domingo, 2 de diciembre de 2018

Romanticismo, por Manuel Longares.


Editorial Alfaguara. 492 páginas. 1ª edición de 2001.

En agosto de 2018 bajé un día, paseando, por la calle Alcalá y me detuve en una de las librerías de segunda mano de la cadena Tik Books que está a la altura del metro de El Carmen. Aquí fue donde me encontré por primera vez con Romanticismo de Manuel Longares (Madrid, 1943). Lo estuve hojeando y busqué información sobre él en internet. Leí un artículo sobre la elogiosa presentación que le hizo en Madrid Luis Mateo Díez y también leí las palabras de entusiasmo de Juan Eduardo Zúñiga o Juan Caballero Bonald al hablar de esta novela. El libro costaba 3 euros y no lo compré entonces porque no era la primera edición (creo que era la tercera) y porque me contuve. Por una vez escuché a esa parte de mí que está en contra de la acumulación de libros.

El anterior Día del Libro, el 23 de abril, había ido a la librería Rafael Alberti para oír hablar a un grupo de escritores sobre su última obra, y también porque sabía que iba a pasarse por allí Sergio Ramírez, el último Premio Cervantes. Entre los escritores que escuché en la Alberti estaba Longares, que me pareció un autor modesto y entrañable. Nunca le había leído, pero sí que me había encontrado con sus libros más de una vez. De hecho, en una ocasión estuve a punto de comprar la primera edición de La novela del corsé –su primera novela– en otra librería de segunda mano.

En una biblioteca madrileña que he descubierto en la avenida de los Toreros vi que estaba Romanticismo, y lo anoté mentalmente para sacarlo de allí algún día. Me decidí después de leer A sangre y fuego de Manuel Chaves Nogales. Me apeteció acercarme a la Guerra Civil y luego al franquismo desde otra perspectiva, ya que Romanticismo –publicado en 2001– habla de la Transición. Concretamente, Longares posa su mirada en unas cuantas calles («el cogollito») del barrio de Salamanca de Madrid, cuando está a punto de morir Francisco Franco. Es decir, la novela empieza en octubre de 1975, cuando los rumores sobre el mal estado de salud del dictador empezaban a extenderse por la capital.

La novela está dividida en tres partes. En la primera, titulada Sepulcro de la memoria, se narran escenas de los días previos a la muerte de Franco. Sobre todo, el discurso de articula en torno a la llegada a su gran piso del barrio de Salamanca de Pía Matesanz para contarle llena de preocupación a su marido, José Luis Arce, los rumores que ha oído sobre el grave estado de salud del Caudillo. «Tanto había oído hablar José Luis Arce de la salud del Caudillo en la tertulia del Balmoral que no tomó en serio su enfermedad definitiva»: ésta es la primera frase de la novela. Arce empieza por no preocuparse, mientras sus amigos y vecinos están sacando los ahorros del banco para esconderlos en casa. «No me robarán los rogelios», grita Fela, amiga íntima de Pía. Estamos en octubre de 1975 y sobre el tapiz de este tiempo narrativo, Longares –mediante el uso de la analepsia– nos va a hablando del pasado de los personajes y de sus vidas acomodadas en la paz tensa de la dictadura.

Al menos las cien primeras páginas del libro funcionan como una crítica de costumbres en las que apenas avanza la trama. Son páginas divertidas, porque la mirada que Longares posa sobre sus personajes es muy aguda. El tono para hablar de sus personajes es muy irónico y burlesco (sin llegar a ser hiriente), y nos habla de la «burguesía improductiva» (pág. 15) del barrio de Salamanca en sus múltiples facetas: sus paseos hasta el Balmoral para tomar el aperitivo, sus reuniones en cafeterías o en casas, sus exilios de tres meses a la Sierra huyendo del calor de Madrid en verano (la familia Arce-Matesanz veranea en San Rafael, «Sanra»). Sus movimientos, sus manías y sus costumbres están muy bien retratados, hasta detalles que parecen casi inverosímiles y que, precisamente por esto, el lector acaba pensando que de tan ridículos sólo pueden ser verdaderos; como esa necesidad de Hortensia, la madre de Pía, de comprar cada producto en la tienda adecuada y sólo en ésa. Es decir, Hortensia mandará a su sirvienta a comprar el vino de la marca X a la tienda Y, y si la sirvienta vuelve a casa con el vino de la marca X, pero comprado en la tienda Z, éste será rechazado, e, incluso, Hortensia nunca podrá ser víctima de un engaño, porque de algún modo u otro acabará averiguando que el vino de la marca X no procede del lugar adecuado y ya no servirá para el uso de la familia, sino que pasará a ser regalo para los porteros, por ejemplo, por no tirarlo directamente.

La sonrisa es continua al leer Romanticismo, puesto que en esta novela se retratan costumbres realmente ridículas, aunque también es cierto que esa misma sonrisa acabará congelada, más de una vez, en la cara del lector, puesto que esa clase privilegiada del cogollito (que en gran medida no tiene que trabajar puesto que vive de sus rentas) cometerá más de un exceso por el temor a perder sus privilegios. Así, por ejemplo, Arce y algunos de sus amigotes del bar no tendrán reparo en vestirse de falangistas y salir a patrullar por las noches por «las vaguadas» (los barrios obreros), y en disparar sobre ciudadanos inocentes por tener aspecto de «rogelios». Faltas contra «los rogelios» que pasarán casi sin ningún cargo de conciencia por parte de este aguerrido grupo de patriotas con «corazón de oro».

Me gusta un recurso que usa Longares en la novela: él es el narrador, pero de vez en cuando hace referencia al diario o a las notas de prensa de Caty Labaig, una periodista de sociedad que es vecina de la familia Arce.

En Romanticismo se habla de la historia de tres generaciones de una familia: la de los padres de Pía, la de Pía y Arce y la de la hija de éstos, Virucha. Aunque estas personas son los personajes principales de la novela, su elenco de secundarios es muy amplio. En realidad, Romanticismo funciona en gran medida como una novela coral; no tanto como La colmena de Camilo José Cela, porque aquí el centro narrativo está más disperso que en Romanticismo, pero en algún punto sí me resultan comparables. La colmena nos habla de la posguerra y Romanticismo de los años posteriores a la muerte de Franco. El lenguaje de Cela es más duro que el de Longares, que como ya he dicho elige la ironía, siendo su prosa muy trabajada (es difícil, o imposible, encontrar una rima interna malsonante) y cervantina (de sonoridad clásica y limpia). Longares usa además un vocabulario muy de la época (e imagino que también muy de una clase social): «Triquitraque», «buruquienta» o «estás liroli». También existe un juego paródico con la rimbombancia de los apellidos (diría que algunos son inventados o, al menos, yo nunca los había oído en mi vida) y con los diminutivos de los nombres.

Si bien el tiempo principal de la primera parte se concentraba en apenas un mes (aunque hay que tener en cuenta que gracias a la analepsia se daba mucha información sobre el pasado de los personajes vivido durante décadas), el tiempo se acelerará en la segunda parte (Desajustes) y en la tercera (Restauración). Empezamos en octubre de 1975 y acabaremos a mediados de la década de 1990, pasando por algunos hitos históricos (además de la muerte de Franco), como el golpe de Estado de Tejero (1981) o la llegada al poder del PSOE (1982). Según pasa el tiempo y nos acercamos al final, el abanico de personajes de la novela se abre a la clase media (representada por el contable que se supervisa los negocios del cogollito) y a los hijos de los represaliados (Monjardín, amigo del colegio de Arce).

Monjardín fue quien comentó a Arce que, pese a la Transición, algunas cosas no iban a cambiar, y cita el espíritu de El Gatopardo de Lampedusa, al que Arce –aficionado a las revistas de coches– llama «el gato pardo de la pelusa».
«Todo sigue igual, pero nada es como antes», dirá la periodista Caty Labaig, hablando del cogollito. «Esa reserva inexpugnable en el orden patrimonial y urbanístico y sólo vencida por la enfermedad o la muerte. (…) Habían convivido con socialistas y derechas democráticas, con el caudillaje, con monárquicos y republicanos, con la dictablanda y con la regencia, con conservadores, liberales y revolucionarios –por abarcar sólo el periodo iniciado desde la fundación del barrio donde se acogían– y salvo las excepciones lamentadas por sus biógrafos, nadie les había quitado un duro ni un átomo de grasa» (pág. 483).
«No nos sentarán a su mesa ni tolerarán que sus hijos se casen con los nuestros. Cada cual está en su trinchera, en eso no han cambiado mucho las cosas, pero ya no es como antes. Y ahora, si nos ven por la calle, al menos nos saludan», dirá Monjardín, el hijo de un rojo, en la página 491.

Diría que mis expectativas cuando empecé Romanticismo eran muy altas y han sido, en parte, defraudadas. Debido a los comentarios críticos de reputados escritores, me esperaba una obra maestra y me he encontrado con un buen libro. No creo que Romanticismo sea una obra maestra porque he tenido la impresión de que Manuel Longares abre en su novela bastantes caminos narrativos que no acaba de concretar; ideas que podían haber tenido un desarrollo interesante mueren poco después de su planteamiento. Al tratarse de una novela coral, no parece necesaria una trama perfectamente definida, pero diría que la he echado de menos al acercarme a los personajes principales de la familia Arce, ya que se plantean algunos interrogantes sobre el pasado de estas personas que quedan sólo cerrados a medias. Diría que el afán por mostrar lo ridículo de las costumbres y la estrechez de miras de los personajes lastra la capacidad de describir su evolución personal. Pero, eso sí, esa muestra de «lo ridículo de las costumbres y la estrechez de miras de los personajes» es muy divertida y el lenguaje irónico y cervantino es magnífico, y me quedo con estas virtudes de Romanticismo, que no son pocas.

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