domingo, 20 de octubre de 2024

El limonero real, por Juan José Saer


 El limonero real, de Juan José Saer

Editorial Planeta. 287 páginas. Primera edición de 1974

 

Encontré la primera edición de El limonero real (1974) de Juan José Saer (Serodino, Argentina, 1937 – París, 2005) en la librería de segunda mano Ábaco en el verano de 2010, y no lo he leído hasta más de una década después. Ha permanecido en mis estanterías de libros por leer durante trece años, ya que lo acabé leyendo en el verano de 2023. Y esto a pesar de que sobre 2010 yo sentía mucha admiración de la obra de Saer. Recuerdo incluso que un compañero del colegio en el que trabajo, años después de haber comprado El limonero real, me prestó su novela Nada Nadie Nunca (1980), y con ella ya solo me quedaba leer de la narrativa de Saer El limonero real. A veces ni yo mismo entiendo muy bien por qué sigo comprando libros y no me acerco a los que tengo acumulados en casa sin leer. Creo que no me gustaba la portada de la primera edición de Planeta (lo que es absurdo, porque he leído el libro quitándole la camisa), o bien no me ponía con él porque tenía miedo a que me aburriera o decepcionase (no ha sido así).

 

El caso es que a falta de una semana de mis largas vacaciones de profesor (en el verano de 2023) había acabado la extensa novela Los gozos y las sombras de Gonzalo Torrente Ballester, y me decidí a entrar en septiembre leyendo la última novela de Saer que me faltaba.

 

«Amanece.

Y ya está con los ojos abiertos.»

Estas son las primeras palabras de la novela, que se irán repitiendo periódicamente como un leitmotiv. Wenceslao tiene unos cincuenta años y se despierta en su rancho, construido por su padre en una de las islas del Paraná. Allí vive con su mujer, de la que no sabremos nunca el nombre. De forma más insistente que en otras obras de Saer, en El limonero real la evolución de las horas, con sus variaciones de luces y sombras sobre el mundo, va a ser un tema central de la construcción. Vi una intervención de la crítica argentina Beatriz Sarlo en el programa de televisión Los siete locos, donde afirmaba que Saer era el principal narrador argentino que ponía la poesía como centro de su construcción ficcional. Esta idea es fundamental para comprender El limonero real: muchas de sus páginas se pueden leer como poemas, en las que el autor celebra y se va fijando en elementos de la naturaleza; en el cambio de la luz según avanzan las horas del día, por ejemplo.

La acción de El limonero real transcurre en un solo día, que se corresponde con un fin de año, y Wenceslao va a acudir a celebrarlo en la casa de los familiares de su mujer, en la orilla del río. Su mujer no va a querer ir con él, a ver a sus hermanas, porque aún quiere guardar luto, después de que su único hijo muriera seis años atrás. El hijo tenía veinte años y, después de cumplir con el servicio militar, se fue a trabajar a la ciudad como peón de albañil. Un accidente laboral le causará la muerte, un hecho que marcará las vidas de Wenceslao y su mujer. Acabaremos sabiendo que Wenceslao abandonó, durante un tiempo, sus obligaciones en el rancho y cayó en el alcoholismo, pero de esa etapa ya se ha recuperado en el momento de la narración. Aunque también comprenderá, que su mujer, después de la muerte del hijo, ha pasado a ser una persona a que nunca llegó a conocer bien en realidad.

Como es habitual en las obras narrativas de Saer, no se especifica el lugar concreto donde se ubica la acción, pero, por algunas características, que se repiten de un libro a otro, se sabe que cuando habla de «la ciudad», se refiere a Santa Fe, ciudad a la que Saer y su familia se trasladaron a vivir en 1948, donde estudió y empezó a trabajar como periodista. En El limonero real aparece el «puente colgante» de otras historias, puente cercano a la ciudad, y también aparece el pueblo de Rincón, cercano a Santa Fe.

 

Wenceslao se despierta con el día, saluda a sus perros y sale al patio de su rancho. Me ha llamado la atención cómo el narrador (Saer) le va explicando al lector con qué nombres Wenceslao y su mujer se refieren a las estancias y lugares que constituyen su mundo en la isla, como si, de forma simbólica –el simbolismo es importante en esta obra–, estas dos personas fuesen la pareja inicial del alumbramiento del mundo y tuvieran la tarea fundacional de nombrar a la realidad que les rodea. Algo parecido ocurría en las primeras páginas de Cien años de soledad (1967) de Gabriel García Márquez, autor por el que Saer no sentía mucha simpatía.

En estas primeras descripciones de la isla destaca una construcción lingüística que, de nuevo, se irá repitiendo a lo largo de la novela: «los árboles que nadie plantó», que están ahí desde que llegaran las personas, y que seguirán allí cuando éstas desaparezcan. Estos árboles suelen ser de una especia llamada «paraíso», y seguimos con la carga simbólica de la narración. Sin embargo, el árbol que destaca en la isla, por encima de los demás, serán el limonero real, que se evoca en el libro, y que en el texto aparece por primera vez en la página 36: «El limonero real está siempre lleno de azahares abiertos y blancos, de botones rojizos y apretados, de limones maduros y amarillos y de otros que todavía no han madurado o que apenas sí han comenzado a formarse. Desde que lo recuerda, Wenceslao lo ha visto siempre igual, pleno en todo momento, con ese resplandor blanco nimbándolo, el punto más alto de su ciclo en los grandes limones amarillos, los botones tensos y apretados a punto de reventar los limoncitos verdes confundiéndose entre las grandes hojas, oscuras en el anverso y de un verde más claro en el reverso.»

 

Como he dicho, la acción de la novela transcurre en un día, en un caluroso fin de año, pero –usando el recurso de la analepsis– también se narran hechos del pasado, importantes sobre todo para Wenceslao, como el del día que fue a conocer la isla en la que vive, con su padre, siendo él un niño. O un viaje que hizo a la ciudad, junto a su cuñado Rogelio (otro de los personajes principales del libro) para vender sandias, en un carro con un caballo con una pata dañada; una historia que el lector sabrá que se contará –otra vez– durante la comilona en la casa de los cuñados de Wenceslao.

 

La expresión «Amanece. / Y ya está con los ojos abiertos.» se irá repitiendo a lo largo de la novela, y Saer, como narrador, jugará con el tiempo de su historia. En más de una ocasión, va a hacer un compendio de lo que ha contado hasta ahora, sobre el día de la novela, y contará en esta nueva ocasión un detalle que no ha sido narrado previamente. Podría mostrar la realidad desde distintas perspectivas, parece decirnos Saer, y sería la misma, pero no las sensaciones que tendría el lector sobre ellas. Además, como ocurre en otras narraciones del autor, la comida y la cena serán narradas desde distintos puntos de vista, fijándose el narrador en la mirada sobre lo que rodea a cada personaje.

Además, no solo cambiará el punto de vista sobre lo narrado, sino que también lo hará el propio estilo narrativo. En un momento dado, Wenceslao hablará con su voz narrativa, cometiendo algunos errores sintácticos propios de alguien de escasa formación, e introduciendo en su discurso casi elementos fantásticos, en unas páginas en las que el lector entiende que Wenceslao está describiendo un sueño. En otra ocasión se usa una narración que imita el tono de una fábula infantil para hablar del pasado de Wenceslao y sus dos cuñados.

En otro momento, el lector descubrirá que los acontecimientos que había tomado como ordenados cronológicamente no han ocurrido así, y que esa percepción se ha debido a un nuevo truco narrativo de Saer.

 

Hacia la mitad del libro, los personajes visitas un almacén en el que sirven bebidas, y los clientes estarán hablando de las grandes inundaciones y sequias que han castigado a la región. De estos hechos, Saer ha hablando otras veces; en sus relatos, más que en sus novelas.

Es habitual que los personajes de Saer salten de una de sus novelas a otra, y he tenido la sensación de que aquí no ha ocurrido así. Aunque es cierto que leí las otras novelas de Saer hace ya tiempo y se me ha podido borrar alguna conexión. Hacia el final, el lector sabrá que la isla en la habitan Wenceslao y su mujer pertenece a una mujer que tuvo dos hijos mellizos. ¿Se tratará de Pichón y Tomás Garay, personajes habituales de Saer? Alguien me comentó en YouTube, cuando publique la vídeo reseña correspondiente a este libro, que así es.

 

 

Entiendo que haya lectores que no disfruten de un libro como El limonero real, en el que no ocurren demasiadas cosas, y cuya trama no contiene ningún «giro inesperado», pero, en lo que a mí respecta, he de decir que la calidad de la prosa poética de esta novela me ha resultado hipnótica, y me ha gustado mucho el virtuosismo de la ejecución, con esos cambios de puntos de vista, y esas vueltas y revueltas para narrar los mismos sucesos.

Me he encontrado ya con dos vídeos en YouTube, donde se comentaba El limonero real, en los que los comentaristas afirmaban que éste era el primer libro de Saer que leían. Imagino que esto se debe a que han encontrado, gracias a alguna lista, la idea de que El limonero real es el mejor libro del autor. Desde luego, éste es uno de los libros más ambiciosos de Saer, pero no estoy seguro de que sea el mejor; a mí hay otros, como Glosa o La grande, que me gustan más. Ninguno de los tres me parece, sin embargo, la mejor puerta de entrada a la obra del autor para un lector neófito. Como decía la crítica Beatriz Sarco, seguramente la mejor puerta de entrada es la novela Cicatrices, donde sí que aparecen algunos de sus personajes principales, y aquí el lector podrá descubrir si le interesa la propuesta de Saer o no.

Ahora mismo, en España, esta novela, y casi todo el resto de la obra de Saer, se puede encontrar en la editorial catalana Rayo Verde.

 

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