la novela se acerca a su fin
y Eugene siente que está dejando atrás Francia y que ha de volver a Estados
Unidos empieza a despedirse de algunos de sus amigos de París y se adelanta la
información de que con algunas de esas personas no va a volver a hablar en su
vida, entonces el lector siente con toda intensidad la fuerza de la vida y la
juventud que se le va de los dedos. «Los ríos jamás se detienen», leemos en la
página 384. Los ríos no se detienen, ni el tiempo, ni la vida, ni la gran
literatura.
He estado casi dos meses leyendo a
Thomas Wolfe, leyendo El ángel que nos
mira y Del tiempo y el río como
si se tratase de una única y gran novela río de 2.000 páginas. Sé que la
extensión de estas obras puede hacer dudar a más de un lector, y que es posible
que ante su escaso tiempo libre para leer acabe eligiendo obras más ligeras,
pero desde luego si abre estos libros, sin buscar grandes tramas, sino
simplemente el pulso y los anhelos de la vida de un joven, es posible que se
acabe sintiendo tan deslumbrado como lo he acabado por estar yo. El ángel que nos mira y Del tiempo y el río son dos de las grandes
obras maestras del último siglo y Eugene Gant es uno de los más grandes
personajes literarios del siglo XX.