Juan José Becerra (Junín, Argentina -1965) es
autor de ensayos, como La vaca – Viaje a la pampa carnívora
(2007), Grasa (2007) y Patriotas (2009); de libros de
relatos, como Dos cuentos vulgares (2012); y de novelas, como Santo
(1994), Atlántida (2001), Miles de años (2004), Toda
la verdad (2010), La interpretación de un libro (2012)
y El
espectáculo del tiempo (2015). Las dos últimas novelas están publicadas
en España por Candaya.
Sus artículos
periodísticos se publican en Argentina y el extranjero.
Si quieres leer
la reseña que escribí sobre El
espectáculo del tiempo puedes hacerlo pinchando AQUÍ.
Foto de Francesc Fernández |
Yo no he leído El
espectáculo del tiempo pensando que podía tratarse de una novela
autobiográfica, sino como una creación ficcional. Sin embargo, buscando
entrevistas que te hacen y leyendo reseñas del libro en internet me encuentro,
en algunos casos, con esta interpretación autobiográfica de la novela. Al igual
que tú, Juan Guerra −el protagonista de El
espectáculo del tiempo− ha nacido en 1965, se ha criado en Junín y escribe.
¿Hasta qué punto has recreado tus propios recuerdos para dar vida a tu
personaje? ¿Alguna vez has regentado, por ejemplo, un cine?
No hay que olvidar que
en la ficción mentir y decir la verdad pertenecen a un mismo régimen, y que el
recuerdo es básicamente un tipo de ficción galopante que produce efectos de
verdad. Por lo tanto el recuerdo es una composición artística que funciona como
un simulador o un restaurador de realidad. En los recuerdos no hay nada
concreto, no hay ningún hecho, lo que estuvo ya no está, es como un vapor que
nos hace alucinar con figuras más o menos familiares. Hecha la aclaración
técnica, tengo que decir que sí, que he recreado hasta la degradación algunos
recuerdos personales, sobre todo los olvidados, y también fui socio gerente de
unas salas de cine.
En El
espectáculo del tiempo escribes: «La felicidad no es un tema de la
literatura». ¿Esto es así siempre? ¿Una novela «total» puede eludir la
felicidad como tema narrativo?
No estoy muy de acuerdo
con esa frase. Tal vez quise decir que por lo general no es un tema de
la literatura. Ahora, lo que es capaz de hacer la literatura con sus pretensiones
de totalidad se presta siempre a discusiones. Supongamos que alguien incluye la
felicidad en una novela. Le estaría faltando eludirla, ¿no?, con lo cual
también entraría en crisis el concepto de totalidad. Mejor pensar que, en las
novelas, hasta lo que se elude se las ingenia para estar.
¿Una novela puede a la vez ser «total» e inconclusa?
¿El todo es inabarcable?
El todo es una idea
estúpida del hombre, que nunca comprendió la escala que le asignó el universo.
Además, algo me dice que la totalidad es una defensa indirecta de la pureza. No
hay ninguna necesidad ni posibilidad de experimentar el todo. Y si alguien
pretende una narración total, como se supone que es mi caso, el resultado no
puede ser otro que el deslizamiento hacia lo inconcluso, o sea hacia el fracaso
total de la totalidad. Para qué te voy a mentir: me encanta esa experiencia de
derrota porque te baña en humildad.
Tras leer El
espectáculo del tiempo y reflexionar sobre ella, me ha parecido que, dentro
de la literatura argentina, con el autor que más relación guarda esta obra es
con Juan José Saer y su obsesión por nuestra forma de percibir la realidad. ¿Te
parece acertado este comentario?
Me parece acertado, y
me halaga porque tengo un afecto por la literatura de Saer que no se agota con
los años. Pero esa obsesión no es sólo de él, sino una de las más constantes en
la historia de la literatura. Diría que es su neurosis. La percepción de la
realidad es un problema artístico, por lo tanto no tiene solución. Y lo que
hace la obra de Saer es problematizar la percepción de la realidad, llevarla a
un estado de inestabilidad y crisis, cosa que veo como un deber formal del
escritor. Ahora, si tuviera que confesar la posición imaginaria de mis libros
en la literatura argentina, diría que últimamente tratan de pasar de costado y
sin hacer mucho ruido entre Saer y Aira, entre Aira y Puig, y a una distancia
prudencial de los rayos paralizantes de Borges. Pero la idea que uno tiene de
lo que hace nunca es razonable.
El espectáculo del
tiempo no es una
novela con una trama cerrada. ¿El algún momento tuviste la tentación de que, en
vez de acabarla con unas 500 páginas, tuviera 200 o 1.000?
Ya que lo nombré,
Borges diría que esta novela es una roman à tiroirs, cosa que «no tiene
nada de malo», para decirlo con palabras suyas, tan poco entusiastas en el
elogio cada vez que hablaba de alguna cosa francesa. La baguette, el
surrealismo, los quesos azules, Proust, todo le caía mal. Al margen de los
resultados, que podrían ser catastróficos y el mundo seguiría andando, las
novelas abiertas son una bendición para el que las escribe porque permiten una
dinámica de concentración y dispersión simultáneas que ataca el aburrimiento.
Al tener un montaje en el aire, sin raíces, mi impresión es que, efectivamente,
sus 500 páginas podrían ser ya no 200 o 1.000, sino 5 o un millón, y eso no
cambiaría su funcionamiento interior.
En el programa televisivo Los siete locos declaraste: «No está terminada nunca una novela».
Ahora que El espectáculo del tiempo
se comercializa ya en Argentina y España, ¿siguen apareciendo en tu mente
nuevos capítulos que se podrían haber incorporado a la historia? ¿Borrarías
otros que sí están en la novela?
Una novela nunca se
termina en el sentido en que cualquier cosa terminada es apenas una posibilidad
de existencia que tuvo la suerte o la desgracia de cristalizar. Todos los
hechos, incluyendo la impresión de papel por la que paradójicamente se dice que
una novela cobra vida, son fenómenos pobrísimos si consideramos todas las
posibilidades que se dejaron atrás. Por lo tanto, cualquier novela es lo poco
que queda de todo aquello que iba a ser. El escritor que no es capaz de
decepcionarse con sus propios libros no tiene sangre en las venas. Por lo
tanto, cada vez que publico una novela pienso que fracasé otra vez y que
debería escribirla de nuevo en forma íntegra.
En tu novela recreas los recuerdos de Juan Guerra,
el narrador, y se cuenta además la historia de su padre, algunos amigos o
amantes. En un momento dado, Juan abandona un hotel junto a una mujer y en la
ruta se topan con una caravana de coches deportivos. El narrador habla ahora de
los ocupantes de esos coches desde el punto de vista de un periodista, algo que
no puede conocer de primera mano. ¿Por qué esta ruptura de la lógica de la
novela? ¿Qué significan estas páginas?
Significa que las
historias van y vienen, y que un narrador más o menos atento debe ir y venir
con ellas. La descripción lineal de los hechos sigue teniendo un prestigio
inexplicable, como si el tiempo sólo se moviera hacia adelante. En esas páginas
a las que aludís, la novela pasa por un momento de descontrol. Yo diría que
queda acéfala. La narración, que se orientaba hacia un lado, toma la dirección
contraria mientras que el narrador delega la historia, literalmente, en el
primer tipo con el que se cruza. Para mí la realidad funciona más o menos así.
¿Eres, al igual que Juan Guerra, un «cronofóbico»?
Supongo que sí.
Pero me gustaría decir que la cronofobia, que sorpresivamente no figura en esas
fobias que Roberto Bolaño enumera en 2666, no es tanto la fobia a que el
tiempo pase como a que pase mal. El peor escenario es que al tiempo propio lo
administren los demás, cosa bastante corriente. No inscribir hechos personales
en el tiempo es para mí una situación cronofóbica. Es algo que no tiene que ver
con sentirse útil, productivo o exitoso sino, exclusivamente, con la defensa de
la soberanía personal. La frase de cabecera del cronofóbico es: «No me hagan
perder el tiempo».
En la novela escribes: «No me llama para nada la
atención ver que no cumplí con lo que me juré –no citar escritores en la
novela‒ cuando hoy, 24 de septiembre de 2012, releo este párrafo». ¿Por qué eliminar
de la novela los recuerdos literarios de un protagonista que es escritor?
Me parece que lo
importante de esa frase es que alguien no está cumpliendo con su juramento. Y
no me disgusta para nada porque, tal como la entiendo, la literatura debería tratar
de no honrar nunca sus compromisos. Si hay algo que una novela no puede cumplir
es el plan que la concibió.
Sobre esa especie de
autocensura que le impide al narrador citar escritores, supongo que es un TOC.
El mismo que tuvieron los narradores de mis primeros libros, en los que la literatura
de los otros se filtraba sin créditos, como si fuera una fuerza folclórica
impregnando el ambiente. Recuerdo que en mi primera novela, Santo
(1994), hay versos de T. S. Eliot y letras de tango que aparecen licuados por
la prosa, como si la literatura fuese un bien común sin autoridad. Lo mismo
ocurre en Toda la verdad (2010), donde lo que sostiene el pensamiento
que se dispersa en la novela es el Diario filosófico de Wittgenstein. Lo
que deduzco de esta confesión es que me interesa que la literatura aparezca en
mis libros a cambio de que lo haga en forma del contrabando.
Maximiliano Torres, del periódico La Nación, ha escrito: «El novelista
argentino Juan José Becerra escribió El
espectáculo del tiempo, una verdadera obra maestra. Al lado de él, Knausgård es apenas un aficionado del
yoyó». ¿Has leído a Karl Ove Knausgård?
¿Qué opinas de él?
Leí Un hombre
enamorado y La muerte del padre. Me gustaron. Veo en Knausgård un arte literario seco sin ninguna
concesión al estilismo, ni al barroquismo ni a ninguna de esas cosas por las
que los escritores desean diferenciar su individualidad de la de los demás.
Tiene una escritura proletaria, fabril, que trabaja de sol a sol. Knausgård nos pide un tiempo prolongado de
lectura, convivencia con el texto, duración. Nos pide una relación. Es obvio
que en esa experiencia de lectura vamos a cambiar de opinión varias veces sobre
lo que estamos leyendo. Entonces, lo que se produce es una confusión milagrosa,
por la que no está claro si estamos leyendo o estamos viviendo. Desde mi punto
de vista, a ese milagro lo produce la acumulación dramática de elementos
banales. Uno primero ve un grano de arena, después un médano y, finalmente, un
desierto inmenso al que podríamos llamar desierto de la vida.
Una pregunta
técnica sobre el arte de la novela: los fragmentos narrativos de El espectáculo del tiempo, encabezados
por fechas, ¿están escritos en el orden en que aparecen en el libro o escribes
seguidos, por ejemplo, los que tienen que ver con el personaje de Lorenzo
Costa, con el padre de Juan… y luego, ya al final, los entrecruzas todos,
siguiendo algún orden personal?
Están escritos en
el orden contra cronológico que, creo, es el orden en que las personas
recuerdan. Un día escribía una historia, y al día siguiente escribía otra. Uno
tiende a concentrar el relato en términos de escena cuando recuerda algo, pero
debajo de esa voluntad desesperada de reducir lo que se escapa a una especie de
escultura siempre termina apareciendo la realidad del recuerdo, que para mí se
organiza mediante saltos, rupturas y conexiones inesperadas. En general, es un
orden que responde a un criterio bastante común de la experiencia, que es el
que hace que algunos relatos se interrumpan y otros continúen. En eso traté de
emular el uso que la vida hace de los relatos, que se difunden mediante una
estructura arborescente, y donde algunas ramas son más largas que otras. Hay
personajes que aparecen y se quedan, y otros que vienen y se van. Así es la
vida, me parece.
Cuando escribí
mi reseña sobre El espectáculo del tiempo
especulé con la idea de que este libro lo hubiera escrito Mario Vargas Llosa y
pensé entonces que la estructura de la novela, la ordenación de sus fragmentos,
hubiera sido mucho más cerrada, más matemática. ¿Qué opinas del orden
estructural de las novelas de Vargas Llosa?
Tengo entendido que
Vargas Llosa es una persona cerrada, por eso me alegró tanto su divorcio. Por
fin nos dio una sorpresa. El orden estructural de sus novelas es bastante
efectista y lo veo muy pendiente del control de sus artificios, como ocurre en Conversación
en la Catedral, que es una novela que me gustó mucho aunque se le note su
voluntad de impresionar con ese malabarismo que hace con las voces. Si no
recuerdo mal, allí los personajes hablan «interrumpidamente», lo que sostiene
el suspenso porque está claro que no se puede decir que alguien ha dicho algo
hasta que no termina de hablar. Lo que hace Vargas Llosa en esa novela es
postular una prosa que es una licuadora de personajes y mantener la licuadora
encendida a lo largo de seiscientas páginas, hasta que se le queme la bobina.
Por lo tanto, el efecto inicial de vanguardia se transforma muy pronto en una
actitud conservacionista.
¿Qué escritor argentino recomendarías a un lector
español, pensando que su obra no es lo suficientemente reconocida aquí?
Osvaldo Lamborghini.
A menudo he oído hablar de la literatura argentina
en términos de literatura de Buenos Aires y literatura de las provincias del
interior. ¿Sientes esta dicotomía como cierta? Escribiendo sobre Junín, una
ciudad de la provincia de Buenos Aires, ¿con qué grupo te sientes más cómodo?
No siento la dicotomía
porque no me llegan los comentarios de su existencia. Yo creo que en la
literatura no hay realidad geográfica. Todas las geografías son imaginarias.
Recordemos que José Hernández escribió Martín Fierro en un hotel de
Buenos Aires. La relación de la literatura con el espacio es exclusivamente
escenográfica. Simplemente, se necesita que las historias encajen en un
decorado, y tanto las ciudades como el desierto o la selva son decorados
mitológicos que para los escritores funcionan como un salad bar. Uno va y se
sirve.
¿Estás escribiendo ahora algún nuevo libro? En caso
afirmativo, ¿nos puedes hablar de él?
Estoy escribiendo una
novela. No sé muy bien qué va a pasar porque se está empezando a mover por
dentro. El personaje principal dice todo lo que se le pasa por la cabeza, y se
pregunta por qué esa no es la función más importante del lenguaje. Esa
conducta, al borde del síndrome de Tourette, lo puede llevar a imponer una
cultura de la sinceridad o a que lo muelan a palos.
Muchas gracias, Juan José.
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