miércoles, 30 de diciembre de 2009

Lecturas destacadas en 2009

Exactamente en noviembre de 1986, cuando tenía doce años, comencé a hacer un seguimiento de los libros que leía. En aquel momento ya sabía que leer iba a ser una de las constantes de mi vida; de hecho, lo que me costaba comprender era por qué los demás no lo hacían. Siguiendo el ejemplo de un amigo de mi barrio, unos años mayor que yo, tomé un archivador y empecé a llevar una contabilidad de mis lecturas. En hojas con agujeros tomaba nota del mes y del año, los libros que leía en esos periodos, con un pequeño resumen, el número de páginas, si era la primera vez que lo leía o no, y una valoración.
También en ese mes inaugural de noviembre del 86, hice una recapitulación de los libros leídos hasta entonces (de estos sólo anoté el título), abundan allí los libros de Barco de Vapor, Alfaguara juvenil, Los Tres Investigadores, colecciones de quiosco con títulos de Julio Verne, Emilio Salgari, Stevenson… y como algo curioso El Lazarillo de Tormes, que leí por mi cuenta y riesgo creo que a los once años, tras la lectura de un fragmento en una clase de Lengua, libro que me prestó el mismo amigo del que copié la idea de llevar a cabo la contabilidad de las lecturas. Lo recuerdo como una experiencia desasosegante, a esa edad confundí un libro protagonizado por un niño con un libro para niños. No estaba acostumbrado a una narrativa de un calado tan cruel y el libro me sobrecogió y fascinó.
Siguiendo con lo de mi archivador: en agosto de 1992 me cansé de hacer los resumenes de los libros, que durante la adolescencia se habían transformado en pequeñas reseñas personales, y desde entonces sólo anoto el mes y año, y bajo este epígrafe los títulos leídos, seguidos del autor.
Hace unos años, comencé a intercambiar opiniones sobre literatura en un foro dedicado en principio al escritor chileno Roberto Bolaño, que pronto se convirtió en un foro sobre libros en general. Presionada la página web por el nuevo agente de la viuda de Bolaño, el foro acabó por ser casi cerrado, y permanece como una página semiclandestina o fantasma.
Después de unos meses sin comentar libros con casi nadie (muy poca gente de mi entorno lee, o lo que yo entiendo por leer), me decidí, durante los días ociosos del verano, a abrir este blog como una forma de mantener el contacto con las personas que había conocido en aquel foro de Bolaño y poder seguir hablando sobre libros.
Reflexionando sobre esto me doy cuenta de que he vuelto a hacer reseñas y resúmenes de libros como las hacía a los doce años (aunque espero que ahora un poco más sesudas), en un año 86 donde Internet no era (al menos en mi barrio) más que la idea delirante y futurista de una novela de Philip K. Dick.
Consultado ahora mi archivador de lecturas, elaboro una lista cronológica de los libros que más me han gustado en 2009, algunos son relecturas:

- El castillo, Franz Kafka
- La plaza del Diamante, Mercé Rodoreda
- A sangre fría, Truman Capote
- Cuentos de Odesa, Isaak Babel
- La educación sentimental, Gustave Flaubert
- El dependiente, Bernard Malamud
- Cuentos reunidos, Sherwood Anderson
- Cuentos completos, Franz Kafka
- El mal de Portnoy, Philip Roth
- El festín del amor, Charles Baxter
- La pesquisa, Juan José Saer
- El amor de una mujer generosa, Alice Munro
- Sudeste, Haroldo Conti
- El caso de Charles Dexter Ward, H. P. Lovecraft

Dejo abajo una foto de hace unas semanas: tomando un café en un bar de Atocha, después de atravesar el Retiro y antes de coger el tren a Móstoles.






Saludos y feliz año nuevo.

lunes, 28 de diciembre de 2009

El tilo, por César Aira


Beatriz Viterbo Editora. 2003, 124 páginas


Del argentino César Aira había leído hasta ahora un único libro: Cumpleaños, exactamente en diciembre de 2003. En aquel momento su lectura me desconcertó, ya que había leído que Cumpleaños era uno de los mejores libros de Aira y al ir pasando páginas me parecía que ni siquiera era una novela (lo que yo esperaba) sino unas cuantas ideas escritas con el ritmo de un diario personal. Aira nos hablaba en ellas de su cincuenta cumpleaños y lo que suponía esa fecha para él; de un error de infancia en su percepción de los movimientos de la luna; de una visita a su pueblo natal, Coronel Plingles, y su descripción de una camarera en un bar de allí… Estaba bien escrito y los comentarios sobre la realidad planteada eran interesantes e inteligentes, pero me dejó un regusto a expectativas no cumplidas.

Aún así, desde entonces, había sentido el impulso de volver con sus libros. Impulso acrecentado a partir del último Día del libro, el 23 de abril de 2009, cuando acudí, en la madrileña Puerta del Sol, a la Casa de Correos (nunca había estado antes dentro del edificio, vibraba el suelo cuando pasaban los vagones de metro por debajo) para escuchar una conferencia dada por él. El texto que leyó Aira se llamaba (o al menos versaba sobre este tema) ¿Cuánto le podemos perdonar a la novela? Y hablando de novelas malas, de folletines del siglo XIX, de literatura de ínfima calidad o risible, llevó a cabo una original y brillante defensa de la ficción novelesca. “Un poema o un relato o son buenos o no son nada”, recuerdo que dijo, “en cambio una novela puede ser farragosa, con personajes planos, cursi… y nos invita a seguir leyendo, podemos seguir perdonándole cosas, ¿cuánto podemos perdonar a la novela?”. Así hizo una defensa de Salgari; y de otros libros que de tan malos acababan siendo buenísimos; resumió argumentos de folletines del siglo XIX, que, mirando a Aira leyendo sus hojas, con una sonrisa miope y enigmática, empecé a plantearme si los escritores y las obras de los que hablaba era reales o se los estaba inventando para quedarse con los oyentes… Hacía mucho que el discurso oral de alguien no me fascinaba tanto.

El tilo es una novela corta editada en 2003. Parece que el formato de novela corta es el que se adapta mejor al discurso de Aira. En ella un narrador, que podría ser el propio Aira (coincide la fecha de nacimiento, 1949; el lugar, Coronel Pringles; la profesión propia, escritor; y la residencia actual, el barrio de Flores en Buenos Aires. En la página 35 nos dice: “(…) yo haya llegado a ser escritor y esté redactando esta crónica verídica”) nos habla de sus recuerdos de infancia en el pueblo argentino de Plingles. Empieza con la figura del padre, encargado del tendido eléctrico del pueblo y peronista; de la madre, una reservada mujer casi enana; y de los vecinos. A través de los aparentemente inocentes ojos del narrador, el lector va componiendo el mosaico de una época en Argentina: aquella en la que a la clase baja Perón le hizo soñar con convertirse en clase media.
Aira va saltado en su exposición de una anécdota a otra, anécdotas que suele dejar sin finalizar ya que por el camino ha descubierto otra historia a la que seguir el hilo… anécdotas divertidas y a veces casi surrealistas (bordeando en ocasiones el Realismo Mágico) y a través de las que se va filtrando un enjuiciamiento político de los años 50 en Argentina: “Desde la misma dirección de donde había venido el peronismo, vino el antiperonismo. Y justamente la ilusión de haber estado decidiendo su destino, al desvanecerse produjo el desengaño, y la vergüenza de haber sido tan ingenuos. Mi padre enmudeció (…). Internalizó la dialéctica maldita de la Historia, la puso en cada célula de su lengua fría y muerta y se volvió un enfermo de los nervios”, (página 74). Precisamente “El tilo” del título alude al gran árbol de la plaza de Pringles del que el padre del narrador tomaba las flores para hacer infusiones que le calmaran los nervios. “Todo es alegoría”, nos dice Aire en la página 105.

Una agradable novela corta, evocadora, reflexiva, divertida, inteligente y original en sus planteamientos y evasiones narrativas, que se lee de un tirón y que me invita a seguir con Aira.

Cuando estuve este verano en Buenos Aires acabé por no ir a visitar el barrio del Flores, según el propio Aira no hay nada de interés allí. Fui un domingo, sin embargo, a La Plata, la capital de la provincia de Buenos Aires; y, por algún extraño motivo, propio de un libro de Aira, empecé a imaginar que La Plata era un lugar que muy bien podía parecerse a Coronel Plinges. De hecho, lo que empecé a imaginar era que La Plata era Coronel Plinges y que en cualquier momento podía estar paseando por las calles que había paseado el propio Aira. Dejo abajo una foto de una calle de La Plata, que para mí era en realidad Coronel Plingles:







lunes, 21 de diciembre de 2009

La muerte de la hierba, por John Christopher


Editorial Guadarrama, 238 páginas.


Hoy ha sido un día extraño: con las vacaciones escolares -de las que disfruto como un niño por ser profesor- a la vuelta de la esquina, he permanecido atrapado en un autobús de línea durante dos horas –he tardado exactamente tres horas y cuarto en llegar a mi puesto de trabajo-. Entre los cien o doscientos metros que separan el intercambiador de autobuses de Plaza de Castilla del hospital de la Paz he estado una hora perfecta, sentado dentro del autobús, mirando por la ventana las capotas nevadas de los coches, el lento desplazarse ante las Torres de la Ciudad Deportiva, y el pasar de páginas de este libro, La muerte de la hierba, de John Christopher. De hecho, he acabado el tercio que me restaba en el autobús. Y la verdad, he de confesar, es que he disfrutado de las dos horas, agobiantes para el resto de viajeros del autobús, como un niño. Así me he acercado al final de esta novela apocalíptica, cuya lectura en circunstancias extrañas me ha hecho retrotraerme al mundo de experiencias desconcertantes de la infancia. Debería decir ya, por otra lado, que para mí John Christopher no es un escritor menor de ciencia ficción, sino un auténtico mito personal, una leyenda en mi educación sentimental como lector.

En quinto de EGB, es decir a los diez u once años, ya se me estaban quedando cortos los libros de Los tres investigadores, que me habían hecho disfrutar mucho un año antes. En quinto quedé prendado de La isla del tesoro de Stevenson, y estaban además los libros de El Barco de Vapor y Alfaguara Juvenil. Los de Alfaguara me gustaban más, tenían un toque más realista, más adulto en el tratamiento de los personajes, y entre ellos además de Michael Ende, Judith Kerr o Christine Nöstlinger estaba John Christopher. El cataclismo que supuso el descubrimiento de sus libros sólo es comparable en mi memoria de lector alevín al de J. R. Tolkien dos años más tarde, y un poco después al de Isaac Asimov, H. P. Lovecraft, o Philip K. Dick ya metido en plena adolescencia; y de entre todos ellos Christopher fue mi primer modelo de escritor a seguir, de escritor de culto.

En quinto de EGB cada alumno llevaba un libro a clase, se guardaban en un armario, se hacían fichas y se creaba una pequeña biblioteca. De ese armario saqué Las montañas blancas de John Christopher, el primer volumen de La trilogía de los trípodes. Me recuerdo perfectamente leyendo este libro, la sorpresa que me provocó la ambigüedad de sus personajes, su adaptación a las circunstancias muchas veces de una forma no heroica, la recreación mental del mundo invadido por extraterrestres al que me desplazaba, la incertidumbre de saber que a diferencia de las otras novelas infantiles o de adolescentes aquí los protagonistas no se encontraban a salvo, cualquier cosa podía ocurrirles a la vuelta de la página. Recuerdo el día que compré la segunda entrega de la trilogía en una papelería de Móstoles, y la búsqueda infructuosa de la tercera en todas las papelerías-librerías de mi ciudad, hasta que la encontré en El Corte Inglés de Princesa. También acabé comprando la primera parte, que releí unas cuantas veces. Leí otros libros de Christopher en Alfaguara: La bola de fuego, Tierra a la vista, Los guardianes y Un mundo vacío (con similitudes argumentales con La muerte de la hierba). Sé que después, cuando yo ya había dejado atrás en mi periplo como lector los libros de Alfagura juvenil, Christopher sacó más libros en esta colección. Igual que sabía que había publicado una novela de ciencia ficción para adultos que estaba traducida al español, y que se llamaba La muerte de la hierba.

El crítico de ciencia ficción David Pringle escribió una famosa guía sobre el género, que en España publicó Minotauro: Ciencia Ficción, las 100 mejores novelas. La muerte de la hierba aparece comentada en las páginas 63-64. Leí esta referencia muchas veces hace años, mientras era un lector adolescente de ciencia ficción. Cuando a los diecinueve años dejé el género, no me había vuelto a preocupar que esa novela publicada por la editorial Guadarrama en 1976 fuese inencontrable. Sin embargo la vi este verano en la librería de segunda mano del centro de Madrid La tarde libros: no pude resistirme. Además ahora he regresado esporádicamente al género con el que crecí.

La edición de Guadarrama tiene una plaga de erratas (la más divertida es que en una ocasión al protagonista John le llaman Juan) y al traductor Angel García Fluixá se le cuelan unos cuantos catalanismos del estilo “habían muchos coches en la carretera”, pero el libro fluye bien y la historia rápidamente arrastra al lector.

La muerte de la hierba se publicó en 1956 y se enmarca en la línea de ciencia ficción catastrofista. Según la contraportada, Christopher es un seguidor inglés de John Wyndham, un escritor muy popular en su momento, y del que leí en la adolescencia (gracias a las recomendaciones de la guía de Pringle) El día de los trífidos, una de las mejores novelas de la ciencia ficción catastrofista que recuerdo. Aunque para mí la mejor novela de esta corriente de la CF es La tierra permanece de George R. Stewart, de 1949 y que en España sacó Minotauro, una joya de la infravalorada en España CF. Aunque por qué no citar también Soy leyenda de Richard Matheson, otra joya que el cine destrozó hace poco, o Un mundo sumergido de J. G. Ballard.

En La muerte de la hierba un virus empieza a atacar al arroz, con terribles consecuencias en China. Algo que para los protagonistas ingleses de la novela parece quedar muy lejos ya que no saben aún que este virus va a mutar y va a afectar también al resto de hierbas que sirven de alimento a personas y ganado: cebada, trigo…
La situación se empieza a descontrolar en la civilizada Inglaterra más rápido que lo que los protagonistas habían intuido. Uno de ellos, que trabaja en la administración, se entera de que ante la inminente crisis alimenticia el gobierno planea bombardear las ciudades principales con armas nucleares y evitar el caos absoluto que ha acontecido en Oriente, preservando así parte de la vida rural.

Los protagonistas deciden abandonar Londres, pese a la prohibición, y buscar el valle en que vive el hermano de uno de ellos, granjero que ya ha previsto la siembra de patatas y remolacha (cultivos resistentes al virus) y cuyo valle es una fortaleza natural que podrá ser defendida del asedio de hordas hambrientas. Las aventuras acontecidas durante este viaje constituyen el cuerpo de la novela. No he leído La carretera de Cormac McCarthy, pero creo detectar similitudes argumentales.

El tema principal del libro es el escaso tiempo en que se puede resquebrajar la sociedad y los ciudadanos de a pie convertirse en asesinos sin escrúpulos luchando por sobrevivir. Una novela, como el género apocalíptico de la CF, escrita durante la Guerra Fría y su miedo nuclear, y sólo una década después del fin de la Segunda Guerra Mundial y los campos de exterminio nazis, protagonizada por ex combatientes y escrita con el cinismo de alguien que también estuvo en combate.

La novela es tensa, visual, agobiante, creíble… sólo hay que pensar en las noticias de la guerra de los Balcanes, de hace menos de quince años, para comprender qué rápido el hombre puede olvidarse de la civilización; aunque justo esto, el tema del libro, ha sido lo que he encontrado cómo crítica a la novela de otros internautas. En todo caso, aquí no puedo hacer oídos a las críticas, ni a los fallos de traducción, ni a la falta de profundidad psicológica de los personajes, esta es la novela para adultos de John Christopher, y para mí ya esto es un mito, una leyenda personal capaz de hacerme disfrutar, con la tensión de un niño, durante un, agobiante para los adultos, atasco apocalíptico de dos horas.

jueves, 17 de diciembre de 2009

Poesía completa, por Alejandra Pizarnik


Editorial Lumen, 470 páginas.

He terminado de leer hoy esta Poesía completa de Alejandra Pizarnik y la sensación que tengo es la del que ha ido a bucear en aguas desconocidas y al tratar de volver a la superficie se ha dado cuenta de que estaba a demasiada profundidad y va a tener problemas de descompresión. Hacía tiempo que no leía un libro tan hondamente desgarrado. Era extraño incluso acabar de leer un poema en la renfe o el metro, levantar la vista y enfrentarla a la cotidianidad clase media del vagón.

Alejandra Pizarnik, según lo leído en la página del Instituto Cervantes (pinchar aquí), nació en 1936 y se suicidó en 1972, mediante la ingesta de pastillas. Vivió por tanto 36 años, también parece que sus experiencias vitales (de un vitalismo intimo o sentimental) podrían llenar varias biografías.

Sin haber querido leer muchos estudios sobre su obra, mi impresión es la de haberme encontrado con cuatro temas principales en sus poemas: la infancia perdida, el desamor, la pulsión de muerte y el arte de la escritura como redención imposible.

Su primer libro de poesía La tierra más ajena es de 1955 y Pizarnik tenía 19 años cuando se publicó. Los gastos de esta primera edición fueron sufragados por su padre, judío emigrante ruso que se dedicaba al negocio de las joyas en el barrio bonaerense de Avellaneda. Al parecer, el padre tomó esta decisión como un intento de animar a su hija frente a un desengaño amoroso y sus primeras muestras de desequilibrios, ya en esta época empezaría también a visitar al psicoanalista. Este primer libro casi adolescente se abre con una cita de Rimbaud y es de corte bastante surrealista. De los primeros poemas destacaría Reminiscencias (pág. 13), donde ya aparece el tema del desengaño amoroso. En Poema a mi papel (pág. 22) ya hace una referencia a la metapoesía “es mío es mío es mío”, escribe orgullosa sobre sus poemas. Esta ilusión irá decayendo hasta constatar la incapacidad del arte para procurarle la felicidad en los últimos libros. También en La tierra más ajena aparece la metáfora sobre el barco que ha de llevarla a la muerte, que se va a repetir en el resto de su obra, en el poema Irme en un barco negro (pág 37). Este poema está incluido en la última sección del libro titulada Un signo en tu sombra donde cobra fuerza la temática del desengaño amoroso y consigue los mayores logros, a mi entender, de este debut.

En La última inocencia de 1956, Pizarnik sigue indagando en su voz poética y va depurando su surrealismo. El tema de la infancia perdida aparece claramente en el poema La de los ojos abiertos: “La vida juega en la plaza / con el ser que nunca fui” (pág. 51). Y la pulsión de muerte se va intensificando, en el poema Siempre dice: “Cansada por fin de las muertes de turno / a la espera de la hermana mayor / la otra gran muerte” (pág. 63).
Realmente en la obra de Pizarnik la búsqueda de la muerte se asemeja a la búsqueda de la belleza o lo sublime. La muerte se identificará con la redención, con el descanso del sufrimiento, con la realización de las metas…
En el poemario Las aventuras perdidas, de 1958 dice en el poema El despertar: ¿Cómo no me suicido frente a un espejo / y desaparezco para reaparecer en el mar / donde un gran barco me esperaría / con las luces encendidas” (pág. 93). En la página citada del Instituto Cervantes se especula sobre si la muerte y el suicidio en Pizarnik era un tema literario o un tema real; cuestión que, entiendo, remite al conflicto de aceptar la poesía como autobiográfica o no. En todo caso, esa pulsión estaba latente en la joven poeta de, como mucho, 22 años que escribe eso.

Pizarnik viaja a París, donde se relaciona con Cortázar y demás escritores hispanoamericanos, y escribe Árbol de Diana de 1962, con prólogo de Octavio Paz, lo que hace pensar que ya a principios de los 60 su nombre sonaba en el panorama poético en español. Aquí los poemas se hacen más cortos y elementales, como si Pizarnik atravesase un periodo de indagación personal. A mí particularmente este libro me ha gustado menos que los antecedentes y precedentes.

Yo diría que la gran Pizarnik es la de los libros Los trabajos y las noches de 1965, y sobre todo la que desarrolla su talento desbordante en Extracción de la piedra de la locura de 1968 y El infierno musical de 1971.

De Extracción de la piedra de la locura la parte que más me ha impresionado ha sido la IV, con tres poemas largos, escritos en prosa poética o bien en largos versículos (pág. 247-258).

En El infierno musical me ocurre lo mismo que en el libro anterior, los poemas que más me han gustado han sido los más largos. En este libro, el tema que prevalece sobre los demás es el de la imposibilidad del arte como redención frente al dolor de la existencia. Igual que Jaime Gil de Biedma escribió que el creía que quería ser poeta pero que en realidad lo que quería ser era poema, Alejandra Pizarnik plantea un problema de dimensiones similares. Pero si en Gil de Biedma el tono era irónico en Pizarnik es dramático, su imposibilidad para vivir en la vida real lo que vive en el poema, donde encontraba un orden momentáneo, está transmitido mediante la metáfora de la imposibilidad de asir a la música. Así escribe en el poema Piedra fundamental: “Yo quería que mis dedos de muñeca penetraran en las teclas. Yo no quería rozar, como una araña, el teclado. Yo quería hundirme, clavarme, fijarme, petrificarme. Yo quería entrar en el teclado para entrar adentro de la música para tener una patria. Pero la música se movía, se apresuraba.”
Y en este poema, unos versos (o párrafos) más abajo escribe: “Una noche en el circo recobré un lenguaje perdido en el momento que los jinetes con antorchas en la mano galopaban en ronda feroz sobre corceles negros. Ni en sueños de dicha existirá un coro de ángeles que suministre algo semejante a los sonidos calientes para mi corazón de los cascos contra las arenas.” (pág 265-266). Este ha sido quizás el poema que más me ha gustado del libro, alcanza cotas reflexivas sobre el fracaso del arte que me recordaban a las de Fernando Pessoa en el poema Tabaquería, tal vez mi poema favorito.

Despues de El infierno musical el libro recoge una sección titulada Poemas no recogidos en libros, que tiene el sentido del afán totalizador, pero cuya calidad es bastante inferior a la de los dos últimos libros comentados. Sin embargo la sección titulada Textos de sombra contiene aun una incuestionable joya, que sería el poema Sala de psicopatología (pág. 411-417), donde Pizarnik nos habla de su experiencia en el psiquiátrico Pirovano. Un poema largo, casi prosa, donde se abandona el acostumbrado tono surrealista, para dar pie a un estilo más directo y coloquial, que también alcanza altas cotas de intensidad dramática al describir la vida cotidiana en la sala 18 de este psiquiátrico. En una de sus salidas será cuando Pizarnik tome las pastillas que acabarán con su vida.

Un libro desgarrado, terrible, con una fuerza inmensa; con una música propia muy desasosegante; un libro con versos como estos: "Pero creo que mi soledad debería tener alas", "La jaula se ha vuelto pájaro / y se ha volado / y mi corazon está loco / porque aúlla a la muerte / y sonríe detrás del viento / a mis delirios", "el aire me castiga el ser / Detrás del aire hay monstruos / que beben de mi sangre", "La rebelión consiste en mirar una rosa hasta pulverizarse los ojos", leer esto y luego levantar la vista a la realidad clase media del vagón de metro; un libro que debería leer todo joven con aspiraciones poéticas (me hubiera encantado toparme con él a mis veinte años, aunque entonces tenía a Baudelaire, Bukowski o Celine y no iba mal servido).

viernes, 11 de diciembre de 2009

La historia que no pude o no supe escribir, por Javier Cánaves



Editorial Baile del Sol. 79 páginas.

De Javier Cánaves había leído los libros de poemas Al fin has conseguido que odie el blues (premio de poesía Hiperión, 2003. Editorial Hiperión) y El peso de los puentes (Premio Ciudad de Palma Rubén Darío, 2005. Editorial DVD), y he leído ahora La historia que no pude o no supe escribir, libro con el que se estrena (al menos de forma pública) en la narrativa.

Cito los libros de poesía porque me parecen muy significativos a la hora de entender la narrativa de Cánaves. Leyendo su novela breve, de apenas 80 páginas, los cortos capítulos me remitían continuamente a su mundo poético, y sobre todo a Al fin has conseguido que odie el blues, donde los temas propuestos más relevantes serían el estudio de las relaciones de pareja, su entusiasmo, su incomprensión, su tedio… y a partir de estos supuestos de partida Cánaves monta La historia que no pude o no supe escribir.

En esta novela nos encontramos a un narrador sin nombre, aunque hacia el final del relato se hará llamar C, y que frisa la media edad (a punto de cumplir treinta y cuatro años, nos dice) que se ha propuesto escribir en el ordenador, en una sola noche, la historia que se inició ocho años antes en las Islas Canarias (principalmente en Fuerteventura) y que le obsesiona desde entonces. Una historia, como en los poemas de Cánaves (los poemas de C), de amor, desamor, desencuentros y extravío, con algún misterio añadido.
El narrador dejó entonces la comodidad de su casa para vivir algo que se saliese de lo cotidiano. Deseaba ser escritor, nos enteraremos, y quería experiencias; se define como un Bandini (el protagonista con aspiraciones de escritor de las novelas de John Fante) de clase media. “Había estudiado derecho contra mi voluntad, para satisfacer a mis padres. Había sido un buen hijo, un novio modélico (o eso me gustaba pensar), y era el momento de cobrárselo todo”, nos dice en la página 12. Y esta será una historia de juventud, o del fin de la juventud.

En Fuerteventura conocerá a Alicia. “Estas mujeres que nos parecen diferentes a las demás suelen ser las más peligrosas, las que nos cambian la vida y casi nunca para bien.”, página 17. No mucho después ella desaparecerá, tras haber sembrado la incertidumbre vital en el narrador a través de sus frases enigmáticas y de la intuición de una historia dolorosa, inconclusa, en la ciudad de Cardiff.
El narrador, años más tarde, iniciará su búsqueda; y de esta búsqueda, junto a la descripción de los días que vivieron juntos en Fuerteventura, se nutre el relato que pretende escribir en una sola noche.

La novela se inicia con una cita de Juan Carlos Onetti, escritor que, como se puede percibir curioseando en el blog de Javier Cánaves (“Tu cita de los martes”), éste admira, y su influencia queda latente en la construcción cadenciosa de la frase y en el gusto por la adjetivación poética.
Otra influencia que he percibido en el texto es la del escritor chileno Roberto Bolaño -también un narrador procedente del mundo de la poesía-, de los más admirados y leídos por la nueva generación de escritores tanto en España como en Hispanoamérica.
Cito de la página 42: “Un modo elegante, pienso de estar junto al abismo, ese abismo de todos los que escriben y empiezan a sospechar que nunca llegarán a ser lo que soñaron.
Me imagino a Roberto con un maletín de piel marrón caminando por una ciudad infinita y deshabitada”
En Los detectives salvajes de Roberto Bolaño aparece un personaje escritor que echa de menos una cartera de cuero con la que viajaba antes de ser famoso. Este párrafo acerca de un aspirante a escritor llamado Roberto parece un homenaje directo a Bolaño; cuyos personajes, por cierto, también suelen moverse al borde del abismo, y, como en la novela de Cánaves, evocan su juventud perdida; o sus sueños nocturnos se insertan en el cuerpo del relato como un capítulo más, desasosegante, alucinatorio…

En resumen, una novela corta sobre el fin de los sueños de juventud que se lee de un tirón, escrita con un cuidado lenguaje poético, y que hace albergar serias esperanzas sobre el futuro como novelista de J. Cánaves cuando se enfrente a empeños de envergadura más extensa.

lunes, 7 de diciembre de 2009

La vorágine, por José Eustasio Rivera


Editorial Cátedra, 390 páginas.

El escritor colombiano José Eustasio Rivera escribió la primera versión de este libro en 1924 y la quinta y última en 1928, poco antes de morir en Nueva York a los cuarenta años de edad. Con este último texto revisado trabaja la actual edición de Cátedra.

En el extenso prólogo introductorio (un cuidado estudio a cargo de Montserrat Ordóñez; como es habitual, por otra parte, en los libros de Cátedra) se nos dice que ha sido una de las novelas más leídas de la literatura hispanoamericana del siglo XX. “Epopeya de la selva”, la llamó Horacio Quiroga en una crítica entusiasta.

La lectura de la novela propone al menos dos aventuras: una primera sería la buscada por el autor al narrar la peripecia de un grupo de personas que tiene que atravesar una impenetrable selva de Colombia. Y la segunda sería una aventura del lenguaje. El propio Rivera añadió un apéndice con un vocabulario para la mejor comprensión del libro a partir de la tercera edición, un vocabulario del Llano y de la Selva colombianos que un lector de Bogotá de la década del 20 podía no entender. Para un lector español del siglo XXI existe una capa añadida de vocabulario que ese lector de Bogotá podía entender y el lector español actual ya no. Además el lenguaje se nutre de la estética modernista, por lo que también son frecuentes las referencias culturalistas, religiosas o arcaizantes.
Al principio cometí el error de consultar todas las notas y aclaraciones, muchas de las cuales eran solamente de carácter geográfico. Todo esto ralentizaba mucho la lectura del libro. Después, como hago cuando leo libros en inglés, dejé de obsesionarme por comprender el texto al 100% y me dejé llevar por la fuerza de la historia. Eso sí, por el camino me familiaricé con palabras como chinchorro, picure, siringuero…, que ya he incorporado a mi acervo personal.

Volviendo a la primera aventura propuesta, la de la propia historia del texto, habría que decir que la novela está mediatizada por la primera persona del protagonista, Arturo Cova. Un poeta de Bogotá, convencido de su superioridad ante lo que ve en el Llano y la Selva, dada su condición de hombre, blanco y urbano. Seguramente, como se apunta en el prólogo, la creación de Arturo Cova sea el gran acierto del libro. Cova es un personaje contradictorio, machista, vengativo, conquistador insaciable… con ramalazos de locura, con ensoñaciones extravagantes.

La novela comienza con Arturo Cova y Alicia huidos de Bogotá. Allí la familia de ella quería casarla con un rico heredero y Alicia se ha entregado a los brazos de Cova, que casi desde el principio nos cuenta que no está enamorado de ella; parece ya, de hecho, cansado de ella. Lo que tampoco impedirá que a veces se deje llevar por ensoñaciones en las que idealiza a Alicia. Los huidos se dejan guiar por Don Rafo (el primero de los tres guías del viaje) hasta una finca en el Llano. Aquí conocen a Franco y Griselda; y aparece también una de las figuras negativas de la novela: el cauchero Barrera. Tras una serie de peripecias, Cova tiene que ausentarse de esta finca, es herido y a su vuelta con Franco, tanto Alicia como Griselda han desaparecido. Las mujeres han podido ser secuestradas por Barrera, o han podido huir con él… Franco y Cova deciden averiguarlo y se internan en la Selva, con la idea de alcanzar las caucherías donde Barrera tiene instaurado su reino. Aquí es donde comienza la novela verdaderamente a integrarse en el territorio que la ha hecho adquirir su fama mundial. La Selva se nos presenta como un ente vivo, personalizado, agresivo, oscuro… es múltiple el juego metafórico que hace Cova al comparar a la selva con la mujer, de ambas parece tener una visión negativa. “Un abismo antropófago, la selva misma abierta ante el alma como una boca que se engulle los hombres a quienes el hambre y el desaliento le van colocando entre las mandíbulas”, nos dice Cova de la Selva/mujer.

Se suceden escenas terribles en la Selva: un ataque de tambochas, u hormigas carnívoras, del que los protagonistas se salvan sumergiendo sus cuerpos en aguas movedizas; ataques de caribes, o pirañas, capaces de dejar a un hombre en los huesos en cuestión de minutos; heridas que se llenan de gusanos en hombres que aún no están en la tumba…

Y la locura de la Selva acecha a los personajes, en una cárcel verde donde es mejor no mirar a los árboles, para evitar el riesgo de que empecemos a pensar que nos miran, que susurran…

Queda latente en la novela una visión negativa de Cova (hombre blanco, conquistador, urbanita…) sobre los indígenas, a los que ve con prejuicios, y a los que tilda siempre de bárbaros, aunque le estén ayudando a no morir en la Selva.

Muy interesante es la figura del rumbero (persona que se puede orientar en la Selva) Clemente Silva, obsesionado con encontrar a su hijo desaparecido en la Vorágine. Y, después, cuando sabe que ha muerto, obsesionado con encontrar sus restos. La novela abunda en situaciones de un romanticismo tardío que caen en lo melodramático, como ésta.
Otra de las grandes creaciones del libro es la madona Zoraida Ayram, una mujer cauchera que ha triunfado en un mundo de hombres. Cova también la seducirá, aunque en el fondo la desprecie por haber conseguido lo que el quiere: dinero y poder.

Quizás lo que más me ha llamado la atención de la novela ha sido la descripción de las condiciones de trabajo en las caucherías, lugares donde se saja a los árboles para extraerles el caucho, el oro negro de la selva. Allí caciques como Barrera, o Funes, explotan a la gente en un régimen de esclavitud.
Rivera investigó bastante esta parte, y la novela cobra aquí vuelos de denuncia social.
Quizás la denuncia ecológica la vea ahora un lector del siglo XXI, observando la destrucción de la Selva y el mundo autóctono de los nativos de esas tierras, para Cova/Rivera la Selva no deja de ser una amenaza agobiante, terrible.

También me gustaría destacar el valor de la novela como antecedente de la eclosión hispanoamericana del boom. En La vorágine se pueden observar rasgos que luego usaría Gabriel García Márquez para su Macondo y su realismo mágico. Así en La vorágine especial mención merece la leyenda de la indiecita Mapiripana, como antecedente de las imágenes posteriores que un lector europeo tiene en la mente sobre la selva colombiana gracias a las lecturas de García Márquez.

Pese a las dificultades comentadas con el lenguaje, la lectura de este libro ha sido interesante, y me ha dejado con ganas de leer más novelas hispanoamericanas antecesoras al boom.

domingo, 29 de noviembre de 2009

Don José, de El calvo del Sonora

En mi libro de poemas El calvo del Sonora incluí una sección llamada En el territorio de los otros, donde me fijaba en distintas personas de mi entorno (del presente, del pasado, conocidos o desconocidos del barrio…) y entre ellos aparecieron tres poemas sobre profesores, imagino que influenciados por el hecho de que ésta es mi profesión actual.
Ya colgué aquí, hace unas semanas, uno de estos poemas, Rechazando a McKeihan, y ahora voy a colgar otro llamado Don José, de índole bastante distinta. Si me pongo a indagar dentro de mí mismo puedo encontrar algún momento positivo con este profesor, pero prevalece la sensación que queda descrita en el poema.

He fotografiado el edificio central de mi colegio de Móstoles, al que se llegaba en quinto de EGB. En cuarto ya habían construido uno de los dos edificios de ladrillo que sustituyeron a los barracones. Estos estaban ubicados, más o menos, entre una actual pista de fútbol y el gimnasio (de la misma época), que aparece en la primera foto.
Todo era tan nuevo entonces, como en un pueblo del Oeste la ciudad crecía ante nosotros, conquistando descampados, huertos...




DON JOSÉ

No mucho después terminarían de construir
los edificios de ladrillo rojo, pero en 3º de básica
aún estuvimos en los barracones prefabricados,
fríos en diciembre, hornos con el buen tiempo,
y cuyo suelo se levantaba amenazando ruina
como la plantilla muy usada de un zapato.
Allí fueron a coincidir nuestros ocho años
desbocados con los sesenta y cuatro
del último curso como maestro de don José.

El problema estaba en su genio y las collejas
que prodigaba con manos grandes y velludas,
manos que nos acercaban a los hombres del campo
o a los duros trabajos de las fábricas. La lucha
consistía en aguantar las lágrimas
cuando una de aquellas manos, con los valores
educativos de otra época, caía sobre tu nuca,
así podrías evitar la burla de los otros. Ahora confieso
que yo lloré con la cara hundida sobre el pecho.

En la pizarra un chico corrigió mal una división:
deberes de casa supervisados por mi padre,
yo esperaba con la división perfecta. Don José
marcial paseaba entre las filas. Se detuvo
y miró los trazos de tiza. Dio el visto bueno.
Se borró. Alcé la voz. ¡Estaba mal, estaba mal!
Don José se enfadó conmigo. Yo le negaba,
pero él estaba negando a la figura paterna.
Ordenó visita con mis padres, yo era intolerable.

Mandaba ejercicios y se refugiaba tras el muro
de un periódico, en otras ocasiones
alzó la colorida pared de la revista Interviú,
cuyas portadas de mujeres desnudas desataron
la imaginación primera de nuestros ocho años.
Más de uno se levantó expectante, visionario,
inventando una pregunta, para asomarse
al misterioso interior de la revista o al suyo propio.

Al curso siguiente dejamos atrás los barracones.
No puedo recordar si en 4º tuve profesor
o profesora, quizás tuve a una agradable
y joven profesora. Lo olvidé, se borró todo.
Pero sí recuerdo una tarde: regresando
al colegio después de la comida nos cruzamos
con don José, pasaba a lo lejos, ya jubilado.
Mis compañeros comenzaron a gritar,
agitando las manos, pidiendo alegres
un saludo, que él, sin acercarse, respondió
con un efusivo agitar de su mano
grande, velluda, campesina, ejecutora.

Yo no le saludé. A mis nueve años
aprendía, sin ser supervisado por nadie,
la personal, divisora, lección de la memoria.

domingo, 22 de noviembre de 2009

Sudeste, por Haroldo Conti


Me llevaron tres motivos a interesarme por este libro: uno fue la crítica que leí en el ABCD firmada por Miguel García Posada, en la que escribía que “Sudeste es la mejor novela editada en España en lo que va de año”. (García Posada fue un referente para mí en cuanto a literatura hispanoamericana hace una década, cuando leía sus comentarios en el Babelia; solía coincidir bastante con su gusto.) Un segundo motivo es que este verano yo estuve paseando en barco por los riachos que se describen en la novela, en el Delta del Paraná. Y un tercero era apoyar a la editorial Bartleby en estos tiempos de crisis, capaz de redescubrir y acercar al lector español a interesantes autores caídos injustamente en el olvido.

La novela se desarrolla íntegramente en un espacio geográfico muy concreto: los riachos y las islas que forman el Delta del Paraná, a unos cuantos kilómetros de Buenos Aires. Pronto me di cuenta de que había interpretado el título desde una perspectiva errónea, pensando que Sudeste hacía referencia a la ubicación de los lugares de la novela respecto a la gran metrópoli argentina, y me extrañaba porque recordada que esa zona quedaba al norte de Buenos Aires y en ningún caso al sur. Pero el lugar de la novela no es, en ningún momento, para Conti un aledaño de nada más, el Delta del Paraná que describe es el centro del universo que nos quiere mostrar, y el Sudeste es el lugar desde el que ese centro se ve sacudido por el viento.

La novela empieza y se desarrolla con un gusto por la descripción naturalista. El conocimiento de Conti de la realidad que narra es abrumador, con multitud de referencias metafóricas autorreferentes al agua, a los peces, a las plantas, a los barcos…
El protagonista de la novela, el Boga, trabaja con un viejo recogiendo juncos que venden en el pueblo más cercano para hacer cestería. El viejo enferma, y tras su muerte el Boga siente la necesidad de adentrarse río arriba en busca del verano, de la pesca y de un vagabundeo solitario que le hace entrar en comunión con un mundo que siente como propio. El Boga tiene “ojos de pez moribundo”, nos dice Conti.

Según he leído sobre los cuentos de Conti (también editados por Bartleby), éste era un lector asiduo de la literatura norteamericana; ecos de Melville, de Twain, de Hemingway o incluso de Faulkner se aprecian en este libro.
Como el capital Ahab de Moby Dick, el Boga parte río arriba buscando algo que seguramente no podría describir, y como el Viejo de El viejo y el mar se enfrenta a la pesca del dorado, para él el pez más fascinante del río. “Él no advertía hasta que punto ese pez, en particular, se había convertido para él en un ser fabuloso. Todavía, después que lo hubo pescado varias veces, no estaba seguro de haberlo hecho plenamente (…) Acaso, en el fondo, este hombre hubiese querido fundirse con el pez, ser de alguna manera el pez (…) Pero, una vez en el bote, parecía desilusionado, como si no hubiese hecho las cosas bien y el pez no fuera el pez, sino un racimo de oro envejecido.”
Como Mark Twain hizo con el Mississippi en Huckleberry Finn, Conti personaliza al Paraná, una presencia siempre latente en la novela. “El río cambia. A veces es duro y amargo, pero otras veces parece hecho a la medida del hombre”, nos dice en la página 51. Y como Faulkner con su Yoknapatawpha, Conti mitifica el espacio del que nos habla, con sus historias sobre los viejos barcos o botes, o incluso los motores de esos botes que van pasando de unas manos a otras y se convierten en las posesiones más preciadas de los hombres como, por ejemplo, los caballos en las novelas de Faulkner.

El argumento de Sudeste parece fácil de resumir: la descripción del trabajo de cortar juncos, la enfermedad del viejo, y el vagar del Boga por el río, hasta que se junta con una serie de personajes marginales que le llevan por un camino que no había previsto, y que parece incapaz de evitar… Pero esta sería una impresión falsa: son los bestsellers los que necesitan llenar sus páginas de acontecimientos más o menos verosímiles, más o menos fantasmagóricos e infantilizantes, la gran literatura se nutre de la reflexión, de la descripción de un mundo y de unos seres. En Sudeste, como en la novelas de Gustave Flaubert, no es que no pase nada, sino, por el contrario, lo que pasa es todo, es decir, lo que pasa es el tiempo y es la vida. “Claro que eso le llevaría su tiempo. Pero, en cierto modo, él era el tiempo.”, nos dice Conti en la página 88 hablando del Boga.

Encuentros, desencuentros, pequeños acontecimientos que van llenando los días del Boga, cuya contabilidad del tiempo se basa únicamente en su percepción física del paso de las estaciones, y sabe que es sábado o domingo porque su río se llena de embarcaciones de recreo sin historia que usan los habitantes pudientes de Buenos Aires para darse un paseo; nos mueven a través de sus páginas narradas con un estilo magistral, poético, envolvente...

La novela se publicó por primera vez en 1962 y ya en esa época el espacio del que nos habla parece amenazado por la modernidad, a los protagonistas de la novela les sobrevuelan los aviones que entran al aeropuerto de Buenos Aires.
No había oído hablar de Haroldo Conti hasta que Bartleby sacó su Cuentos Completos, tras leer esta novela me cuesta entender porque no es un autor conocido al nivel de Cortázar o Sábato.

En mis lecturas argentinas de los últimos meses me he encontrado en dos ocasiones más con el paisaje de Sudeste. Una fue en el cuento Un kilo de oro, del libro de cuentos del mismo título de Rodolfo Walsh, donde su protagonista vive en una de las islas del Tigre (uno de los pueblos costeros del Delta del Paraná) y otra es en la novela La pesquisa de Juan José Saer, nacido en uno de los pueblos del Delta, y que nos habla de la ciudad de Santa Fe, como de un nuevo Macondo de García Márquez o la Santa María de Onetti. Saer ha creado también un mundo mítico en este entorno.

Conti tuvo multitud de empleos y fue asesinado por los militares en 1976. Una más que interesante reivindicación editorial.

A continuación he situado unas fotografías que hice desde un barco de recreo que nos llevaba durante una hora y media por los espacios de la novela. Todas las orillas cercanas al Tigre parecen ahora domesticadas por el hombre, con bellas casas de fin de semana para personas pudientes de la capital. Era un lunes festivo en Argentina y los barcos deportivos nos rodeaban, como al Boga los domingos:

























lunes, 16 de noviembre de 2009

El amor de una mujer generosa, por Alice Munro

Me he encontrado durante el último año con comentarios de críticos y escritores en los que se afirmaba que Alice Munro es la mejor escritora de relatos viva, y sentí curiosidad. Saqué de la biblioteca de Móstoles este volumen de 1998 y que contiene ocho cuentos.
En realidad el primer cuento, que da nombre al conjunto, tiene unas setenta páginas, en un libro editado por RBA con una letra no demasiado grande, y es más bien una novela corta. Me impresionó mucho leerlo. Enseguida conecté con el mundo de la escritora, una mujer nacida en 1932, en Canadá; más concretamente en la región de Ontario. Todos sus relatos están situados en esa zona, en pueblos en torno al lago Hurón o en la isla de Vancouver.
Esta primera novela corta, El amor de una mujer generosa, contiene al menos en su estructura dos relatos: uno en el que unos chicos descubren el cadáver del médico del pueblo dentro de un coche en un lago, y otro en el que una mujer cuida a una moribunda relacionada, como iremos viendo, con el médico. Munro tiene una gran sensibilidad para describirnos las capas de sensaciones y percepciones de sus protagonistas (siempre personajes femeninos, con hombres perfilados tenuemente) ante la realidad.

El resto de relatos tienen en torno a unas treinta o cuarenta páginas, y también podrían considerarse casi novelas cortas. En cierto modo, Munro podría ser la mejor escritora de relatos viva practicando un género que estaría a medio camino entre el relato corto y la novela corta.
Es original porque consigue trascender la teoría básica del género: el relato que debe contar aparentemente una historia para dejar entrever otra, que ocurre en un espacio de tiempo generalmente breve y en el que se produce una epifanía del protagonista sobre algún suceso fundamental en su vida. Munro sobrepada este esquema mostrándonos unos personajes ricos en matices, y a veces en diferentes momentos de su experiencia vital, que están interactuando entre sí, más en sentido en que los personajes suelen hacerlo en una novela. Así ocurre en el segundo relato, Yakarta, donde una pareja de ancianos hablan de unos días que compartieron unas cuantas décadas atrás.
A veces, la información que se nos suministra al pasar de un párrafo a otro tiene unas elipsis tan tajantes que el lector piensa que debe empezar de nuevo el párrafo temiendo que ha perdido información en algún punto debido a una lectura desatenta, pero en realidad lo que se requiere es paciencia y seguir leyendo hasta poder reconstruir el puzzle que nos propone Munro. El efecto final en la mente del lector es evocador y de una gran hondura por su calado de la psiqué de los personajes.

El tercer relato, La isla de Cortés, en el que una mujer muy joven nos habla de la primera casa que compartió con su marido, y de la relación que tuvieron con sus caseros, quizás sea el que más me ha gustado del conjunto.
Aunque en realidad los ocho me han gustado mucho, el oficio y la sabiduría narrativa de Munro son contundentes.
Insólito me ha resultado el enfoque del último relato, El sueño de mi madre, donde una mujer madura, nos habla en primera persona de la historia de su madre, en los momentos en los que estaba embarazada de ella y sus primeros meses de vida, como si se tratase de un narrador omnisciente, que o bien ha conseguido indagar en su pasado remoto entrevistando a toda su familia o que simplemente se dedica a especular.

Es posible que los comentarios que había leído afirmado que Alice Munro es la mejor escritora de cuentos viva sean cierto (con el permiso, si acaso, de Tobias Wolff).

miércoles, 11 de noviembre de 2009

Rechazando a McKeihan, de El calvo del Sonora

En mi libro de poemas El calvo del Sonora tengo un poema acerca del profesor de matemáticas del que hablaba en la entrada anterior sobre Borges. Me ha apetecido colgar ese poema aquí como homenaje y complemento a esa entrada.

Al no tener ninguna foto relacionada directamente con el poema, como una broma particular o un símbolo del absurdo de todo esfuerzo, o incluso de la interrelación de cualquier cosa con cualquier otra de un modo caótico, sitúo aquí la instantánea del vehículo que me encontré aparcado a la puerta de mi casa el sábado por la noche. Regresaba de una boda en la que se casaba uno de mis amigos del instituto que también recibió clases de matemáticas del profesor del poema y tuvo que leer obligado los mismos tres cuentos de Borges que yo. (Podría colocar aquí una foto de la boda, mi amigo en traje de pingüino y yo en el traje de las bodas, casi veinte años después de las clases de mate en las que leíamos a Borges, pero él tiene mucho celo de la privacidad de su imagen en la red.)


Así que aquí va el vehículo aparcado en la puerta de mi casa y el poema:




RECHAZANDO A McKEIHAN

Les urgía encontrar a otro profesor
de matemáticas cuando el nuevo nos dejó
a las dos semanas de empezar el curso,
con apresuramiento contrataron a McKeihan.
Alguien le colocó el mote alegando su parecido
con un vaquero de película o serie televisiva:
recién licenciado en Físicas, veinticinco años,
de negro incluso su reloj, despeinado flequillo
rubio, acento sevillano bajo una nariz torcida
y un vocabulario bastante similar al nuestro:
Paso un kilo de explicar para que nadie atienda.
Empezaría pronto a llegar tarde a las clases
que no preparaba, a veces ojeroso y cansado,
se durmió vigilando más de un examen.

En la lección de límites no acabábamos
de comprender qué era el infinito, y McKeihan
nos fotocopió tres cuentos de Borges –aún
recuerdo los títulos-: El jardín de los senderos
que se bifurcar, El Aleph
y El libro de arena.

Y aunque, tras devolvernos los comentarios,
McKeihan se acercó a mi mesa y me dijo:
tú has sido el único que ha comprendido qué es
el infinito
(C.A., mi compañero de pupitre,
me acusó sin razón de haber sido ayudado
por mi padre), y aunque, ya en el pasillo,
me propuso dejarme más cuentos de Borges,
yo, que leía ciencia-ficción y terror
y descreía de los autores que se estudiaban
en las aulas -aburridos tipos que no me decían
nada, leer era mi territorio de descubrimiento
personal- y a pesar, incluso, de que me habían
gustado aquellos cuentos del raro argentino,
no pude superar el temor a las lecturas
que partían del colegio y sus profesores,
y le dije: no, gracias, tengo mucho que estudiar,
con una sonrisa de cauta desconfianza.

Pasaron años antes de que me percatase del error
que supuso rechazar a Borges en segundo de BUP,
y más aún rechazar a aquel profesor que no estaría
en el colegio al curso siguiente, me han dado
una beca para Harvard
, dijo y le creímos -ahora
sé que simplemente le despidieron-, rechazar
a McKeihan con el que no aprendimos matemáticas,
pero nos trasmitía la intuición de otra vida posible,
ajena a la del resto de profesores, y al que a veces
-como nos contó en alguna de sus clases singulares-
le costaba dormirse pensado en los raros límites,
en las paradojas, del tiempo, el infinito y el espacio.

sábado, 7 de noviembre de 2009

Obras completas I, por Jorge Luis Borges

MI RELACIÓN CON J. L. BORGES
He terminado de leer este libro que en realidad son nueve: tres libros de poemas (Fervor de Buenos Aires, Luna de enfrente, Cuaderno San Martín), tres de ensayos (Evaristo Carriego, Discusión, Historia de la eternidad) y tres de relatos (Historia universal de la infamia, Ficciones, El Aleph). Todos los he leído, desde este momento, al menos dos veces.

Lo compré el año pasado, e intercalándolo con otros, leí hasta quedarme a las puertas de los libros que ya había leído hace más de una década: los de relatos Ficciones y El Aleph. Ahora he leído todo de nuevo y casi de un tirón, con las únicas interrupciones de Rebelión en la granja (por trabajo) y el libro de poemas El canto.

Mi relación con Borges ha sido de cercanía y alejamiento. Lo primero que leí de él fue en el instituto, con quince años, gracias a un profesor de matemáticas que le fascinaba, y nos hizo leer tres cuentos con la excusa de que eso nos ayudaría a entender mejor el infinito. Y aunque su lenguaje no es sencillo, Borges parece un autor muy apto para adolescentes, para esa época de la vida en la que se hacen más importantes las cuestiones metafísicas sobre la concepción del mundo.

Tras esos tres cuentos, asociados a una clase de matemáticas, no volví hasta los diecinueve o veinte años. Entonces me encantaron sus libros de relatos, como Ficciones o El Aleph. Se me empezó a hacer algo pesado en un libro, que creo que era El informe de Brodie. Pensaba que a sus ingeniosas construcciones les faltaba vida. Creaba arquetipos y no conseguía penetrar en la psicología de los personajes, que me empezaron a parecer carentes de vida, que era lo que yo buscaba a mis veinte en los libros: una explicación coherente de los otros y de mí mismo.

Al volver, ya pasados los treinta, lo que más me ha sorprendido de la obra de Borges han sido los libros de poemas, la modernidad de una poesía escrita hace ya casi un siglo. Borges se fija en una calle, un atardecer, y desde ahí hace alguna reflexión filosófica. Es la suya una poesía cargada de reflexión y sentimiento (me ha sorprendido esto en alguien que consideraba de carácter frío y matemático).

Me costó más leer los ensayos. Y supongo que esto en parte se debe a que mucho de lo que leo es en el transporte público (tengo la suerte de vivir a más de hora y cuarto del trabajo y ser por tanto un gran lector de mundo subterráneo), y esas pesquisas sobre la duración del infierno o las traducciones de Las 1001 noches en el tren o el metro, a las siete de la mañana, algún día se me atragantaban. Aunque la verdad es que he disfrutado más de la segunda lectura, sobre todo de Evaristo Carriego (supongo que esto está influido también por mi viaje de este verano a Argentina, y haber pisado el barrio de Palermo del que nos habla Borges). Aquí el autor reinventa la mitología de su barrio, del pobre poeta del suburbio que era Carriego, las descripciones de los juegos de cartas (el truco), las inscripciones de los carros o la historia del tango.

Toda esta primera temática localista, del malevo, el guapo, el cuchillero… dejará de ir teniendo importancia frente a las obsesiones de madurez de Borges: la estructura del tiempo y de la realidad, las series infinitas, como esa fijación por la historia de Aquiles y la tortuga, de la que habla en, al menos, dos ensayos, y vuelve a citarla en más de un cuento.

Quizás, además de sorprenderme con la calidad de la poesía y haber podido entender mejor las ideas de sus cuentos tras leer los ensayos, de lo que más he disfrutado es de la parte más famosa de la obra borgiana: los cuentos. Algunos como Funes el Memorioso, Tema del traidor y del héroe, o El sur, son auténticas obras maestras (no entraré aquí a hablar de argumentos, pues creo que son de sobra conocidos).


EL LENGUAJE EN BORGES
Como reflexión general podría apuntar que el uso del lenguaje de Borges me parece el más luminoso del español de, al menos, todo el siglo XX. Decía García Márquez que a él Borges no le gustaba, pero que lo leía para aprender a escribir (puede que esta cita sea apócrifa), y supongo que estas palabras estaban motivadas en parte por ideas políticas. Considero un error acercarse a un autor tan original como Borges con prejuicios políticos; imagino que esto era lo que le pasaba en el fondo a Sabato en su ensayo El escritor y sus fantasmas.
Las frases de Borges son una maravilla en cuanto a construcción y elegancia. Pensaba que Onetti era un maestro de la adjetivación, pero ahora creo que Borges lo es más, con esa velada distancia e ironía que impone a su visión de la realidad.
Penetrar en el mundo de Borges es hacerlo en una nueva literatura, compleja, rica… Y cuando pensaba que a los personajes de Borges les faltaba vida, opino ahora que me equivocaba, ya que buscaba al personaje donde no estaba: el gran personaje de Borges, su gran creación es él mismo. Ese tipo excéntrico, perdido en el barrio de Palermo, uno de los rincones más remotos de Occidente, con una biblioteca, rodeado de malevos, guapos, cuchilleros, jugadores de truco… tipos que él nunca podrá ser y que no le van a aceptar y creando cuentos sobre laberintos (el mundo es el laberinto para Borges), poemas sobre la repetición de las situaciones, las rayas de un tigre donde se contiene de nuevo el laberinto, el mundo…


J. L. BORGES Y H. P. LOVECRAFT
Este post podría acabar aquí, pero me apetece comentar una idea que se ha ido forjando en mí y con la que me ha resultado divertido especular: la relación que he creído ver entre estos dos escritores americanos: Jorge Luis Borges y H. P. Lovecraft. Ambos asomados a la costa atlántica americana, aunque desde latitudes opuestas.
Uno en Buenos Aires y el otro en Providence, de espaldas al mundo que les rodea y que se dedican a mitificar. Mientras que Borges siente fascinación por el bruto (el malevo, el guapo, el cuchillero…) y el gaucho (el vaquero libre de las pampas, el Martín Fierro), Lovecraft lo hace con el anglosajón puro, el inglés recién importando de las metrópolis europeas, refinado y lleno de referentes arcaicos.
Ambos encerrados en casa, sin intención de salir al mundo a trabajar; algo que finalmente tendrán que hacer: Borges en una biblioteca, Lovecraft vendiendo entradas en un cine.
Ambos reprimidos sexuales: casi no existe en la obra de ninguno una referencia al sexo femenino o al deseo físico.
Ambos creando una obra muy original, aunque paradójicamente estén muy influenciados por otros escritores. Pero en el retorcimiento de sus mitos, su personalidad fluye hasta cotas muy altas.
Ambos tendentes al fascimo. Borges con las dictaturas militares americanas, "Entre la barbarie y el orden, me quedo con el orden", diría, y justificando la esclavitud en América; y Lovecraft despreciando a los inmigrantes, a los que siente como una amenaza frente a su imaginario mundo anglosajón perfecto.

En cuanto a la obra he sentido esa conexión al leer cuentos de Borges como Las ruinas circulares, con ese hombre solo que duerme sobre los restos del templo de una civilización arcana. La influencia del primer Lovecraft me parecía clara, muchos de sus cuentos, como La tumba también se sustentan sobre hombres solos, civilizaciones olvidadas y el poder de los sueños.
Lo mismo he sentido en el cuento de Borges El inmortal, al leer la descripción de una ciudad en la que habitaron los dioses. Eso lo hace Lovecraft en cuentos como Polaris. (De todos modos para estas descripciones de ciudades ignotas Lovecraft se cimentaba en los cuentos de su admirado Lord Dunsany.)
Borges no para de citar libros que no existen, que se pierden en desiertos. Esto lo hace Lovecraft con su Necronomicom y sus tierras de Egipto, por ejemplo.

Ambos están obsesionados con los ritos de religiones olvidadas (mitos crueles, ancestrales...)
Ambos desarrollan en sus cuentos el placer de la pura fabulación: sus personajes pueden tener cualquier nacionalidad y aparecer en cualquier lugar del mundo (un lugar más imaginario que real). Así en el cuento El templo de Lovecraft se nos habla de un capitán de submarino alemán, los protagonistas alemanes o ingleses abundan en la obra de Borges.
Sé que Borges sí leyó a Lovecraft, en algún otro libro de sus obras completas habla de él. Creo (me guío por referencias) que le desacredita como epígono decadente de Poe y rechaza su tendencia hacia la creación de monstruos viscosos.
Supongo que entre dos freaks, uno anglosajón y otro latino, el anglosajón tiene tendencia a ganar a todos los demás en excentricidades. Supongo también que Borges no querría mirarse en ese espejo deformante que se creaba al doblar el ecuador por la mitad y contemplar su otra imagen atlántica.

sábado, 31 de octubre de 2009

El canto, por C. K. Williams


Hacía tiempo que no leía poesía; y tras hojear unos cuantos volúmenes, me decidí a comprar en La Central El canto de C. K. Williams. Había leído ya de él Reparación, y guardaba un buen recuerdo.
C. K. Williams se encuentra entre los poetas más reconocidos del panorama actual norteamericano. Reparación fue el Premio Pulitzer de 2000 y El canto el National Book Award de 2003.

Bartleby Editores, en la que han aparecido en España estos libros, se ha dedicado durante los últimos años a traducir gran parte de la poesía norteamericana actual. También he leído, de esta editorial, libros de Billy Collins, Raymond Carver, o Sharon Olds. Y el resultado ha sido bastante gratificante. Ya dije en este blog que a mí me gusta bastante la literatura norteamericana, y cuando lo decía me refería principalmente a la narrativa: me parecen unos maestros de la novela, y sobre todo del cuento.
Con esta sensibilidad del cuento por el detalle minúsculo en la vida de alguien, detalle del que se desprende una epifanía de su vida, entronca esta poesía.
Descendientes de Walt Whitman o de William Carlos Williams, los poemas de C. K. Williams, Collins, Olds… suelen partir de una escena real, en muchos casos muy cotidiana, un tren parado y un viajero que mira al exterior, una visita al hospital al padre, y desde ahí el poeta descubre una conexión con otro momento de su vida o de la existencia, y reflexiona sobre cualquier otra cosa.
Partiendo de una composición sencilla, pero no simple, la escena mostrada suele alcanzar altas cotas de comprensión hacia la mente o la sensibilidad del artista, siendo una poesía de gran calado empático y universalizadora.

El canto de C. K. Williams se divide en cuatro partes:

En la primera, el poeta reflexiona desde el presente sobre hechos que marcaron su vida o la marcan en la actualidad: la imagen de un amigo enfermo, el recuerdo de los antepasados, o las reflexiones a las que le conduce ayudar a una persona ciega a entrar en el metro en el poema Lecciones, quizás el que más me ha gustado de esta serie. Destacaría también el último, El mundo, por lo que tiene de revelador de los planteamientos poéticos del autor: “En las sombras que hay detrás, una mancha de tela se desparrama en un cajón, / un símbolo seguramente, pero cuando uno empieza a buscar símbolos, ¿qué no lo es?”, y también para finalizar este poema:
“Catherine debajo del haya con su padre y hermanas, yo observando, / todo y todos ellos podrían permanecer así para algo más, para ser algo más. / Aunque en verdad no puedo imaginar qué, la realidad se ha colado por sí misma con tal solidez ante mi /
que hay poca necesidad de misterio… excepto en nosotros, en cómo tomamos el mundo / y lo ensanchamos más de lo que somos, más incluso de lo que es”.

En la segunda parte reflexiona sobre su infancia más remota, y aquí el grado de abstracción, de evocación desubicada, es mayor.

La tercera parte se titula Elegía a un artista, y está dedicado a Bruce McGrew, pintor y amigo de Williams, como se deduce de lo escrito. Bajo el título de los poemas se marca el tiempo en torno a la muerte del amigo y se centra así el momento evocado frente al punto cero de la muerte, como el acercamiento al epicentro de un terremoto. Unos poemas hondos, crudos, lúcidos y cercanos.

En la cuarta parte se reflexiona sobre el estado del mundo tras los atentados del 11 de septiembre y las guerras actuales. Si en Reparación los poemas parecían proponer una salida al poeta, un refugio frente al exterior, en esta cuarta parte de El canto es como si el poema dejara de ser suficiente como refugio frente a la realidad que evoca. Convirtiéndose los poemas en una elegía por un mundo enfermo. Una visión desencantada de lo que ve. Unos poemas reveladores con títulos tan explícitos como Miedo.

Me ha llamado la atención descubrir en el prólogo de Jaime Priede (también traductor del libro; al leer fragmentos de la versión original, me ha parecido que Priede hace un gran trabajo de reconstrucción del poema en nuestro idioma), que C. K. Williams es un judío de Newark, nacido en 1936, igual que Philip Roth, judío y nacido en la misma ciudad en 1933; y aunque este último es unos años más mayor, me ha gustado imaginarme a ambos compartiendo canchas de baloncesto, cafeterías, cines… en su ciudad de Nueva Jersey.

En resumen El canto me ha parecido un gran poemario.
Estos libros de Williams, Collins u Olds son el equivalente en poesía a la prosa de Richard Ford, Tobias Wolff, Lorrie Moore o Philip Roth. (Por supuesto, los poemas de Carver son el equivalente a la prosa de Carver, pero afirmar esto se me hacía un chiste fácil.)

lunes, 26 de octubre de 2009

Multicines, de Siempre nos quedará Casablanca

Me comentaban unos amigos mostoleños que mi blog debería llamarse, para ser exactos, “Desde la ciudad sin cines comerciales”, porque este sábado habían asistido a la proyección de una película independiente norteamericana, VOS, en el teatro de El Bosque de Móstoles, dentro de un festival de cine internacional. Es decir, que la ciudad sin cines organiza cada año un festival de cine internacional.
Yo había visto los carteles, y me había propuesto acudir el viernes a ver una película de alguno de los países del Este Europeo (creo). Pero al final salí del trabajo, me di una vuelta por el Retiro, leí un cuento de Borges entre las hojas caídas de sus caminos; visité la librería La Central, compré un libro; tomé una caña en un bar regentado por hindús leyendo poemas de C. K. Williams, y seguí caminando por Lavapies. Así que cuando llegué a Móstoles, casi a las nueve de la noche, después de haber tomado por la mañana el tren antes de las siete, estaba demasiado cansado. Y me quedé sin ver cine en mi ciudad, de nuevo.

De todos modos, sé que se puede ver alguna película VOS del alemán, inglés o francés, en salas vinculadas a la Casa de la Cultura y a la Escuela Oficial de Idiomas. Pero lo que recuerdo en el título del blog es esa ausencia de salas comerciales, su inexistencia como un símbolo de la nostalgia, de la pérdida: desaparecieron los cines a los acudía de niño, los bares por los que salía de adolescente, y las pistas de baloncesto siguen ahí, pero desapareció la gente con la que jugaba.
También el título del blog me remite a la condición orbital de Móstoles, ciudad dormitorio anexa a Madrid, sus carencias implican una dependencia de la metrópolis.

Me apetece, por divertimento, hacer un breve repaso a la historia de los cines en Móstoles:

El más antiguo se llamaba cine Estrella, y estaba en la Avenida de la Constitución, la calle principal de la ciudad. Yo nunca lo vi abierto, no sé qué clase de películas se proyectaban en él, parecía elegante. Creo que mi primo mayor si que iba. En el espacio que ocupaba ahora debe de haber tiendas de ropa.

Luego estaba el cine Jaito en la calle Baleares, con sus sesiones dobles, de Pajares y Esteso, de Bruce Lee, de Bud Espencer; es decir, con su promesa de compaginar la visión de unos pechos de mujer con unas tortas dadas por un chino. No recuerdo haber entrado nunca -los fines de semana me iba a cada de mis abuelos-, pero alguno de mis amigos sí tuvo el privilegio. Creo que ahora es una tienda de juguetes.

Con los Jaito acabaron los flamantes Multicines, en la calle Pintor el Greco. El Jaito no podía competir con sus cinco salas. Aquí recuerdo haber visto El retorno del Jedi, por ejemplo, como una de las primeras, con unos doce años, y Salvar al soldado Ryan, como una de las últimas, con veinticinco o así. Ahora son un supermercado.

Con los Multicines acabó el cine del centro comercial 2 de Mayo: salas más grandes, mejor sonido. Aquí recuerdo quedar impresionado con películas como El club de la lucha, American Beauty o El proyecto de la bruja de Blair. Un tiempo vinculado al fin de la universidad y a la búsqueda de empleo. Creo que el centro comercial sigue cerrado y no hay nada nuevo en el espacio del cine. Allí deben seguir sus salas vacías.

Con el cine del centro comercial 2 de Mayo, acabaron entre los cines del centro comercial del Xanadú, territorio de Arroyomolinos, y los cines del Opción, territorio de Alcorcón.

Todavía fui algunos domingos al Opción. Nos gustaban sus salas en escalera, sus pantallas gigantes y el sonido. También han acabado por cerrar. Dicen que van a abrir allí un Carrefour.

Aunque para ser realistas, durante los últimos quince años, donde más he visto cine ha sido en Plaza de España, en los Princesa, Renoir, Golem, o los Verdi en la zona de Quevedo, o Los Ideal en la plaza de Jacinto Benavente, con sus salas en VOS, a pesar de la incomodidad de algunas salas, sin estar diseñadas todavía en escalera.

Dejo abajo una foto del centro comercial en que se han convertido los Multicines de Móstoles, y un poema de Siempre nos quedara Casablanca, libro escrito por 2002, con una primera sección de poemas dedicados al cine, y que Baile del Sol quiere publicar para finales de 2010 (que será 2011…)





MULTICINES

Se colaron películas extrañas, no comerciales,
en el último invierno, cuando los Multicines
ya estaban moribundos. Alguien me contó
que quien distribuía las películas en Móstoles
trabajó allí y le echaron; en venganza
les hacía llegar películas buenas, de los festivales
de Venecia, Cannes o Berlín, que sólo mis amigos
y yo íbamos a ver. Hacía frío en el último invierno
que estuvieron abiertos y por las paredes se filtraban
los sonidos de las salas contiguas. Los empleados
tenían el color macilento de los fantasmas
del cine mudo o de los enfermos crónicos.

Pero no siempre fue así,
porque los Multicines de Móstoles también vivieron
sus días de gloria por los años 80. Salas llenas
de risas, palomitas volando, besos furtivos
y manos intrépidas. Gritos en Tras el corazón verde,
El retorno del Jedi o En busca del arca perdida,
tensión y sueños forjados, salas rebosantes
de vida como nosotros. Colas inmensas,
supuestos amigos que te saludaban para colarse.

El último invierno que estuvieron abiertos
fue cuando acabamos la universidad
y estábamos en paro, la vida ya iba de veras,
y yo lo que sabía era que nunca lograría besar
a mi chica en una de aquellas butacas incómodas.
Aprovechábamos los dos días del espectador, miércoles
y jueves. Íbamos bien abrigados al cine.

domingo, 25 de octubre de 2009

Rebelión en la granja, por George Orwell



Debe ser la séptima u octava vez que leo este libro. Casi cada año, durante los últimos seis, he repetido la operación. Se lo mando leer a mis alumnos de Economía de 1º de bachiller, relacionándolo con el tema de los sistemas económicos. Hablando en lenguaje técnico pedagógico: esta lectura es mi tema trasversal para la asignatura.

La primera vez que leí Rebelión en la granja, tenía trece años y estaba al comienzo del octavo curso de la EGB. Mi padre lo compró y yo sabía que la profesora de Historia nos iba a hacer leerlo meses después, según avanzásemos con los temas del siglo XX. Me adelanté al programa, y lo leí antes de las navidades. Recuerdo la honda impresión que me causó el libro, cómo su sencilla fábula moral penetró en la sensibilidad del alevín de lector que era yo entonces.
Supongo que para un adolescente es difícil olvidar la nobleza de sentimientos del caballo Boxer, el escepticismo de Benjamín, la estupidez de las ovejas o patos, y la maldad de los cerdos, con Napoleón –el gran dictador- a la cabeza.
Con los años he seguido disfrutando de su lenguaje sencillo pero incisivo, de su ironía inteligente, sangrante.
Quizás la lectura de este libro sea uno de mis mejores recuerdos de la EGB; y, en cierto modo, como homenaje a mi profesora de Historia y a los profesores que tuve en mi colegio público de Móstoles, me gusta continuar la cadena y comentar el libro con mis alumnos.
Me llama la atención cómo ellos se sorprenden ante hechos causales de la novela que les parecen absurdos: cómo algunos animales confiesan crímenes que no han cometido y son asesinados en consecuencia. Aunque, claro mis alumnos no han leído Un día en la vida de Iván Denisovich de Aleksandr Solzhenitsyn, para ver cómo los soldados rusos que cayeron prisioneros de los alemanes, al acabar la Segunda Guerra Mundial y regresar a sus casas, eran acusados de espías y enviados a Siberia. Tampoco han leído El libro de la risa y el olvido de Milan Kundera, para percatarse de cómo las figuras molestas eran borradas de las fotos oficiales. Ni se han acercado, seguramente, a los Diarios de Victor Klemperer, el judío alemán de Dresde que leía los periódicos de la Alemania nazi de los años 30 y 40, y la perfidia o la bondad de Rusia e Inglaterra variaban según Hitler negociaba con unos o con otros. Es decir, no saben lo fácilmente manipulable que puede ser una población bajo un régimen totalitario, sometida a purgas, a persecuciones, a progroms; presionada bajo tortura o coacciones.

Rebelión en la granja es toda una metáfora sobre la condición humana. Me gustó también de Orwell 1984. Quien controla el significado de las palabras controla la realidad, la guerra es la paz…, decía Orwell en 1948. Basta estar atento a cualquier explicación sobre las recientes guerras y las labores de los ejércitos para percatarse de que esa frase no ha perdido nada de su vigencia.
Lo más reciente de Orwell que he leído fue Homenaje a Cataluña. Una lúcida visión de la Guerra Civil Española.
Creo que me falta de él al menos Sin un duro en París y Londres.

lunes, 19 de octubre de 2009

Cuento inédito de Roberto Bolaño



Acabo de leer por segunda vez, en este día, el cuento de Bolaño El contorno del ojo.
No sabía de su existencia pública hasta hace un par de días, cuando me pusieron sobre su pista a través de un correo electrónico. Lo hizo Javier García Wong-Kit, antiguo compañero de un foro, ahora fantasma, donde hablábamos de Bolaño y de literatura en general.
Yo he leído todo lo que se ha publicado en España escrito por Bolaño; tengo muchas de sus primeras ediciones; he leído también casi todo lo publicado sobre él. Le conocía desde bastante antes de su muerte, desde 1999 ó 1998. Llegó a convertirse en mi escritor talismán, era el que me hacía creer en la literatura con fuerza adolescente; y ahora que se ha puesto de moda, y desde un lugar y otro parecen querer zarandear su figura, creo que su potencia como escritor permanece intacta, aunque haya perdido un poco el brillo que tenía para mí de privacidad, de refugio secreto. Terminé de leer Estrella distante (el primer libro que leí de él) en el verano de 1999, en un McDonald, protegiéndome del calor infernal del exterior, y supe que había dado con una voz nueva, alguien que tenía algo que decir desde una perspectiva inusual. Recuerdo ese momento con nitidez. Seguí con todos sus libros.

Tras la muerte de Bolaño, su ordenador parece haberse convertido en un saco sin fondo, cada año se anuncia la aparición de un libro nuevo. Ocurrió hace poco, otra vez, en la feria de Francfort (lo leí en el Moleskine literario de Iván Thays hace unos días).
Ya había leído con prudencia los libros póstumos: La universidad desconocida, anunciado como inédito, y luego al menos un tercio de su material ya lo conocía de otras ediciones. El libro de relatos El secreto del mal suscitó mi interés, pero no estaba al nivel de sus grandes libros de relatos: Llamadas telefónicas, Putas asesinas o El gaucho insufrible.

He buscado el relato en la referencia que me dejaba Javier bajo este miedo. Me ha interesado el artículo que lo acompañaba (dejo aquí la dirección). El relato es anterior a casi todo lo que conozco de Bolaño. Esta fechado en 1983, así que tiene que estar escrito cuando Bolaño no llegaba a los treinta años.



Los libros de su primera época, por ejemplo las novelas Consejos de un discípulo de Morrison a un fanático de Joyce o La pista de hielo, me parecen bastante inferiores a sus grandes obras; lo que me lleva a pensar, en un primer momento, dos cosas: que esto no era un borrador sin pulir, pero que tampoco iba a estar a la altura de sus mejores libros.
Pero lo que ha captado mi atención poderosamente ha sido descubrir que se trata del relato que le hizo acreedor de un tercer accesit en el concurso literario que le llevó a entrar en contacto con Antonio di Benedetto, escritor al que admiraba, que tampoco era el ganador del premio, sino un accesit más. Es decir es su “premio bufalo”. Es el cuento del que se habla en Sensini, de Llamadas telefónicas, uno de los mejores cuentos de Bolaño, uno de mis cuentos favoritos a nivel absoluto.

Me imagino a un Bolaño que no llega a los treinta, malviviendo en Gerona, queriendo ser escritor, preparando en la casa prestada por su hermana arroz de una docena de formas diferentes y creando este cuento.
El contorno del ojo no es un preámbulo de un cuento de Bolaño, no es borrador, es un auténtico cuento de Bolaño. De un Bolaño que no llega a los treinta y que malvive en una casa de Girona, solo, estirando el dinero del verano. Y nos habla de esto, pero desde una perspectiva insólita: a través del diario del oficial chino Chen Huo Deng en 1980, convaleciente de un trastorno nervioso en una aldea remota de la China comunista.

Deng tiene 45 años, ha estado en la guerra, sufre trastornos nerviosos, y es escritor. Ha publicado libros de poemas, y al menos un diario de juventud. Se repone en una extraña casa solitaria, desde la ventana ve hogueras de carboneros en las escarpadas. Recibe visitas: la profesora del pueblo, el comisario, dos soldados, niños… pero Deng está solo y pretende ordenar el mundo a través de unos recortes de periódico que hace sobre noticias inverosímiles, surrealistas.




En este cuento primerizo se encuentran ya todos los temas de Bolaño, y las muestras de su estilo (de una forma más clara, por ejemplo, que en Consejos de un discípulo…):

1) El protagonista es un escritor, que intenta ordenarse el mundo a través de la escritura. El mundo sólo le produce extrañeza. La escritura le abisma en esta extrañeza. Además está sólo. “Me vi a mí mismo, solo en la casa y luego vi la casa confundida entre las otras casas vacías. En la perspectiva algo iba mal.”, nos dice en la primera página, o en la primera página de mi copia impresa con interlineado 1,5.

2) La realidad es sorprendente y extraña, es surrealista, es poética. En los periódicos que recorta lee noticias sobre monstruos avistados en lagos, ancianos de 148 años, niños con visión de rayos X. Deng no consigue conectar estos hechos. “Sólo sé que suceden cosas extraordinarias”, nos dice.

3) Los protagonistas parecen moverse en un mundo de melancolía perpetúa y siempre están a punto de llorar, como ocurre en muchos de sus relatos o en Los detectives salvajes. “Sus senos eran pequeños y anchos y sollozó mientras la penetraba”, no dice Deng de su amante.

4) La mera enumeración de lo que ve Deng se convierte en un poema en prosa. “Detrás de ella las colinas eran una mancha negra debajo de la luna creciente, pero al mismo tiempo era una mancha móvil, inestable”.

5) Bolaño escribe como si todo lo narrado contuviese un misterio o una amenaza. Sus metáforas y comparaciones se establecen de un modo extraño, poético. Destaco esta frase: “Me pregunto quiénes son los carboneros, de qué aldea, y a manera de respuesta imagino una planicie blanca”.

6) Este relato es ya una muestra del gusto de Bolaño por la pura fabulación. Puede hablar de Gerona, de Chile, de México, pero elige un pueblo de China donde nunca ha estado.

Quizás como única nota negativa destacaría el cierre, que parece algo inocente para el escritor que se estaba fraguando ya en esta escritura. En él se salta la premisa fundamental de Hemingway para escribir un relato: lo más importante no es lo que cuentas, sino lo que no cuentas. De hecho, este relato se parece a más de uno de ex combatientes de Hemingway.

Un gran reencuentro, en todo caso. Este es el cuento de un mexicano chileno perdido en España, es decir de un chino perdido en China. Tengo que releer a Bolaño.

Dejo aquí el enlace a El contorno del ojo.




Gracias Javier.