Editorial Das Kapital. 103
páginas. 1ª edición de 2011.
A finales de 2011 mi amigo el
poeta chileno Leandro Hernández me
envió desde Santiago un paquete con libros no editados en España, como la
novela Este libro vale un cadáver de Marcelo Lillo, o dos novelas disparatadas de Mario Levrero, que por fin el pasado mes Mondadori (aunque sea en edición de bolsillo) se ha decidido a
publicar aquí: Nick Carter se divierte mientras el lector es asesinado y yo agonizo y La banda del ciempiés. En
el paquete además incluyó, como regalo de los editores que le publicaron su
poemario Umo, varios libros de poesía de Das Kapital.
Ya he comentado en el blog que me
ocurre algo curioso con la poesía: yo la escribo a veces, y cuando siento que
debo escribirla, me parece durante unos meses lo más importante del mundo;
durante esos periodos de tiempo además suelo interesarme más por leer poesía,
que en cualquier caso (a la vista está en el blog) suele ser para mí una
lectura minoritaria.
Así que, como ahora estoy más
enfrascado en escribir prosa, me he acercado bastante poco a la poesía durante
el último año, y mi mala conciencia ante esos libros regalados por Das Kapital,
ante esos bonitos libros en ediciones de 300 ejemplares, crecía. Ha sido en
noviembre cuando he tomado de la estantería de libros inleídos (la poesía tiene
en mi casa su propia balda del Ikea de libros inleídos) este poemario de Andrés Florit Cento (Santiago, 1982), y
la verdad es que el resultado ha sido sorprendente: me ha gustado mucho; me ha emocionado
incluso que un libro publicado en una edición de 300 ejemplares y escrito por
una persona que el momento de la publicación no llegaba a los 30 años pudiera
parecerme tan bueno. Chile, como ya sabíamos, es un país de poetas.
El primer verso de Materias
de libre competencia y regulación, “No es difícil dominar el arte de
perder”, parece toda una declaración de principios. La voz que Andrés Florit
elige para este poemario es la de un urbanita desencantado y solitario, que
parece conformarse con la observación pacífica de lo que le rodea y que
constituye, en todo caso, una realidad en la que no quiere o no puede
involucrarse. En cierto modo, hay algo del detenimiento de la poesía oriental
en estos versos, como si un poeta de una edad mucho mayor que la del autor dominase
su mirada desapegada sobre el mundo. Así, en muchos momentos de los primeros
poemas del libro nos encontramos con versos celebrativos sobre lo contemplado,
que a pesar de su afirmación no dejan de tener un poso de tristeza: “Estoy
absorto / en cosas mínimas y disfruto de la maravillosa lentitud del día” (pág.
7); “Me gusta la hora en la que se encienden las luces / y aún no es de noche”
(pág. 9); “Es que me encanta ver las líneas del tranvía y / que el tranvía no
pase más” (pág. 14).
La visión inmóvil sobre el
paisaje cobra en algunos momentos la intensidad del haiku. Leamos para ilustrar
esta idea el poema de la página 73 (sin título, como la mayoría de las
composiciones del libro):
Bernarda Morin con Canadá,
plaza rodeada de edificios bajos
y añosos.
Me encanta ser el único que se
aburre aquí.
Este
restorán que te gustaba tanto porque
estaba
siempre vacío.
Linda morena de pantalones
ajustados: si al
menos hubiera andado con mascota.
O tu hijita
se acercara y conversáramos.
En la página 15 del poemario
descubro una de las fuentes de las que brota:
“–La villa Frei es mi Lautaro, mi
Ítaca.
–¿Y?”
Al hablar de Lautaro, Andrés Florit
evoca al gran poeta chileno Jorge
Teillier, habitante de la capital que escapaba a su pueblo, Lautaro, cuando
podía, para dedicarle casi todos sus versos, para añorar al Lautaro que fue y
que el tiempo arrasó. Más adelante, Florit cita a Teillier de forma más
explícita.
Quizás el gran acierto del
poemario se base en esta idea: el poeta escribe poemas cortos, subdivididos en
tres partes, y el lector no conoce la conexión que para él guardan esas tres
partes, lo que acrecienta el halo de misterio y evaporación significativa del
poema. Leamos algún poema que ilustre el comentario:
Ese temor atávico de que te
empujen –o de volverte
loco y empujar a alguien– a la
línea del metro. Por
ejemplo a Jaime Quezada que está
con su típica
chaqueta café claro y sus lentes
oscuras y sus
canas un poco más allá.
Ahora
déjame cerrar las cortinas
para
que no me vean el culo
mientras
te lamo lo más tuyo
la
inconsciencia.
Yo te decía la verdad pero la
verdad cambió.
En algunos poemas una de las tres
partes (normalmente la tercera) pasa a ser una cita de otro autor; por ejemplo:
Amante de mí mismo hasta que
lleguen amantes
mejores.
A
veces me tomo los días al seco
a
veces los demoro como caracol
que
tarda la noche entera en cruzar la vereda.
“Soy un suicida latente como toda
persona
respetable. Los patanes no se
suicidan ni son
alcohólicos”. Teillier.
Después de la contemplación
inicial y desgastada del entorno detenido que nos muestra el poeta, el lector
empieza a comprender las claves de lo que ocurre en su vida, es decir, en sus
versos: el poeta añora a una mujer con la que mantuvo una relación en el
pasado, relación extinta, y trata de buscar consuelo mediante la evocación
(“Recuerdo la última vez que estuviste / en esta cama y mi sexo escupe al
cielo”; pág. 46) o acercándose a otras mujeres, ya sea de una forma real o
imaginaria (“Qué rica la flaca de ojos azules y tetas grandes de / ayer con su
chaqueta de buzo azul marino a medio / abrir. Su pololo no era mejor que yo.”;
pág. 52).
Hacia la mitad del libro los
poemas describen un viaje de vacaciones a Valdivia con amigos, personas que
suelen quedar desdibujadas ante el doble drama del poeta: su alejamiento de la
mujer amada y la incapacidad de comunicarse satisfactoriamente con los que le
rodean: “Aburre hacer poemas para que casi todos los / ignoren o arrisquen la
nariz. / El amor también aburre” (pág. 40).
En su poemario, Andrés Florit
añade también algún componente metaliterario; por ejemplo: “No estoy en el mood
de hacer un poema con / cadencia, ritmo, versos largos, que sea evocador / y
transporte al que lo lea o escuche a quién sabe / dónde” (pág. 41).
El tono es moderno en su mirada
(calles, muchachas en el metro, canciones de Kurt Cobain...) y clásico en el tono (melancolía al estilo de Jorge Teillier o Antonio Machado), pero también, de una forma aparentemente irónica,
se juega con un leguaje posmoderno, como por ejemplo el uso de palabras en
inglés, como ese “mood” de los versos anteriores; o términos como “sampleo”
(pág. 26), propios de la música rap, frente al “cito”, más propio de la
literatura.
Como ya apunté al principio de la
entrada, Materias de libre competencia y regulación me ha gustado mucho.
Me ha parecido un poemario con mucha fuerza, a la vez clásico y de mirada
moderna; escrito por un poeta muy joven al que le quedan aún muchas cosas que
decir.
Es una pena que una literatura de
esta calidad se publique en tiradas de 300 ejemplares y que la mayoría de los
lectores no vayan a poder tener nunca este poemario en las manos. En todo caso,
estimado Andrés Florit, si como a mí mismo también me pasa que aburre hacer poemas para que casi todos los
ignoren, que sepas, amigo, que tu libro ha tenido a un lector entusiasta en
un lluvioso Madrid otoñal.
Voy a dejar aquí tres poemas más.
Elegidos, el primero y el segundo, porque representan el tono general del libro,
y el tercero por lo contrario, porque su composición más unitaria lo hace raro
dentro del conjunto:
El primero (pág. 70):
“Su orgullo consistía en no
orientarse. Ahora es
débil y mira el camino”. Canetti
Desayuno
de bus: pan y café con pajita en
vaso
de piscola.
Álamos de carretera.
Vale la pena viajar sólo para
verlos.
El segundo (pág. 76):
Where the Wild Things
Are
Ojalá yo pudiera correr donde
viven los monstruos
y llegar ahí
como la abejita del video de
Blind Melon,
mar adentro de mí mismo
donde nunca fui el rey;
con suerte llegué a este páramo,
en el que tampoco defiendo a
nadie
de la tristeza.
Sigo
usando las poleras de mi hermano.
Cuando
él se las ponía tenían onda.
En la plaza me enamoro
de la mamá joven que se columpia
y me mira.
Imposible como la mesera que se
repite de bar en bar
rostros distintos y siempre la
misma.
El tercero (pág. 75):
Working Class Hero
Mis héroes no vinieron a
congraciarse
con la clase trabajadora.
Imposible confundirlos con
candidatos a diputado
o al Premio Nacional.
Sabemos los beneficios de declararse
en quiebra,
ser rebelde como quien compra
los jeans rotos de fábrica.
Mis héroes siguen su propia
liebre.
Y si al público le gusta, mejor
pero no se lo ganan disfrazándose
de ovejas.
Si son lobos atacan.
Y si son gatos se largan.
Mis héroes no se sienten héroes
ni lo son: saben divertirse,
no le tienen miedo al pop
y dan la vida sin refregárselo a
nadie en la cara.
Nunca están satisfechos
y yo tampoco.
Si
la abuela Paulina me hubiera dicho
cuando
niño “hay que dejar el plato limpio
para
que mañana sea un día lindo”, quizás
hoy
no sería así de mañoso y dejaría el plato
reluciente
como lo deja Omar.
Más que el sueño de la razón, la
sobreprotección
engendra monstruos.