domingo, 25 de agosto de 2013

El jardín de al lado, por José Donoso

Editorial Seix Barral. 264 páginas. 1ª edición de 1981.

La semana pasada hablé de El lugar sin límites, y ya anuncié que este domingo colgaría la entrada correspondiente a El jardín de al lado de José Donoso (Santiago de Chile, 1924-1996). Este libro lo compré hace dos años. Lo había visto con anterioridad en una de las librerías de segunda mano Ábaco –la que está más cercana a Quevedo- y había pensado comprarlo, ya entonces, a principios de 2011, con la intención de leerlo seguido a El lugar sin límites- pero no me hice con él hasta después de la Noche de los libros (23 de abril) de 2011, cuando, tras escuchar en la Casa de América a Rodrigo Fresán, que hablaba de Juan Carlos Onetti, al que relacionó con Donoso; ponderó la calidad de El jardín de al lado, para acabar diciendo con pena que era una novela inencontrable ahora mismo en España. La semana siguiente volví a Ábaco y compré por 12 euros su primera edición de 1981, que creo que es la única.
He esperado a este verano de 2013 para leerla. La lectura consecutiva de El lugar sin límites y El jardín de al lado ha hecho que compre en librerías de segunda mano más libros de Donoso: Casa de Campo (1978) y El obsceno pájaro de la noche (1970).

El jardín de al lado está escrito en 1980, la misma fecha en la que se sitúa su acción. El narrador es Julio Méndez, un escritor chileno radicado en España, en el pueblo costero de Sitges (donde vivió Donoso). Méndez estuvo encarcelado seis días como consecuencia del golpe militar de Pinochet (el Once, se le llama en la novela); y aunque es un exiliado político, no tiene en su pasaporte impresa la letra que le impediría volver. Pero él no quiere volver; tras haber conseguido críticas positivas de los libros que pudo publicar en Chile, quiere escribir la gran novela chilena sobre el golpe militar, hablando de sus seis días de encarcelamiento. La novela comienza cuando la poderosa agente literaria de Barcelona Núria Monclús (posiblemente un trasunto de Carmen Balcells) ha rechazado la novela de Méndez, y le pide que la reescriba. Por las mismas fechas, Pancho Salvatierra, amigo de la infancia de Méndez, le llama a Sitges desde su residencia de Madrid para ofrecerles a Julio y a su mujer –Gloria-, su casa, ya que él tiene un compromiso laboral en Italia. Salvatierra es un cotizado pintor internacional y su piso de Madrid se encuentra en la mejor zona de la ciudad (por las referencias que da, ha de ser en el barrio de Salamanca, aunque nunca se le nombra).

Julio y Gloria son un matrimonio de más de cincuenta años, que supera las dos décadas de convivencia a sus espaldas y que no atraviesa su mejor momento. Ambos son hijos de la burguesía chilena (Julio es hijo de un congresista liberal, por ejemplo; imagen que sirve de contraste con el congreso cerrado del Chile actual) y no llevan del todo bien las estrecheces económicas que están pasando en España, donde sobreviven en los aledaños de la edición: traducciones del inglés, correcciones de libros, la espera del contrato que Julio podría conseguir de Núria Monclús… y además están los préstamos de dinero que el hermano de Julio le envía desde Chile, donde se encuentra correctamente asentado en el nuevo régimen. El matrimonio tiene un hijo, Pato, una de las ausencias significativas de esta novela (vive en Marrakech) plagada de ausencias: la del hijo, la de los padres (es probable que la madre muera en el Chile al que Julio no quiere regresar, aunque puede hacerlo, pero no lo quiere hacer sin haber conseguido publicar en Europa), la del amigo (Salvatierra nunca se hace presente en la novela).

El jardín de al lado comienza en Sitges, donde se describe el ambiente de los exiliados hispanoamericanos: los psicoanalistas argentinos o uruguayos que tienen que pasar consulta en un bar, por ejemplo, o los buscavidas que hacen del compromiso político y el exilio una forma de vida, y aprovechan su situación para vender cuadros o falsa quincalla folklórica. Este primer capítulo de Sitges (unas 60 páginas en la novela) está muy bien narrado, con sus saltos en el tiempo para describir unas pocas horas. En cierto modo, el Méndez de Sitges me ha recordado al Roberto Bolaño de Blanes (“una novela que perdurará en la memoria de sus lectores”, escribió Bolaño sobre El jardín de al lado).

Uno de los temas de esta novela (algo ya sugerido desde el mismo título) es el de la envidia. Así empieza el libro: “A veces, compensa tener amigos ricos. No quiero interceder aquí a favor de una adicción histérica y exclusiva, a lo Scott Fitzgerald, por esa forma de convivencia.” (pág. 11). Julio Méndez siente envidia de los ricos, de los que se encuentra excluido al haber dejado Chile, y también de los escritores hispanoamericanos del boom; principalmente de Mario Vargas Llosa, Gabriel García Márquez, y del inventado Marcelo Chiriboga (inventado porque acabará apareciendo brevemente en la trama). Para el Méndez rabioso de estas páginas (quizás un trasunto exagerado del propio José Donoso), el boom no ha sido más que un invento de oportunistas como Núria Moclús y los editores catalanes, que le dan al público europeo la versión que éste espera de una Hispanoamérica folklórica.

Escribí antes que la envidia era uno de los temas centrales de El jardín de al lado, pero en realidad la envidia es una consecuencia tangible del fantasma más poderoso que recorre a Julio Méndez y a esta novela: la sensación de haber fracasado. “Me doy cuenta de que para mí el único mundo coherente es el del fracaso”. (pág. 128).
El jardín de al lado de la novela es de la casa de una familia de nobles de España. Méndez espía desde la ventana del piso de lujo de Salvatierra a la joven señora que se baña en la piscina, en vez de corregir su novela sobre el Once. El jardín de al lado es también el jardín de la casa de sus padres en Chile, donde no puede volver; es el jardín donde toman el sol bellezas rubias de una juventud desenfadada, que ya no es la que posee Gloria, su mujer; y el jardín de al lado es el mundo que otorgan los privilegios del éxito y la fama, que Méndez ve cómo le son concedidos a escritores como García Márquez o Chiriboga, pero no a él.

Es curioso además leer sobre la visión que de mi ciudad, Madrid, tiene un chileno en 1980; una ciudad llena de pasotas o de informáticos, se nos cuenta.

La novela, llena de reflexiones sobre la condición del escritor, del exiliado político, de la pobreza, del paso del tiempo en la pareja, avanza inexorablemente hacia el fracaso total. Y cuando quedan unas 50 páginas para el final Méndez empieza a tomar decisiones que parecen un tanto incoherentes para el personaje… a las 20 páginas del final nos espera una nueva sorpresa, materializada en un cambio de narrador y en un juego de cajas chinas.
Me han parecido un tanto extrañas las 50 últimas páginas de El jardín de al lado, con esos giros novelísticos inesperados, aunque también es cierto que las he leído con gran interés. Es posible que si en vez de tener 264 páginas, Donoso la hubiese acabado en 210 hubiese sido una novela más redonda. Pero también es de agradecer el riesgo último que decide tomar, el camino del juego y la máscara, que parecía contrarío a la lógica inicial de la novela.
En todo caso, no quiero con este comentario final desmerecer la buena impresión que me ha causado esta novela. En realidad no es sorprendente su final, lo verdaderamente sorprendente es que en el mercado literario español esta novela no se comercialice y sea –como decía Fresán- prácticamente inencontrable.
Prueben a ir a las librerías de primera mano y busquen los libros de Donoso: no creo que encuentren ninguno que no sea El lugar sin límites de Cátedra o Lagartija sin cola, la novela que Alfaguara le publicó de forma póstuma en 2007. He visto en internet que Alfaguara comercializa en Chile los libros de Donoso en una colección José Donoso similar a la que tiene en España para Mario Vargas Llosa. Esperemos que decida comercializar también en España esta colección José Donoso, porque es incomprensible que se pierda un escritor tan destacado como éste.


domingo, 18 de agosto de 2013

El lugar sin límites, por José Donoso

Editorial Cátedra. 215 páginas. 1ª edición de 1966, ésta de 1999.
Edición de Selena Millares.

De José Donoso (Santiago de Chile, 1924-1996) sólo había leído una novela hasta ahora: La misteriosa desaparición de la marquesita de Loria (1981). Fue hace bastante tiempo: después de un intenso febrero de estudio universitario de los años 90, en la biblioteca de Móstoles elegía libros para disfrutar del recobrado tiempo libre. Tenía anotado el nombre de José Donoso desde hacía meses, por entonces se hablaba bastante de él en los suplementos literarios (quizás el 1996 de su muerte se encontrase cercano). Barajé la idea de leer El obsceno pájaro de la noche, pero su número de página, su complejidad formal y tu temática un tanto deprimente me llevaron a no querer empezar a leer a Donoso por ahí. La misteriosa desaparición de la marquesita de Loria, de la que no recuerdo casi nada, me pareció entonces una novelita erótica sin mucha trascendencia, y no volví con este autor. Posiblemente elegí mal el libro con el que abordar su obra.

Creo que me volvió la curiosidad por la obra de Donoso, y más concretamente por El lugar sin límites, tras leer en la página 99 de Entre paréntesis de Roberto Bolaño: “Donoso escribió tres libros buenos. Uno de ellos muy bueno y los otros dos con la fuerza suficiente como para perdurar en la memoria de sus lectores. El primero es El lugar sin límites, un libro sobre la desesperación y sobre la precisión. Los otros: El obsceno pájaro de la noche, una obra ambiciosa e irregular, y El jardín de al lado, que se ofrece como juego y testamento.”
Me llamó la atención que Bolaño opinara que El lugar sin límites era el mejor libro de Donoso, cuando yo creía que era unánime la idea de considerar que el mejor era El obsceno pájaro de la noche.
En la página 295 de Entre paréntesis Bolaño también habla de cuatro novelas cortas perfectas de la literatura hispanoamericana del siglo XX, que, según él, son El coronel no tiene quien le escriba, de García Márquez, El perseguidor, de Julio Cortázar, El lugar sin límites, de José Donoso, y Los cachorros, de Vargas Llosa.
De las cuatro sólo me faltaba por leer El lugar sin límites y las otras tres –coincidiendo con Bolaño- me parecen magníficas.

El lugar sin límites lo he comprado dos veces. La primera en una de las librerías de segunda mano Ábaco por dos euros, en una barata edición de Bruguera de los años 80. Y después, al ver que la tenía la editorial Cátedra, me dieron más ganas de leerla en esta edición con su extenso cuerpo de notas e introducciones; así que junto con un lote de libros que no quería acabé llevando mi primer ejemplar de El lugar sin límites a otra librería de segunda mano, llamada La tarde libros. La edición de Cátedra que he leído la compré en la feria del libro de Madrid de 2012.

Como casi siempre hago con los libros de Cátedra he leído la introducción (casi de la misma extensión que la propia novela) sólo después de leer la obra, de poco más de 100 páginas de letra apretada y con abundantes notas.

La acción de la novela se sitúa en un pequeño pueblo del campo chileno: Estación El Olivo, un pueblo por el que pasaba el tren pero que ahora se encuentra en decadencia debido a que la carretera, para los más prácticos camiones, la construyeron dejando de lado al pueblo. Un lugar donde la idea de que llegue la luz eléctrica empieza a parecer remota, y donde el cacique local, Alejandro Cruz, parece desear comprar todas las casas para derruirlas y extender en ese terreno sus viñedos.

La acción se sitúa principalmente en el prostíbulo del pueblo, regentado por la Manuela, una loca travesti de 60 años, y su hija –la Japonesita- de 18. Un drama de proporciones bíblicas (la novela tiene fuertes connotaciones religiosas, empezando por los nombres: Estación El Olivo, Alejandro Cruz…) puede acabar desencadenándole la noche del mismo día que comienza la narración, pues la Manuela y la Japonesita saben que Pancho Vega, un bruto local que conduce un camión (del que aún le debe parte de la deuda que supuso su compra a Alejandro Cruz, en cuya hacienda Vega se crió), está en el pueblo y posiblemente se acerque hasta el prostíbulo, donde ya el año anterior quiso hacer daño a la Manuela y a la Japonesita, y solo la intervención del cacique Cruz pudo impedirlo.

El personaje de la Manuela es la creación más potente del libro, un personaje trágico, endeble, que se siente doblegado por la enfermedad y que quizás se encuentre cercano a la muerte y que sin embargo está dotado de una gran fuerza interior, “Entonces, claro, la vida no era tan mala, y había esperanza hasta para una loca fea como yo” (pág. 174); pero los otros personajes, Alejandro Cruz, la Japonesita, la Japonesa, Pancho Vega, el viejo Céspedes, están también sabiamente perfilados.

Aunque he comentado que la acción transcurre en un día, hacia la mitad de la novela hay un salto en el tiempo y nos acercamos al primer día que la Manuela llegó al pueblo sin saber que era para quedarse, y del modo extraño en que acabó acostándose con la Japonesa (ya muerta en el tiempo de la novela) para acabar engendrando a la Japonesita, bajo la mirada omnipotente de Alejandro Cruz, el cacique que todo lo puede, y que es probable además que sea el padre de muchos de los habitantes más jóvenes del pueblo (incluida la Japonesita, y Pancho Vega, que le odia con rencor de clase y de posible hijo bastardo).

El estilo es muy poético, de una precisión y una carga metáforica muy bellas. La novela está escrita en tercera persona, pero es normal que en un párrafo descriptivo en tercera persona el narrador ceda la voz narrativa a la primera persona al personaje del que está hablando. Este ha sido un juego estilístico que me ha recordado a los usados, en la misma época, por escritores de la generación de Donoso, como Mario Vargas Llosa, que luchaban contra las limitaciones de la tradición de sus países y miraban más hacia la tradición europea o norteamericana. El juego de pasar en un párrafo de la tercera a la primera persona me ha parecido de clara influencia faulkneriana, así como el sustrato bíblico del drama.

Lo narrado en El lugar sin límites, pese a la brevedad de sus páginas, es una historia tensa, sutil y repleta de matices. En realidad, dada la densidad de los detalles, uno tiene la impresión de estar leyendo una obra mucho más larga.
Desde luego, El lugar sin límites, por derecho propio puede unirse a la lista de las otras tres novelas breves perfectas de la literatura hispanoamericana del siglo XX que citaba de Bolaño al comienzo de esta entrada.

Donoso, como he leído en el prólogo de Selena Millares, escribió esta novela en dos meses en la casa del jardín de su amigo Carlos Fuentes en México DF, como descanso del trabajo que le estaba llevando enfrentarse a El obsceno pájaro de la noche. En algún momento tendré que acercarme a esta última obra, por ahora estoy leyendo El jardín de al lado, la tercera de las obras que Bolaño señala como memorables de Donoso. La semana que viene hablaré de ella.

domingo, 11 de agosto de 2013

Laberinto de muerte, por Philip K . Dick

Editorial Minotauro. 235 páginas. 1ª edición de 1970, ésta de 2013.
Traducción de Carlos Gardini.

El verano pasado escribí por fin en el blog una entrada sobre Philip K. Dick (Chicago, 1928-Santa Ana, 1982), hablando sobre El hombre que tenía todos los dientes exactamente iguales, una de sus once novelas realistas que nunca vio publicadas, y en aquella entrada –especialmente larga- hablé de mi pasión adolescente por Dick, autor con el que volví pasados los treinta. También me extendí comentando algunos datos curiosos de su biografía o citando lo que escritores como Roberto Bolaño o Rodrigo Fresán han escrito sobre él. Como no voy a repetir todo esto, dejo AQUÍ un enlace a esa entrada.

Es de agradecer la labor que está llevando a cabo la editorial Minotauro rescatando la obra de Dick, dispersa en más de una editorial desaparecida a día de hoy, y muchos de cuyos títulos emblemáticos ya no se podían encontrar en el mercado. Además de volver a publicar estos libros, Minotauro está realizando también nuevas traducciones de las obras de este autor. A veces me han dado ganas de comprar alguno de los libros de Dick que está sacando, aunque ya lo tuviera en las ediciones de los años 80 con la traducción antigua. De todos modos, aún tengo que leer los cinco volúmenes con los cuentos completos de Dick, ya que aunque ahora -de adulto- me gustan mucho los libros de relatos, creo que me está pasando con este autor lo que me pasaba en la adolescencia: que prefería siempre (con la excepción de H. P. Lovecraft) las novelas a los libros de relatos.

Unos de los sábados de julio, por fin, paseando entre las estanterías de La Central de Callao me llevé la grata sorpresa de que Minotauro había al fin rescatado un título de Dick que no tenía y que no había leído; un título que, de hecho, no me sonaba de nada: Laberinto de muerte. Así que lo compré de forma inmediata (desplazándome hasta la Fnac de Callao, porque tenía un vale regalo de cinco euros que caducaba en unas semanas). Pensaba que este libro no se había publicado nunca en España, pero buscando en internet he visto que lo sacó Plaza & Janés en 1999, con la traducción del mismo Carlos Gardini que aparece en la presente edición de Minotauro.

En Laberinto de muerte una serie de personas, hartas de los trabajos que están realizando hasta ahora, han solicitado su traslado a otro lugar de la galaxia donde poder empezar de nuevo una vida más grata, llevando a cabo una misión que les satisfaga más. De este modo, todos (un grupo de unas catorce personas) acaban confluyendo en el planeta Delmark-O. Han llegado allí en unas precarias naves espaciales de un solo uso, y cuando ya creen que han acabado de llegar todos los componentes de la colonia, y se juntas para escuchar la transmisión del motivo de su misión, la conexión se estropea. Se han quedado aislados y sin saber para qué están en Delmark-O, un planeta con atmósfera, fauna y flora, y alguna construcción, que aún no saben si es humana o no.
Entonces empiezan a morir, uno a uno, los componentes del grupo, que no saben lo que está ocurriendo… Quizás alguien esté llevando a cabo un experimento con ellos, en Delmark-O… quizás “nuestro propio gobierno. Como si fuésemos ratas en un laberinto de muerte; roedores encerrados con el adversario máximo, para morir uno por uno hasta que no quede nadie.” (págs. 121-122).

El comienzo de la novela me estaba pareciendo muy teatral; un grupo de personas encerradas en un escenario (aunque este escenario sea un planeta entero), donde se van  produciendo asesinatos. En realidad, si nos abstraemos de las pinceladas de ciencia-ficción, parecía la trama de una novela policiaca barata. Los personajes tampoco estaban bien dibujados (aunque Dick no ha sido nunca un gran escritor de personajes), y las reacciones causa-efecto de sus actos resultaban a veces un tanto ilógicas.
La verdad es que tras leer unas cincuenta páginas, Laberinto de muerte me estaba pareciendo una de las peores novelas de Philip K. Dick que recordaba: un argumento deslavazado, personajes planos, ninguna idea clara de hacia dónde avanzaba la trama… y la seguía leyendo porque era una novela de Dick, y aún sus peores páginas me parecen que contienen elementos valiosos. Dick escribió muchas novelas, la mayoría en plazos de tiempo muy cortos –en escasas semanas- y su producción es, cuanto menos, desigual. Además repite bastantes ideas de un libro a otro, y algunos de sus personajes pueden ser casi transferibles de una novela a la siguiente. Pero Dick también es un escritor poderoso, y eso que he apuntado de que “repite bastantes ideas de un libro a otro” se puede entender como un defecto pero también puede ser una virtud: Dick posee todo un mundo propio de obsesiones autorreferenciales, y aun en sus peores obras nos podemos encontrar con la impronta de Dick, con toda su personalidad angustiada.
Me fascina, en todo caso, su capacidad para sorprender con los detalles, su ilimitada inventiva con los seres que describe y los aparatos que inventa. De este modo, uno de los personajes da una vuelta fuera de los edificios de la colonia y ocurre lo siguiente: “Un bicho se subió a su zapato derecho, se detuvo y extendió una minicámara de televisión." Me cautivó esta imagen absurda, me gusta como Dick, frente a la meticulosidad de otros autores de ciencia-ficción, siente la absoluta libertad surrealista de escribir frases como ésa. Es como si Dick, dentro de los parámetros de una novela barata, dentro de sus clichés, reventara el propio género menor que ha elegido para expresarle, llevándolo hacia otro lugar inesperado. En este sentido, la experiencia de leer un libro como Laberinto de muerte es parecida a la que se experimenta al leer a autores como César Aira, y su obsesión por pulverizar los convencionalismos del género. Quizás la mayor diferencia estriba en que Aira lo hace de forma irónica, y a Dick le salía solo.

Como decía antes, casi todos los temas de Dick se encuentran en esta novela: los matrimonios que no funcionan; la idea de que estamos siendo vigilados por un ente superior, en esta novela existe una realidad donde los dioses se materializan de forma habitual y también pueden escuchar nuestras plegarias (por tanto, es raro encontrarse a un ateo en este mundo); pero también la presencia que nos vigila puede ser ominosa, se puede tratar de una supervisión estatal, que atenta contra la libertad del individuo; la realidad contemplada puede ser verdadera o un simulacro: me ha fascinado también una imagen del libro en la que los personajes atraviesan una zona de humedales y entre las lagunas del camino se ven anfibios nadando, algunos de los cuales es real, pero otros son construcciones humanas. Uno de los personajes agarra a uno, le quita la cabeza y se le ven los cables. Y, de forma más general, la realidad vivida puede ser verdadera o no; como ocurre en otras novelas de Dick, como Ubik u Ojo en el cielo, los personajes pueden estar viviendo una realidad virtual…
Además, dentro de este contexto disparatado de novela pulp, Dick se permite citar a Jung, a Spinoza o a Kant, y filosofar siempre sobre su angustiado concepto de lo real.

Decía al principio de la entrada que según llevaba leídas cincuentas páginas, Laberinto de muerte me estaba pareciendo de las peores novelas de Dick –a lo que se unía la idea de que no conocía de antemano el título, y por tanto, pensaba, que lo más normal era que se tratase de uno de sus título más olvidables-, pero según me adentraba en sus páginas la lectura se me ha hecho más agradable. Su trama, en principio inconsistente, se engrandecía cuando las obsesiones de Dick –dios, la paranoia, lo real, lo imaginario- empezaban a aparecer en escena, y se entreveraban con una libertad compositiva tan surrealista que los defectos de la novela parecían un juego irónico de escritor experimentalista.


Desde luego, a alguien que no conoce a Dick le recomendaría que empezara por títulos más redondos como Ubik, Valis, Dr. Bloodmoney, El hombre en el castillo, Tiempo de Marte o Los tres estigmas de Palmer Eldritch; pero lo curioso de Dick es que incluso su peor novela de ciencia-ficción tiene una poesía propia (consigue conquistar un mundo propio) que la hace superior a su mejor novela realista.

domingo, 4 de agosto de 2013

Leche, por Marina Perezagua

Editorial Los libros del lince. 181 páginas. 1ª edición de 2013.
Prólogo de Ray Lóriga.

La semana pasada hablé de Criaturas abisales (2011), el primer libro de relatos de Marina Perezagua (Sevilla, 1978), y en esa entrada me preguntaba cómo se enfrentaría esta autora a un relato más realista. La respuesta se puede encontrar en este segundo libro, que le vuelve a publicar la editorial Los libros del lince, Leche, y que, como ya conté su editor, Enrique Murillo, me envió a casa.

Leche, al igual que Criaturas abisales, está formado por catorce relatos; pero mientras que los de Criaturas abisales tenían una extensión más pareja (de unas doce páginas, más o menos), los de Leche van desde las casi cuarenta del primero, titulado Little Boy -prácticamente una novela corta-, hasta las escasas dos páginas del titulado Blanquita.

Little Boy cambia más de uno de los parámetros bajo los que está escrito Criaturas abisales: los escenarios de esta novela corta -así como las épocas evocadas- sí que son reconocibles dentro de un contexto puramente realista; con frases como: “Estábamos en el 2008 y ella me había dicho que en 1945 tenía trece años.” (pág. 14). En realidad, el relato es puramente realista y narra el viaje de una joven que comparte piso en Nueva York con su pareja japonesa al país de él, y la relación que allí establece con una vecina anciana, H., que es una superviviente de las bombas atómicas sobre Japón en 1945. Perezagua ha investigado sobre algunos aspectos del Japón de 1945 y nos habla de las consecuencias de los lanzamientos atómicos sobre la población, con algunas imágenes que parecen sacadas de libros testimoniales como el de Tamiki Hara y sus Flores de verano. Más de una de las imágenes evocadas (personas a las que se les desprende la piel como si fuese un calcetín, por ejemplo) son muy poderosas, son imágenes incontestables. Pero siempre he pensado que para saber qué pasó en Auschwitz lo mejor será leer el testimonio de primera mano de los que estuvieron allí, como Primo Levi, Paul Steinberg o Tadeus Borowsky; y para saber qué pasó en Hiroshima lo mejor será leer a Tamiki Hara. Me provoca cierto recelo leer a autores que no estuvieron allí, que han leído los mismos libros testimoniales que tú y luego te los cuentan, autores que parten del conocimiento que dan los libros para evocar una realidad no vivida; cuando creo que es al revés, que el escritor, después de haber aprendido a expresarse a través de lo leído en los libros, después de haber aprendido a tener una visión literaria sobre la realidad, debe mostrar su mundo –o su época- a otros. En todo caso he de decir que, pese a estos pequeños reparos, la novela corta que es Little Boy funciona, porque Perezagua sabe darle a la historia su toque personal, sabe transferir a los personajes su extrañeza ante los límites del cuerpo: H. sufrió una transformación física gracias a la bomba que tiene que ver con su condición sexual, una transformación que se mueve entre los límites del realismo y los del expresionismo. El lenguaje de esta novela corta me ha parecido más seco, más preciso, que el empleado en Criaturas abisales.

El alga, segundo relato del conjunto, donde se habla de una mujer que finge su propia muerte, conteniendo la respiración, me ha recordado al de Fredo y la máquina del libro anterior, con esos personajes que perciben el mundo desde su postración, metáfora de la imposibilidad de actuar sobre él. Más cerca del realismo de nuevo.

Él, el tercero, nos vuelve a mostrar un escenario histórico realista: la Segunda Guerra Mundial en Europa, y en este cuento Perezagua vuelve a inquietarnos con su obsesión sobre las deformidades del cuerpo. De intenciones similares a Little Boy, pero de mucho menor alcance.

La tempestad –el cuarto- me puso sobre aviso de una posible nueva influencia sobre la obra de Perezagua, la de Julio Cortázar: en La tempestad la acción se sitúa a finales del siglo XIX, en una finca de California, y la extrañeza que provoca la actuación de una actriz polaca en una cena me ha recordado a esa extrañeza cuando lo inesperado irrumpe en un escenario realista de Cortázar.

En el quinto, Aniversario, volvemos al realismo, ligeramente expresionista con sabor a Kafka, donde se muestra el odio de una hija hacia un padre que le leía a su hija La metamorfosis antes de dormirse.

Esta incursión en el mundo del realismo falla (desde mi punto de vista) sobre todo en el cuento Trasplante, donde se narra la atracción de un profesor de matemáticas por una alumna ingresada en el hospital. Un cuento demasiado convencional para lo que nos esperamos de esta autora. En cambio, da grandes frutos en dos de los mejores cuentos del libro: Las islas, de estirpe cortazariana, donde se habla de la felicidad de un hombre que se mueve por la costa en una isla hinchable, y en El piloto, donde se habla de un camionero que recorre la misma ruta cada día, cinco horas de ida y cinco de vuelta, pero que no puede recordar ninguna imagen del trayecto de ida.

En el cuento titulado Leche, Perezagua vuelve a elegir un escenario histórico muy concreto, la invasión japonesa de China en la década de 1930 para narrar una historia realista con un componente de extrañeza sexual; y este tipo de relatos, por su atrevimiento para elegir una época lejana y personajes ajenos al autor, y narrar una historia con una resolución extraña y potente, me ha recordado a algunos de los cuentos de Roberto Bolaño.

Aurática es destacable por el extraño mundo creado, un mundo distópico de nieve y carruajes tirados por caballos.

Un solo hombre solo, el penúltimo, donde se habla de un condenado a muerte y se repasa toda su estirpe genética me ha parecido uno de los más flojos, fruto de una pura ocurrencia.

Me dejo el mejor cuento para el final: MioTauro, el segundo más largo, donde se habla de la obsesión sexual de una mujer por el ganado y por los minotauros, que existen en el mundo primitivo creado. El lenguaje con el que está escrito y las imágenes creadas son realmente sugerentes; y de nuevo nos volvemos a encontrar aquí con uno de los grandes temas de la autora: el del sexo anti convencional.

Leche (el libro, no el relato) me ha parecido, con algún pequeño altibajo, un conjunto de relatos poderoso, con un abanico temático mayor que el presentado por la autora en Criaturas abisales. Unos cuentos imaginativos, arriesgados, que abren continuamente nuevas puertas ante el lector, que no se arredran ante lo fantástico sin desdeñar enfoques realistas.

Si escribí la semana pasada que Criaturas abisales suponía un notable debut, Leche es la obra sólida, de una autora joven con mucha madurez narrativa, arriesgada y con un gran potencial aún de crecimiento futuro.

jueves, 1 de agosto de 2013

Armando Álvarez Bravo, unos poemas

Últimamente, en la entrada que cuelgo aquí a media semana, estaba realizando homenajes a poetas que me habían impresionado en el pasado. Hoy voy a darle a este concepto un pequeño giro, que tal vez me permita abrir una nueva ventaja en el blog. Hoy voy a hablar de un pequeño descubrimiento.

El sábado pasado, al pasear por las salas de la librería La central de Callao, cuando me acerqué a la sección de poesía, me llevé de entrada una grata sorpresa: mi libro El bar de Lee se encontraba en la mesa de novedades. Algo que me resultó muy grato, debido a que durante el último año he visitado bastante la librería La Central de Callao. Me gusta el edificio (incluyendo su cafetería), y además me parece que es una librería muy bien surtida. En vez de tener, como en muchas otras librerías, cinco ejemplares del último libro de un autor, en La Central pueden llegar a tener cinco libros diferentes de ese autor, algunos editados en Hispanoamérica, por ejemplo, o en su idioma original. De este modo la capacidad de encontrar libros interesantes es más grande. Así que allí estaba El bar de Lee en la mesa de novedades y de cara. Hasta ahora sólo había visto en librería uno de mis libros, Siembre nos quedará Casablanca, en dos de las Casa del Libro y había sido en la estantería, y por lo tanto colocado de canto.

Estuve hojeando libros en la sección de poesía, sacándolos al azar de las estanterías y leyendo algún poema. Leí más de uno de un libro de la editorial Visor titulado Siempre habrá un poema, una antología de un desconocido para mí poeta cubano llamado Armando Álvarez Bravo (La Habana, 1938). No compré el libro porque tengo ahora muchos por leer, pero lo dejé anotado.




Dejo aquí algún poema de Armando Álvarez Bravo, encontrado en internet:


Páginas en blanco

       Idénticas
a todas las páginas
en blanco.
Sólo un desastre.

       Quien las repudia
cuándo unas palabras
comienzan
a llenarlas,
las borra.

       La cuenta
se pasa
al que les escribe.
Miami, 2 de enero de 2007


La sombra

      Hay una sombra
en la sombra.
Es indescifrable.
¿Qué sabemos de un enigma?
Termina el día,
descienden las sombras.
¿Qué quiere decirnos,
qué nos dice hacia la noche?
Cada instante que transcurre
sabemos menos. Desciende
la oscuridad, su misterio
y su evidencia. No hay más.
Sólo se impone una sombra.
Quizás sólo somos pura,
final sombra. Nada que decir.
Todo es sombra.
 Miami, 25 de abril del 2008


Del paisaje y la presencia

Ya no es la avidez de ver mundo,
sino de poseer como en un sueño
ciertos paisajes
entrevistos o pendientes,
tan especiales en su intimidad.

Pero es difícil arrancarse
del sitio en que se está
parece que desde siempre.
El sitio donde los recuerdos
van convirtiéndose en ficciones
y reinventan esa historia nuestra
que ya es la de nuestros nuevos recuerdos.

¿Cuándo llegamos aquí?
¿Cuánto de nosotros quedó allá?
¿Quién ese uno mismo
que distinto se recuerda a sí mismo?
¿Cuál es su rostro ya enfilando la eternidad?

Quedan algunos viajes por hacer.
Son regresos a lo entrañable.
Son un reencuentro y una despedida
son también ir en secreta busca
de algo desconocido que sabemos nos falta.
Son quedarnos tranquilamente donde estamos.

Ya nuestras huellas
no necesitan el polvo del camino.