domingo, 31 de octubre de 2021

Los recuerdos del porvenir, por Elena Garro


Los recuerdos del porvenir,
de Elena Garro

Editorial Joaquín Mortiz. 286 páginas. 1ª edición de 1963; ésta es de 2017.

 

En el verano de 2017 pasé quince días de vacaciones en México. Ciudad de México era una metrópoli con unas librerías enormes y preciosas, y me traje de vuelta a casa la maleta llena de libros. Muchos de ellos aún no los he leído. Ya he contado más de una vez que acabo sucumbiendo con frecuencia a la tentación de la novedad literaria. Le solicito libros a las editoriales ‒que ellas me mandan‒ y acabo priorizando estos envíos a los libros que tengo en casa comprados. Este despropósito me conduce a que grandes novelas como Los recuerdos del porvenir de Elena Garro (Puebla, México, 1916 – Cuarnavaca, 1998) se queden demasiado tiempo en mis estanterías de libros por leer.

Ahora, además de las reseñas escritas, también llevo un canal de vídeo reseñas, y para él grabo, de vez en cuando, comentarios mostrando los libros que he leído de países latinoamericanos. Grabar el vídeo sobre la literatura mexicana me hizo tomar conciencia de la gran cantidad de libros de allá que tengo sin leer, y este fue el detonante para que definitivamente me pusiera con Los recuerdos del porvenir.

 

Además del tema comentado de las novedades literarias, ha habido más motivos que me han hecho retrasar la lectura de este libro: me lo recomendó que lo comprara, cuando hacíamos turismo de librerías en México, mi amigo mexicano el escritor Federico Guzmán, que entonces no me acabó de transmitir demasiado entusiasmo por él. Creo que, por esos días, Federico estaba algo desencantado de la literatura mexicana. Y además, está el tema del canon; a mí no me sonaba de nada el título de Los recuerdos del porvenir como el de un libro prestigioso de la narrativa latinoamericana de la época del boom o el preboom. Luego hablaré de este submundo de los prejuicios.

 

Los recuerdos del porvenir sitúa su acción en los años posteriores a la revolución mexicana, que tuvo lugar en México en la década de 1910. Los jóvenes Moncada (apellido de la familia protagonista del libro) recuerdan que de niños los ocultaban en la carbonera de la casa cuando entraba a su pueblo Emiliano Zapata. El tiempo está marcado de una forma más precisa en la segunda parte de la novela, cuando se habla de las guerras cristeras, que tuvieron lugar en México entre 1926 y 1929. Al final de la novela se va a dar el dato de que la historia acaba en 1927, y lo más lógico es suponer, por tanto, que la acción narrada en Los recuerdos del porvenir transcurre, más o menos, entre 1926 y 1927.

 

Un primer elemento de la narración que me desconcertó fue que, en la primera página, no tenía claro quién era el narrador. Pronto descubrí que era Ixtepec (que en idioma náhuatl significa algo así como «En la superficie del cerro»), el pueblo en el que transcurre la acción. He buscado Ixtepec en internet, y existe realmente; está en el sur de México, en el estado de Oaxaca. En más de una ocasión el propio narrador habla de «mis calles» o «mis gentes», pero en otros momentos parecen ser estas gentes del pueblo las que toman la palabra y el narrador se transforma en un «nosotros» genérico. Estaba pensando en dejarlo para el final de la reseña, pero creo que lo voy a decir ya: de forma inmediata la creación de este narrador en singular, que es un pueblo, y en plural, que serían los habitantes de este pueblo, me ha hecho pensar en El otoño del patriarca de Gabriel García Márquez, novela publicada en 1975. Aquí hay también un «nosotros» genérico que describe la caída de un dictador, un «patriarca», y al final de cada capítulo el «nosotros» se descompone en un «yo» innominado. Pero no solo empiezo a pensar durante las primeras páginas de Los recuerdos del porvenir en El otoño del patriarca sino que también aparece en mi mente Cien años de soledad. Esta novela emblemática de la narrativa latinoamericana se publicó en 1967, y García Márquez la escribió cuando vivió en Ciudad de México. Doy por seguro que leyó unos años antes Los recuerdos del porvenir y que esta novela influyó de un modo profundo en su narrativa. El escritor que había publicado La hojarasca en 1955, El coronel no tiene quien le escriba en 1961 y La mala hora en 1962, será un escritor diferente en 1967, cuando publique Cien años de soledad y en 1975, cuando aparezca El otoño del patriarca. Ha sido un escritor que ha tratado de escribir con la aparente sencillez de la narrativa norteamericana, representada por Ernest Hemignway, y luego va a ser un escritor más exuberante, que usa lo «real maravilloso» para desbordar sus narraciones sobre familias decadentes. Entre medias ha sufrido un proceso de transformación. En gran medida, diría que ese cambio se ha debido a la lectura de Los recuerdos del porvenir de Elena Garro. En su novela, Elena Garro nos presenta a la familia Moncada, del pueblo de Ixtepec, y desde el comienzo sabremos que es una familia destinada a desaparecer, porque su narrador (el propio pueblo) narra desde un punto indefinido del futuro y va adelantando información, buscando el interés y la intriga del lector. El lector de Cien años de soledad ya estará viendo algunos paralelismos entre las dos novelas. Además, Elena Garro juega con el recurso de la hipérbole para caracterizar a algunos de sus personajes. Y este es un antecedente claro de lo que luego va a ser llamado el «realismo mágico». Por ejemplo, Juan Urquizo, en la novela de Garro, tras la muerte de su mujer pasa por Ixtepec dos veces al año, ya que realiza a pie un viaje circular, sin fin, en el que pasa por Ciudad de México y luego se acerca a la costa. En otro momento de la novela no para de llover durante días en Ixtepec, algo que todos sabemos que unos años después va a ocurrir en Macondo. El tiempo se describe en Los recuerdos del porvenir de una forma circular, el narrador adelanta sucesos, vuelve atrás, se habla de «los recuerdos del futuro», etc., de un modo similar al que usará García Márquez en más de una de sus obras. El amor además mueve a los personajes en la novela de Garro con la fuerza hiperbólica de un embrujo, algo muy del gusto del segundo García Márquez también. En las descripciones de Garro se incide de forma poética en los colores y los olores de la fauna y la flora locales, otra de las formas que usará García Márquez para caracterizar a Macondo. Incluso, la cadencia de las frases de Garro suena a García Márquez. Dejo aquí un párrafo de ejemplo:

 

«En esta calle hay una casa grande, de piedra, con un corredor en forma de escuadra y un jardín lleno de plantas y de polvo. Allí no corre el tiempo: el aire quedó inmóvil después de tantas lágrimas. El día que sacaron el cuerpo de la señora de Moncada, alguien que no recuerdo cerró el portón y despidió a los criados. Desde entonces las magnolias florecen sin nadie que las mire y las hierbas feroces cubren las losas del patio; hay arañas que dan largos paseos a través de los cuadros y del piano. Hace ya mucho que murieron las palmas de sombra y que ninguna voz irrumpe en las arcadas del corredor. Los murciélagos anidan en las guirnaldas doradas de los espejos y “Roma y Cartago”, frente a frente siguen cargados de frutos que se caen de maduros. Sólo olvido y silencio. Y sin embargo en la memoria hay un jardín iluminado por el sol, radiante de pájaros, poblado de carreras, y de gritos. Una cocina humeante y tendida a la sombra morada de los jacarandaes, una mesa en la que desayunan los criados de los Moncada.» (páginas 10-11)

 

En la primera parte de la novela, lleva a Ixtepec el general Francisco Rosas, que fue villista, pero acabó traicionando a Pancho Villa. Él y sus acólitos, vendrán acompañados de sus queridas y no tardarán en instaurar un régimen de terror en Ixtepec, donde no será infrecuente ver a campesinos colgados de los árboles. En gran medida la rabia de Francisco Rosas procede de su amor desbocado por Julia, la mujer que llegó con él en tren y a la que mantiene encerrada en el hotel de Ixtepec, porque no puede aguantar que otros la vean o que ella pueda hacer mínimamente su vida. La tensión irá aumentando, hasta que la primera parte acabe en un desborde mágico o quizás simbólico. El lector tendrá que elegir la verdad que prefiera.

En algunas páginas, la relación entre los hermanos Moncada me ha recordado a la de los adolescentes de El siglo de las luces de Alejo Carpentier, novela que se publicó en 1962 y que, tal vez, Garro pudo haber leído antes de acabar su libro.

 

En la segunda parte la tensión narrativa vendrá marcada por la declaración de las guerras cristeras por parte del gobierno y cómo la persecución religiosa guiará el destino de Ixtepec y sus habitantes.

Los recuerdos del porvenir entra también en la tradición latinoamericana de las novelas de dictadores, puesto que una de sus bazas es la de denunciar los abusos de poder del general Francisco Rosas. Además denuncia el racismo contra los indios y la mala posición social de las mujeres. Los recuerdos del porvenir es, por tanto, una novela muy moderna.

Otra de las grandes novelas de la revolución es Cartucho de Nellie Campobello, otro libro que quedó arrumbado del canon y que se ha empezado a rescatar en los últimos años. Quizás tanto Nellie Campobello como Elena Garro quedaron fuera del canon por una simple cuestión machista, o tal vez éste sea una análisis que se quede corto, puesto que en el caso de Garro también hay algún asunto político, ya que cayó en desgracia en 1968, cuando tras la matanza de Tlatelolco se posicionó del lado del gobierno y acusó a otros escritores e intelectuales de haber estado detrás de los movimientos estudiantiles.

 

En cualquier caso, lo importante, más que hablar de la vida privada de la escritora, es destacar la gran novela que es Los recuerdos del porvenir, una de las grandes novelas latinoamericanas del siglo XX.

domingo, 24 de octubre de 2021

Tiempo ordinario, por Eduardo Laporte

 


Tiempo ordinario, de Eduardo Laporte

Editorial Papeles Mínimos. 135 páginas. 1ª edición de 2021.

 

A principios de 2018 leí Diarios (2015-16), que Eduardo Laporte (Pamplona, 1979) publicó en la editorial navarra Pamiela, y ahora, tres años después, publica su siguiente entrega diarística en la madrileña Papeles Mínimos. Pensé que para adentrarme en Tiempo ordinario, podía ser una buena idea releer sus Diarios (2015-16) a modo de prólogo. Y así lo he hecho a principios de septiembre. Si el primer tomo de los diarios acaba con el año 2016, Tiempo ordinario empieza en enero de 2017, enlazándose perfectamente un libro con otro. Así que opino, desde ya, que ha sido un acierto refrescarme la primera entrega para adentrarme en la segunda.

 

En el prólogo de Diarios (2015-16), el escritor Miguel Ángel Hernández apunta que la existencia de R., una chica con la que Laporte mantiene una relación sentimental intermitente durante el tiempo de la narración, acaba dando al diario continuidad narrativa. R. ha desaparecido de Tiempo ordinario y, por tanto, más que incidir en la idea de «continuidad narrativa» Laporte se adentra en estas páginas en la composición a base de apuntes, notas, reflexiones, aforismos…

Yo he leído algunos diarios famosos de escritores, como La tentación del fracaso de Julio Ramón Ribeyro o El oficio de vivir de Cesare Pavese, pero en realidad no soy ningún gran lector de diarios. Sin embargo, diría que en la literatura española actual hay dos modelos fundamentales de escritores de diarios: el de Andrés Trapiello y el de Iñaki Uriarte. Laporte se encuentra, por lo que sé ‒y vaya por delante que comento esto sin haber leído ni a Trapiello ni a Uriarte‒ más conectado con la forma de hacer diarios del segundo. Más que reflexionar sobre los hechos concretos de su propia vida, y las personas que le rodean, Laporte apuesta por el apunte mínimo que trata de sacar brillo a situaciones cotidianas, a rincones sobre los que difícilmente se fija uno a primera vista. «Valoro cada vez más el tiempo ordinario. Podría ser un buen título para estas notas. Tiempo ordinario, un periodo de felicidad tranquila, mesetaria, en la que aflora el silencio y por tanto la vida.», leemos en la página 44.

 

A algunos temas que Laporte abrió en Diarios (2015-16) se les da continuidad en Tiempo ordinario: por ejemplo, Laporte parece sentir un interés adulto y nuevo por la religión y esto le lleva a visitar iglesias y acudir a varias misas. También se produce la repetición de alguna referencia; por ejemplo, en la página 11 leemos: «Decía Humboldt que sentía que le perseguían diez mil cerdos y que, solo lanzándose a la aventura, al viaje, fernweh, se calmaban. Es posible que me persiga algún cerdo que otro, privándome de un verdadero descanso. Los proyectos en curso, mal acometidos, tienen algo de porcinos acechantes que amenazan la paz al tiempo que te dan la vida.», esta comparación con los «diez mil cerdos» de Humboldt también aparece en Diarios (2015-16).

 

Si, como su propio título indica, Diarios (2015-16), se desarrolla durante un periodo de dos años, Tiempo ordinario abarca cuatro. Como no hay anotaciones temporales en las entradas, que suelen ser cortas, a veces no he detectado el paso de un año a otro. He notado en la nueva entrega una mayor depuración en las reflexiones seleccionadas. Aunque a veces se cuelan aquí algunos temas de actualidad, como el procés catalán, la intención de Laporte es que la actualidad no ocupe casi espacio en sus páginas.

 

Me ha resultado curiosa una entrada del diario en la página 62-63; es ésta: «Escribe Olmos en su blog que le gustaron en general los diarios de Uriarte, pero que hubo algo que le irritó y que solo con el tiempo detectó qué era: el tono progre. Si bien el autor reconocía que se pone guapo y que añade coquetería intelectual a sus escritos ‒como hacemos todos‒, ese alinearse a lo progre acabaría resultado sospechoso. Porque nadie es progre las veinticuatro horas del día y menos en la intimidad.» Diría que a partir de aquí, esta anotación más o menos se encuentra en mitad del diario, Laporte parece tomarse en serio esta reflexión de Alberto Olmos y hace algún comentario antiprogre en sus páginas, algún comentario con más maldad que la que estaba dejando ver hasta ahora.

 

Cuando comenté Diarios (2015-16), dije que Laporte usaba algunas palabras de moda en las redes por esos días, como «cipotudo» o «patulea», y esto ya ha dejado de hacerlo. También dije, al comentar el diario pasado, que no me acababan de gustar algunas expresiones hechas que usaba, como «se pasaron siete pueblos en su aplicación», «meter cuña» o «sueltan su chapa», y, no sé si me habrá hecho caso, como parecer habérselo hecho a Olmos, pero estas expresiones que afeaban un tanto la que, en general, es una prosa elegante y cuidada han desaparecido.

El lenguaje de Tiempo ordinario me parece más depurado que el de la entrega anterior, con una buena carga poética y reflexiva. Por ejemplo, me ha gustado esta entrada: «Un rayo de sol se coló en el banco, en una sucursal del paseo de las Delicias. Le caía al cajero en el rostro, dibujando un zigzag como de David Bowie, pero él no se apartaba. “Solo ocurre unos días al año, con el solsticio de invierno”. Un diario debería estar poblado de imágenes como esas.» (pág. 37)

 

Ya he comentado que es difícil seguir la pista a las actividades de Laporte en los diarios, pero al final se acaban filtrando algunos datos: cambios de residencia, oficios que ha de tomar para complementar el dinero ganado con el periodismo, etc.

 

En gran medida las entradas de este diario, que no suelen pasar de media página, acaban teniendo la densidad de un poema. Quizás si Laporte hubiera decidido probar con la poesía cortando sus frases, Tiempo ordinario se podía haber vendido como un poemario. Me he dado cuenta de que la sensación final que he tenido al terminar el libro ha sido la misma que al leer un buen poemario. Un poemario reflexivo y melancólico, porque estos adjetivos que ya servían para calificar las entradas de Diarios (2015-16) se vuelven en esta nueva entrega más pertinentes.

 

Cuando comenté los Diarios (15-16) ya dije que me había parecido que Laporte hablaba de mí en una entrada, pero que se trataba de una falsa alarma. En Tiempo ordinario creo que sí he encontrado, hacia el final, unas palabras en las que está hablando de mí, sin nombrarme. Serían estas: «Decirle a un autor cuyo libro te gustó que te has olvidado de incluirlo en tu lista de mejores libros del año es peor que haberlo olvidado. Callo» (pág. 133). Creo que el libro era mi novela Caminaré entre las ratas, y he de decir que al final sí que me lo contó. Y me gusta pensar, aunque sea por un olvido, que aparezco en este bello diario.

 

Tiempo ordinario es el tercer libro que leo de Eduardo Laporte, después de La tabla y Diarios (15-16). Además sé que ha publicado la novela Luz de noviembre por la tarde, en la que hablaba sobre la prematura muerte de sus padres. La tabla era una investigación periodística sobre un exalumno de su colegio que estuvo treinta horas perdido en el mar agarrado a una tabla de windsurf. Me parecía curioso que Laporte no hubiera publicado nunca una novela de ficción pura y en Tiempo ordinario se enumeran los títulos de una bibliografía fantasmal: todas las novelas de ficción que ha escrito, pero que no ha visto publicadas. Diría que en un libro tan bello y reflexivo como Tiempo ordinario es donde Eduardo Laporte ha encontrado realmente su tono. He disfrutado mucho de este libro, y añadiría más: he disfrutado más de la relectura de Diarios (15-16) que lo que recordaba haber disfrutado de su lectura. Me ha gustado la experiencia de leer estos dos libros seguidos. Auguro que, cuando en algún momento del futuro, se puedan publicar todos los diarios de Laporte juntos, como ocurre con los de Iñaki Uriarte, éste a ser un gran libro.

 

domingo, 17 de octubre de 2021

ESPECIAL 4.000 SUSCRIPTORES EN MI CANAL DE YOUTUBE

En mi canal de TouTube, David Pérez Vega - Bienvenido, Bob, he llegado a los 4.000 suscriptores y he grabado un vídeo hablando de mis lecturas de la adolescencia, los libros que leí entre los 14 y los 19 años. Principalmente leía por entonces ciencia ficción y terror. Aquella fue la época de leer a Isaac Asimov, Stephen King, H. P. Lovecraft, Philip K. Dick...


Si te apetece ver este vídeo PINCHA AQUÍ.




domingo, 10 de octubre de 2021

Filek, el estafador que engañó a Franco, por Ignacio Martínez de Pisón

 


Filek, de Ignacio Martínez de Pisón

Editorial Seix Barral. 284 páginas. 1ª edición de 2018.

 

Durante una temporada leí muchos libros de Ignacio Martínez de Pisón (Zaragoza, 1960); entre los que recuerdo están La ternura del Dragón, Alguien te observa en secreto, El fin de los buenos tiempos, Carreteras secundaras y Enterrar a los muertos. Es posible que me haya dejando algún título por el camino; si no recuerdo del todo mal, también leí Antofagasta. A veces me pasa, leo muchos libros casi seguidos de un autor, pero luego no le acompaño con sus nuevas obras. Creo que en el caso de Martínez de Pisón influyó algo tan etéreo como su cambio de editorial de Anagrama a Seix Barral, y que también me resulta imposible seguir las carreras de todos los autores por los que sentí interés y simpatía en un momento concreto. 

 

En la Feria del Libro de Madrid de 2018, uno de los últimos días estaba caminando por el paseo de Coches del Retiro y en una de las casetas de la entrada vi a Ignacio Martínez de Pisón contemplando el paisaje sin ningún lector al que firmar un libro. Aquello, como otras veces, me pareció una terrible injusticia, porque había pasado por casetas con colas inmensas para conseguir la firma de un youtuber, que ni siquiera habla de libros, o de un presentador de la televisión, escritor sedicente. Y allí estaba un escritor de verdad como Martínez de Pisón solo. Me acerqué a él y le recordé algunos de nuestros breves encuentros en ferias pasadas y le compré Filek, El estafador que engañó a Franco. Por esa época yo había empezado a escribir una novela de no ficción sobre la guerra civil, y el tema de su nuevo libro me interesaba.

 

Ya en Enterrar a los muertos (2005), Martínez de Pisón había escrito una novela de investigación sobre la guerra civil. En este caso trató de esclarecer el asesinato de José Robles, amigo del escritor John Dos Passos, una novela en la que también aparecía Ernest Hemingway.

En una primera página introductoria de la nueva novela, el autor nos dice que la primera vez que se encontró con Filek fue leyendo Franco, caudillo de España de Paul Preston. La historia de Filek apenas ocupaba allí diez líneas, que fueron suficientes para azuzar su curiosidad. Como nadie se había hecho cargo de esta historia, que Martínez de Pisón consideró que merecía la pena ser contada, empezó a investigar en archivos y registros públicos siguiendo el esquivo rastro de Albert von Filek, nacido en 1881 en un pueblo del antiguo Imperio austrohúngaro, y que apareció por primera vez en Madrid en 1931, justo cuando se estaba proclamando la Segunda República. Me ha gustado leer las palabras de Martínez de Pisón sobre todos los novelistas que conoce y que hablan del fin del Imperio austrohúngaro, en el que Filek sirvió como militar.

«Ésta es una historia de claroscuros en la que con frecuencia hay menos claros que oscuros», escribe Martínez de Pisón en la página 26, una idea que se repetirá en alguna otra página del libro.

 

Al final de la novela existe un apéndice con nota, que el autor ‒o los editores‒ han decidido colocar ahí para no cargar al libro con muchas llamadas de atención a pie de página. En este apéndice el lector podrá dar fe del exhaustivo trabajo de investigación que Martínez de Pisón ha llevado a cabo para tratar de acercarse a cualquier dato que le pueda hacer acercase a la escurridiza vida de Filek, que no deja de ser un estafador de tres al cuarto, pero al que su megalomanía y audacia le llevó a tratar de engañar al mismo jefe militar de un país en el que era extranjero. Esta búsqueda sobre la vida de Filek va a llevar a Martínez de Pisón, y al lector con él, a dar un repaso a algunos de los episodios más turbulentos del siglo XX: Primera Guerra Mundial y caída del Imperio austrohúngaro, guerra civil española, cárceles españolas, Segunda Guerra Mundial…

 

Ya casi en el último párrafo del libro, el autor nos dará un apunte muy significativo: «los sitios son muy importantes en esta historia (…). De hecho, la historia de Filek es sobre todo la de los lugares por los que pasó: las casas en las que vivió, los edificios en los que captó a sus víctimas o consumó sus estafas, las cárceles en las que estuvo encerrado. De muchos de esos lugares desaparecía sin dejar rastro, y muchos de esos lugares han desaparecido también sin dejar rastro.» (pág. 260)

Durante la Segunda República, Martínez de Pisón puede descubrir que Filek se dedicaba a embaucar a pardillos con los que acudía al Registro de la Propiedad para ‒supuestamente‒ conseguir la patente de una gasolina sintética (a base de agua, hierbas y otros ingredientes poco verosímiles) de su invención. Como hay registro de la misma patente (por la que luego Filek no acababa nunca de pagar las tasas) varias veces, con diferentes personas, Martínez de Pisón deduce que Filek en algún momento tenía que pedir dinero a sus víctimas para avanzar con la investigación, montar un laboratorio, etc. Ya había encontrado registro de otros timos anteriores, realizados por Filek, en diversas ciudades europeas.

 

Ya cerca del comienzo de la guerra civil, Filek no tendrá reparos en acercarse hasta el ministerio de la guerra, que dirigía José María Gil-Robles para intentar venderse su supuesto invento. Su error será tratar de hacer lo mismo, cuando cambie el gobierno, con Largo Caballero. En esta ocasión será acusado de espía austriaco y encerrado en las cárceles de la República. Son muy interesantes las páginas que Martínez de Pisón dedica a las sacas y los asesinatos de Paracuellos, ya que Filek vivió esto de cerca al estar preso en la cárcel Modelo. Aquí va a conocer a Ramón Serrano Súñer, el cuñadísimo del que luego va a ser el jefe de Estado, Francisco Franco. Una amistad de la que en el futuro intentará sacar réditos económicos.

 

A diferencia de otras novelas de no ficción, en las que el escritor se convierte en un protagonista más y cuenta sus dificultades para conseguir la información que quiere, como ocurría en El adversario de Emmanuel Carrère, Martínez de Pisón no ha querido entrar de forma directa en la narración, aunque sí hace comentarios del estilo de «no pude conseguir esta información», o bien «ahora quiero especular» o «me imagino a Filek». Las especulaciones imaginativas le sirven al autor para crear un personaje un poco más cercano, porque las limitaciones de una novela de investigación como esta frente a una novela de ficción tradicional son claras: en los registros de sentencias, patentes, paso por cárceles, etc. el carácter o los pensamientos del personaje no quedan dibujados, y así Martínez de Pisón no puede hablar de sus sentimientos, pero sí especular sobre ellos, y este truco narrativa sirve para generar interés en el lector. Si Filek hubiera sido una novela de ficción, el autor no hubiera desaprovechado la ocasión de describir algún encuentro entre el estafador y Franco, que será objeto de un nuevo intento de estafa, pero en la novela de no ficción que tenemos entre manos este encuentro quedará lejano, apenas insinuado.

 

Me gustan, sobre todo, las páginas en las que el autor reflexiona sobre los motivos por los que un personaje como Filek consigue acercarse y engañar al dictador del país. Filek había siempre mostrado sus simpatías por los franquistas y había permanecido toda la guerra en las cárceles republicanas como supuesto espía, lo que le convierte en un «mártir» a ojos del nuevo Caudillo, quien se siente señalado por Dios para llevar a cabo una campaña de regeneración del país. Así que si Dios había elegido a Franco ¿por no se iba éste a beneficiar de un invento maravilloso que solventarse en gran parte los problemas de la autarquía?

Que esta historia tiene una vertiente cómica nos los dice el autor alguna vez, y que Filek «fuera capaz de dejar en ridículo nada menos que al dictador Francisco Franco resultaba incluso admirable», además considera que es posible que sus víctimas iniciales también hubieran pretendido aprovecharse de él, y esto les quita en parte su condición de víctimas. Pero hacia el final del libro, Martínez de Pisón se va a encontrar con una nueva estafa, cuya naturaleza no quiero revelar, y que va a sentenciar su mirada final sobre el personaje que ha decidido perseguir en hemerotecas y archivos.

 

Me ha gustado Filek, me ha parecido que todas las limitaciones que ha mostrado Martínez de Pisón en su investigación conseguían crear un misterio sobre la persona real que fue este sinvergüenza austrohúngaro. El lector, igual que el autor, deseaba que le fuese mostrada la conquista de un nuevo dato, por trivial que este fuese. Y gracias a este hilo conductor, en apariencia nimio, Martínez de Pisón consigue reflejar muy bien los entresijos de una época histórica muy interesante.

 

sábado, 9 de octubre de 2021

¿POR QUÉ NO HEMOS LEÍDO A ABDULRAZAK GURNAH, EL PREMIO NOBEL DE LITERATURA DE 2021?

 He publicado un vídeo en mi canal reflexionando sobre la sorpresa que ha supuesto para todos el nuevo premio Nobel de Literatura, el tanzano Addulzarak Gurnah, y sobre los premios Nobel en general.

¿Sirven para algo? ¿Nos importan de verdad?





domingo, 3 de octubre de 2021

Yo el Supremo, por Augusto Roa Bastos

 


Yo el supremo, de Augusto Roa Bastos

Editorial Alfaguara. 896 páginas. 1ª edición de 1974, ésta es de 2017.

 

Me gustan las ediciones conmemorativas de clásicos de la literatura en español que hace la RAE en colaboración con Alfaguara. Además del libro, con múltiples notas, estas obras cuentas con varios estudios previos y posteriores al texto. En esta colección he releído El Quijote de Miguel de Cervantes y Cien años de soledad de Gabriel García Márquez. Así que cuando en las estanterías de La Central de Callao vi la edición de la RAE de Yo el Supremo de Augusto Roa Bastos (Asunción, Paraguay, 1917-2005) me apeteció comprarlo. En este caso la edición de 2017 conmemoraba que se cumplía un siglo del nacimiento del autor.

 

Hace más de dieciocho años (tiene el precio en pesetas) compré en la Cuesta de Moyano El baldío, un libro de cuentos de Roa Bastos publicado en 1966. El baldío está formado por trece relatos y en aquel momento leí los seis primeros y no continué. Decidí dejarlo para una ocasión futura. Es muy raro que yo deje un libro sin terminar. Recuerdo que aquellos relatos de El baldío me resultaban bastante densos y no los acababa de disfrutar. Posiblemente esto debería haberme dado una pista seria de la que podía ser mi experiencia lectora con Yo el Supremo, pero aun así quise acercarme a este libro. A mí siempre me ha interesado mucho la narrativa latinoamericana y conocía el prestigio de esta novela, una de las más importantes –si no la «más importante»– dentro de la corriente de «novelas de dictador».

 

Dejo los artículos sobre el libro para el final y empiezo con la novela. Ésta comienza con un pasquín encontrado en las puertas de la catedral de Asunción. El pasquín imita el estilo de los edictos de José Gaspar Rodríguez de Francia, que fue dictador de Paraguay entre 1814 y 1840, durante un periodo que se llegó a llamar el de «la Dictadura Perpetua». El doctor Francia es un hombre ilustrado, un afrancesado con una amplia cultura (histórica, filosófica, literaria…), que usa citas de forma continua.

En el pasquín, supuestamente firmado por el doctor Francia, éste pide que su cadáver sea decapitado, y que sus servidores y militares sufran pena de horca. El pasquín es entregado al doctor Francia por su secretario personal, Policarpo Patiño. El Dictador quiere que la letra del pasquín sea cotejada con la de todas las personas que pueden tener algo contra él –según Patiño son más de 8.000– y así encontrar a los culpables.

Estamos en octubre de 1840, el Dictador Perpetuo tiene ya ochenta y cuatro años y le queda poco tiempo para morir. Augusto Roa Bastos escribió esta novela en Buenos Aires, exiliado por la dictadura del general Alfredo Stroessner, y el libro se publicó en esta ciudad en 1974. Roa Bastos, que siempre había sentido fascinación por la figura del doctor Francia, tardó cinco años en escribir su obra más conocida. Al parecer –según he leído en los análisis que acompañan al libro– el doctor Francia sigue siendo un personaje controvertido en la historia paraguaya, puesto que por un lado encarna la creación de Paraguay como una nación moderna, fuera ya del ámbito colonial español, y además consiguió que el territorio del nuevo país no fuera absorbido por Argentina o Brasil, que deseaban que se convirtiera en una más de sus provincias, sin entidad propia, pero por otra parte el doctor Francia también es un dictador, con toda la conducta arbitraria que esto conlleva.

 

La novela comienza con una conversación entre el doctor Francia y su secretario Patiño, como decía. Los diálogos están insertos en el cuerpo del texto y no separados con guiones.

Hay diferentes niveles textuales del discurso en la novela: las conversaciones entre el doctor Francia y Patiño, las conversaciones que el Dictador mantiene con su perro (siendo este un detalle alucinado muy cervantino) o las que el Dictador mantiene con personajes históricos con los que se encontró en el pasado y con los que habla a través de las brumas de la demencia senil. Estos personajes históricos son principalmente líderes de la independencia argentina o brasileña, como Manuel Belgrano o Antonio Manoel Correira de Cámara. También conversará con algunos científicos (sobre todo naturalistas) que vivieron en Paraguay unos años y luego escribieron en Europa libros sobre la aislada dictadura paraguaya, como Amadeo Bonpland.

 

No solo nos encontramos en la novela conversaciones, más o menos oníricas, con estos personajes históricos, sino que Roa Bastos también nos acerca a páginas de un diario que escribe el dictador para su intimidad, con páginas que dicta a Patiño para crear ordenanzas; en total nos encontramos con estas clasificaciones: «Circular perpetua», «En el cuaderno privado», «Cuaderno de bitácora», «Voz tutorial» o «Auto supremo», cada uno de estos tipos de escritura tiene un estilo propio.

Además, por encima de las diversas voces sobrepuestas del Supremo, nos encontramos con la voz de un Compilador, que se identificaría con la voz del propio Augusto Roa Bastos, quien prefiere retirarse él mismo de la propia escritura del texto, sustituyéndose por esta figura del «Compilador» e insinuar que el libro emana directamente del «Pueblo» paraguayo, al que cede la voz. Las notas del compilador aparecen, casi siempre, como texto a pie de página a dos columnas. En la página 287 se produce un salto temporal, que nos lleva desde 1840 hasta 1932 cuando el Compilador recuerda algunos episodios vividos en su escuela elemental, cuando –a través de un compañero– trata de hacerse con una pluma que perteneció al Supremo.

En otros casos, las notas del Compilador a pie de texto sirven para aclararse al lector sobre qué va divagando exactamente el Supremo. En más de una ocasión el discurso de nuestro Dictador casi moribundo se hace errático, principalmente porque trata de justificarse ante sí mismo, ante sus competidores históricos imaginarios, o ante sus compatriotas, las decisiones que tomó en el pasado, para las que siempre encuentra un motivo patriótico y que, en más de un caso, considera poco celebradas o comprendidas. Entonces el Compilador explica el contexto histórico al que se refiere el Supremo, o bien contrasta su discurso con las opiniones (tomadas de libros reales, me parece) de las personas de las que está hablando.

 

En más de un momento, estas notas del Compilador me han servido para no perderme, porque, debo decir desde ya, que Yo el Supremo no es una novela fácil ni cómoda. Ramiro Domínguez señala que Yo el Supremo pone «esmero en soslayar la línea argumental, que elude la forma episódica o acumulativa y por una suerte de collages de elementos estructurales disímiles –drama-novela-crónica-fábula-historia-glosa– desarticula cualquier prenoción de géneros literarios convencionales.» Y quizás aquí se ha encontrado para mí el problema del libro. Si ya de entrada cuesta identificarse con un protagonista que es un dictador ególatra, más aún cuando su discurso es, en la mayoría de las veces, alucinatorio y además se eluden las líneas argumentales. La voz narrativa avanza dando vueltas sobre sí misma, salta de una cosa a otra. En más de un momento me he encontrado fuera del texto, leyendo pero sin saber dónde estaba.

Quizás no me he acercado a este libro en el mejor momento, un libro que requería gran dedicación, un libro que me ha resultado huraño y poco grato para el lector, o al menos poco grato para el lector que he sido yo en el verano de 2020. La novela nos da información sobre personajes que un lector no paraguayo no sabe quiénes son, y esta información no acaba de formar un episodio narrativo cerrado, sino que avanza, retrocede, se habla de otra persona, o el Compilador le tiene que contar al lector sobre quién está hablando el Supremo, porque el propio Compilador (o el escritor) debe entender que el lector no sabe sobre qué o quién está recibiendo información.

El lenguaje de la novela está muy trabajado; Roa Bastos juega a insertar palabras guaranís en su culto castellano, y además usa términos inventados. Al final del libro existe un diccionario de términos guaranís, palabras propias de Paraguay y palabras inventadas, así como un diccionario de nombres históricos, que pueden ayudar al lector.

 

Hay momento bellos en la novela, como cuando el Supremo va a la selva en busca de un meteorito que luego decorará su despacho, porque quiere «controlar el azar», y en la segunda mitad (mitad en la que ya he entrado mejor en la novela) hay páginas que relatan la relación del Supremo con el argentino Belgramo que tienen más continuidad y más fuerza episódica. Pero, siendo honesto, he de señalar que para mí también ha habido muchos momentos aburridos en este libro, páginas y páginas que he leído por inercia o por tozudez, porque no iba a abandonarlo a medio camino. Es posible que si me hubiera acercado a la novela en otro momento de mi vida el resultado hubiera sido diferente. Recuerdo que a los veintidós años me encantó el Ulises de James Joyce, aunque durante bastantes páginas no estaba muy seguro de qué me estaban hablando. Quizás si en esa época temprana de lector deslumbrado por la dificultad hubiera leído Yo el Supremo me hubiera metido más en la lectura y la hubiera disfrutado más. Ahora mismo tengo la impresión de que, sin renunciar a una estructura novelística compleja, necesito libros que además de hacerme pensar me entretengan. No se debe olvidar que, al fin y al cabo, la lectura debe ser un entretenimiento y aunque soy consciente de que la apuesta artística de Roa Bastos ha sido fuerte en Yo el Supremo no estoy tan seguro de que haya conseguido crear una obra que pueda transmitir una gratificante experiencia al lector. Cuando he hablado de este libro en las redes sociales, han aparecido amigos lectores que me han mostrado su entusiasmo por él, amigos con los que coincido en gustos en muchas ocasiones. Además la edición de Alfaguara que he leído está plagada de comentarios elogiosos de escritores famosos y de críticos. Simplemente, pese a la decepción que he sentido, hay que aceptar que, aunque un libro puede ser un clásico de reconocido prestigio, no es el libro que me convenía en un momento dado. Como decía al principio, que me dejara a medias el libro de relatos El baldío debería haberme dado una pista de que mi yo lector no se identifica con el yo escritor de Augusto Roa Bastos. No siempre se acierta al elegir lecturas.