Mugre rosa, de Fernanda Trías
Editorial Random House. 277 páginas. 1ª edición de 2021.
A finales de 2018 leí La
azotea de Fernanda Trías
(Montevideo, 1976), que inauguró la nueva editorial española Transito. Era una novela ‒publicada por
primera vez en Uruguay en 2001‒ claustrofóbica, contada desde el punto de vista
de una mujer que decide crear un micromundo dentro de un piso, del que no
permitirá salir ni a su débil padre, ni su hija pequeña, ni a sí misma. Me
gustó aquella novela enfermiza y potente.
Cuando en 2021 apareció Mugre
rosa sopesé la idea de leerla, ya que tenía un buen recuerdo de La azotea. En principio, mi deseo de no
leer demasiadas novedades literarias ganó la partida. Pero, meses más tarde,
cuando leí que con poco tiempo de diferencia Mugre rosa había ganado el premio
Bartolomé Hidalgo en Uruguay a la mejor obra narrativa del año y también el
premio Sor Juana Inés de la Cruz en
México, me apeteció leerla. Una tarde, al salir del colegio en el que trabajo,
caminé hasta la nueva librería madrileña La Mistral, cercana a la plaza de Sol,
y que aún no había visitado. Quería comprar allí el libro de Fernanda Trías. La
librería me pareció bonito, pero en ese momento no tenía Mugre rosa y la acabé comprando, el mismo día, en la FNAC de
Callao.
Mugre rosa nos acerca
a un futuro ligeramente distópico. La acción se sitúa en una ciudad que el
lector sobreentiende que es Montevideo, aunque nunca se especifica en la
novela, ni se nombra tampoco a Uruguay. Sí sabremos que la moneda usada en el
país es el peso y que la narradora tiene el plan de huir a Brasil, que se
intuye que ha de ser un país cercano y colindante al que ella se encuentra.
Aparecieron en «el río», que se sobreentiende que es el Río de la Plata, unas
algas color borra, que en un principio parecían inocuas, para más tarde empezar
a morir peces, y darse cuenta de que era una peligro para la población inhalar
sus esporas cuando soplaba el viento. La ciudad aparece continuamente cubierta
de niebla, y esta es una buena señal, porque lo contrario de la niebla es «el
viento rojo». Cuando empieza a soplar el viento del río, suenan las alarmas y la
población debe refugiarse en sus casas con todas las ventanas cerradas, a
riesgo de inhalar las esporas rojas y contraer una enfermedad de la piel que
les va a conducir a la muerte.
La mayoría de la población ha sido
evacuada hacia ciudades del interior del país, pero la narradora no ha querido
hacerlo porque hay elementos que la atan a la costa. Por un lado su exmarido
Max está internado en el hospital el Clínicas, en la sección de enfermos
crónicos. Max ha sido contagiado por el virus del aire pero, extrañamente, no
ha muerto. Su caso, y el de algunos compañeros en una situación similar, es
importante para la ciencia, porque tal vez en ellos se encuentre la solución a
los problemas por los que pasa el país (nunca se llega a aclarar del todo si
esta es una crisis del país o mundial).
En uno de los barrios pudientes de
la ciudad también permanece, sin evacuar, la madre de la narradora. «Después de
la evacuación, mi madre decidió mudarse a una de las casonas abandonadas de Los
Pozos. Los dueños las alquilaban por chirolas con tal de mantenerlas vivas. (…)
Mi madre tenía una confianza ciega en los materiales nobles y tal vez haya
pensado que la contaminación no podía atravesar una buena pared, ancha y
silenciosa, un techo bien construido, sin grietas por las que se colase el
viento.» (pág. 22)
La narradora y su madre discuten
continuamente. La narradora tiene más de una cuenta del pasado pendiente con su
madre, que no ha aprobado nunca sus decisiones. Por ejemplo, la madre estuvo en
contra de la boda de la protagonista con Max, a quien conocía desde la
infancia. La narradora ahora ayuda y provee a la madre, porque se haya en una
posición más fuerte que ella, y parece buscar una aprobación que la madre le
negará de continuo. De hecho, durante el tiempo de la novela la narradora
evocará continuamente a Delfa, que era la sirvienta que trabajaba en su casa
cuando era niña. En más de una ocasión pensará en Delfa como en su verdadera
madre.
La narradora (siempre innominada) se
gana la vida cuidando a Mauro, un niño con problemas de obesidad, un niño al
que una enfermedad hace tener siempre hambre. Sus padres emigraron a una
hacienda del interior y, unas cuantas semanas al mes, traen a Mauro hasta el
edificio de apartamento de la narradora para que ésta le cuide y procure
hacerle perder algo de peso.
La novela parece plantear también un
enfrentamiento entre el interior del país y la provincia. Estoy mucho menos
familiarizado con la tradición literaria y cultural uruguaya que con la
argentina. Pero tengo la intuición de que en Uruguay debe darse una tensión
similar a la de Argentina entre el interior, más despoblado y pobre, y la
costa, más urbana y rica. En el tiempo de la novela, el interior del país
parece estar floreciendo, en contraposición a la decadencia de la costa. Desde
el interior llegan alimentos y suministros cada vez más caros a la costa.
En el futuro distópico planteado,
además, existen fábricas que elaboran un sucedáneo de la carne que, de forma
coloquial, la población llama «mugre rosa», y que también viene a mostrarlos la
decadencia de las zonas ricas del país.
En gran medida, Mugre rosa es una novela sobre las dependencias humanas: casi todos
dependen, de un modo u otro, de la narradora: su orgullosa madre, atrapada en
su barrio alto cada vez más precario; su exmarido, atrapado en la clínica de la
que no puede escaparse; y sobre todo Mauro, «Él sería, para siempre, el
recipiente que contenía la enfermedad.», no dice la narradora en la página 71.
En cierto sentido, con Mauro la narradora expía su sentimiento de culpabilidad
hacia Max o su madre. Aunque la excusa de ocuparse de él es el dinero que
recibe de sus padres por cuidarlo y que, en el futuro, debería permitirle huir
a Brasil. Pero este dinero lo ha juntado ya hace tiempo y continúa en la peligrosa
costa, entre la niebla y el viento rojo.
Si La azotea era una novela opresiva sobre una mujer que decide
encerrar a su familia en un piso y olvidarse del mundo exterior, Mugre rosa también lo es. En La azotea la amenaza exterior era más
mental que real, y en Mugre rosa la
amenaza exterior se ha hecho más real, y esto obliga a los habitantes de este
nuevo mundo a vivir, gran parte del tiempo, encerrados en sus casas, temiendo
el cambio del tiempo cuando salen al exterior.
El estilo de Mugre rosa es envolvente y la sensación de opresión y grisura, de
nueva realidad colindante con la real, pero diferente, está muy conseguida. Más
de una vez se le recuerda al lector que la narradora ha decidido de forma
consciente contarnos su historia desde algún punto del futuro. Me ha resultado
curiosa esta construcción: a pesar de estar narrado el pasado, en algunos
momentos se cambia de una forma verbal pretérita al futuro, dando a las escenas
una sensación de inminencia e inevitabilidad.
Si bien una novela como La carretera de Cormac McCarthy es una «distopía de movimiento», en la que los
personajes están siempre en continuo peregrinaje, Mugre rosa es una «distopía de la inamovilidad». De hecho, la
novela acaba cuando su narradora se va a ver forzada a desplazarse. Y quizás
Fernanda Trías podría plantearse escribir una segunda parte, la «distopía del movimiento».
Mugre rosa me ha parecido una novela conseguida, de prosa eficaz y estimulante. Una novela que entra con fuerza, y derecho propio, en el canon de la más reciente estirpe de novelas apocalípticas. De vez en cuando, el mundo de los libros te sorprende y los premios literarios cobran todo su sentido.
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