jueves, 31 de enero de 2013

Siempre nos quedará Casablanca, un poema




Releyendo mi poemario Siempre nos quedará Casablanca, un conjunto de poemas escritos entre 2001 y 2002, me llamó la atención el titulado Y este es un poema feliz. No lo tenía entre mis favoritos del conjunto, pero de repente, al acercarme a él, después de un número importante de años, una verdad personal se abalanzó sobre mí desde sus páginas:


Y ÉSTE ES UN POEMA FELIZ

Obviemos el después, detengamos el instante leve
de esa noche donde pareció que compartíamos aquello,
detengámoslo: esa noche compartimos aquello.
Y créeme, fue distinto esta vez bajar
en la quietud del verano la Cuesta de San Vicente
y perder, como en tantas ocasiones, el autobús
por un minuto, mirarle partir como a un buque fantasma.

Entonces decido no esperar en la parada, subir
de nuevo en busca de un bar abierto, ron con cola
en la barra leyendo mi libro favorito de Raymond Carver,
esperando hasta el próximo autobús. Sorprenderme
una vez más de los juegos inquietantes de la memoria
al releer uno de los relatos que había olvidado
por completo. En el espejo del bar sé que soy otro,
transformado por tu posibilidad tan vigente
como un grito luminoso, y sobre el relato recuperado
de Carver reproducir los vértices de la noche,
cada una de tus palabras, de tus sonrisas, y el olvido
de mis miedos, de mis repliegues, de mi angustia,
en calma profunda ahora en la noche de verano
y las semanas de vacaciones aún por delante
en el túnel de agosto. Dime otra vez eso,
cómo a solas lloras sin saber por qué, imaginando,
háblame de nuevo de todas las cosas que haremos juntos.

Y como un presagio el título de la película
que compartimos antes del vino, Más pena que gloria.
Pero recuerda, esto lo estamos obviando,
este poema lo escribo esa noche con tinta viva
en la barra del bar. Era diario, a principios de agosto,
esperando a un autobús que alarga mi sonrisa,
el ron y Carver ante la cálida oscuridad que asoma a la puerta,
con amplios días libres que aún me aguardan,
y yo, recordándome en tu rostro, estoy alegre sin remedio
en el leve instante y éste es un poema feliz.


domingo, 27 de enero de 2013

David Copperfield, por Charles Dickens


Editorial Alba. 1.022 páginas. 1ª edición de 1849-1850, ésta de 2012.

Entre los propósitos de Año Nuevo de 2012 estaba leer más literatura clásica y libros largos. Así que cuando me percaté de que 2012 era el año en que se conmemoraba el 200 aniversario del nacimiento de Charles Dickens (1812-1870), pensé que sería una buena idea acercarme a alguno de sus libros. La verdad es que nunca había leído nada de este autor, lo que me resulta extraño, puesto que durante un periodo bastante largo de mi vida prácticamente sólo leía clásicos. Al interrogarme por esta ausencia fundamental en mi acervo de lector, creo encontrar una explicación plausible: entre mis primeras aproximaciones al universo de los libros se encuentran unos tomos de tapas duras llamados Grandes novelas ilustradas, que contenían diez historias clásicas de la literatura universal –normalmente del universo de la literatura juvenil– adaptadas al formato cómic. Daba igual que la novela original tuviera 200 o 1.000 páginas, la adaptación al cómic siempre tenía 30. Me encantaba un volumen que contenía muchos de los clásicos de Julio Verne, y luego (ese fue el primero que me regalaron) tuve otros que mezclaban autores; recuerdo que me gustaban mucho los cómics basados en las novelas del citado Julio Verne, los de Emilio Salgari, Rider Haggard... Los que estaban basados en las novelas de Charles Dickens, al no contener historias de aventura exótica y fantástica, me resultaban más aburridos.
Así que creo que de modo subconsciente el rechazo hacia las novelas de Dickens se fraguó en mí hace ya unos treinta años. De adolescente leí algunos libros de los escritores de aventuras que he citado (Verne, Salgari, Haggard) pero nunca del pobre Dickens, al que volví a marginar en mi periodo de acercamiento a los clásicos.

Se estaba acabando el año e iba a incumplir mi promesa de leer algo de Dickens en 2012. Hacia finales de noviembre, pensando ya en las vacaciones de Navidad, me pasé por la Fnac de Nuevos Ministerios con el propósito de comprar un libro con el que estuviera al menos tres o cuatro semanas. Fueron dos los que al final barajé: Submundo de Don Delillo y David Copperfield de Charles Dickens.
Estuve a punto de comprar Submundo (que espero leer, en todo caso, en 2013), pero al final me sobrepuse a mi trauma infantil y compré David Copperfield. (Comentario aparte merece la expresión del chico que estaba en la caja cobrando al ver el volumen de más de 1.000 páginas de Alba; de forma inconsciente, al sostener el libro, su cara dijo: ¡Dios mío, nosotros vendemos esto, y no sólo eso, es que hay gente que lo compra!).

David Copperfield es la primera novela de Dickens que cuenta con un narrador en primera persona y, como apunta él mismo en el prólogo del libro, también es la favorita del autor.
David Copperfield es un novelista de renombre, como descubriremos al avanzar en la novela (en este personaje se ha querido ver un trasunto del propio Dickens), que decide desde la madurez escribir sus memorias, “Aunque este manuscrito sea sólo para mí”, nos dice en la página 709. Unas memorias que comienzan el mismo día de su nacimiento.
En más de una ocasión el narrador nos recuerda que se está enfrentando a los límites de su propia memoria y de su escritura; por ejemplo: “Cuando hace unos instantes, dejé la pluma sobre la mesa para pensar en ella, volví a sentir el soplo de la brisa marina entremezclada con el aroma de las flores” (pág. 239).

Cuando nace David Copperfield su padre ya ha muerto y su joven madre se casará con el rígido señor Murdstone; su presencia y la de su repelente hermana, la señorita Murdstone, acabarán con la agradable vida que el niño Copperfield compartía con su madre y su querida sirvienta Peggotty en su antigua casa. Las cosas empeorarán para el niño Copperfield cuando le envíen a estudiar a un internado –Salem House– donde va a conocer a algunos de los que luego serán protagonistas del libro, como el presumido James Steerforth o el leal Traddles. Pero todavía Copperfield debe pasar momentos más duros: cuando su madre y su pequeña hermana mueren, los Murdstone despedirán a Peggotty y sacarán a Copperfield del internado para que se ponga a trabajar, obligándolo a instalarse por su cuenta a los diez años.
Copperfield abandonará el trabajo y, gracias a su tía –personaje que hasta ahora sólo había aparecido en el primer capítulo–, podrá cambiar el rumbo de su futuro.
Lo resumido ocupa unas 300 de las 1.000 páginas del libro y seguramente esta primera parte sea la más perfecta y emocionante del conjunto. Pasados estos capítulos de más tensión, uno llega a tener la impresión de que la novela avanza por su propia inercia de obra magna: Dickens ha desplegado ante nosotros a un elenco de personajes tan grande y tan entrañable, que parece que no lo puede dejar irse sin más.
Y llega un momento que empieza a ocurrir algo que resta verosimilitud al libro: los personajes que descubrimos en las 300 primeras páginas empiezan a aparecer de nuevo en momentos de exagerada casualidad. Y me hizo gracia estar pensando esto, y abrir el ABC Cultural del sábado 15 de diciembre de 2012, donde se hacía un repaso al año literario que acababa, y encontrarme con un artículo de Rodrigo Fresán, donde éste escribe sobre Dickens: “Después, claro, su inmortalidad altamente radiactiva y las habituales regañinas a ‘Mr. Popular Sentiment’, casi siempre condenando las imposibilidades y casualidades de sus argumentos y el desatado sentimentalismo de sus héroes y heroínas”.
También es cierto que había pensado en lo del desatado sentimentalismo, pero como defecto esto me molestaba bastante menos que las casualidades inverosímiles de la trama (y hay más de una). En la contraportada del libro se recoge una cita de mi admirado escritor italiano Cesare Pavese: “En estas ‘páginas inolvidables cada uno de nosotros (no se me ocurre elogio mayor) vuelve a encontrar su propia experiencia secreta’”. Y posiblemente en estas palabras de Pavese se encuentre el mayor logro del libro: sobre todo en las páginas correspondientes a la infancia, uno siente que puede revivir sensaciones vividas, y ya olvidadas, de su propia infancia, lo que convierte David Copperfield en una lectura muy íntima y subyugadora.

Había un hecho literario que me hacía sentir curiosidad hacia esta novela: se supone, y así nos lo recuerda la contraportada (“Kafka la imitó en Amerika”) que Franz Kafka era un gran admirador de esta obra, y una de mis lecturas de David Copperfield la he realizado buscando alguna similitud. Amerika (o El desaparecido) lo releí hace cuatro años y me gustó mucho más de lo que recordaba de una primera lectura hace unos quince años. Es cierto que algunas de las interpretaciones que tiene el Copperfield niño del comportamiento de los adultos se asemejan a las que tiene el protagonista de Amerika respecto al mundo de los norteamericanos; y además Copperfield entra a trabajar, ya de adulto, en una especie de bufete de abogados eclesiásticos, y en la novela hay más de una ironía sobre el absurdo de la burocracia y las leyes.

Otra de las posibles lecturas de esta novela es la social: también había leído que Dickens no se cuestiona el orden social, sus personajes pueden haber descendido peldaños por algunas circunstancias pero siempre tienen claro cuál es su verdadera, y justa, clase social: ellos son caballeros. “Era consciente de haber vivido escenas de las que ellos no podían tener conocimiento, y de haber adquirido una experiencia que no correspondía a mi edad, a mi aspecto o a mi posición”, nos dice el narrador en la página 278. Y aunque el narrador nos habla de su posición, también es verdad que es sensible a los problemas y miserias del pueblo; así, escribe al ir a visitar una prisión: “No pude evitar pensar, mientras nos acercábamos a la verja de entrada, en el alboroto que se habría armado en el país si algún iluso hubiera propuesto que se gastara la mitad de ese dinero en edificar una escuela industrial para jóvenes o un asilo para ancianos, que tanto lo necesitaban” (pág. 989).

Tampoco debemos olvidar que las construcciones de Charles Dickens parten del folletín: huérfanos, padrastros malvados, guapos amantes que engañan a chicas pobres..., pero superan con creces las limitaciones de ese género, por sus habilidades narrativas para pintar escenas vividas y por su capacidad para emocionar.
Quizás una novela verdaderamente extensa como ésta, que supera las 1.000 páginas, es grande precisamente porque se sobrepone a todos sus posibles baches y fallos, porque consigue que uno quiera dejar la realidad de su día a día para sumergirse en sus páginas y encontrarse con David Copperfield (que ante la tiranía de su padrastro, quien le obliga a estudiar sin poder juntarse nunca con los demás niños, encontrará refugio en la lectura, en los libros que “mantuvieron despierta mi imaginación y mi esperanza de una vida mejor”, pág. 79), y consigue que, al cerrar el libro, casi un mes después de haberlo empezado, se sienta una honda pena por tener que abandonar a sus entrañables personajes.

jueves, 24 de enero de 2013

Reseña de Acantilados de Howth en el blog Deseo libros



Dentro de la lectura conjunta organizada por Francisco Portela, del blog UN LECTOR INDISCRETO, llego hoy la reseña que de Acantilados de Howth que apareció en el blog Deseo libros, que dirige Susana.
En su reseña, Susana escribe: “Todos tenemos un Ricardo cerca
(Leer AQUÍ la reseña completa)

Gracias por tu atenta lectura, Susana.

domingo, 20 de enero de 2013

Dos señoras conversan, por Alfredo Bryce Echenique


Editorial Anagrama. 268 páginas. 1ª edición de 1990, ésta de 1998.

Fue en julio de 1995 cuando por primera vez leí algo de Alfredo Bryce Echenique (Lima, 1939); se trataba del relato o novela corta Muerte de Sevilla en Madrid, en aquellas ediciones mínimas de Alianza 100, que costaban 100 pesetas. Me gustó bastante. Estoy consultando –según escribo esta entrada– el archivador donde tengo registradas las fechas de mis lecturas, y me sorprende darme cuenta de que leí antes No me esperen en abril (1995) que Un mundo para Julius (1970), en septiembre de 1996 y en enero de 1998, cuando en mi memoria estaban ordenadas al revés. De los tres libros citados guardo un vivo recuerdo de mí mismo leyéndolos: el primero lo hice de un tirón un sábado por la noche en el salón de la casa de mis padres en Móstoles, un sábado que me había quedado solo (no recuerdo por qué); del segundo tengo una imagen de mí en un pasillo de la facultad de Administración y Dirección de empresas de la Carlos III, sentado en un banco; y del tercero en una parada de autobús en Villaviciosa, trasladándome de la casa de mis tíos hasta Móstoles.
Fueron tres obras que me gustaron mucho (y especialmente Un mundo para Julius, una de las obras maestras absolutas de la narrativa hispanoamericana del siglo XX, a mi entender).

Me recuerdo también en mi época dura y deprimente de auditor en el edificio Windsor, bajando un día a El Corte Inglés de Nuevos Ministerios para comprar La vida exagerada de Martín Romaña (1981) con la idea de animarme gracias al humor irónico, tierno y triste de Bryce Echenique. Lo que realmente llegó a funcionar.
Y he leído también Reo de nocturnidad (1997), que me volvió a parecer muy bueno (se lo dejé a una amiga de la auditoría y nunca lo pude recuperar; lo perdió y era una primera edición), y La amigdalitis de Tarzán (1999), que ya me pareció una obra menor en la que repetía temas de sus obras anteriores.

En 2006 fui a la Fnac de Callao porque pensé que Bryce Echenique iba a dar una conferencia, presentar un libro o tener una conversación con algún periodista... pero en realidad sólo fue allí (llegó media hora tarde) para firmar libros. Yo había comprado la 4ª edición de Anagrama de Un mundo para Julius para que me lo firmara (en 1998 lo había leído de la biblioteca de Móstoles en la edición con notas de Cátedra); y unos días después sí escuché una conferencia que dio en la Casa de América.

En realidad creo que he contado todo lo anterior para llegar al año 2007 y hablar de la decepción que supuso para mí leer la noticia que acusaba a Bryce Echenique del plagio de artículos periodísticos, porque yo le admiraba mucho. La verdad es que ya en 2006, cuando me firmó Un mundo para Julius y pude verlo de cerca me pareció que estaba muy deteriorado físicamente para ser un hombre de 67 años, e imaginé que su adicción al alcohol tenía que ver con aquello, como creo que también tuvo que ver con el tema del plagio y el agotamiento creativo.

Hacía, por tanto, bastante tiempo que no leía un libro de Alfredo Bryce Echenique, y fue en abril de este año cuando, paseando entre las casetas de la Feria del libro antiguo y de ocasión de Recoletos, me encontré con este volumen de Anagrama que reúne tres novelas cortas y decidí comprarlo. Lo he leído durante el mes de diciembre.

La primera de las novelas se titula Dos señoras conversan y en ella, como en los libros de Jaime Bayly que he comentado hace no mucho, volvemos al barrio limeño de San Isidro, como representación de toda la ciudad. Dos hermanas de 78 y 75 años conversan por las noches, tras tomar unas copitas, y sus conversaciones son principalmente una evocación de una Lima que se fue para siempre, una Lima más hermosa, en la que los hijos no emigraban a Miami y el servicio era del pueblo de Cajamarca, de donde procedían los sirvientes más educados, limpios y “blancotes”. Y en la Lima actual el hijo de su chófer negro, hijo a su vez del chófer de la familia, ya no quiere ser chófer de tercera generación y es detenido por meterse a terrorista. La narración en tercera persona cede la voz narrativa más de una vez a los personajes, y Bryce Echenique desarrolla su visión crítica y ácida de la realidad narrada –la clase alta de su ciudad– desde un sarcasmo que acaba siendo más tierno y divertido que hiriente.

Si bien Dos señoras conversan es una buena novela breve, la obra maestra de este libro es para mí la segunda composición: Un sapo en el desierto. En ella cuatro amigos del departamento de letras de la universidad de Austin (Texas) se juntan por las noches a beber cerveza en un local al que llaman La Cucaracha. Y allí, uno de ellos, Mañuco, les cuenta a los otros tres la relación de amistad que tuvo en Perú, unos treinta años antes, con el matrimonio gringo formado por don Pancho y Sally, que se encontraban en su país porque don Pancho trabajaba en explotaciones mineras. Mañuco sabía inglés debido a que su padre se había empeñado en que conociera este idioma con la intención de que algún día pudiese estudiar en Estados Unidos.
Dos señoras conversan es técnicamente, con su juego de transición de la tercera persona narrativa a la primea y su sutil crítica de costumbres, una gran novela; pero Un sapo en el desierto me parece mejor porque en ella Bryce Echenique consigue crear personajes más entrañables y por tanto leerla me ha emocionado en mayor medida.
Siempre me pareció que uno de los logros del estilo de Bryce era saber ser tierno –explotando la nostalgia de la amistad, por ejemplo– sin resultar cursi; porque para no caer en el sentimentalismo simplón siempre tiene a mano el recurso de la ironía. Y en Un sapo en el desierto consigue esto, ser nostálgico y tierno sin ser cursi, a la perfección. Me parece memorable la escena del fin de año que Maruño vive en el campamento minero con sus amigos gringos, y se percata de que él es sólo un peruanito que no va a poder ligar nunca con bellas mujeres rubias.

Y la tercera novela, titulada Los grandes hombres son así. Y también asá, me ha parecido la más floja del conjunto (floja respecto a un nivel muy alto). En ella el espíritu cómico con que Bryce Echenique ha pretendido escribirla es tan exagerado que ahoga la propia historia, proponiendo siempre escenas desmesuradas e inverosímiles. En esta novela se habla sobre la amistad –llena de admiración– de un biólogo experto en arañas –con fobia enfermiza hacia las arañas– con un militante de la izquierda revolucionaria, que no puede dejar de ejercer de revolucionario en ningún minuto de su vida. Y aun así esta historia contiene una frase que bien podría resumir la poética de la obra de Alfredo Bryce Echenique: “Muchas tardes y noches pasaron cosas como ésas, tristes, en el fondo, pero siempre cargadas de vida y de ternura” (pág. 201).

Este año el nombre de Alfredo Bryce Echenique ha vuelto a estar de actualidad debido a la polémica que sigue coleando sobre sus plagios: le han concedido en México el premio FIL de literatura (el antiguo premio Juan Rulfo), y más de uno ha opinado que no se debería premiar con dinero público a un artista que ha demostrado esas malas formas con sus colegas.

Sin querer entrar en la polémica, sí me gustaría opinar que aunque un Bryce Echenique de 68 años, en horas bajas, haya caído en la miseria de plagiar los artículos periodísticos de otras personas, eso no implica que obras escritas mucho antes como Un mundo para Julius, No me esperen en abril, Reo de nocturnidad, o esta misma de Dos señoras conversan sean obras magníficas y de lectura más que recomendable.

viernes, 18 de enero de 2013

Reseña de Acantilados de Howth por Belén Alonso




Dentro de la lectura conjunta organizada por Francisco Portela, del blog UN LECTOR INDISCRETO, llego hoy a la reseña que hace de Acantilados de Howth Belén Alonso. Al no tener blog, su reseña apareció en Un lector indiscreto. En ella Belén escribe: “Acantilados de Howth es un libro que recomiendo sin ninguna duda. Es una parte de la historia de un hombre corriente que ha vivido cosas corrientes, pero que nos lleva más allá: te implica en la historia y si sigues cada una de las palabras como se merece marca la diferencia. Un libro que se puede leer cada cierto tiempo, aunque sólo sea como estímulo para plantearnos dónde estamos y si queremos seguir estando en ese lugar.
(Leer AQUÍ la reseña completa)

Gracias por tu atenta lectura, Belén.

domingo, 13 de enero de 2013

Norteamérica profunda, por Juan Carlos Márquez


Editorial Salto de Página. 95 páginas. 1ª edición de 2008, ésta de 2012.
Prólogo de Jon Bilbao.

En diciembre de 2012 Pablo Mazo, editor de Salto de Página, me escribió un correo comentándome que a Juan Carlos Márquez (Bilbao, 1967) y a él les apetecería enviarme Norteamérica profunda para que lo comentara en el blog. Yo recordaba la portada de ese libro editado hace algunos años por otra editorial y supuse que Salto de página había decidido reeditarlo. Como me resultó bastante interesante el conjunto de relatos de Márquez Llenad la Tierra (reseña AQUÍ) y los libros de Salto de Página me parecen muy fiables, le contesté que sí, que me enviaran el libro.

Con Norteamérica profunda acabé y empecé el año; contiene cinco relatos, y leí cuatro en Nochevieja y el quinto en Año Nuevo (ésta es una de las ventajas de decidir dejar de salir en Nochevieja: al día siguiente puedes leer).

Si bien muchos escritores en nuestra lengua, españoles como Jon Bilbao –el prologuista del libro– o chilenos como Marcelo Lillo, han leído con profusión a los escritores de relatos norteamericanos (Raymond Carver, John Cheever, Tobias Wolff, Sherwood Anderson...) y los han asimilado como influencias claras en sus poéticas cuentísticas, el juego que propone Juan Carlos Márquez en este libro va más allá: no pretende escribir un libro de relatos asumiendo que es un escritor de una tradición foránea que recrea las formas norteamericanas pero acercándolas a contextos geográficos o humanos conocidos por él, sino que se plantea escribir un libro de relatos norteamericano como si él fuese un escritor norteamericano, con personajes norteamericanos, en ciudades norteamericanas, etc.
El resultado es plenamente creíble pero, como comentaré a continuación, Norteamérica profunda no deja de ser un libro de relatos norteamericano escrito por un español, que además de conocer perfectamente la tradición con la que se mimetiza también plantea algunos distanciamientos irónicos de ella y dedica más de un guiño al lector español mediante la ironía y la complicidad cultural de saber que nosotros (los lectores) sabemos cómo es la Norteamérica que Márquez conoce: la misma que la nuestra, filtrada a través de los mismos libros, las mismas series o películas, la misma música...

Además no sólo cambia Márquez de tradición literaria para escribir este libro, sino que además lo hace, en más de una ocasión, de época. Así, el primer relato, Delawere, nos acerca a los primeros colonos y a sus problemas con los indios; un cuento narrado por un adolescente que se cierra con una bellísima y reveladora imagen final. Un relato que en su primera frase nos habla de yardas y no de metros, marcando los derroteros lingüísticos por los que circula la escritura de estos relatos.

El segundo cuento, Memphis, narrado en tercera persona, nos acerca a una historia carcelaria, cuyo tiempo narrativo se sitúa tras la Segunda Guerra Mundial. Me llama la atención el cambio de registro respecto al primer cuento: ahora Márquez elige un tono antipoético y crudo, de frases más cortas y afiladas. Por ejemplo, leemos en la página 29: “Lluvia de barro. Toda esa mierda”, o “Habían servido juntos en la guerra. Se había salvado el culo en más de una ocasión”, en la página 30.
Tras este comienzo, que imita a las traducciones españoles de libros carcelarios norteamericanos, con su jerga traducida, en la página 31 el autor introduce lo que antes he denominado guiños al lector español: Así escribe: “Los emparedados de crema de cacahuete”. Quiero centrarme en esa palabra, emparedados: ningún traductor español del inglés va a traducir sándwich como emparedad;  esta palabra que no se usa nunca en España, los españoles de más de 30 años la recordamos por los dibujos animados norteamericanos doblados por puertorriqueños o mexicanos, que veíamos en la televisión de los años 80. Leo emparedados y pienso en Popeye; como imagino que le ocurre a Márquez, y estos han sido los filtros a través de los cuales nos llega la Norteamérica que los dos tenemos en la cabeza, asimilada ya como propia.
En la misma página 31 leemos: “Y cada mochuelo volvió a su olivo”, expresión que no puede ser más española.
Y tras la sonrisa que me producen estos juegos lingüísticos, Memphis avanza con el ritmo propio de un gran relato, con un trabajado cierre epifánico.

El tercero, Bloomington, narrado por un adolescente neoyorquino trasladado al campo, parece un homenaje a Tobias Wolff. Y aunque la recreación de la Norteamérica rural y su psicología adolescente me parecen muy bien trazadas, sigue habiendo guiños al lector español; así, en la página 48 se habla de “revistas de destape”, un término muy propio de un español nacido en los 60. En este cuento se habla también de “urracas”, un pájaro que creo que no había oído nombrar a ningún escritor norteamericano; pero lo acabo de buscar en internet: este pájaro, para mí tan mediterráneo, también vive en el Oeste norteamericano.
De nuevo otro gran cuento con un emocionante final.

Es posible que el siguiente, Saint-Raphaël, por ser el más osado sea el que me ha pareció mejor de todos. En él, Márquez se propone superar un nuevo grado de dificultad: escribir un relato como si fuese un escritor norteamericano que intentase pasar por europeo, y aun hablando de personajes norteamericanos sitúa la acción en Europa. El narrador, un noble decadente, parece una creación de Henry James o de Edith Wharton, o incluso de un Scott Fitzgerald que no alcanzase a comprender qué diferencia a los ricos o a los nobles del resto de los mortales.

Y el quinto, Churchill, está narrado por un bateador profesional que realiza un viaje al Norte para contemplar la aurora boreal junto a su novia enferma de cáncer.
En este cuento, como en todo el conjunto en realidad, me ha llamado la atención la capacidad de Márquez para recrear detalles (geográficos, humanos, locales...); así, escribe en la página 83: “Podía batear una bola franca a más de cien millas por hora”, y me percato del trabajo que lleva crear una labrada miniatura como es cada uno de estos cuentos, el tiempo que hay que dedicar a investigar un deporte como el béisbol para acabar escribiendo dos palabras de lo aprendido, “bola franca”.

Norteamérica profunda me ha gustado más que Llenad la Tierra, porque en este último libro se mezclaban tipos muy diferentes de relatos; y algunos demasiado surrealistas o absurdos generaban una excesiva sensación de extrañeza. Norteamérica profunda me parece un conjunto de relatos muy compacto, muy original en su planteamiento, puesto que el deseo de absorción de otra tradición queda superado por el juego irónico que se establece con el lector; y cada relato es una pieza lograda con gran capacidad para emocionar y sugerir, al estilo de los grandes cuentistas norteamericanos. Si puedo achacar algún problema a este libro es el de hacerse corto; con gusto hubiera leído unos cuantos relatos más de este nivel.

jueves, 10 de enero de 2013

Reseña de Acantilados de Howth en el blog Carmen y amig@s


Dentro de la lectura conjunta organizada por Francisco Portela, del blog UN LECTOR INDISCRETO, llego hoy a la reseña que hace de Acantilados de Howth Carmen, del blog Carmen y amig@s. En ella Carmen escribe: “Acantilados de Howth es una novela bien construida, muy amena en su profundidad, con escasos diálogos, con un personaje al que da pena dejar a su suerte,... una novela sin duda muy muy recomendable”.
(Leer AQUÍ la reseña completa)

Gracias por tu atenta lectura, Carmen.

domingo, 6 de enero de 2013

El premio Herralde de novela, por Jordi Bonells


Editorial Funambulista. 186 páginas. 1ª edición de 2012.

La primera vez que supe de la existencia de esta novela fue en el espacio correspondiente a los comentarios de una entrada en el blog La medicina de Tongoy. Allí alguien interpelaba a los contertulios habituales: ¿Habéis leído El premio Herralde de novela de Jordi Bonells? Frase que yo interpreté literalmente: en algún momento, alguien llamado Jordi Bonells, presumiblemente en los años 80 o 90, había ganado el premio Herralde de novela y esa persona lo estaba reivindicando; porque la otra hipótesis que vino a mi mente la deseché de inmediato: un tal Jordi Bonells acababa de ganar el premio Herralde de novela y yo aún no me había enterado. No podía ser, el Herralde se falla en noviembre y debíamos de estar en abril. Algo después supe que El premio Herralde de novela era el título de la novela de un escritor llamado Jordi Bonells (Barcelona, 1951), y que no estaba publicada en Anagrama sino en la editorial Funambulista. Uno de esos nombres que tenía en mi lista de editoriales pendientes. Ya les he echado un ojo también a dos autores que tienen en catálogo de Ecuador, país del que no he leído a nadie, y dado mi interés por la literatura hispanoamericana y mi pasión por las colecciones, la completitud y las listas, me gustaría acercarme a alguno de ellos.

Busco información sobre Jordi Bonells y, aunque hasta la publicación de este libro no me sonaba su nombre, me empieza a parecer alguien interesante: finalista del premio Herralde en 1988 con su novela La luna, y por tanto autor publicado en Anagrama (lo que para mí siempre ha sido una credencial), que además en algún momento decide dejar de escribir en español para hacerlo en francés, idioma en el que publica originalmente dos novelas –La segunda desaparición de Majorana y Dios no sale en la foto–; y del que Funambulista ha publicado otra novela titulada Esperando a Beckett, autobiográfica, como acaba resultando ser El premio Herralde de novela.

Ya se nos avisa en El premio Herralde de novela que hay ciertos temas sobre su pasado en los que el autor no va a indagar más, puesto que ya lo hizo en su anterior libro Esperando a Beckett. En la presente novela Bonells se plantea inicialmente recordar a los hijoputas de su vida, que son tres: un profesor del colegio; un abuelo al que apenas conoció, pero cuya huella ha dejado marcada a su madre y a sus tíos; y un alemán para el que trabajaba su padre como chofer (un nazi de verdad). Y este recuento de hijoputas lo entiende como motor –o catalizador– de su vocación literaria: “La pasión por los libros necesita un elemento catalizador para que se transforme en vocación o en decisión de ser escritor. Ese catalizador es, en muchos casos, la hijoputez. Sí, la hijoputez es un motor literario sin par. Si de pequeño un hijoputa se te cuela en tu vida, cagaste. Y si son más de uno (es mi caso) cagaste más. Aunque si luego vas a ser escritor, acertaste. Quizá una cosa vaya con la otra. La escritura está servida” (pág. 25).

Esta excusa narrativa le sirve a Bonells para hablarnos de parte de su familia: quizás los personajes de dos de los tíos maternos, uno marino y el otro atracador de bancos y posteriormente profesional de la lucha libre, sean las construcciones más intensas del relato; y en ellos dos, en los modelos de huida de la hijoputez que ve en ellos, el autor intenta indagar sobre su propia vocación literaria.

La novela es en gran parte autobiográfica y se acerca al ensayo y las memorias; sin dejar de lado la reflexión metaliteraria; la digresión –entendida en su más amplio sentido de divagación– domina el discurso narrativo.
El estilo abunda en coloquialismos y frases hechas; por ejemplo: “Este tío está pirao, deben estar pensando los que leen esto” (pág. 14); “En cuanto se puso fuerte, cogió el toro por los cuernos” (pág. 64); “Oscilar entre la desesperación y la infelicidad es salirse de Málaga y meterse en Malagón” (pág. 130). Pero esto no debe entenderse como falta de recursos o de trabajo del texto; en realidad el estilo de Bonells trata de imitar las divagaciones del discurso oral, y por ello también incide en las frases cortas, y a veces en un discurso entrecortado, marcado por un exceso de puntos; por ejemplo: “Me abrió una ventana. Una janela, como diría Pessoa. Me gusta esa palabra en portugués. No sé por qué. Suena bien. Una nueva manera de ver las cosas. La vida. El mundo. De verme a mí mismo. A los demás. Por esa janela. Hasta entonces había sido la mar de extraño tener un tío cuya sola existencia era un nombre y encima pronunciado a hurtadillas. Fascinante incluso. Me había acostumbrado a ello. Me tuve que desacostumbrar. A aquella fascinación” (págs. 90-91). Y este estilo aparentemente antiliterario se convierte en profundamente literario por dos hechos fundamentales: el fuerte sentido del ritmo y por un recurso de lógica –o contralógica– del lenguaje que constituye el corpus principal del discurso: la contradicción, el enunciado lógico que se niega a sí mismo en la continuación del discurso: “Comprendí lo que hoy en día los psicólogos llaman el double bind, el doble vínculo o la doble atadura o la doble no sé qué y que Wittgesnstein ilustró a su manera. ¿En qué consiste? Pues es la mar de sencillo. Muy a menudo, en una situación determinada, sólo nos quedan dos opciones: la primera conduce a lo que queremos evitar; la segunda a renunciar a lo que queremos obtener. En esas he estado yo a lo largo de toda mi vida” (págs. 17-18).

Los pensamientos vertidos en el libro suelen enunciar una idea principal, que en las siguientes frases o en las subordinadas a la frase principal, se niega, y luego se matiza esa negación; así que lo que en algún momento nos pudo parecer un discurso deslavazado (uso de frases hechas y vocabulario coloquial, frases ilógicamente entrecortadas por puntos innecesarios, divagaciones...) se eleva hasta el discurso literario por medio de la sutilidad de pensamiento que impone el ritmo de la negación de premisas principales, y en todas sus contradicciones (la alta y baja cultura, lo coloquial y lo culto...) queda reflejada la personalidad del autor convertido en personaje; quien de su primer hijoputa –y por tanto catalizador de su literatura– aprende una lección fundamental: “La lógica que nos inculcó se basaba en lo siguiente: te arreo porque haces lo que haces... y cuidado con no hacerlo porque te arreo. Así no había manera. Aquél fue mi único maestro” (pág. 16).

En la temática obsesiva y repetitiva existe una clara influencia de la obra de Thomas Bernhard, al que se cita explícitamente en el libro: “A Thomas Bernhard, en cambio, lo leo desde hace tiempo” (pág. 106); y en el gusto por la cita literaria me ha recordado a las divagaciones de Enrique Vila-Matas, al que también se cita en la novela.

Y como leitmotiv la obsesión por ganar el premio Herralde de novela, o más bien por no ganarlo, por ser el mejor no-ganador del premio Herralde de novela, un premio que Bonells siente que Jorge Herralde creó para tenerle a él siempre escribiendo y no ganándolo. “Para ser un escritor de verdad, hay que querer ganar un premio y no ganarlo nunca” (pág. 116).

Los tíos de Bonells, el profesor, la madre, su vida en Francia, en Argentina, las lecturas... son todas divagaciones autobiográficas que se rompen en el último tramo del texto, cuando el narrador nos habla de su vida y la de su familia tras su muerte (en un último juego de contradicciones).

Hasta hace no mucho no conocía de nada a Jordi Bonells y me ha gustado realmente encontrarme con él, con un escritor de la generación de Enrique Vila-Matas o de Javier Marías, que creo que debería ser más conocido, una figura más próxima a los autores citados. Me he quedado con ganas de leer más libros de él, al menos Esperando a Beckett, y conocer así la historia del tercer hijoputa de su vida, el nazi de verdad.

(Nota: estuve a punto de incluir este libro entre las diez mejores lecturas de 2012, y al final Alfredo Bryce Echenique ocupó el puesto que faltaba. Pero, ¿qué mejor homenaje a esta novela que crear una lista para no incluir a Bonells?, lo que en el fondo es la mejor forma de incluirlo.)

jueves, 3 de enero de 2013

Reseña de Sonia Iglesias sobre Acantilados de Howth




Dentro de la lectura conjunta de mi novela Acantilados de Howth, organizada por Francisco Portela del blog UN LECTOR INDISCRETO, llego hoy a la reseña escrita por Sonia Iglesias, que quedó colgada en el blog de Francisco Portela. 
Lógicamente los lectores buscamos cosas diferentes en los libros, y Sonia –escritora de novelas históricas- comenta sobre Acantilados de Howth: “Debo apuntar que la narrativa contemporánea a estos niveles no es lo que más me gusta leer, entre otras cosas porque me es tan cotidiana que me siento como con "sobredosis de realidades varias", lo cual no impide valorar como se merece esta novela.
Y a continuación añade: “A muchos lectores que aprecian la calidad de narración por encima de la argumentación les recomiendo Acantilados de Howth sin duda alguna.”
 Por supuesto, para mí –que lo que deseo es reflejar en mis libros esa sobredosis de realidad de la que habla Sonia- el verdadero elogio es el primero.
(Reseña completa AQUÍ)

Gracias, Sonia.