Traducción de Roser Berdagué.
En los últimos años, considero que dos de las mejores novelas que he leído
son Herzog
(1964) y El legado de Humboldt (1975), ambas de Saul Bellow (1915, Montreal-2005, Massachusetts). Compruebo en mi
blog que la primera la leí en 2011 y la segunda en 2013. El tiempo pasa rápido
y muchas veces deseo leer más obras de un determinado autor, pero los azares de
la lectura (entrar en una librería de segunda mano y encontrar alguna primera
edición de los años 70 de un autor hispanoamericano, por ejemplo) siempre me
llevan a otra parte. Visité la biblioteca de Móstoles en septiembre, después de
unos meses de verano lejos de ella, para –como siempre– hojear sus libros.
Llevaba años pensando que tenía que leer Ravelstein. En la biblioteca de
Móstoles también tienen Las aventuras de Augie March, la
novela de 1953 que llevó el nombre de Saul Bellow al primer plano de la ficción
norteamericana, y que también leeré algún día. Otra vez volví a sacar de su
anaquel Ravelstein y a pasar sus
páginas. No pensaba pedirla en préstamo, pero sucumbí a un impulso: de repente
tuve la impresión de que estaba leyendo demasiadas novedades literarias, de las
que suelo disfrutar, pero esta tendencia a veces me aparta de autores que me
han gustado mucho. Finalmente, decidí sacar Ravelstein
de la biblioteca.
Ravelstein fue la última
novela de Saul Bellow, que publicó a los ochenta y cinco años. Póstumamente, en
2001, salió a la luz una colección de relatos del autor.
En Ravelstein, Chick, un
escritor entrado en la setentena, trata de cumplir con el encargo que uno de
sus mejores amigos (Abe Ravelstein) le hizo antes de morir: escribir una
biografía sobre él que no eludiera las partes más escabrosas de su vida.
Abe Ravelstein es un profesor de filosofía política que, a sugerencia
de Chick, ha escrito un ensayo en el que muestra las ideas que ha estado
enseñado a sus alumnos universitarios durante las últimas décadas. El libro se
ha convertido en un éxito y Ravelstein puede disfrutar, a su vejez, de un gran
poder económico. Ravelstein es un erudito, capaz de dar conferencias sobre
Rousseau a los franceses o de Maquiavelo a los italianos, un profesor que elige
a sus alumnos y los instruye sólo si descubre en ellos un gran potencial: «Para
poder estudiar con Ravelstein era imprescindible leer a Jenofonte, Tucídides y
Platón en griego» (pág. 63). Además, Ravelstein es un sibarita al que le gusta
vestir con chaquetas de 4.500 dólares y cenar en los mejores restaurantes de
París. Ha formado a varias generaciones de políticos norteamericanos y otro de
sus grandes placeres consiste en conocer los entresijos del poder. Para tal fin
tendrá instalada una centralita de teléfonos en su casa, lo que le permite
tener conexión directa con sus exalumnos, muchos de los cuales trabajan en la
Casa Blanca o el Pentágono.
La novela comienza con un tono alegre: Ravelstein, que viaja con Nikki
(su joven amante oriental), ha invitado a Chick y a Rosamund (su actual pareja,
también bastante más joven que él, que fue alumna de Ravelstein) a París.
Ravelstein quiere agradecer a Chick que le haya animado a escribir su libro
sobre filosofía política, pues le ha permitido gastar dinero al nivel que
siempre había deseado. Todos compartirán hotel con Michael Jackson, y esta
coincidencia servirá para mostrar algunos de los contrastes que encuentra el
narrador entre la alta y la baja cultura. En cierto modo, Bellow, entre bromas,
critica el empobrecimiento cultural de Estados Unidos: «En otro tiempo había en
nuestro país una comunidad literaria considerable, medicina y derecho aún eran “las
profesiones eruditas”, pero en las ciudades americanas de hoy ya no cabe
esperar que los médicos, abogados, empresarios, periodistas, políticos,
personalidades de la televisión, arquitectos o comerciantes puedan hablar de
las novelas de Stendhal o de los poemas de Thomas Hardy. De vez en cuando, uno
se tropieza con un lector de Proust o con un maniático que se sabe de memoria
páginas enteras de Finnegan’s Wake.
Cuando me preguntan por Finnegan,
digo siempre que me lo reservo para la residencia geriátrica. Mejor entrar en
la eternidad de la mano de Anna Livia Plurabelle que con los Simpsons
agitándose en la pantalla del televisor» (pág. 72). Si usted había pensado que
el autor de Herzog nunca hablaría en
uno de sus libros de los Simpsons, se equivocaba.
Chick interpela en más de una ocasión al lector para recordarle que se
encuentra escribiendo y que lo que quiere mostrar son diferentes facetas de la
personalidad de su amigo. El tono luminoso de París se va volviendo más lúgubre
cuando regresan a Estados Unidos y Ravelstein descubre que ha contraído el
virus del sida. Hacia el final descubrimos que Chick está tratando de escribir
sobre Ravelstein unos cuantos años después de su muerte.
Al igual que pasaba en novelas como Herzog o El legado de
Humboldt, la narración de Ravelstein
es prolija en saltos temporales, en los que se muestran encuentros del narrador
con otros personajes que, al haber estado relacionados con Ravelstein, pueden
arrojar una nueva luz sobre su personalidad poliédrica y ayudarle en la
composición de su personaje. En Ravelstein, estos saltos temporales son más bruscos
que en otras novelas del autor, y la sensación de narración un poco fuera de
control se acaba haciendo patente. Ya he apuntado que, cuando se publicó esta
última novela, Bellow tenía ochenta y cinco años, y creo que en ella ha perdido
ya parte del impulso de sus grandes obras, pero esto ocurre, principalmente, a
la hora de organizar el texto, porque en lo que se refiere al regate en corto, Ravelstein sigue siendo una narración
repleta de chispa y agudezas. Considero que Saul Bellow es uno de los
escritores más inteligentes y cultos del siglo XX. Sus citas filosóficas o
sobre cultura clásica griega y romana son las de un erudito, pero su sentido
del humor (en muchos casos sobre la condición de ser judío en Estados Unidos,
algo de lo que ha bebido, por ejemplo, Woody
Allen, pero también muchos otros escritores como Philip Roth) goza en esta última novela de buena salud.
Cuando en el año 2000 se publicó este libro, se produjo un pequeño
revuelo. No escapó a la crítica norteamericana el detalle de que el personaje
de Ravelstein estaba basado en la figura del filósofo Allan Bloom, que murió en
1992 y fue amigo de Bellow. Efectivamente, Bellow instó a Bloom a escribir un
libro sobre sus ideas filosóficas y políticas, que llegó a convertirse en un
referente para el conservadurismo anglosajón (Allan Bloom fue invitado a la
Casa Blanca por Ronald Reagan, y a Inglaterra por Margaret Thatcher), y que le
permitió gastar dinero como lo hace Ravelstein en la ficción. La polémica
surgió porque Bellow señala en su novela que Ravelstein murió de sida, mientras
que en la realidad nunca se dijo esto sobre Bloom. Bellow tuvo que declarar que
Ravelstein era una ficción y que en realidad no sabía de qué murió exactamente
su amigo Allan Bloom. Indagando en internet, he comprobado que para muchos de
los personajes de esta novela existe un equivalente en el mundo real. Sin ir
más lejos, escuché un YouTube una entrevista al autor, en la que le oí hablar
de un episodio clínico que sufrió a los ocho años, que le hizo estar
hospitalizado en Montreal y que casi acaba con su vida. Este episodio lo cuenta
Chick en la novela, atribuyéndolo a su propio pasado.
En definitiva, Ravelstein es
una novela un tanto deslavazada en su construcción, pero cuyas páginas
contienen la inteligencia, la chispa y el encanto del mejor Bellow. Si alguien
no ha leído nunca a este autor, le recomiendo que se acerque en primer lugar a
novelas como Herzog o El legado de Humboldt, concretamente a
las cuidadas nuevas traducciones de la editorial Galaxia Gutenberg.
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