Edición, notas y posfacio de
Román Setton
En la Feria del Libro de 2013, me acerqué con mi amigo Federico Guzmán Rubio hasta la caseta
de la editorial Adriana Hidalgo,
allí hablamos con el editor Fabián
Lebenglik y el representante de la editorial en España. Ese día acabé
comprando los libros Trasfondo de Patricia Ratto –que comenté en el blog hace tiempo- y este titulado
La
huella del crimen del argentino Raúl
Waleis (seudónimo de Luis V. Valera, Montevideo 1845 - Buenos Aires, 1911). La faja roja de La huella del crimen me convenció para
comprarlo: “La primera novela negra publicada en español”. Lo cierto es que yo
no soy un gran aficionado a la novela negra, aunque sí que he leído a algunos
de sus autores clásicos (Arthur Conan
Doyle, G. K. Chesterton, Wilkie Collins, Dashiell Hammett o Raymond Chandler)
y me gustaría volver con el género. En cualquier caso, aquella llamada era
poderosa: “La primera novela negra escrita en español”.
Me he puesto al fin con el libro
dos años después de haberlo comprado, este verano de 2015.
La huella del crimen se
publicó primero en forma de folletín en el diario La Tribuna de Buenos Aires, y el mismo año (1877) apareció en forma
de libro. En 1974 Fermín Fèvre la
cita en su estudio Cuentos policiales argentinos, pero el libro, pese a su gran
valor histórico, no había sido nunca reeditado hasta que decide hacerlo Adriana
Hidalgo en 2009.
Se apunta en el prólogo que el
gran modelo que sigue Raúl Waleis para escribir La huella del crimen son las novelas francesas en forma de folletín
de Émile Gaboriau y que también se
puede detectar la influencia de Edgar
Allan Poe. Debemos recordar que la primera aparición en la escena literaria
del Sherlock Holmes de Arthur Conan
Doyle se produce en 1887, una década después de la novela de Waleis.
Raúl Waleis era jurista y
legislador, además de escritor de novelas (hasta con dos seudónimos además de
su nombre), de poesía, de obras de teatro y textos jurídicos.
Antes de comenzar la novela se
incluye un prólogo muy significativo del autor dirigido al editor y a los
lectores. En él afirma, entre otras cosas, lo siguiente:
“Ha muerto últimamente en Francia
Monsieur Émile Gaboriau.”
“Declárome uno de sus discípulos.”
“El derecho es que beberé mis
argumentos.”
“Julio Verne ha popularizado las ciencias
físico-naturales con sus novelas. Yo trato de popularizar el derecho con mis
romances, sin pretender para estos la gloria inmensa de aquellas.”
“Trato de herir la imaginación de
la mujer, presentando a sus ojos cuadros que la instruyan.”
En el prólogo podemos ver cómo
Waleis considera que su público es femenino, y aunque en una primera instancia
esto nos puede parecer condescendiente (es la mujer y no el hombre quien necesita
que le instruyan), lo cierto es que Waleis acaba haciendo un alegato en contra
de las leyes matrimoniales que perjudican a las mujeres y pidiendo su cambio,
lo que hace que su texto (paradójicamente) sea más moderno de lo que parece.
Waleis sitúa la acción de la
novela en París. Una mañana de 1873, dos aldeanos atraviesan el Bosque de
Boulogne, se encuentran allí un cuerpo degollado y uno de ellos es prendido
como posible autor del crimen. En la comisaría, este aldeano tiene la suerte de
dar con el comisario de policía Andrés L´Archiduc, quien tras interrogarle se
convence de su inocencia y le promete que resolverá el misterio. Aplicando su
perspicaz inteligencia, además de recoger pistas a pie de asesinato, L´Archiduc
irá desenredando la madeja del que parece ser un crimen pasional en que se verá
implicada la nobleza parisina.
Como autor del siglo XIX, Waleis
narra con autoconciencia de narrador y en más de una ocasión se dirige al
lector: “El agente refirió fielmente cuanto los lectores conocen.” (pág. 35) o
“L´Archiduc refirió allí al juez, con todos sus detalles, cuanto el lector
sabe.” (pág. 157)
L´Archiduc es un policía
racionalista, capaz de deducir muchos hechos simplemente pensando y haciendo
deducciones lógicas, pero también es capaz de subirse a la parte trasera de un
carruaje para escuchar una conversación entre sospechosos o enfrentarse cuerpo
a cuerpo con el posible asesino. En este sentido me ha gustado una reflexión de
Román Setton en el posfacio cuando habla de la evolución del relato policial:
“En la novela policial clásica, el detective batalla en forma privada con el
caso, mientras que aquí se enfrenta cuerpo a cuerpo con el criminal: el clímax
de la persecución en La huella. (…)
Así en contraste con la novela-problema, cuya estructura se vuelve alegoría,
las novelas policiacas de Waleis prefiguran el policía de Chandler o Hammett al
proporcionar una imagen de la sociedad en su contenido, y no sólo a nivel
estructural.” (pág. 289)
La novela es profusa en diálogos
y frases cortas, separadas por puntos y aparte. Esto hace que se lea muy
rápido.
En más de una ocasión los
planteamientos narrativos resultan un tanto inocentes: el policía L´Archiduc ha
de explicarle de forma didáctica cómo hace sus deducciones al juez (que en más
de un caso parece un personaje poco lúcido), con la clara intención de que el
lector pueda seguirlos. La perspicacia del policía lleva al juez a hacer en voz
alta apreciaciones como las siguientes: “¡Es indudable! ¡Tenéis razón! Mr.
L´Archiduc, ¡sois un gran hombre!” (pág. 50). Este esquema (que en realidad es
el mismo, aunque más sutil, que luego seguirá Conan Doyle con su binomio
Holmes-Watson) se repite en el capítulo IV, cuando dos médicos forenses están
alzando el cadáver y el mayor se dedica a instruir al más joven (y de paso al
lector) sobre la técnicas forenses.
No podemos olvidar, tampoco, que La huella del crimen es un folletín y
por tanto nos vamos a encontrar aquí con honores mancillados, nobles que caen
en desgracia y cuyo honor debería ser rehabilitado… y lo más llamativo: unas
casualidades tremebundas, que hacen tambalear los cimientos de cualquier
verosimilitud narrativa. Pero lo cierto es que como uno se ha adentrado en
estas páginas avisado de lo que va a leer, todo esto acaba resultando
divertido. Recuerdo ahora unas palabras de César
Aira, gran lector (y renovador de forma irónica) de los folletines del
siglo XIX: “Era una novela tan mala que era buenísima.” La huella del crimen está escrita en serio, pero si uno la lee de
un modo irónico acaba siendo una novela divertida. Y lo cierto es que tiene
pasajes entretenidos: persecuciones, pesquisas en diversas ciudades de Francia,
intriga por saber quién es el asesino, cuál es su móvil o cómo ha llevado a
cabo el crimen…
Como apuntaba al principio, y
aquí sí que existe un tema muy serio, aunque según el prólogo la intención de
Waleis es la de instruir a las mujeres y esto podía parecernos condescendiente,
acaba siendo un alegato a favor de la mujer y en contra de su discriminación
jurídica. La huella del crimen
describe al fin y al cabo un crimen machista, un crimen de violencia de género
y en esto no puede estar más (trágicamente) de actualidad. El juez (ése que
parecía que no se enteraba de nada) acaba diciendo: “No podéis exigir que
cuando tratáis a la mujer como cosa
en los actos de la vida ordinaria, se le aplique el castigo como persona cuando delinque.”
“Abrid el libro de vuestras leyes
civiles. La mujer no tiene derecho que ejercer sin la venia de su esposo. La
madre no tiene patria potestad sobre sus hijos. La viuda no administra los
bienes de la sociedad conyugal. Os entregan una mujer por compañera, y la ley
la hace casi vuestra sierva. Está obligada a obedeceros y a seguiros. Vos sois
el amo. Ella la esclava.” (pág. 260-261)
Por si a alguien le interesa: existe una segunda parte de esta novela, también publicada por Adriana Hidalgo, llamada Clemencia.
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