viernes, 26 de agosto de 2011

Severina, por Rodrigo Rey Rosa

Editorial Alfaguara. 104 páginas. 1ª edición de 2011.

En algún momento, para agilizar el trámite, tendremos que ponernos de acuerdo todas, o al menos algunas, de las partes implicadas en esta transacción: el equipo de promoción de Alfaguara, el crítico al que le mandan los libros y no se los lee, el librero de la cuesta de Moyano al que el crítico le vende esos libros -por dos o tres euros, supongo- y yo, que los acabo comprando a mitad de precio.
 De nuevo volví a hacerme la semana pasada en la cuesta de Moyano con una novedad, Severina, la última novela de Rodrigo Rey Rosa (Guatemala, 1958) por 8 euros en vez de por 16, que es su precio de librería. Y con Severina son ya 10 los libros de este autor guatemalteco que guardo en mi biblioteca, casi siempre comprados de saldo. Incomprensiblemente Rey Rosa ha publicado durante las dos últimas décadas en editoriales de gran prestigio –Alfaguara, Seix Barral, Anagrama-, y es uno de los escritores latinoamericanos más importante de los nacidos en los 50 ó 60, pero las ediciones de sus libros no se acaban de vender.
Ya he comentado tres libros de Rey Rosa en el blog, las novelas Que me maten si… y Piedras encantadas y el libro de relatos Ningún lugar sagrado (Ver AQUÍ), y sólo me queda por leer de su obra la novela El material humano y el libro de relatos Otro zoo.
Como se deduce del párrafo anterior, Rey Rosa es uno de los autores actuales por los que siento mayor interés.

Serevina es una novela breve, como todas las suyas, que llega apenas a las 100 páginas. La acción se sitúa en Ciudad de Guatemala, si el cuerpo de referencias presentado no me falla, porque el nombre de la ciudad no se da en ningún momento.

Un librero, que durante unos días a la semana intenta convertirse en escritor, recibe en su local, ubicado en el sótano de un centro comercial y al que atiendo durante los días que no escribe, la visita de una mujer (Severina), por la que desde la primera línea del libro se siente fascinado: “Me fijé en ella la primera vez que entró, y desde entonces sospeché que era una ladrona, aunque esta vez no se llevó nada”.

Las primera mitad, más o menos, de esta novela interna al lector en un mundo de referencias, o de obsesiones, que se repiten en el imaginario de Rey Rosa: la figura del hombre joven y solitario, que se desvincula emocionalmente de un entorno que siente como violento y primitivo, a través de la literatura y la posibilidad de vivir (o el recuerdo de haber vivido) durante un tiempo lejos de Centroamérica, el lugar al que pertenece pero que siente como amenazante.
El tono de amenaza o de extravío, o de denuncia de la violencia o de una sociedad enferma, lo encontramos en Severina como en otras de sus novelas: “oí que pasaron muchas cosas por aquellos días (proliferaron los linchamientos en los pueblos del interior, hubo un golpe de Estado en un país vecino, la coca ganó ventaja en la carrera global de las sustancias controladas” (pág. 19), o “Todavía era una niña, pero su cara tenía una dureza que me hizo recordar la fealdad adquirida de los adolescentes campesinos convertidos de un día para otro en soldados” (pág 30), o “Cerca de la estatua de Tecún Umán (que no existió y sin embargo es nuestro héroe histórico” (pág. 50).

Pero en Severina la acción narrada no nos lleva hasta el vórtice de la violencia centroamericana: al linchamiento público en Piedras encantadas, al rapto y la violación de niños en Que me maten sí…, al robo de reliquias con asesinatos de por medio en Lo que soñó Sebastián, al secuestro con mutilaciones en El cojo bueno, al secuestro de niños en Caballeriza

En Severina la violencia es una pincelada de fondo, y el talento de Rey Rosa sigue manteniendo la tensión narrativa que nos acerca a una sensación de amenaza en cada página, pero sin acercarnos a ninguna violencia real.
Sobre la mitad del libro –en la página 57, concretamente-, a través del extraño monólogo de uno de los protagonistas (hasta ahora un tanto lejano) se abre una falla narrativa, y la novela parece transitar desde el realismo hacia el relato fantástico, o quizás hacia la locura; en todo caso a un relato fantástico de baja intensidad o neofantásisco, cuando lo absurdo se asume en lo real sin ninguna extrañeza (lo que tampoco ha sido ajeno a la obra de Rey Rosa, ya lo practica en el libro editado en España por Seix Barral Cárcel de árboles / El salvador de buques).

Quizás a partir de este punto mi interés como lector ha decaído un poco. En otras obras de Rey Rosa también se hablaba de libros, se citaban obras y autores, pero el efecto conseguido en el texto era el de contrastar lo inoperante de la actividad del lector o el escritor dentro de un entorno ágrafo de violencia. En Severina el papel de los libros se torna primordial y la violencia del entorno se muestra más desdibujada que en otras de sus obras.
Severina, la misteriosa ladrona de libros, encarna a un ideal romántico puramente libresco, que encierra un misterio relacionado con el mundo del libro –como recipiente de historias y como objeto en sí- y cuyo final me ha hecho pensar incluso en la película de vampiros Déjame entrar (que por otro lado me gustó bastante, pero que aquí me ha dejado con una sensación de extrañeza).

He leído la primera mitad de Severina con agrado e interés y la segunda mitad algo decepcionado. Las dos novelas anteriores que había leído de Rey Rosa, Piedras encantadas y Que me maten sí… me parecen de las mejores de él, y Severina, teniendo un nivel más que aceptable, se une en mi recuerdo a Caballeriza, que me parece la obra menos lograda de este autor al que tanto admiro.

Tengo que buscar El material humano y Otro zoo, los dos libros de Rey Rosa que me faltan para completar la colección.


viernes, 19 de agosto de 2011

La casa en Mango Street, por Sandra Cisneros

Editorial Vintage Books (Random House). 110 páginas de novela, 17 de prólogo. 1ª edición de 1984, ésta de 2009.

La casa de Mango Street es la primera novela de Sandra Cisneros (Chicago, 1954), una escritora estadounidense cuya familia es de origen mexicano. En la biblioteca de mi madre, desde hace años, está otro libro suyo, titulado Caramelo, cuya contraportada había leído hacía mucho y que realmente no recordaba que fuese de la misma autora hasta después de comprar La casa de Mango Street.

Este libro, como conté en la entrada anterior, lo compré en una librería de Providence, que estaba en la calle Angell, enfrente del solar donde se encontraba la casa en la que nació H. P. Lovecraft.
Los motivos que me llevaron a adquirirlo fueron los siguientes:
1) Al hojearlo me di cuenta de que era muy fácil de comprender en inglés (su idioma original), y quería volver a leer algo en este idioma.
2) Me interesa el tema de la inmigración o la diferencia; la idea (como en el caso de Henry Roth, por ejemplo) de cómo se desenvuelve una comunidad dentro de otra más grande me atrae.
3) Este libro estaba en los estantes de todas las librerías a las que entré en Estados Unidos en un lugar destacado, porque esta edición de 2009 corresponde a la del 25 aniversario desde el año en que fue publicado, 1984. Y esto hacía que pareciese un libro importante y desconocido por mí.
4) Me apeteció comprar un libro en una librería tan cercana al lugar de nacimiento de H. P. Lovecraft, uno de los mitos de mi adolescencia.

He dejado durante unos días aparcada la Antología del cuento norteamericano a cargo de Richard Ford, libro de unas 1.200 páginas y del que aún no he llegado a la mitad, porque una vez que vuelva a trabajar, en septiembre, será más difícil leer en inglés usando un diccionario, y he leído esta pequeña novela.

Al finalizar el libro es cuando me he acercado al extenso prólogo de 17 páginas en el que la autora comenta su obra 25 años después de ser publicada, y algunos más desde que fue escrita, lo que empezó a ocurrir en 1980. Aquí se nos dice que ella, a sus 25 ó 26 años, tras conseguir la ansiada independencia de la casa de sus padres, estaba trabajando en una serie de estampas (“vignettes”) en las que mezclaba recuerdos propios con historias que le contaban los alumnos del colegio donde había empezado a dar clases.
De esta forma va creando la voz narrativa de una niña, Esperanza Cordero, que empieza a convertirse en adolescente en un barrio de los suburbios de Chicago, donde vive principalmente población de origen hispano.
Hasta que se enfrente a la escritura de esta novela, Sandra Cisneros se había dedicado a la poesía. En su prólogo nos dice (las traducciones son mías) que: “llevaba escritas cincuenta páginas, pero todavía no pensaba que eso era una novela” (…) “Yo escribía esas cosas y pensaba en ellas como en pequeñas historias, aunque sentía que estaban conectadas unas con otras”.
Una reflexión que me asaltó tras este párrafo: como ya comenté en el blog, la idea de fragmentariedad del movimiento Nocilla lleva dando vuelta por el mundo unas cuantas décadas.

Después, Cisneros dice algo que no me acaba de gustar: “Ella (se refiere a sí misma en una foto de joven) también quiere que la gente que normalmente no lee libros también disfrute con estas historias. Ella no quiere escribir un libro que un lector no vaya a comprender y pueda sentirse avergonzado por no comprenderlo”. En otras palabras, Cisneros quiere escribir para todos los públicos, como suelen hacer los escritores de bestsellers, y este tipo de declaraciones, de forma indirecta, parecen invalidar a una parte importante de la gran literatura: el Ulises de James Joyce o El ruido y la furia de Faulkner, por citar dos de las obras más influyentes del siglo XX; que quedarían invalidadas desde un punto de vista en principio progresista, pero que no deja de ser condescendiente: en vez de desear una buena educación para todo el mundo, que le pueda llevar a disfrutar del Ulises de Joyce -si así lo desea- se conforma con dar a los pobres una literatura más simple.

Las estampas que escribe Cisneros retratan la visión inocente de Esperanza sobre el mundo, a veces describen a una vecina, a su hermana, a su amiga, a la tienda de la calle…, personas que viven en un entorno en principio hostil y cargado de privaciones, y para las que Esperanza crea una salida a través del mundo de los sueños o la lírica. Esperanza nos muestra un mundo machista, sin muchas expectativas (sobre todo para la mujer) desde una perspectiva más ilusionante que de denuncia.

Existen dos problemas que han llevado a que este libro no me haya convencido:
1) las estampas que dibuja Cisneros parecen el cuaderno de notas de un escritor que está preparando una novela. Reúnes el material sobre el que quieres trabajar y luego elaboras la trama. Tienes el fondo, ahora hace falta la historia. Aquí el fondo se convierte en el todo.
2) la prosa me resulta demasiado naif y a menudo su lírica cae en un sentimentalismo cursi. En el prólogo Cisneros nos dice: “La última frase (de cada pequeña historia o viñeta) debe sonar como las notas finales de una canción de mariachis –tan-tán- para decirte cuando la canción esta hecha”. En realidad es sobre todo en estas últimas frases donde en vez de sentir la belleza poética buscada, he sentido el peso de la sensiblería cursi.
Pondré algún ejemplo: Entre la página 26 y 27 se habla de una vecina, Marin, una chica algo mayor que Esperanza, que ha venido de Puerto Rico para cuidar de sus primos pequeños, cuyo novio se quedó allá, en su isla, y ella, Marin, no puede casi salir de casa. Este es el párrafo final: “Marin, bajo la luz de la calle, bailando consigo misma, está cantando la misma canción en otro lugar. Está esperando a un coche que pare, una estrella que caiga, a alguien que cambie su vida”.
Otro ejemplo, en las páginas 33-34 se habla de Darius, que es un chico al que no le gusta el colegio, casi siempre se comporta como un estúpido, y persigue a las chicas con petardos. Esperanza nos describe un momento epifánico vivido con él: un día Darius señala el cielo lleno de nubes; y de entre todas llama a los demás la atención sobre una que se parece a palomitas de maíz. El micorrelato acaba: “Esa es Dios, dijo Darius. ¿Dios?, preguntó alguien. Dios, dijo él, y lo hizo ser simple”.

La verdad es que como obra literaria, escrita en inglés, sobre la inmigración latina en los Estados Unidos, me gustó mucho el libro Los boys (Drown es su título original) del escritor de origen dominicano Junot Díaz, una obra también compuesta por relatos entrelazados, pero, a mí entender, cargados de más enjundia literaria que esta obra de Sandra Cisneros.

La casa de Mango Street se usa en colegios norteamericanos como libro de iniciación a la lectura, y esto me parece una buena idea. A los 14 años se deben leer libros como éste para algún día poder disfrutar de otros como el Ulises de Joyce o El ruido y la furia de Faulkner. Yo, a mis 37 años, no era el lector adecuado para este libro.

domingo, 14 de agosto de 2011

Un paseo literario por la costa Este norteamericana

He estado de vacaciones 17 días en Estados Unidos, un viaje que incluía como destinos Nueva York, Boston, Salem y Providence. Había visitado antes una sola vez en este país, durante dos semanas en el año 2000, cuando trabajaba de auditor y la empresa norteamericana que me contrató nos llevaba a los nuevos a realizar el conocido coloquialmente como “curso de Chicago”; aunque, en realidad, se impartía en medio de los campos de Illinois en un enorme complejo, y sólo pudimos visitar la ciudad durante un sábado (pasado el mediodía) y un domingo. En esta ocasión mi novia y yo pudimos dedicar todos los días al turismo.

Nueva York es una ciudad que pertenece ya al imaginario colectivo tanto literario como cinematográfico y es fácil visitarla como si uno se moviera (siento el tópico) por un decorado de una película de Woody Allen. Aunque también es observable lo contrario: uno puede darse cuenta en NY de cómo la realidad imita al arte. Basta con ir de paseo a Little Italy, el barrio de los italianos a principios del siglo XX, ahora dos calles repletas de restaurantes, con personas contratadas en las puertas, figurantes, que imitan a los actores de las películas de italoamericanos de los años 70 ó 80. Nos ocurrió la última noche: entramos en uno de estos restaurantes italoamericanos y sin abrir la boca se dirigieron a nosotros en español, todo el personal era argentino, salvo un puertorriqueño. Nos reímos después al ver cómo el maitrre bonaerense se asomaba a la puerta para llamar a unos clientes que consultaban la carta, diciendo: "Hey guys, how are you?", pero, desaparecido su acepto argentino lo pronunciaba con acento italiano, como si fuese Joe Pesci. Y después, cuando los clientes entraron al local, intentaba no hablar, porque resulta que eran argentinos, que por supuesto descubrieron el juego y se reían por lo bajo.
Recorrimos a pie (en diferentes días) casi toda la isla de Manhattan, sin buscar en principio rincones literarios; aunque siempre nos acabábamos topando con alguno. Por ejemplo, en la siguiente foto se muestra la White Horse Tavern, que según un artículo que encontré en Internet era el local favorito de Allen Ginsberg, Jack Kerouac y Norman Mailer:



Pasamos también por Washington Square. En el número 7 de esta plaza vivió Edith Warthon y en el 21 Henry James. No busqué estos lugares porque ese día hacía un calor insoportable y además me había dejado la información (que ahora consulto) en el hotel.

Visitamos el Lower East Side con la idea de descubrir la esencia del antiguo barrio judío de Manhattan y los escenarios de la novela Llámalo sueño de Henry Roth. Comprobamos que ahora el barrio ha pasado a ser principalmente un aledaño de Chinatown, como se puede ver en estas dos imágenes, en un lado de la calle la sinagoga y al otro una concurrida acera de locales chinos:





Inevitablemente visité Central Park pensando en Holden Caulfield, el protagonista de El guardián entre el centeno de J. D. Salinger. Éste es el estanque del que Holden se preguntaba qué hacían los patos en invierno:



También en Central Park existen dos estatuas que homenajean a Hans Christian Andersen y a Alicia en el país de las maravillas de Lewis Carroll:



Para leer durante el viaje me llevé la Antología del cuento norteamericano, editada por Richard Ford, en la que bastantes de sus relatos (al menos de los primeros) transcurren en Nueva York, y ahora, visitando la ciudad, ya podía ubicarme si me estaban hablando de la calle 10, de la 40 o de la 110.

Me apenó ver que cerca de Madison Square Garden cerraban una librería BORDERS enorme. Me gustaba mucho visitar las librerías de esta cadena cuando iba a Londres. Supuse que cerraban porque el metro cuadrado de suelo útil debe de ser muy caro en Manhattan y, como me informé en Internet antes del viaje, algunas librerías emblemáticas de Nueva York dedicadas al libro en español, en concreto las librerías Lectorum y Macondo, cerraron sus puertas en 2007.
En el BORDERS de Manhattan los libros tenían un 20 o 30 % de descuento y compré Dr. Futurity, una novela de ciencia ficción de Philip K. Dick que no está traducida al español.

Me gustó mucho una librería llamada McNally & Jackson, que estaba en el 52 de la calle Prince, muy cerca de Little Italy. Además de librería era un espacio cultural con cafetería, coloquios sobre libros, incluso sobre libros en español, y en un rincón (cerca de la sección de libros en español) vi a una chica dando una clase particular de nuestro idioma. Aquí compré el libro de relatos Dusk de James Salter, que creo que no está traducido al español, y el primer libro de relatos de Juan Villoro, La noche navegable, editado en México y que no ha llegado a España.

Llegamos a Boston, cuna de Edgar Allan Poe, pero nada en la ciudad (al menos que descubriéramos) recordaba este hecho; quizás se deba a que Poe era hijo de una pareja de actores itinerantes que murieron antes de que él cumpliera los tres años, y es posible que no tuvieran una residencia fija en la ciudad.
Aquí ya me di cuenta de que la crisis de las librerías BORDERS no sólo afectaba a la de Nueva York, porque la de Boston también estaba a punto de cerrar, igual que luego la de Providence. Leo ahora en Internet que la cadena BORDERS se ha declarado en quiebra y va a cerrar todas sus tiendas en Estados Unidos. Una mala noticia para el mundo de los libros. Imagino que las ventas de libros por Internet (Amazon) o el auge de los e-books, o que simplemente la gente no lee, han provocado el cierre.
En el BORDERS de Boston, aprovechando el descuento por cierre, compré un libro de Alfaguara en español: Palomos, del dominicano Pedro Antonio Valdez. Está editado en República Dominicana e imagino que se ha puesto a la venta en Estados Unidos pensando en los dominicanos que viven allí. No creo que este libro llegue a España, porque hojeándolo he observado que el vocabulario no es muy fácil para un lector medio español, ya que está escrito en un registro callejero dominicano.
En Boston también me gustaron las librerías de segunda mano Raven. En una de ella compré de saldo –porque está nuevo- una de las novelas realistas de Philip K. Dick y que tampoco está traducida al español, a pesar de que hace un par de años una editorial anunció que iba a hacerlo. La novela se titula The man whose teeth were all exactly alike, y el nombre me sonaba ya de adolescente. Según la contraportada ésta era la novela de no ciencia ficción que Dick prefería entre la decena que escribió y que nunca le publicaron en vida. Había más, a precios muy baratos, a 5 ó 7 euros al cambio, pero me contuve: al final sé que no puedo leer con demasiada soltura en inglés.


Desde Boston, a media hora en tren, se encuentra Salem, un pueblo muy conocido y turístico debido a los procesos por brujería que tuvieron lugar allí. Además de por su pasado de fanáticos religiosos el pueblo también muestra otra cara literaria, ya que es el lugar de nacimiento de Nathaniel Hawthorne.
Aquí visitamos la Casa de los siete tejados (The house of the seven gables), construida en 1668, una de las más antiguas de Estados Unidos, y que supuestamente sirvió de inspiración para la novela homónima de Hawthorne (el nombre con que publicitan a la casa está extraído de la novela, publicada en 1851). Esta foto es de dicha casa:


Y anexa a ella, la visita a la casa de los siete tejados incluye la entrada en otra casa más pequeña, que supuestamente es la casa de nacimiento de Hawthorne, que estaba en otra parte del pueblo y luego fue trasladada allí. En realidad, ni el mismo guía que nos lo contaba parecía creer en ello. Seguramente un caso similar al de la casa de Cervantes de Alcalá de Henares o la de El Greco en Toledo. Esta es la supuesta casa de nacimiento de Nathaniel Hawthorne:




Y ya al final del viaje nos acercamos hasta Providence; y si durante el resto de visitas -Nueva York, Boston o Salem- no primaba, sobre otros elementos del turista habitual, el literario, he de decir que, al menos por lo que a mí respecta, la visita a Providence la configuré desde el primer momento como una visita literaria. Conservo de la adolescencia el nombre de dos lugares para mí míticos, el Berkeley de Philip K. Dick y el Providence de H. P. Lovecraft.
Estaba en la estación de autobuses de Boston, ante el letrero del autobús que íbamos a tomar, y leía ese nombre, Providence, y me embargaba la emoción adolescente.
Lovecraft fue uno de mis autores de cabecera durante la adolescencia. Y le he vuelto a leer, ya de adulto, pasaba la treintena, en las cuidadas ediciones de Valdemar, y he encontrado que me sigue fascinando casi tanto como el primer día.
El volumen dos de las Obras completas de Valdemar, comienza con la novela El caso de Charles Dexter Ward, donde según los editores se observa el amor de Lovecraft por su ciudad, pues hace aparecer en ella a un gran número de sus edificios históricos.
Llegamos a Providence a mediodía, y, después de comer, mi novia estaba cansada y le apeteció quedarse en el hotel. Teníamos la idea de realizar un itinerario sobre los lugares de Lovecraft, siguiendo un mapa extraído de Internet (pinchar AQUÍ) al día siguiente. Yo con el mapa que nos habían proporcionado en el hotel emprendí el camino hacia la calle Angell, donde se suponía que había estado la casa natal del autor. Ya nos había advertido un librero, horas antes, que la ciudad no promocionaba nada la figura de Lovecraft, que sólo la tumba se podía visitar.
Avanzo por la calle Angell, y voy sacando fotografías a casas de un estilo que la guía define como neogótico, y que es una mezcla entre el alemán tirolés y las casas con torreones de los cuentos de terror.  Y me sonrío porque me imagino a Lovecraft paseando por aquí 100 años antes, me lo imagino perfectamente, al anochecer, con su cara seria, rascándose con desaprobación su mandíbula prominente, soñando con sus monstruos particulares. Fotografío una casa histórica, el Estudio Fleur de Lys, en el 7 de Thomas Street, que fue usada por Lovecraft como hogar del personaje Henry Anthony Wilcox en La llamada de Cthulhu. Es ésta:




En el número 454 de Angell, donde tenía que haber estado la casa en la que nació Lovecraft me encuentro con un Starbucks, y enfrente una librería, donde los libros de H. P. L. ni siquiera están destacados. Ya sé que para mí Providence, desde la adolescencia, ha significado Lovecraft y que para la gente que vive o trabaja aquí no significa más que esto último. De todos modos, acabo comprando otro libro: Una casa en la calle Mango, de Sandra Cisneros.
Sigo andando y llego al 598 de Angell, donde vivió Lovecraft entre 1904 y 1924. En el solar que estuvo su casa ahora está esta:



En la misma calle Angell, de vuelta al hotel, fotografía Hamilton House, en el número 276, de cuya naturaleza malsana hablaba Lovecraft en carta a sus amigos. Ahora es una residencia de la tercera edad:





Y el domingo 7 de agosto, día programado para seguir el tour de Lovecraft, amaneció lloviendo abundantemente. Como volvíamos a Nueva York al día siguiente, no nos quedó más remedio que esperar a que acampara un poco y visitar Providence bajo la lluvia y la pobre protección de dos paraguas. En realidad sólo a nosotros parece importarnos Lovecraft, o somos los únicos que unimos como un binomio estas palabras: Providence-Lovecraft, porque en la ciudad lo que se está celebrando bajo la lluvia es un maratón suburbano. Una ciudad, por otra parte, Providence, con un aspecto rico, con altos hoteles que parecen promover un turismo de campos de golf y paseos en yate, bastante alejado de cualquier mundo de terrores acuáticos o evadidos de sueños malsanos.

El recorrido marcado principalmente se desarrollaba entorno a la calle Benefit, una de las más antiguas de la ciudad, con casas que muestras orgullosas en sus fachadas las fechas de su construcción, la mayoría del siglo XIX y algunas del XVIII.
Para llegar a la calle Benefit primero pasamos por la calle Church, cuyo cementerio obsesionó tanto a Poe como a Lovecraft. Éste es:



En el 88 de Benefit se encuentra la casa de Sarah Helen Whitman, poetisa cortejada por Poe. Ésta es:



En el 135 de Benefit está Stephen Harris House, usada por Lovecraft para el relato La casa evitada. Ésta:



En los números 175-185 de Benefit existe un edificio de apartamentos despreciado por Lovecraft, ya que (según sus palabras) “este miserable ultra-moderno edificio de apartamentos sustituye a las pocas casas reales que quedan en el país”. La verdad es que Lovecraft debía de tener ya una visión de su ciudad anticuada para su época. Este es el edificio:



En el 10 y 11 de la calle Thomas, Lovecraft y sus tías asistían a exposiciones de arte. Aquí:



En el 251 de Benefit está el Ateneo, frecuentado por Lovecraft y donde Poe cortejó a Sarah Helen Whitman:



En la siguiente foto aparece la biblioteca John Hay, en el 20 de la calle Prospect, lugar frecuentado por Lovecraft. Se supone que posee la mayor colección de manuscritos del autor, pero no pudimos verlo porque era domingo y estaba cerrado (no sé si se exponían al público):



Y junto a la biblioteca existe una placa que conmemora a nuestro autor, erigida en 1990 gracias a S. T. Joshi, Murray, John Cooke y los amigos de Lovecraft. Esta es toda la gloria literaria que su ciudad natal dedica a Lovecraft:


En el 10 de la calle Barnes estuvo el hogar de Lovecraft entre 1926 y 1933:


En el 140 de Prospect Street esta Halsey House, que tenía fama de estar encantada en los tiempos de Lovecraft:



Sé que tengo más fotos de casas en las que supuestamente se sitúa la acción de El caso de Charles Dexter Ward, pero, entre la lluvia y el cansancio no estoy seguro de cuál es cuál; de hecho, la guía que seguíamos tampoco parece estar segura y propone varias. Creo que estas se pueden incluir en esa categoría:





Tras casi tres horas de luchar contra la lluvia, de refugiarnos en porches, de aprovechar momentos de calma en la tormenta, completamos el recorrido y volvimos al hotel. Comimos como a las 4 de la tarde, una hora impensable para un norteamericano y estábamos solos en el restaurante del hotel. Fuera comenzó de nuevo a llover con fuerza. Sobre las cinco paró la lluvia y aunque me sentía algo enfermo, constipado o con gripe, me dio cargo de conciencia quedarme en el hotel. Llevaba 20 años soñando con Providence, con una idea difusa y por supuesto falsa de una ciudad surgida de la mente de un escritor cercano a la perturbación permanente. Así que tomé un café en el Starbucks del hotel y con un plano que me habían impreso en la recepción, una ruta para coche, me encaminé hacia el cementerio Swan Point con la idea de visitar la tumba de Lovecraft (recuerdo hace muchos años una historia: el amigo de un amigo viaja a Estados Unidos y le trae de recuerdo a mi amigo una piedra; pero no es una piedra cualquiera, es una piedra tomada de la tumba de Lovecraft, y mi amigo la expone en su librería).
Temo que vuelva a llover, pero brilla un tímido sol sobre la ciudad empapada. Consigo llegar a la calle Butler, una calle con un bullevar por el que corre la gente o anda haciendo marcha atlética entre mansiones. Después de una hora y cuarto de andar deprisa, llego a las puertas del cementerio. Leo en la entrada que cierran a las 7. Tengo 35 minutos para encontrar la tumba. El lugar parece inmenso y vacío. Hay una casa para atender a las visitas, me acerco y su puerta está cerrada. Por el cristal veo el material impreso para visitantes del cementerio, imagino que allí estará marcado el lugar donde se encuentra la tumba que busco. No hay nadie, me percato de que va a ser casi imposible encontrar la tumba sin ninguna indicación. Me pongo a andar deprisa, pienso en Tuco en la película El bueno, el feo y el malo, buscando también una tumba en un cementerio.
Swan Point es un cementerio anglosajón; es decir, un espacio sin casi ninguna lápida en el suelo, sólo señales verticales, con árboles, colinas, caminos para ir en coche. Todo está mojado, cae el sol y no hay nadie en ninguna parte de este recinto inmenso. Veo a una familia que se ha bajado de un coche, me acerco con cuidado, para no asustarles. El hombre está inclinado sobre una tumba y le cuenta algo a sus dos hijos pequeños. Pregunto por Lovecraft a la mujer y me dice que es la primera vez que entran allí y que su marido está fascinando porque ha encontrado una tumba con su nombre. Sigo andando, un rato después detengo a un ciclista, un chico joven, pelirrojo, con sobrepeso. Me escucha, ladea la cabeza y sin mirarme me dice que no puede ayudarme, y me fijo en cómo se marcha cantando o hablando solo mientras pedalea. Camino entre colinas, tumbas, árboles, miro el reloj, veo que van a ser las 7 y sin indicaciones va a ser imposible hallar lo buscado. Me encamino hacia la salida, tampoco la encuentro, cae el sol, no hay nadie. Temo encontrarme con las puertas del cementerio cerradas y una sensación de soledad y absurdo, de que ya tengo 37 años y no 17, se apodera de mí. Y me paro y me río, y me doy cuenta de que aunque me cierren las puertas la valla de piedra es de un metro de altura. Y de que sin un mapa y sin luz no voy a encontrar nada.
Estas son las fotos del cementerio donde no encontré la tumba de Lovecraft:





lunes, 8 de agosto de 2011

La vida privada de los árboles, por Alejandro Zambra

Editorial Anagrama. 117 páginas. 1ª edición de 2007.

El lunes y el martes los dediqué a la novela de Alejandro Zambra Formas de volver a casa, el miércoles releí, durante la sobremesa, tomando un café, Bonsái. Y, ya que estaba lanzado con la obra de Zambra, compré el miércoles en la Casa del Libro de Gran Vía, La vida privada de los árboles, su segunda novela, que he leído entre ayer miércoles y hoy, jueves.

La vida privada de los árboles supone una transición creativa entre el juego de novela abreviada que Zambra planteaba en Bonsái y la novela sobre el pasado o la sociedad chilena de Formas de volver a casa. Y podría decir que el tema principal de La vida privada de los árboles es el tedio de la clase media chilena, que es un tedio como el de cualquier clase media de cualquier parte del mundo, pero con algunos puntos oscuros de más.

Como en Bonsái, Zambra sigue en La vida privada de los árboles usando su juego metaficcional: al lector continuamente se le recuerda que está ante una ficción, un artificio. Así son frecuentes expresiones de este estilo: “en esta historia no hay enemigos” (pág. 14), y siguiendo las premisas de brevedad de Bonsái leemos: “Habría que redactar muchos párrafos o acaso un libro entero para explicar por qué Julián no pasó aquel tiempo en casa de sus padres” (pág. 34). Pero en contraste con la idea anterior de metaficción o artificio, también se juega a expresar lo contrario: “Cuando alguien no llega, en las novelas, piensa Julián, es porque le ha sucedido algo malo. Pero esto no es por fortuna una novela” (pág. 51).

Julián se ha casado con Verónica, que tiene una hija de 8 años, Daniela, a la que aquél cuenta historias sobre árboles para hacerla dormir. Julián es profesor de Literatura de lunes a sábado y el domingo es novelista. Como Julián le acabará contando a la hija de su mujer: en la vida es habitual que uno no sea lo que quiere ser, “Es que siempre quieres ser otra cosa, Daniela, responde” (pág. 112)

Dentro del análisis de la clase media chilena se ponen de relevancia rasgos como el racismo soterrado: “Julián es más feo que el padre de Daniela, y es más joven, en cambio (…) Es menos blanco, menos simple y más confuso que Fernando” (pág. 14, y 2ª del libro). Sobre la importancia social de esa blancura o morenez de la piel también habla Zambra en Formas de volver a casa.
En algunos párrafos la crítica a la clase media o la sociedad chilena en general no es algo subterráneo sino evidente: “en Chile no es tan grave dar clases de poesía italiana sin saber italiano, porque Santiago está lleno de profesores de inglés que no saben inglés, y de dentistas que apenas saben extraer una muela” (pág. 26)

Julián vive con Verónica y Daniela, y la noche en la que se desarrolla la novela Verónica no regresa de su clase de pintura. A conjeturar sobre qué le habrá ocurrido, las bases en la que se fundamenta su relación y las claves de su pasado familiar, va a dedicar Julián las próximas horas.
En la página 27 se nos informa de que Julián escribe un libro breve, que por las características descritas podría se Bonsái. “Si alguien le pidiera resumir su libro, probablemente respondería que se trata de un hombre joven que se dedica a cuidar un bonsái”. (pág 28-29).

Como en Bonsái, La vida privada de los árboles también juega con la estructura de caja dentro de otra, acumulando casualidades, novelas cuyos protagonistas parecen estar escribiendo la propia novela o su versión resumen, y que conduce, en la página 37, a los amigos de Julián a afirmar que éste lee demasiadas novelas de Paul Auster. Y el narrador nos dice: “Julián no volvió a leer novelas de Paul Auster. En más de una ocasión, incluso, desaconsejó su lectura, argumentando que, salvo por algunas páginas de La invención de la soledad, Auster era nada más que un Borges pasado por agua.”

Julián espera el regreso de Verónica, y especula. “Cuando ella regrese la novela se acaba” (pág. 16) es un mensaje que se nos repite en varias ocasiones.

Cuando Julián empieza a recordar su pasado y el de su familia, La vida privada de los árboles empieza a olvidarse del juego metaliterario que supuso Bonsái y se acerca a la crítica política del pasado que va a suponer Formas de volver a casa. De hecho, en la página 67 se desarrolla una idea, un recuerdo, que también se cuenta en Formas de volver a casa adjudicado al pasado de este narrador: “soy el hijo de una familia sin muertos” y narra una tarde en el patio de la facultad en la que los compañeros hablan de sus muertos (los muertos de la dictadura, se entiende).
La escena se narra así en Formas de volver a casa: “En el camino de vuelta recuerdo una escena en la facultad, una tarde en la que fumábamos hierba y tomábamos un pegajoso vino con melón (…) De todos los presentes yo era el único que provenía de una familia sin muertos, y esa constatación me llenó de una extraña amargura”  (pág. 105)
La escena se narra así en La vida privada de los árboles: “Fue hace ya mucho tiempo, en un escondido patio de la facultad, mientras fumaba hierba y bebía, a largos sorbos, un pegajoso vino con melón (…). De todos los presentes Julián era el único que provenía de una familia sin muertos, y esta constatación lo llenó de una extraña amargura” (pág. 67)

Y en la página 71 de La vida privada de los árboles aunque no se nombra a Pinochet, se habla de pasada de los años 80 y de los toques de queda, insinuando las indagaciones que se llevarán a cabo en la siguiente novela de Zambra.

Julián sigue imaginando qué le ha podido ocurrir a su mujer, y la deriva de sus pensamientos le lleva a imaginarse a Daniela de mayor pensando en él. Y aquí, hacia su final, la novela cobra nuevos vuelos en su juego literario. La voz narrativa, en estilo indirecto libre, la retoma Daniela adulta y reflexiona sobre su pasado: sobre sus padres y su padrastro.

Si Bonsái, como he escrito en la entrada anterior, supuso para Zambra un curioso y arriesgado debut novelístico, en La vida privada de los árboles repite parte de sus planeamientos, pero haciéndolos trascender ya hacia el análisis de la sociedad en la que vive, que arrastra los problemas sin cerrar de una dictadura no tan lejana; análisis que va a ser el previo y va a dar sus frutos en Formas de volver a casa, la mejor novela de Alejandro Zambra hasta ahora, siendo la anteriores también interesantes.
Habrá que seguirle la pista a Zambra en sus nuevas obras.

lunes, 1 de agosto de 2011

Bonsái, por Alejandro Zambra

Editorial Anagrama. 94 páginas. 1ª edición de 2006.

Ya dije en la entrada sobre Formas de volver a casa que había leído Bonsái en 2006,  y que en aquel momento me desconcertó su lectura. Recuerdo que no podía decir que el libro no me gustara, o que me pareciera malo, pero me dejó la sensación de que esperaba más, que su lectura me proponía algo y después se quedaba en las puertas de ese algo.

Ayer volví a leerlo, después de haber acabado, la noche anterior, Formas de volver a casa.
La lectura de Bonsái ocupa sobre una hora, o esto es lo que tardé yo, que releo párrafos y voy tomando notas en post-its para elaborar después las entradas del blog.
Creo que Bonsái ha ganado para mí en esta relectura. Lo apunta el crítico Arturo García Ramos en la solapa de La vida privada de los árboles (segunda novela de Zambra, que estoy leyendo ahora), hablando de Bonsái: “Suele decirse de un libro que merece la pena su lectura. Pocas veces, como en este caso, que se disfrutará aún más su relectura”.

Si concentrásemos las páginas de Bonsái, las 94 páginas del formato mini de Anagrama, en un formato de letra más pequeña, Bonsái podría quedarse en unas 40 páginas. Pero la forma narrativa se acerca más, en todo caso, a la de una novela que a la de un relato. La trama no está concentrada en personajes o temporalmente para poder considerarse un relato largo, sino que se expande durante bastantes años y aparece un número interesante de personajes secundarios, y hay varias tramas subyacentes.

El tema es que en Bonsái la novela está contada como si fuese un resumen de la novela; como si tras leer un libro de 200-300 páginas tratásemos de contar a alguien lo leído intentando no olvidar nada.
Para conseguir el efecto anterior Alejandro Zambra parte de un perfecto conocimiento de su mundo ficcional; es decir, el artefacto propuesto funciona porque todo está perfectamente medido, y ya en el primer párrafo de la novela se encuentra contenido el desenlace: “Al final ella muere y él se queda solo, aunque en realidad se había quedado solo varios años antes de la muerte de ella, de Emilia. Pongamos que ella se llama o se llamaba Emilia y que él se llama, se llamaba y se sigue llamando Julio. Julio y Emilia. Al final Emilia muere y Julio no muere. El resto es literatura:”

El juego metaficcional es constante en la novela, y lo podemos observar también en este primer párrafo comentado, en esos “pongamos que”… Este tipo de expresiones intentan dar la impresión de que el autor va creando la novela ante nuestros ojos, desde la nada, desde un distanciamiento irónico, como si no creyera en la fuerza de la ficción, como si se acercara a la construcción de la novela desde un posicionamiento desilusionado; aunque lo que ocurre es lo contrario: la novela está perfectamente medida, nada ocurre al azar, todo está encajado en su estructura desde el comienzo.

El texto de Bonsái está pulido con intensidad, y las frases avanzan sugiriendo un mundo más amplio, por ejemplo: “En la historia de Emilia y Julio, en todo caso, hay más omisiones que mentiras, y menos omisiones que verdades, verdades de esas que se llaman absolutas y que suelen ser incómodas.” (pág. 24)

Emilia y Julio son dos estudiantes de Letras, que leen en voz alta páginas de sus libros favoritos antes de hacer el amor. Y esta es así una novela sobre el amor a la literatura, y sobre las trampas de ese amor. Los amantes comparten una mentira sobre la que fundan su relación: los dos han afirmado haber leído a Marcel Proust, sin ser cierto. Y su amor se tambalea al llegar a la lectura del cuento Tantalia de Macedonio Fernández. Zambra nos ofrece un resumen del cuento de Macedonio, igual que parece ofrecernos Bonsái como un resumen de otra novela:

Tantalia es la historia de una pareja que decide comprar una plantita para conservarla como símbolo del amor que los une. Tardíamente se dan cuenta de que si la plantita se muere, con ella también morirá el amor que los une. Y que como el amor que los une es inmenso y por ningún motivo están dispuestos a sacrificarlo, deciden perder la plantita entre una multitud de plantitas idénticas. Luego viene el desconsuelo, la desgracia de saber que ya nunca podrán encontrarla.”

Cuando leí por primera vez Bonsái no había leído Tantalia de Macedonio, ahora sí lo había hecho: estaba incluido en el libro Una novela que comienza. Y si alguien me hubiera pedido que le contase de qué iba Tantalia podría haber contado algo parecido a lo que nos resume Zambra.

Si el amor es literario, su muerte también es literaria y no sobrevive a la lectura de Tantalia antes de hacer el amor. Y a partir de aquí los personajes principales se separan y entran en escena personajes secundarios: Anita, amiga de la infancia de Emilia; Andrés, el marido de Anita; Gazmuri, escritor maduro que contacta con Julio para que éste le pase a ordenador el manuscrito de su última novela; o María, amante de Julio.
Julio le cuenta lo del encargo de Gazmuri a María como si el trato ya estuviera cerrado. No es así, y Gazmuri rechaza a Julio, quien empieza a escribir él la supuesta novela de Guzmari para poder mostrársela a María, y que titula Bonsái. Así el libro adquiere una nueva capa en el juego propuesto.

Bonsái releído ahora, 5 años después de su aparición, me ha parecido un debut novelístico curioso, atrevido, y cuyas dotes de narrador, mostradas ya aquí, iban a permitir a Zambra crecer hasta poder escribir una obra tan intensa y madura como Formas de volver a casa.