domingo, 26 de mayo de 2019

Del tiempo y el río, por Thomas Wolfe


Del tiempo y el río, de Thomas Wolfe

Editorial Piel de Zapa. 690 páginas. Primera edición de 1935, ésta es de 2013.
Traducción de Maruja Gómez Segalés

A través de Twitter entré en contacto con la editorial Piel de Zapa, cuyos editores me ofrecieron su última novedad para reseñarla. Les comenté que el libro que realmente me apetecía leer y reseñar de su catálogo, en ese momento, era Del tiempo y el río de Thomas Wolfe (Asheville, Carolina del Norte, 1900 – Baltimore, 1938) y ellos muy amablemente me lo enviaron al colegio donde trabajo.

Hacía ya años que había hojeado (más de una vez) esta novela en alguna librería y había pensado que, en algún momento, tenía que acometer el viaje literario de leer seguidos El ángel que nos mira y Del tiempo y el río, las dos grandes obras de Wolfe. Una vez aceptado el envío de esta última novela, la decisión ya estaba tomada. Entre los dos libros leí, en un fin de semana, una novela corta de otro autor, pero salvo este pequeño paréntesis he estado prácticamente dos meses dentro del mundo de Thomas Wolfe.

Sabía que la escritura de Thomas Wolfe era principalmente autobiográfica, pero no estaba seguro de hasta qué punto se podía considerar a Del tiempo y el río como una segunda parte de El ángel que nos mira. Me sentí muy feliz cuando empecé a leer Del tiempo y el río y comprobé que esta nueva novela se ensamblaba de un modo perfecto con El ángel que nos mira. Al terminar El ángel que nos mira el lector dejaba a Eugene Gant, su protagonista, paseando por su pueblo natal, Altamont en Carolina del Norte (un trasunto de su verdadero pueblo natal, Asheville), a los diecinueve años. En realidad, Eugene se está despidiendo de su pueblo, porque al regresar a casa desde la universidad del estado, sabe que ha sido admitido en la universidad de Harvard y que va a irse a vivir a su deseado Norte. Las primeras páginas de Del tiempo y el río describen a Eugene en la estación de Asheville despidiéndose de su familia, así que la narración empieza el día en el que efectivamente se marcha a Boston. Había podido imaginar que, para narrar las distintas etapas de su vida, Wolfe podía haber elegido a distintos alter egos, y que esta segunda novela iba a estar protagonizada por alguien diferente, pero en realidad se podría considerar que El ángel que nos mira (1929) y Del tiempo y el río (1935) son la misma novela, pese a algunas diferencias estilísticas debidas a la evolución del autor.

Según la Wikipedia, El ángel que nos mira contiene 180.000 palabras y Del tiempo y el río 380.000. Es decir, Del tiempo y el río es una novela más del doble de larga que El ángel que nos mira, aunque en el formato de Valdemar la primera ocupaba 733 páginas y en el formato de Piel de Zapa la segunda 690. La verdad es que hubiera agradecido que la edición de Piel de Zapa tuviera más páginas y una letra algo más grande, pero una vez que me metí en la historia, ésta me arrastró como la corriente de un río poderoso y me dejé llevar. Eso sí, creo que nunca había tardado tanto en pasar una página de un libro.

Eugene sale de Altamont hacia Harvard a los diecinueve años, aunque le queda poco para cumplir veinte. En Del tiempo y el río acompañaremos a Eugene en su paso por Boston y Nueva York, entre medias regresará por una corta temporada a Altamont, y saldrá de allí con la sensación de que no va a poder regresar jamás, que su vida tendrá que desarrollarse fuera de Carolina del Norte. En el tramo final del libro, Eugene viajará a Inglaterra, donde pasará una temporada en Oxford, y luego se trasladará a Francia, donde vivirá principalmente en París.

No sé si antes de que se publicase en 1935 Del tiempo y el río ya había aparecido en Estados Unidos alguna «novela de campus», ese subgénero tan anglosajón en el que los escritores sitúan el escenario de su obra en una universidad. Pero si no es la primera, Del tiempo y el río tiene que ser una de las novelas que inauguran este tipo de narrativa. Eugene quiere triunfar como dramaturgo y por eso acude a las clases de arte dramático del famoso profesor Hatcher. Del periodo universitario Wolfe sólo hablará de las clases que recibe Eugene de este profesor, que se convertirá en epítome de la vida universitaria del protagonista. Eugene, como tantos jóvenes, está convencido de que va a triunfar como escritor de obras de teatro, y, por supuesto, empezará fracasando. El rechazo a la obra en la que ha puesto tantas esperanzas (y aquí podríamos ver ecos de Las ilusiones perdidas de Honoré de Balzac) se producirá mientras esté en la casa de su madre en Altamont, algo que le convencerá para partir y no volver. Será aquí cuando llegue a Nueva York y se convierta él mismo en profesor.

Del tiempo y el río, como ya he apuntado, es una novela muy extensa, pero a pesar de esto el lector siente continuamente que se le está hurtando información sobre lo que ocurre con Eugene. La técnica narrativa de Wolfe consiste en describir algunas escenas o a algunos personajes con mucho detalle y luego, cuando acaba con estas escenas, se produce un salto temporal en la historia y será el lector el que tenga que rellenar los huecos en la lógica de la narración. En este sentido, las elipsis narrativas son muy marcadas y esto genera, de algún modo, un distanciamiento entre el lector y el personaje. Entre una de estas escenas significativas y la siguiente, que pueden ocupar muchas páginas, Wolfe escribe evocaciones –normalmente grandilocuentes– sobre la esencia del tiempo o sobre los grandes espacios norteamericanos. Diría que en estas descripciones poéticas (en muchos casos de viajes en tren que atraviesan Norteamérica o remontan el río Hudson) está presente la poesía de Walt Whitman, y que –como ya apunté al comentar El ángel que nos mira– estas páginas de Wolfe son un claro antecedente de la prosa del Jack Kerouac de En el camino.
En cualquier caso, conviene apuntar que estas dos grandes obras de Wolfe no son «novelas de trama»; el lector no se va a ver atrapado por puntos de giro narrativos que le hagan querer seguir siempre leyendo. La prosa de Wolfe es poética y morosa, y describe algunos de los momentos más importantes de la vida de un niño o de un joven (Del tiempo y el río habla de la vida de Eugene desde que va a cumplir veinte años hasta los veinticuatro).

Como ocurría en El ángel que nos mira, el narrador le hace ver de un modo consciente al lector que el texto que tiene entre manos es una evocación del pasado, porque en algunos momentos se adelantan detalles del futuro del protagonista. Así, por ejemplo, cuando Eugene llega a Harvard se lee: «Nunca lo supo, pero ahora un furioso frenesí se adueñó de su alma, de su vida, y se sintió perseguido por el sueño del tiempo. Diez años vendrían y desaparecerían, sin que lograra descansar un momento de ese frenesí; diez años de anhelos, de deseos, de todo lo que constituye el delirio de la vida de un joven.» (pág. 83)

Wolfe describirá sobre todo a algunos de los amigos con los que va a encontrarse Eugene, como a Francis Starwick en Harvard (al que volverá a encontrarse en París) o al judío Abe Jones, que será su mejor amigo en Nueva York. Se suele decir que la narrativa judía norteamericana parte de la novela Llámalo sueño de Henry Roth, publicada en 1934, y ya comenté en la reseña de El ángel que nos mira, que tenía la impresión de que Roth había leído este primer libro de Wolfe. En Del tiempo y el río hay una descripción de la familia judía de Abe Jones que me ha recordado mucho a lo leído sobre los judíos neoyorkinos de Henry Roth. Lo curioso es que Eugene se siente consumido por pasiones que considera oscuras e inconfesables, y atribuye a la comunidad judía una templanza de espíritu superior a la suya. Escritores judíos como Henry Roth y Philip Roth le dan en su obra la vuelta a esta idea, haciendo que sus personajes judíos se sientan desubicados en Norteamérica y que anhelen la armonía que atribuyen a los anglosajones.

Ya apunté en la reseña de El ángel que nos mira que algunos de los pasajes en los que la tercera persona cedía la voz narrativa al monólogo interior me hacían pensar en la influencia del Ulises de James Joyce sobre Wolfe. En Del tiempo y el río Eugene escribe en una de las páginas del diario que lleva en París: «Creo que la mejor prosa inglesa es la del Ulises de James Joyce.» (pág. 504)
Al finalizar El ángel que nos mira el lector sabía que el padre de Eugene se encontraba muy enfermo y acabará de morir en el primer tercio de Del tiempo y el río.  El prólogo de El ángel que nos mira estaba escrito por Maxwell E. Perkins, el editor de Wolfe, y allí contaba que había tenido que retirar muchas de las páginas de Del tiempo y el río en las que se hablaba de esta muerte sin que Eugene, que es el vehículo conductor de la narración, esté presente. Me sorprendió ver que sí que existían páginas en esta novela en las que se hablaba de esa muerte y en las que Eugene no estaba presente. ¿Son páginas quitadas y que volvieron en una versión posterior? Creo que no, que Perkins sugirió a Wolfe que retirara muchas páginas de su manuscrito y que éste lo hizo. En cualquier caso, una novela de 380.000 palabras es ya de una extensión enorme.
Me gustaría comentar que en algunas de estas páginas que hablan de la muerte del padre he sentido la intensa presencia de dos escritores a los que admiro mucho: sobre todo cuando se habla del médico Mc Guire, que pasaba en vela la noche bebiendo y pensando en una mujer, he sentido la influencia en las obras de William Faulkner y de Juan Carlos Onetti. Toda la densidad envolvente de la prosa oscura y poética de Faulkner y de Onetti estaba contenida en estas páginas publicadas en 1935.
Me ha extrañado que casi no hay escenas sexuales en Del tiempo y el río, ni durante muchas páginas se habla del deseo sexual o amoroso de Eugene, que era un tema importante en El Ángel que nos mira. Ya comenté en la reseña de esta primera novela que algunas de sus escenas de sexo explícito tuvieron que resultan escandalosas para la fecha de su publicación, 1929. ¿Aconsejó el editor Perkins a Wolfe hacer desaparecer el material de su nuevo libro que le pareciera sexualmente escabroso? Diría que sí, porque se me hizo algo raro que, de repente, en este libro, publicado seis años más tarde que el otro, durante muchas páginas, haya desaparecido el deseo sexual de Eugene.
En cualquier caso, es recomendable centrase aquí en lo que sí que está –que es mucho y talentoso– que en lo que hipotéticamente no está.

Cuando la novela se acerca a su fin y Eugene siente que está dejando atrás Francia y que ha de volver a Estados Unidos empieza a despedirse de algunos de sus amigos de París y se adelanta la información de que con algunas de esas personas no va a volver a hablar en su vida, entonces el lector siente con toda intensidad la fuerza de la vida y la juventud que se le va de los dedos. «Los ríos jamás se detienen», leemos en la página 384. Los ríos no se detienen, ni el tiempo, ni la vida, ni la gran literatura.

He estado casi dos meses leyendo a Thomas Wolfe, leyendo El ángel que nos mira y Del tiempo y el río como si se tratase de una única y gran novela río de 2.000 páginas. Sé que la extensión de estas obras puede hacer dudar a más de un lector, y que es posible que ante su escaso tiempo libre para leer acabe eligiendo obras más ligeras, pero desde luego si abre estos libros, sin buscar grandes tramas, sino simplemente el pulso y los anhelos de la vida de un joven, es posible que se acabe sintiendo tan deslumbrado como lo he acabado por estar yo. El ángel que nos mira y Del tiempo y el río son dos de las grandes obras maestras del último siglo y Eugene Gant es uno de los más grandes personajes literarios del siglo XX.

domingo, 19 de mayo de 2019

El ángel que nos mira, por Thomas Wolfe


El ángel que nos mira, de Thomas Wolfe

Editorial Valdemar. 733 páginas. Primera edición de 1929, esta de 2009.
Traducción de José Ferrer Aleu.

La primera vez que supe de Thomas Wolfe (Asheville, Carolina del Norte, 1900-Baltimore, 1938) fue en 1994, a los diecinueve años, cuando me acerqué a mi primer libro de Charles Bukoswki, La senda del perdedor. Chinaski, el protagonista de esta novela, era un joven airado que deseaba ser escritor, y Thomas Wolfe era uno de esos modelos literarios norteamericanos a los que debía decidir si seguir o no. Muchos años después, en Palma de Mallorca, hablando con mis amigos Javier Cánaves y Joan Payeras, este último me recomendó fervientemente que leyera una de las novelas que más le habían gustado en su vida: El ángel que nos mira de Thomas Wolfe. Creo que yo le recomendé Llámalo sueño de Henry Roth. De regreso a Móstoles, solicité a la biblioteca que comprara El ángel que nos mira, publicado en la editorial Valdemar, y lo hicieron. Pero cuando llegó a la biblioteca no me decidí a leerlo, y así fueron pasando los años. A principios de 2019 decidí que debía frenar un poco mi lectura de novedades literarias y abordar algunos de los clásicos que me faltaban por leer. Fue entonces cuando decidí leer seguidos El ángel que nos mira y Del tiempo y el río, las dos grandes novelas de Thomas Wolfe. Por fin, después de años de haber solicitado su compra, fue cuando tomé en préstamo El ángel que nos mira de la biblioteca de Móstoles.

El libro empieza con un prólogo de Maxwell E. Perkins, que fue editor y amigo de Wolfe. En él se informa al lector de que la escritura de Wolfe era casi siempre autobiográfica, y que los personajes de El ángel que nos mira eran en realidad los miembros de la familia del autor. Además, Perkins nos habla de sus intervenciones en los manuscritos de Wolfe, al que siempre tenía que pedir que redujera el número de páginas de sus libros, que acababan siendo excesivas. En el prólogo que escribió para la reedición de la novela Nanina de Germán García, Ricardo Piglia recuerda una carta que Wolfe le escribió a Scott Fitzgerald, en la que Wolfe se oponía a la poética de la contención y apostaba por una literatura que dejara de lado la elipsis y la discreción e incorporara acontecimientos en la novela sin jerarquizarlos: «No te olvides de que un gran escritor no es sólo alguien que deja cosas afuera sino alguien que incorpora cosas y que Shakespeare, Cervantes y Dostoiesvski fueron grandes incorporadores, que de hecho incorporaban más de lo que sacaban y serán recordados por lo que pusieron».

El protagonista de El ángel que nos mira es Eugene Gant, que viene al mundo en la villa de Altamont (Carolina del Norte) en 1900. Altamont es un trasunto del Asheville natal de autor. Para hablarnos de la infancia y la adolescencia de Eugene, Wolfe se remonta hasta el abuelo del protagonista: «Un inglés llamado Gilbert Gaunt, apellido que más tarde cambió por Gant (probablemente como concesión a la fonética yanqui), y que había llegado a Baltimore desde Bristol en 1837» (pág. 27). Más tarde nos hablará de Oliver Gant, el padre de Eugene, y de los azares que le llevan hasta Altamont, donde al fin nacerá nuestro protagonista, hijo mejor de una familia numerosa. Eliza, la madre, es una mujer hacendosa, cuyo máximo deseo en la vida es comprar propiedades y acumular riqueza. Oliver es un marmolista que abrirá en Altamont un taller de lápidas y adornos funerarios. De ahí el título de la novela: el ángel que nos mira es una estatua de cementerio de un ángel que el padre de la familia tiene en la puerta de su taller.
Oliver Gant no puede controlar su adicción al alcohol, lo que hace que se vuelva violento e inestable y que entre y salga de clínicas de rehabilitación, suponiendo esto un serio problema para la convivencia de la familia Gant.
En la página 63 de la novela es cuando nace Eugene: «Esta lumbrera escogida, a la que se había dado ya nombre y desde cuyo centro deben contemplarse la mayoría de los sucesos de esta crónica, nació, como hemos dicho, en el momento más crucial de la historia. Pero quizás habrá el lector pensado en esto. ¿No? Entonces, permita que le refresquemos la memoria». Como vemos, en algunos momentos el narrador –como si se tratase de un escritor del siglo XIX– interpela directamente al lector. Sin embargo, Wolfe usa este recurso narrativo sobre todo al principio de la novela, y lo irá abandonando según se avance en sus páginas.

Durante los primeros años de vida de Eugene, Wolfe se permite la licencia poética de otorgarle pensamientos más adultos de los que le corresponderían a un bebé.
En algunas páginas, Wolfe cede la voz narrativa a sus personajes y el lector puede acercarse a sus pensamientos en primera persona. Acabo de comprobar que el Ulises de James Joyce se publicó por primera vez en 1922, y es de suponer que Wolfe lo hubiera leído antes de empezar a escribir El ángel que nos mira (publicado en 1929), porque la obra de Joyce fue muy influyente en la literatura posterior, sobre todo el recurso del monólogo interior.

En al menos dos ocasiones se menciona a Jack London en esta novela. Diría que, dentro de la tradición literaria norteamericana, el Jack London de Martin Eden es una referencia para el Thomas Wolfe de El ángel que nos mira.
Eugene –un trasunto del propio Wolfe– es un niño sensible que pronto empieza a buscar refugio en los libros. La mirada de Eugene sobre el mundo será la de un idealista, que no encuentra en el mundo real el heroísmo y los altos ideales que lee en sus libros. Este contraste entre la mirada sobre el mundo real (violento, sucio y desbordado de deseos sexuales) y el ideal transmitido por las obras artísticas será uno de los temas de la obra. Es más, diría que este camino, que ya abrió Jack London, y del que Thomas Wolfe se convirtió en alumno aventajado, es uno de los temas fundamentales de la literatura norteamericana: la narración de la peripecia de un mundo lleno de estímulos y de contrastes, y la búsqueda y el deseo de describir esa realidad con una mirada poética y salvaje, que constituyen un estilo, una impronta propia.
En muchas de las páginas de El ángel que nos mira he sentido la lectura que décadas después haría de este libro Charles Bukowski; de hecho, hay alguna escena que me ha parecido una fuente de la que Bukowski ha bebido de forma directa. Por ejemplo, el niño Eugene tiene que conseguir algo de dinero vendiendo periódicos a domicilio y le toca acudir al barrio de los negros, uno de los peores destinos del oficio, porque es posible que los compradores le dejen a deber y no le paguen. En un momento dado, tiene que ir a la casa de una bella mulata a reclamarle una deuda, y se produce una escena de turbación sexual para el joven Eugene. Hay alguna escena similar en La senda del perdedor o Cartero de Bukowski. Imagino que algunas escenas de El ángel que nos mira supondrían, por lo explícito, un pequeño escándalo para el Estados Unidos de 1929.

Llámalo sueño de Henry Roth se publicó en 1934 y se considera el punto de partida de la literatura judía norteamericana. Diría que Henry Roth había leído El ángel que nos mira cuando empezó a escribir su gran libro, que trata sobre la vida de un niño judío, hijo de inmigrantes, en el Nueva York de principios del siglo XX. He tenido la impresión de que Roth toma la experiencia americana de Thomas Wolfe, un anglosajón de Carolina del Norte, para contar su propia experiencia americana de judío en Nueva York.

La tercera parte de El ángel que nos mira habla de la marcha de Eugene a la universidad cuando aún no ha cumplido dieciséis años y su lucha por la vida en un entorno que, en principio, se muestra hostil. Eugene es un raro, un marginal, que se eleva del mundo que le rodea gracias a su cultura libresca, pero que no puede dejar de sucumbir a las tentaciones humanas, como el deseo sexual, que vive de un modo atormentado.
Uno de los veranos de la universidad, Eugene discute con sus padres y decide viajar hasta la costa para buscar algún trabajo relacionado con la guerra que se está desarrollando en Europa (la Primera Guerra Mundial). En estos capítulos de joven aventurero norteamericano en busca de trabajo he visto también al Jack Kerouac de En la carretera.

Me gustaría destacar la mirada poética de Thomas Wolfe sobre el mundo retratado, pese a su sordidez, algo que también hará William Faulkner, para quien Wolfe fue el mejor escritor de su generación.
En algún momento he tenido la impresión de que Wolfe dejaba sin desarrollar alguna línea narrativa. Por ejemplo, se describe un encuentro sexual entre Eugene y una chica, y más tarde el narrador no informa al lector sobre qué piensa Eugene acerca de esa relación, y yo como lector habría deseado conocerlo. Aunque esto que comento son minucias, teniendo en cuenta la grandeza narrativa de un libro como El ángel que nos mira.
Yo he sido siempre un gran admirador de la literatura norteamericana y me siento feliz de haberme acercado, al fin, a uno de los eslabones de su cadena histórico-literaria que me faltaban para entender el panorama de las letras norteamericanas del siglo XX. No sé si hace falta que lo diga: El ángel que nos mira es una obra maestra absoluta.

domingo, 12 de mayo de 2019

Agenbite of inwit, por Alejandro Espinosa Fuentes


Agenbite of inwit, de Alejandro Espinosa Fuentes

Editorial Contrabando. 199 páginas. Primera edición de 2019.

El 29 de abril, Aitor Romero Ortega (autor del gran libro de cuentos Fantasmas de la ciudad) y yo presentamos en Madrid la segunda novela del joven escritor mexicano Alejandro Espinosa Fuentes, que se titula Agenbite of inwit y que se ha publicado en la editorial Contrabando.
La presentación tuvo lugar en el Instituto de México en España, perteneciente a la Embajada de México, un edificio que está enfrente del Congreso de los Diputados, y en el que me hizo ilusión entrar.

Dejo aquí el texto que preparé para la presentación:


Alejandro Espinosa Fuentes ha sido alumno en la universidad de México de mi amigo Federico Guzmán Rubio, que pasó una larga estancia en Madrid. Así que cuando Alejandro me propuso presentar su segunda novela, la titulada Agenbite of inwit, no podía decirle que no. Además la presentación sería junto con Aitor Romero Ortega, un escritor al que admiro por su gran libro de relatos Fantasmas de la ciudad.

Agenbite of inwit es un libro, ya desde el título (que procede de una frase en inglés antiguo usada en el Ulises de James Joyce) profundamente literario, un libro del que podríamos decir que su tema central es la propia literatura o el propio acto de escribir.

El libro comienza con una nota preliminar en la que el propio autor juega al recurso clásico del «manuscrito encontrado», puesto que la novela que definitivamente el lector va a leer será el manuscrito que le enviará al autor un estudiante mexicano al que conoció en Madrid. Este estudiante, Esteban Gullit, dejará de ir a la universidad para dedicarse a viajar, según la versión que el mismo ha transmitido sobre su vida, aunque en realidad –durante el tiempo que abandonó la universidad– ha estado encerrado en el entresuelo del piso en el que vive, en el madrileño barrio de Lavapies, escribiendo notas bastantes desquiciadas sobre la culpa y la literatura.



Ya desde esta nota preliminar el lector recibirá las palabras de un primer enfermo de literatura, el propio autor, que será el umbral que le llevará a niveles cada vez más profundos de la enfermedad literaria.

Un Alejandro Espinosa, cuyo lenguaje mexicano se ha dejado permear por españolismos continuos («finde», «seguir el rollo», «tomar una caña»), se dedica a perseguir los pasos de Esteban Gullit, que ya se habrá suicidado cuando el primero haya recibido su manuscrito. Por su parte, Esteban se ha dedicado a perseguir a otro autor muerto: José Carlos Becerra, un autor mexicano que perdió la vida en un accidente automovilístico en el talón de la bota de Italia. Son también otros muertos los que carga Esteban consigo, puesto que se siente culpable por la muerte de su hermano mayor en México. De hecho, el título del libro –Agenbite of inwit– que, como ya apunté, proviene de una frase del Ulises de Joyce enunciaba en inglés antiguo significa «Remordimiento de conciencia».

Esteban Gullit, de 26 años, se vino a Madrid con una beca literaria y lo que realmente desea es publicar su segundo libro, un proyecto que consiste en seguir los pasos del último viaje de su admirado José Carlos Becerra. Para financiarlo trata de vender su proyecto de escritura a unos editores interesados por el legado de Becerra. Además Esteban ha conocido a una chica en Barcelona con la que desea convivir. Esteban parece no sentir demasiada simpatía por los que desea que sean sus editores, a los que no entiende tan enfermos de literatura como él y esto hará que la trama avance hacia su final contundente.
Además, Esteban recordará en la novela algunos momentos clave de su vida en México, vividos en su infancia escolar o con su hermano.
Digamos que los que acabo de enunciar serían los temas generales de la novela, los que hacen que exista un asidero real en lo contado y que, en mayor o menor medida, de forma más lenta que rápida, hacen que el personaje cambie y se alcance un final.
El narrador Esteban irá cambiado de interlocutor en sus breves notas maniacas: él mismo, su madre, su hermano, la chica que conoció en Barcelona…



Pero en realidad existe un tema más hondo en el material narrativo, un sustrato que es el que verdaderamente vertebra el texto y el del propio acto de escribir, la literatura que se retuerce para hablar de sí misma.

Las referencias y citas explícitas de obras literarias y autores son constantes: Franz Kafka, Samuel Beckett, Juan Villoro, Robert Louis Stevenson.
Pero también el texto está trufado de referencias veladas y guiños a los lectores más literarios.

Por ejemplo, en la página 49 leemos: «Antes de mi metamorfosis, llegué a Madrid a no escribir lo que no escribiría si no escribiera.», donde se parafrasea la famosa frase de Margerite Duras: «Escribir es tratar de saber lo que uno escribiría si escribiese.»

En la página 52 leemos: «En el presente siglo, a tal grado se ha convertido en burócrata el creador que el único espacio que encuentra este albatros de alas amputadas para desbordar su genio es el terreno de lo salvaje.» En el albatros de alas amputadas podemos encontrarnos con el famoso poema de Charles Baudelaire sobre el artista.

En la página 125 leemos: «El agenbite, género que comienza y acaba en sí mismo, propone inventar el yo a través de la escritura, redefiniéndola a expensas de un oyente imaginario. Es primo hermano de las vidas minúsculas, las novelas luminosas y el libro vacío. Apuesta por el confesionario portátil. Miente en busca de verdades épicas.»
Vidas minúsculas es el título de una de las novelas del francés Pierre Michon, donde se propone una autobiografía a través de la semblanza de vidas ajenas.
La novela luminosa y El discurso vacío son los títulos de dos novelas del uruguayo Mario Levrero, donde se juega a que la propia inercia del acto de escribir cree una obra literaria.
Incluso en la expresión “confesionario portátil” creo ver la huella de la novela Historia abreviada de la literatura portátil del barcelonés Enrique Vila-Matas, un espíritu constante en esta obra tan metaliteraria.

La culpa es otro de los grandes temas del libro: el narrador siente remordimientos porque se siente culpable por la muerte de su hermano.
Página 54: «El vacío no tarda en extraviarnos otra vez en el itinerario emocional que creemos que deberíamos estar cumpliendo y reaparece la culpa.»
Su propio yo, identificado con su culpa, acabará siendo uno de los interlocutores principales de las notas de Esteban.

Idea onírica: Se habla de vez en cuando de «el hombre siniestro» alguien que parece conocer a Esteban y le confronta con sus medios tras agarrarle del brazo en plena calle.
Pregunta ¿quién es o qué represente este hombre siniestro?

Literatura dentro de literatura: «Llevo tres días soñando que soy el Kafka de Becerra.», página 118.

Literatura que se deshace:
Página 124 «A veces pienso que la literatura me volvió loco y lamento el día en que creí que era una buena idea frecuentarla. Me pregunto: ¿Por qué si tengo todo lo que quiero y soy feliz estoy teorizando sobre un género literario inexistente?»
Página 135: «Estoy escribiendo una novela sin novela.»


Ironía sobre Europa:
Página 150: «Era apenas mi segunda semana en Europa y no era alérgico al gluten ni me gustaban los perros, no tenía beca ni tatuajes, ni ropa no era de segunda mano, no disfrutaba los vídeos de mapaches ni leía novedades, fumaba más e los permitido y no me intrigaba mucho el sexo con extraños. De manera que tenía todas las de perder.»





ENTREVISTA

1) «Como otros, podría alegar que sólo mediante la literatura entiendo el mundo, pero no es cierto. Amo con sinceridad la vida ajena a los libros.», escribes en la página 23. ¿Hasta qué punto sientes que esta sentencia es válida para ti? ¿Entiendes el mundo desde la literatura o te gustaría verla más desde fuera del mundo de los libros?

2) En la página 24 dice: «La vida literaria es un club de autoayuda.» ¿Hasta qué punto estás de acuerdo con tu personaje, Esteban Gullit?

3) Página 39: «¿No ha sido la premisa de mi vida la inexistencia del llamado tema?», ¿Es esta la premisa de tu vida o de tu literatura?

4) Al hilo de las referencias literarias ocultas: ¿No temes, Alejandro, que tu novela sea una propuesta para un público demasiado específico, un público al que podríamos denominar «muy literario» y que el resto de lectores se va a perder en este mar de referencias?

5) Cuando Esteban habla de Europa dice (pág. 29): «De pronto hay un atentando, o un crimen de odio, últimamente está de moda atropellar a la gente con camiones. En México eso se considera Kitsch.» Estas frases me han hecho pensar en que ahora que está de moda, como tema literario, hablar de la violencia en México, tú decides escribir una novela ambientada en Europa y que más que hablar de la realidad habla de la propia literatura, ¿no te llama la atención la violencia mexicana como tema literario?

6) En la página 52 leemos: «No es que por un lado exista una historia y por otro la forma de contarla, sino que la forma de contar es en sí la historia.» ¿Estás de acuerdo con esta aseveración?

7) A veces, cuando Esteban sale de casa se encuentra con «el hombre siniestro», un personaje que le agarra, por ejemplo, del brazo en la calle y parece saber demasiado sobre él. ¿Quién es o qué representa este «hombre siniestro»?

8) Uno de los temas secundarios de la novela es el extrañamiento de Europa para un mexicano, leer cita de página 3, háblanos de esto.

9) Al hablar de tu libro, tú mismo te has encuadrado en un supuesto grupo de «escritores raros». ¿A qué otros escritores raros te sientes unido?

domingo, 5 de mayo de 2019

La fiebre del heno, por Stanisław Lem


La fiebre del heno, de Stanisław Lem.
Editorial Impedimenta. 224 páginas. 1ª edición de 1976, ésta es de 2018.
Traducción de Pilar Giralt y Jadwiga Maurizio

En la primavera de 2018 me escribió –a través del chat de Facebook– Enrique Redel, editor de Impedimenta, para comentarme que acababan de publicar la novela La fiebre del heno del escritor polaco Stanisław Lem (Lvov, Polonia, 1921 – Cracovia, 2006). De Lem había leído y reseñado otros dos libros de Impedimenta: Solaris y Máscara. Eran dos libros que me habían gustado mucho y Redel me preguntaba si me apetecía que me enviara La fiebre del heno. Le dije que sí. Lem es un escritor al que uno siempre puede volver. Me puse con él a finales de agosto de 2018, cuando ya me quedaban pocos días de vacaciones para volver al colegio donde trabajo.

El nombre de Lem se suele asociar a la ciencia-ficción europea, una ciencia-ficción inteligente, que trasciende las posibles limitaciones del género, siendo su obra más destacada Solaris, un libro de ciencia-ficción filosófica que posiblemente es una de las más bellas novelas europeas del siglo XX.

Apunto desde ya que La fiebre del heno es una novela curiosa, porque contiene elementos de ciencia-ficción, pero más que a este género se la podría inscribir en el de la novela de detectives y misterio. En realidad, una de las mayores bazas a las que juega Lem en esta novela es a la de romper los posibles límites entre los géneros literarios.

El protagonista y narrador de La fiebre del heno es un astronauta norteamericano retirado que ronda los cincuenta años. Ha estado dos veces en el espacio, pero ninguna en la Luna o en Marte. Durante su carrera fue relegado a ser astronauta suplente porque padecía de «fiebre del heno», lo que en España se llama «alergia al polen». Nuestro astronauta tiene alergia a las gramíneas, y aunque en Marte no hay flores que le puedan afectar en su misión, este defecto le hace no ser del todo idóneo, y le apartó del primer equipo de astronautas.
Como en la novela se afirmaba que existía una misión espacial para llegar a Marte, al principio pensé que Lem había ambientado su novela unas décadas después de la fecha en la que acabó de escribirla, en noviembre de 1975. Pero en realidad no es así, porque nuestro astronauta (que ronda los cincuenta años) fue soldado en la Segunda Guerra Mundial, así que el mundo que nos propone Lem aquí es uno de 1975 con algunas pequeñas diferencias con el real: misiones espaciales a Marte en un mundo donde se producen frecuentes atentados terroristas en espacios públicos (algunos causados por «feministas radicales»).

La novela empieza de un modo desconcertante para el lector: nuestro narrador-astronauta se encuentra alojado en un hotel de Nápoles, siguiendo los pasos de un tal Adams, que está muerto. El astronauta parte en coche hacia Roma, siguiente los últimos pasos de Adams, y a su vez él mismo es seguido por otras personas, que vigilan sus constantes vitales. ¿Qué está pasando? ¿A qué juega este astronauta? El lector pasa las páginas desconcertado, presa de una intriga creciente.
En el aeropuerto de Roma, a punto de partir para París, nuestro astronauta se convertirá en una de las víctimas de un atentado terrorista. Sobrevivirá y conseguirá llegar hasta su destino. ¿Qué está ocurriendo aquí?, se sigue preguntando el lector. Un lector que, en cualquier caso, ha de saber, pese a haber superado la página 70 de un libro de 224 en estado de perplejidad, que se encuentra en las manos de Stanisław Lem, uno de los narradores más inteligentes y fiables del siglo XX. Debe confiar en Lem porque le va a llevar a buen puerto.

En París nuestro narrador visitará a un matemático para pedirle ayuda con el misterio que ha de resolver. En este momento, llegados a la página 75, será cuándo el lector comprenderá los términos del misterio detectivesco que plantea esta novela. Nuestro narrador ha sido contratado por una agencia de detectives, a los que a su vez paga una tía de Adams, quien considera que su sobrino murió en extrañas circunstancias y que existen indicios para pensar que ha sido asesinado. Los detectives han llegado a contabilizar, en un periodo de unos dos años, once casos de muertes extrañas de extranjeros de unos cincuenta años y que viajaron solos a Nápoles. Estos viajeros tras sufrir un aparente brote de locura se han suicidado o han muerto en raras circunstancias. «Es necesario ser hombre, tener alrededor de cincuenta años, ser moderadamente alto, de tipo pícnico o atlético, soltero o viudo, o al menos estar solo en Nápoles.», leemos en la página 132, cuando se hace un recuento de las características de las personas que han sufrido estas muertes extrañas. Nuestro astronauta, con unas características personales similares a las de las posibles víctimas, ha recibido la misión de copiar los pasos de Adams en Nápoles y Roma para ver si le ocurre algo similar a lo que le ocurrió a este grupo de personas.

Hacia la mitad de la novela el juego literario ya está plenamente planteado para el lector: ¿Existe algún patrón real que una a estas personas o se trata de una serie de casualidades encadenadas? ¿Podrá el matemático francés y su equipo encontrar algún patrón que determine las causas del crimen? ¿Existe realmente un «crimen»?
«El caso de Nápoles existe, el hecho me parece incontrovertible. Pero no funciona como un mecanismo de relojería, sino más bien como un juego de azar. Los síntomas se caracterizan por la fluctuación, por la arbitrariedad. Y ambas cosas pueden debilitarse, incluso desaparecer del todo, ¿verdad?», le comenta el matemático al astronauta en la página 113.

El nudo misterioso que ha perpetrado Lem me ha hecho pensar en los juegos de ingenio planteados en los cuentos del Padre Brown, el personaje de G. K. Chesterton, una de las influencias más claras sobre los cuentos de Jorge Luis Borges, autor al que habitualmente se vincula a Lem.

La fiebre del heno, pese a que su personaje es un astronauta, es una novela de detectives, una novela muy en la tradición inglesa, un juego de salón intelectual, donde la sangre es el atrezo de un pasatiempo, a diferencia de lo que ocurre en la novela negra norteamericana, en la que la sangre mancha de verdad y cuestiona los estamentos sociales.

En Un silencio menos, el libro de entrevistas a Mario Levrero, el autor uruguayo se declaraba un lector adicto de novelas policiales, aunque a veces se sentía culpable por leerlas, ya que este tipo de libros necesitan –según él– un final «cerrado». Si los enigmas planteados no quedan cerrados, la novela fracasa y deja una sensación de estafa; pero cuando sí que está «cerrada», deja una sensación de vacío.
Cuando iba por la mitad de La fiebre del heno he pensado en este comentario de Levrero. Conociendo la inteligencia y el prestigio de Lem sabía que la novela iba a quedar cerrada y temía que, llegado ese momento, me invadiera una sensación de vacío, una sensación de fin del juego de salón. Por supuesto, como siempre ocurre en las novelas de misterio (y ahora la reflexión es de Borges) el planteamiento de un misterio siempre es, para un lector, superior a su solución. El problema planteado por Lem aquí es interesante y pasaba las páginas con el deseo de conocer la solución al misterio. En este sentido, la novela funcionaba perfectamente y, como vaticinaba Borges, este misterio de la página es superior a su resolución, a la sensación de juego «cerrado» (en palabras de Levrero).

De las dos novelas que he leído de Lem, Solaris y La fiebre del heno, me quedo con Solaris, que es una novela que me gusta mucho, una novela de gran calado filosófico, y La fiebre del heno es más un juego intelectual. Pero eso sí, un inteligente y lujoso juego intelectual. Si a esta idea de la literatura como resolución de un extraño misterio, unimos las peculiaridades del mundo de Lem, sobre todo la de elegir un personaje astronauta en un mundo ligeramente distópico, tenemos allí ya un cóctel narrativo bastante atractivo. He de seguir leyendo a Lem, el Borges polaco.

Nota: un resumen de esta reseña se publicó en la revista Librújula.