jueves, 30 de noviembre de 2017

Reseña de Acantilados de Howth en el blog Las inquilinas de Netherfield

En el blog Las inquilinas de Netherfield, después de leer Koundara, leyeron mi primera novela, Acantilados de Howth y yo se lo agradezco mucho. Dejo aquí la reseña:



«Ya os comenté hace unas semanas que tengo muchas reseñas pendientes. Y quiero sacarlas todas lo antes posible, pero no sé de dónde rascar el tiempo porque no me da para más. A eso hay que añadir que algunos libros requieren sentarse con tranquilidad para intentar transmitir lo que realmente quieres transmitir. Acantilados de Howth es uno de esos libros. 
Realmente yo llegué a este libro por el título hace ya tiempo aunque no ha sido hasta hace unos meses que lo he leído (sí, meses... antes de Navidad... hasta ese punto llega el retraso). Soy una apasionada de Irlanda, y leer esos acantilados en el título irremediablemente me atrajo con cantos de sirena. No sabía muy bien qué iba a encontrarme, pero sabía que tenía que leerlo. Y a día de hoy, con el tiempo transcurrido, tengo escenas del libro todavía presentes en la memoria. Detalles, destellos, situaciones, conversaciones... el alma que mueve al libro todavía sigue ronroneándome en la cabeza. Porque ese alma es muy común a una generación, ya no solo en cuanto a edad, sino en cuanto a vivencias. No en todas, obviamente, porque las experiencias personales son eso, personales, pero sí que hay cosas en común a ciertas situaciones, y creo que cualquiera que haya vivido en el extranjero a los veintitantos se habrá visto reflejado en muchas cosas que se narran en el libro, que es lo que a mí me ha ocurrido... Y en la vuelta a casa y a la rutina de cumplir lo que se espera de ti. Es un libro muy auténtico, creo que es la mejor manera de definirlo.
Si digo que estamos ante una novela que desmenuza la crisis de los 30 con el desencanto que da el estar donde debes estar, donde la sociedad/familia/vida te dice que debes estar, pero no donde quieres o te gustaría (y no hablo en un sentido estrictamente físico, naturalmente), creo que resume la base sobre los que se sustentan los cimientos de la historia. Pero es mucho más que eso. En esa base también están las decisiones que hemos tomado en la vida, buenas y malas, que nos han llevado a ser como somos y a recorrer caminos muchas veces equivocados que nos han alejado de lo que realmente queremos ser; la necesidad de cumplir las expectativas de los demás, que raras veces coinciden con las que albergamos para nosotros mismos; la presión que sentimos llegada una cierta edad para cumplir unos estándares que no nos alejen de una normalidad que la sociedad establece y que difícilmente es la más adecuada para todo el mundo. Lo que es bueno para muchos no tiene por qué ser bueno para todos, pero no siempre tenemos la libertad de escoger... o somos nosotros mismos los que tenemos miedo de hacer uso de ese albedrío.
Un trabajo estable y monótono que aunque odies y esté muy por debajo de tu potencial te aporte un salario, una pareja también estable no vaya a ser que se te pase al arroz, la compra de un piso aunque vivas hipotecado de por vida porque es lo que toca... Ricardo, nuestro protagonista, acaba de cumplir los treinta y ha seguido y obedecido cada uno de esos parámetros que la sociedad esperaba de él llegada esa edad. Pero no es feliz, su mujer tampoco lo es, y el día que ella le abandona dejando solo una nota, Ricardo empieza a repasar su vida desde la Universidad y su primer amor, hasta que, tras ganar un premio de poesía y sin saber muy bien qué hacer con su vida, decide hacer las maletas y poner rumbo a Dublín para perfeccionar el idioma y vivir experiencias que le estarán vedadas una vez tenga que "sentar la cabeza". Así, alternando presente y pasado, Ricardo reflexiona sobre lo que tiene actualmente y lo que es, y lo que una vez fue, tuvo y dejó escapar. 

La narración se nutre de todos esos gestos, instantes, decisiones, mentiras, verdades y sentimientos que pasan fugaces en nuestra juventud sin ser apenas conscientes de ellos, sin tener idea de lo importantes que son en su propio presente, de lo mucho que podrían significar para nuestra vida futura. Pocas veces nos damos cuenta de cómo se nos escurren entre los dedos y solo es con el paso del tiempo que les damos el valor que merecen, que nos arrepentimos de no habernos agarrado fuertemente a ellos y empezamos a elucubrar con el "y si hubiera...".
El paso de Ricardo por Dublín no es solo el testimonio de cualquier joven que se va con veinticinco años al extranjero y tiene que ganarse la vida al tiempo que crea un nuevo círculo social e intenta adaptarse a un entorno que le es completamente desconocido... es recordar lo que tuvo al alcance de la mano y dejó escapar por inmadurez, por egoísmo, por falta de compromiso, por querer beberse todo lo que tenía al alcance de la mano sin pensar en las consecuencias de sus actos. Los acantilados de Howth que dan título al libro tardan en cobrar sentido como frase definitoria de la historia que encierra. Lo esperas, esperas el momento en que delimiten qué significan esos acantilados en la vida de Ricardo. Y cuando llegan, cuando ves que suponen el principio y el final para él, el momento en que se da cuenta de lo que tiene y justo el momento en que paga por sus errores, comprendes que es un título magnífico para el libro porque es en ese instante donde se condensa y explosiona el peregrinaje de Ricardo a lo largo de todas sus páginas: estaba perdido cuando creía que se comía el mundo y sigue perdido ahora cuando el mundo le come a él.

No puedo terminar sin resaltar la conversación que gira en torno a las hermanas Brontë, ya no solo por la agradable e inesperada sorpresa que supuso para mí encontrarme con ella en la narración ni por lo mucho que dice del personaje que la protagoniza, sino porque me sentí muy identificada. No llego hasta ciertos puntos que se narran en la historia, pero soy de esas... soy de las que se va a otros países siguiendo la estela de los autores clásicos que ama y que abandona las tierras que ellos pisaron con la piel de gallina. La historia ya me estaba encajando en muchos aspectos, pero creo que fue ahí donde hizo el click absoluto.

En definitiva, en Acantilados de Howth nos encontramos con un personaje real que vive una vida real y comete errores reales. Nada de artificios, nada de imposturas, nada de rizar el rizo. Situaciones reales, vivencias auténticas y un personaje que podría ser cualquiera de nosotros en sus zapatos, acompañado de una serie de personajes que en algunos casos nos pueden resultar más ajenos pero que no dejan de cumplir su cometido (en el lado femenino además de una forma muy marcada... Ula e Isabel no podrían ser más diferentes). No pretendo decir que sea un libro perfecto, tiene sus altibajos, pero es de esos libros que te invitan a quedarte con lo que te aportan obviando un poco todo lo demás, que encierran una de esas historias que tienen ese algo especial que te hace empatizar con ellas y sentirte identificado en muchos aspectos. También admito que probablemente no todo el mundo conecte de igual manera con lo que se narra, pero leí este libro hace ya unos meses y no me ha hecho falta abrir sus páginas ni una sola vez para hacer la reseña y recordar todo lo que quería decir sobre él. Supongo que eso resume un poco mi sentir general hacia esta historia.

Muchas gracias, Inquilinas.


Si quieres leer la reseña original, puedes hacerlo pinchando AQUÍ.

domingo, 26 de noviembre de 2017

Mil dolores pequeños, por Pablo Escudero Abenza

Editorial Baile del Sol. 140 páginas. 1ª edición de 2016.

En junio de 2016 coincidí con Pablo Escudero Abenza (Orihuela, 1984) en el bar-librería Vergüenza ajena de Madrid. La editorial Baile del Sol había organizado una presentación conjunta con los autores que acabábamos de sacar libro con ellos. Pablo presentaba su novela Mil dolores pequeños y yo mi libro de relatos Koundara. Acabamos charlando e intercambiando libros. Creo que más que el hecho de acabar de publicar un libro, nos unió la circunstancia de que, en aquel momento, ambos éramos profesores de matemáticas en secundaria.

Pablo Escudero mantiene un blog literario llamado Cuentos pendientes. En el verano de 2016 publicó allí una reseña sobre Koundara. Un año más tarde, dentro de mi campaña a favor de poner orden en el deslavazado montón de libros que suponen mis lecturas pendientes, me he acercado al fin a Mil dolores pequeños.

En Mil dolores pequeños, la historia nos la cuenta un narrador innominado que sufre una extraña dolencia: «La memoria y el olvido son selectivos. Eso desde luego. Eso como mínimo. La mía no, por supuesto. Mi memoria nunca aprendió a filtrar ni a olvidar» (pág. 34). Durante unas horas al día, nuestro particular «Funes el memorioso» tiene que acudir a una clínica llamada Museo del Olvido y la Memoria, donde le tratan de sus problemas. Allí, como terapia, los médicos le piden que escriba sobre sus recuerdos.

En la dedicatoria que me firmó Escudero el día de la presentación se refiere a su novela como «esta sarta de mentiras». Creo que una tentación que puede tener el lector al acercarse a este libro es pensar que se trata de una novela autobiográfica. Por lo poco que sé del autor, me doy cuenta de que algunas características del narrador coinciden con las suyas: ambos estudiaron Ciencias Físicas, son de una ciudad de provincia y escriben relatos con los que han ganado algún premio.

La novela está dividida en sesenta y ocho capítulos, que no suelen ser muy largos. En ellos, el narrador va enlazando recuerdos, que en muchos casos se convierten en pequeños relatos. Éstos tienen que ver principalmente con su entorno familiar (sobre todo con el padre y el abuelo) y con los compañeros del colegio (el chico especial, el chico más guapo de la clase…), o con personas con las que se cruza en el metro, en la calle o en las clases de la facultad (Caperucita, Gómez Salto…).

A través de estos recuerdos o digresiones de la historia, el narrador va desgranando algunos de los momentos más significativos de su infancia, adolescencia o primera juventud, que se sitúan principalmente (aunque no sólo) en la década de 1990. Así, se evocan desde los desaparecidos videoclubs hasta los niños de Chernóbil que visitaban España durante unas semanas de verano.

Se juega al contraste con la figura del padre: mientras el narrador no puede olvidar nada, el padre está perdiendo la memoria; o mientras que el padre es alguien que corre muy rápido, el hijo siempre es el último chico de la clase en una carrera.

El narrador siempre ha querido ser escritor. Aquí debemos enfrentarnos a una paradoja en la construcción de la novela. En la página 39 leemos: «Yo quería ser escritor pero los médicos me lo prohibieron. Mi mente no podía soportar tanto tráfico. Al principio quizás, cuando era más joven, pero ya no. (…) Me mareaba cuando terminaba un relato. Me caía desmayado en cualquier parte». Ahora, sin embargo, son los mismos médicos que le prohibieron escribir relatos los que le piden que escriba sobre sus recuerdos. Esta escritura, ejecutada en la clínica de la Memoria, sin la esperanza de que nadie se acerque a ella, constituiría la novela que el lector tiene en las manos.

La primera frase del libro invita a la extrañeza: «Mi padre sabía volar». Es un truco que ejecuta durante los cumpleaños de la infancia del narrador. Dentro del contexto de una narración realista (salvo por el detalle del Museo del Olvido y la Memoria), este dato, al que se vuelve de forma reiterada en el libro, parece tener principalmente una carga metafórica y no literal. Abunda en Mil pequeños dolores el recuento de las derrotas cotidianas, en las que el padre (en paro, clínicamente deprimido y que gana algo de dinero gracias a la escritura de reseñas literarias) suele ser uno de los máximos exponentes en este Museo de la Derrota y la Pérdida, que constituyen las páginas de la novela.

«No suelo caer en la nostalgia», nos dice el narrador en la página 32. El mundo que se evoca y refleja aquí, es cierto, no está idealizado; más que caer en la nostalgia, lo que hace nuestro narrador es caer en la melancolía. «Tantos recuerdos me han inoculado al fin la tristeza», leemos en la última página del libro.

Nunca se nombra la ciudad de provincias original del narrador, ni se dice cuál es la ciudad a la que se ha marchado a estudiar Ciencias Físicas, en la que los viajes en metro se convierten en una de sus principales rutinas, pero yo he supuesto, por inercia, que se trataba de Orihuela y Madrid.

La narración no sigue un orden lineal; en cada capítulo, los hechos evocados pueden ser nuevos o también se puede volver sobre escenas ya mostradas antes y completarlas o narrarlas desde otros ángulos (esto ocurre sobre todo cuando se habla del padre, del abuelo o de alguno de los compañeros de clase). Muchos de los pequeños motivos narrativos que se pueden leer en estas páginas tienen que ver con el arte o el deporte; algunos de los capítulos hablan de natación o fútbol, pero también de músicos y escritores. Aquí, destaca la figura del albanés Ismaíl Kadaré; el tema albanés acaba tomando importancia narrativa en la historia. Las apreciaciones de Escudero Abenza sobre las realidades que muestra pueden ser en algunos casos típicas, como cuando se habla del chico gordo que era el portero del equipo de fútbol o del ambiente varonil de las peluquerías de caballeros a las que empieza a ir a los diez años, pero muchas otras (la mayoría) son apreciaciones bastante originales de la realidad; en este sentido, me han gustado las notas sobre las inundaciones que sufría su barrio cuando era pequeño, o el tema narrativo ‒como ya he comentado‒ en que se acaba convirtiendo Albania: sus escritores y deportistas, su política…

Dentro de un tono sencillo, pero marcadamente melancólico, se tiende a la página poética (de hecho, más de uno de los capítulos cortos se podrían leer como poemas en prosa), no exenta de un particular sentido del humor: «Seguramente la siguiente moda estúpida será la de blanquearse los huesos para que brillen más en las radiografías», leemos en la página 61.


En la contraportada, para emparentar el libro con otros en los que se ha podido inspirar el autor, se citan dos: Yo recuerdo de Joe Brainard y Me acuerdo de Georges Perec. Son dos libros que no he leído, pero sí he hojeado. En más de una ocasión, la escritura morosa y evocadora de Escudero Abenza me ha recordado al Ray Loriga de Lo peor de todo o Héroes, pero ignoro si se trata de una referencia válida para alguien nacido en 1984.


La pega que se le puede poner a un libro como Mil dolores pequeños es que, al estar construido como un conjunto de recuerdos aparentemente deshilvanados, no tiene demasiada tensión narrativa. Imagino que Escudero Abenza no quería escribir una novela con tensión narrativa, para la que se requieren otro tipo de planteamientos. Él ha escrito una novela ‒sobre el fin de una juventud humilde‒ poética, nostálgica y evocadora, con algunas digresiones muy originales e imágenes potentes, que se lee siempre con agrado.

jueves, 23 de noviembre de 2017

Reseña de Koundara en la revista Oculta

La poeta y novelista Ariadna G. García publicó en la revista Oculta una reseña de mi libro de relatos Koundara. La dejo aquí:



Estamos cambiando de periodo histórico, económico y social. Occidente ha entrado en una nueva etapa. Europa vive una crisis sin parangón desde los años 30. El desempleo, el auge de los nacionalismos y precariedad actuales parecen invocados como demonios que no fueron bien exorcizados. Los escritores –algunos, al menos–, tienen –tenemos– puesto su punto de mira en las transformaciones que esta crisis está generando. De ahí, que regresen con fuerza la narrativa realista y la distópica, hermanadas por su espíritu crítico. Hablo de novelas como Cenital, de Emilio Bueso (2012); La trabajadora, de Elvira Navarro (2014); Inercia, de quien escribe (2014); Los valientes, de Roberto de Paz (2015); La gran ola, de Daniel Ruiz García (2016); y Cuando todo era fácil, de Nando López (2017). Me refiero a libros de relatos como Contratiempos, de Pilar Tena (2014) o el que nos ocupa hoy: Koundara, de David Pérez Vega (2016). Con estos libros los lectores pueden auscultar el pecho de su época, pues trasladan al papel los mundos que sospechamos, pero que nuestra sociedad –pensada para el consumo y la satisfacción de los deseos– nos impide ver. No obstante, para eso escriben sus obras los autores, para hacernos mirar en dirección opuesta a los anuncios, la telebasura y el discurso político de autocomplacencia. Estos títulos describen cómo los recortes de la administración incrementan la sensación de fracaso colectivo, cómo la clase obrera ha perdido derechos con la nueva reforma laboral, cómo las mujeres y los hombres que han acabado en el paro deben reinventarse para sobrevivir, cómo se ha abierto un abismo entre los sueños de juventud y los logros de adultez, cómo el mercado laboral se ha vuelto despiadado, cómo miles de españoles preparan la maleta del exilio, o cómo la incertidumbre, el miedo y la frustración se han enquistado en la ciudadanía.
Koundara es el primer libro de relatos de David Pérez Vega (1974), profesor de Economía y de Matemáticas, y autor de las novelas Los insignes (2015), El hombre ajeno (2014) y Acantilados de Howth (2010); de los poemarios El bar de Lee (2013) y Siempre nos quedará Casablanca (2011); así como de un sinfín de reseñas que ha ido publicando o bien en su blog (Desde las ciudad sin cines) o en la Revista Eñe. Con la excepción de la última novela, todas sus obras han visto la luz en Baile del Sol, una editorial prestigiosa, alternativa, que lleva veinticinco años dando a conocer nuevas voces de la literatura española.
El libro lo integran siete relatos organizados en dos secciones («Los viajes» y «Bajo determinadas circunstancias»). Me han gustado mucho cuatro de ellos: «Koundara», «Maestro», «Cazadores» y «Tetras de ojos rojos». Sin embargo, voy a comenzar mi reseña por los tres restantes.
«Acrópolis» tiene un arranque sorprendente (el gerente de una empresa abandona, con precaución y nervios, la nave donde trabaja, por temor a un atraco), pero la abrumadora retahíla de datos que ofrecen –a continuación– narrador y personajes frena la historia. Las intervenciones de los interlocutores, por otro lado, son demasiado largas, lo que resta credibilidad a los diálogos. Así y todo, me gusta el sentido del relato, si bien no su construcción: la mirada nostálgica hacia el pasado donde el protagonista sentía una seguridad que ahora le falta.
«La balada de Upton Park» toca un tema interesante y actual: la emigración de españoles por culpa de la crisis. El prólogo promete una entretenida historia de terror, pero el relato que lo sigue frustra enseguida las expectativas de los lectores. El desarrollo de la historia es lento por la profusa aparición/desaparición de personajes, y por la meticulosidad con que describen escenas al margen de la trama principal.
«Quitasol» es un relato anodino, en el fondo y en la forma; que desmerece al lado de sus compañeros. Y es que dentro de la colección hay cuatro relatos realmente muy buenos. A saber:
«Koundara» tiene el atractivo de la localización espacial (Guinea Conakry); de unas descripciones muy plásticas, de gran poder evocador, que apelan a cada uno de los sentidos («El olor es lo primero en África; un olor carnal, igual que una gasa invisible sobre el cuerpo. Nada más bajar del avión, una presencia de cuero y sudor rancio»); de la sutil ironía a la que recurre el autor para criticar la actividad que desarrolla la Iglesia en Koundara (escolarización en sus centros únicamente de estudiantes ricos), así como de los privilegios de los que disfrutan sus representantes (instalación de tendido eléctrico y suministro de agua); el último aliciente del relato descansa en la aparición de personajes a los que estamos poco habituados (monjas que conducen todoterrenos de aspecto militar).
«Maestro» destaca por el tema: la denuncia de las precarias condiciones laborales en las que realizan su trabajo los maestros y profesores de un colegio privado (para el nivel de bachillerato) y concertado (para las etapas de primaria y secundaria). El narrador nos relata los esfuerzos de la dirección del centro por despedir a docentes con contrato indefinido, por minar su moral completando su horario con asignaturas para las que no están cualificados, por presionar al claustro para que los estudiantes aprueben sin abrir un libro, o por colocar a dedo a un representante sindical afín a sus intereses. Se nota que Pérez Vega conoce el oficio desde dentro.
«Cazadores» se sustenta en una estructura muy bien trabajada, donde varios relatos se insertan unos dentro de otros, como en las antiguas colecciones árabes de cuentos. Dos hombres divorciados se citan en un restaurante chino para cenar, y en la conversación se confiesan en qué momento se percataron de que sus matrimonios no les satisfacían. Este segundo estrato de la historia, que gira en torno a un perro, desemboca en un tercer recuerdo del protagonista, esta vez situado en un bar de Malasaña. Esta nueva charla con otro amigo, gemela a la de la historia-marco, sirve para rememorar un lance de la infancia en la facultad de Veterinaria de la Complutense, donde experimentó el horror de ver animales amputados y agonizantes. Estos flashback freudianos nos perfilan a un personaje inseguro, temeroso de los hombres que conforman su mundo. De ahí que el desenlace del relato nos reconforte.
«Tetras de ojos rojos» es el texto más lírico –simbólico– de las siete piezas. Su fuerza radica en la espléndida caracterización psicológica del personaje principal, la madre de un alumno diagnosticado con TDA (Trastorno por Déficit de Atención). Relatada, ahora, por un narrador omnisciente, la obra pasa revista a las emociones que Mónica padece tras entrevistarse en varias ocasiones con el tutor del chico y luego con éste: ira, desconcierto, desconsuelo, impotencia, miedo, furia, decepción. Pérez Vega, de nuevo, recurre a su experiencia docente para añadir al retrato del personaje la pintura de los obstáculos que dificultan la concentración de los adolescentes de hoy: los videojuegos, internet, el móvil y la televisión. Un acuario de peces servirá de remanso de las pasiones, banco de pruebas de madurez, y de metáfora de la extrañeza incómoda que siente una madre cuando asiste a los cambios de sus hijos. La incorporación de los diálogos al texto me parece una fórmula acertada, pues dota al texto de agilidad.
En resumen, Koundara es un buen libro de relatos, con cuatro piezas excelentes en las que el autor demuestra que tiene oficio, domina la técnica y posee una aguda mirada para observar el mundo. David Pérez Vega radiografía nuestra sociedad para ofrecernos un mosaico de personajes entre los treinta y los cuarenta años cuyas vidas, lejos de estar asentadas, zozobran en la incertidumbre. Raro será que los lectores no se identifiquen con alguno de ellos.

Muchas gracias, Ariadna.


Puedes leer la reseña original pinchando AQUÍ.

domingo, 19 de noviembre de 2017

La acústica de los iglús, por Almudena Sánchez.

Editorial Caballo de Troya. 155 páginas. 1ª edición de 2016.

Coincidí con Almudena Sánchez (Palma de Mallorca, 1985) en los estudios de Gestiona Radio una tarde de septiembre de 2016. Ambos habíamos sido invitados por Antonio Martínez Asensio para hablar de nuestros libros en su programa. Estuvimos conversando en la sala de espera y acordamos enviarnos nuestros libros de cuentos. En aquel momento, creo que ni la propia Almudena se imaginaba el buen recorrido que tendrían sus «iglús». Ahora que me siento a escribir esta reseña ya van por la séptima edición; La acústica de los iglús ha debido de convertirse en el libro de relatos mejor vendido del año en España.

Yo he podido leer al fin (tenía demasiados libros acumulados) la primera edición del libro dedicada por la autora. Siempre me gustan estos detalles.

Para hablar de esta recopilación de diez cuentos y unas 150 páginas, he decidido establecer una división un tanto aleatoria: voy a tratar los cinco primeros como si fuesen un bloque y luego hablaré de los otros cinco. Los cinco primeros ocupan unas 100 páginas y los cinco restantes unas 50; así que, ya de entrada, podemos apreciar que los primeros son cuentos más largos.

La señora Smaig es el primer cuento. En él encontramos ya una serie de elementos que van a ser esenciales en la poética de Sánchez: La señora Smaig está narrado en primera persona por una voz femenina que suele ser una niña o bien una chica joven. Las voces narrativas de los cinco primeros cuentos, sin ser la misma, están fuertemente emparentadas.
En el primero, la narradora nos hablará del periodo que estuvo encerrada en un hospital al comenzar su adolescencia («Me inyectaban morfina, calmantes y antibióticos entre paredes muy blancas»: pág. 14).
Uno de los recursos que se utilizan en estos relatos, con intenciones poéticas, es el de la enumeración de cosas en apariencia incoherentes. Así, en la página 14, podemos leer: «Con tantas inyecciones y medicinas, se me olvidaban cosas básicas, como por ejemplo: el método para resolver una ecuación, la diferencia entre verdura y hortaliza, el nombre de mi profesor de griego o la risa de mi hermano Nico». El tercer cuento se llama Apuntes desde la bóveda celeste: en él, una chica ha de aceptar un trabajo que consiste en viajar al espacio para recoger basura cósmica. Puedo extraer de este cuento otro ejemplo de lo que estoy comentando: «En cuatro meses he capturado: una sanguijuela, una pata de jamón, varias plumas de pájaro ‒intuyo que son de avestruz‒, una ventosa, una tuerca hexagonal, una peluca albina (¿pertenecerá a Luis XVI?), las púas de un cactus, una bombilla fundida, una máscara de gas y un chicle de mora, aplastado» (pág. 55).

Otro recurso muy utilizado en estos relatos es apelar a una afirmación sorprendente o extraña, que implica una «verdad» dentro del particular mundo de la narradora: «Lo peor sucede así, cuando estamos yendo a algún sitio y no acabamos de llegar» (pág. 17); o en la página 62: «Las peores tragedias suceden en habitaciones de hotel».

También se apela mucho al surrealismo: «En uno de mis bolsillos creció una planta abominable. Percival la alimentaba con sus moscas muertas, cargadas de nutrientes» (pág. 35).

Las jóvenes narradoras de los cinco primeros relatos son chicas (adolescentes o jóvenes, como ya he apuntado) desnortadas, que escriben desde el aislamiento, la incomprensión del mundo y la extrañeza de la vida.
El escenario en el que se sitúan las historias implica incomodidad y disconformidad: un hospital (o manicomio) para La señora Smaig; una furgoneta, que la madre conduce por Inglaterra durante meses con la narradora y su hermano Percival, en El frío a través de los engranajes; una pequeña nave espacial para una única persona en la que recoger basura espacial en Apuntes desde la bóveda celeste; un hotel impersonal en el que una familia se recupera de un divorcio en El nadador del Hotel Minerva; una exigente escuela de piano en El arte incrustado.

Estos cinco cuentos, que –como ya apunté– ocupan los dos primeros tercios del libro, me han gustado. Me han parecido originales; en ellos, Almudena Sánchez consigue imprimir a sus narradoras una particular voz propia muy poética.

Hablemos ahora del segundo bloque de cuentos, los cinco últimos, que ocupan el último tercio del libro. El primero de ellos es Eclipse y su primera página la he usado como frontera de mi particular división del libro, porque enseguida me llamó la atención una diferencia en el comienzo frente a los cinco anteriores: está escrito en tercera persona. Habla de una pareja de ancianos que viven en un pequeño pueblo y que deciden gastar sus ahorros en viajar, ahora que consideran que les queda poco tiempo de vida. El mundo propuesto en este cuento es algo apocalíptico: «La Tierra comenzaba a convertirse en un páramo de residuos industriales» (pág. 95); o «Fuera del hogar, tanto en las ciudades como en el campo, el mundo se había transformado en un cráter bastante doloroso: cada día las autoridades alertaban de un grave incendio, huracán o epidemia a la vista. No se podía salir de casa, ni siquiera para comprar arroz. Los días en calma, que eran pocos y humeantes, se podía viajar» (pág. 97); o bien: «Debido a que los vehículos de transporte tradicionales se habían quedado obsoletos y se incendiaban con el aire abrasador de la ciudad, se había inventado el teleférico, que funcionaba con un motor blindado» (pág. 99). Esta ciencia-ficción poética (a lo Ray Bradbury) tiene bastante encanto, y Eclipse es también un cuento original.

De los cuatro últimos destacaría El triunfo humano, sobre dos amigas que se embarcan en un crucero, en el que la narradora no acaba de pasarlo bien. De nuevo, como en los cinco primeros relatos, nos encontramos con un escenario incómodo. Este cuento me ha recordado en su planteamiento a El arte incrustado, ya que ambos hablan de la relación entre dos mujeres (o niñas en el segundo caso) y los dos me parecen más ajustados en el lenguaje, en el uso del surrealismo poético, a otras propuestas. Los dos me gustan.

Hay tres cuentos en el segundo tramo del libro: Compostura: la línea imaginaria, Cualquier cosa viva e Introducción al relámpago que me han parecido inferiores al resto. Me parece que, en ellos, Almudena Sánchez repite propuestas ya mostradas en cuentos anteriores a una escala menos lograda.


En general, de los diez cuentos de La acústica de los iglús hay siete que me han gustado bastante, que me han parecido escritos con un hálito de poesía surrealista muy atractiva. Son cuentos originales y con una voz propia. El peligro, como apuntaba en el párrafo anterior, de este tipo de propuestas es caer en la repetición. Por eso, habrá que estar atentos a los próximos libros de Almudena Sánchez para saber qué camino decide tomar. A día de hoy, lo que debemos hacer es celebrar la aparición de una nueva e interesante voz en el vivo contexto del cuento en castellano. Enhorabuena, Almudena, por este libro.

jueves, 16 de noviembre de 2017

Reseña de Koundara en La pajarera

La escritora María Toca Cañedo, a la que conozco de Facebook, publicó esta reseña de Koundara, en su web literaria La pajarera.



«A veces nos envían libros, algunos se reseñan, los más se descartan por falta de interés o calidad literaria. Se me entienda, no quiero que piensen que vamos de eruditas y de críticas literarias, que no. Lo que sí ocurre es que letraheridas viejas, sí somos. O sí soy. Y cuando un libro no se me cae de las manos durante horas y aprieto otras funciones para volver a él, algo tiene. O mucho. O bastante. Eso pasó con  Koundara. El escritor y bloguero literario, del que me confieso seguidora virtual, David Pérez Vega, ha escrito hace tiempo este libro de relatos y (dice él) que se ha vendido poco. En este país vender libros, si los haces con amor, trabajo y sin tener plataformas detrás o capacidad de halago a críticos “oficialistas” es muy duro.  Por eso, creo que es injusto, muy injusto que esta pequeña joya no se divulgue más y lo disfruten con el justo placer que lo hice yo.
Son varios relatos, cotidianos, de vidas sin relumbrón, casi diría de andar por casa. Mayoritariamente son historias de profesores o de alumnos…aunque el que da nombre al libro se desarrolle en Costa de Marfil y Senegal, es igual, porque los aconteceres, son cotidianos.  La gente que puebla Koundara, puede ser usted o yo. La maestría del escritor es dar con el tono que nos cose a la lectura, que nos lleva a considerar al personaje cara conocida y nos cuesta abandonarle. Todo eso es Koundara.  Les aconsejaría que no perdieran de vista a mi querido David para que le espoleemos a que publique más. Y pidan Koundara en su librería, háganse ese favor.»

Muchas gracias, María.


Se puede ver la reseña original pinchando AQUÍ.

domingo, 12 de noviembre de 2017

Un acontecimiento excesivo, por Javier Avilés

Editorial Rango finito. 145 páginas. 1ª edición de 2016.

Siempre he disfrutado mucho de El lamento de Portnoy, el blog literario de Javier Avilés (Barcelona, 1962), que comenzó su andadura en 2004. Además de ser, a estas alturas, uno de los blog decanos de la crítica literaria en internet, se ha convertido también en ese lugar cibernético en el que uno puede leer algunos de los comentarios sobre libros más brillantes que existen en la red.
Conocí a Javier Avilés en persona en marzo de 2012. Los dos habíamos sido invitados a un encuentro de blogs literarios que tuvo lugar en el Medialab-Prado de Madrid. Me cayó muy bien; como es fácil de suponer, es una enciclopedia de literatura. En algún momento pensé leer Constatación brutal del presente, su primera novela, que fue publicada en 2011 por la editorial Libros del silencio, pero al final se me pasó.

Hacia finales de 2016 me escribió un mail Raúl Navarro, que se presentaba como fundador de una nueva editorial llamada Rango finito. Me informaba de que iba a comenzar su aventura publicando Un acontecimiento excesivo, la segunda novela de Javier Avilés, y me pedía una dirección postal para enviarme el libro si quería leerlo. Me apeteció apoyar su iniciativa y acepté el envío. Me he puesto con Un acontecimiento excesivo a finales de junio, mientras acababa el curso académico en el colegio donde trabajo.

«Aquí será donde aparezco por primera vez, saludando afablemente, explicando mi situación, descartando muchas cosas, lamentando la irrelevancia tanto de mi presencia como de mi discurso». Con esta frase comienza la novela. Como podemos ver, en Un acontecimiento excesivo existe una voz narrativa autoconsciente de su función, que aparecerá y desaparecerá de forma imprevista del texto.

Las calles de una ciudad, que puede cambiar de forma de un día a otro, son recorridas en fila india por una serie de personajes: un mendigo, una doctora, un marinero, un hombre con un bastón, un niño japonés (a veces) y un hombre con un maletín. En la página 68 podemos leer sobre Un acontecimiento excesivo: «Su argumento podría resumirse así: un grupo de personas caminan por una ciudad vacía en la que los edificios no tienen puertas. En ocasiones son cuatro personas; en otras, cinco; en otras parece adivinarse una presencia fantasmal; a veces aparece un niño. Los motivos de su peregrinaje no están justificados y se adivina mediada la proyección que no llegarán a ninguna parte». Un poco más abajo, en la misma página, leemos: «Por una extraña elección del director los personajes parecen difuminarse dentro de la ciudad y convertirse en estereotipos indefinidos, incluso yendo más allá, en meros soportes para unos diálogos intrascendentes».

Los personajes deambulan por la ciudad, y en ocasiones bajan a los sótanos de sus subsuelos. Se alimentan de los productos envasados que extraen de unas máquinas expendedoras. En la página 116, el narrador reflexiona sobre la esencia del realismo: en tono de broma nos dice que no ha hablado de las necesidades fisiológicas de los personajes: «Hay tantas cosas que aún no se han dicho y ya no se dirán. Por ejemplo el asunto de las necesidades fisiológicas. De acuerdo, coloquemos cabinas y retretes portátiles en cada esquina en la que se detienen a descansar, del mismo modo que colocamos las máquinas expendedoras. ¿Es eso realismo?».
En otras ocasiones, se reflexiona sobre la propia esencia del concepto de narración o de novela: «Si somos congruentes y dotamos de explicaciones coherentes a los detalles de la trama, una exigencia que no me siento obligado a satisfacer (…).» (pág. 77) o en la página 87: «Tendemos a buscar un significado, exigimos que las historias que nos cuentan tengan significado y si éste ha sido pervertido somos capaces de encontrar otro».

Los personajes a veces tienen que evitar el «magma negro», un «flujo entrópico imparable» que se mueve por las calles de la ciudad cambiante. Este detalle me ha recordado al cuento Gelatina de Mario Levrero. La comparación es pertinente hasta cierto punto: las escenas oníricas o surrealistas que describe Avilés en su libro podrían recordarnos a las de algunas páginas de Levrero, pero Levrero siempre dibuja escenas nítidas, escenas que, por extrañas que sean, el lector puede «visualizar»; en ellas existe una continuidad temporal, algo que no ocurre en este libro. «A cayó a un río. Nadó y a muchos kilómetros de distancia pudo llegar a la orilla. Allí se encontró con un duende. Éste le pidió dinero, y al no tenerlo A echó a correr y se metió en un túnel, iluminado por antorchas. Al fondo se oía una canción»: así podría narrar Levrero. Su fantasía es visual; en cambio la de Avilés es imprecisa. El lector puede imaginarse algunas escenas, pero éstas mutan y no tienen continuidad ni importancia compositiva. De repente, se narra un descenso al subsuelo de los personajes y, sin más explicaciones, se da paso a una reflexión sobre el paso del tiempo o sobre una película de Stanley Kubrick. En la página 48 leemos: «Toda esta larga perorata sobre nada carece de sentido».

Algunas imágenes o ideas se van repitiendo en el texto de forma recurrente. Por ejemplo, se suele recordar la presencia en la ciudad de unos perros que ladran a lo lejos. En este sentido, el tono alucinatorio de Un acontecimiento excesivo me ha recordado a la prosa lisérgica del William S. Burroughs en El almuerzo desnudo.

Además de la fila india de personajes que enumeraba antes, existe en el libro la presencia del comisario I, que ve películas en las que (¿tal vez?) se cometen asesinatos. Alguna escena violenta se deja entrever en el texto, con la presencia de cuchillos, pistolas y algunas otras armas, aportando una sensación de amenaza y misterio que no se acaban de concretar.

He hablado de Levrero y Burroughs y tal vez la presencia más importante en este libro sea la de Thomas Pynchon. Sé que Avilés es un gran admirador de libros como El arco iris de gravedad o Contraluz. Yo no he leído estas novelas, pero, por lo que sé, me atrevo a enunciar la posibilidad de que Avilés escriba bajo su influjo.

Ya he comentado que El lamento de Portnoy me parece uno de los blogs de literatura más brillantes que se pueden encontrar en la red, y la prosa de Avilés en Un acontecimiento excesivo me resulta rica e inteligente. Sus reflexiones sobre el hecho narrativo son irónicas y su deseo de dinamitar las premisas bajo las que se suelen escribir novelas me parece legítimo. Dicho esto, he de apuntar también que a mí me resulta excesivo leer sobre personajes que deambulan por un escenario desdibujado sin objeto, sin continuidad lógica en las escenas propuestas, saltando de un pensamiento a otro. ¿Para qué escribir una novela si no se cree en la idea de novela? Si el juego es tratar de que el lector no se acomode en ninguna lógica, que no sienta empatía ni reaccione ante los personajes... ¿para qué leer? Si las escenas propuestas se borran en la mente del lector según se van dibujando... ¿con qué aliciente seguir? He leído con interés algunas de las páginas escritas por Avilés, apreciando la finura de la prosa, y también me ha ocurrido que dos páginas más tarde he sentido perfectamente que el texto me expulsaba de la página y los renglones se hacían refractarios a mi mirada. He tenido que forzarme a terminar el libro, y me ha parecido una pena porque Javier Avilés me cae muy bien y me parece estupendo que alguien tan entusiasta como Raúl Navarro funde una nueva editorial.


Todo esto me lleva a reflexionar sobre el hecho narrativo y lo que significa ser un buen lector, como lo es Avilés: llega un momento que cuando lees una novela puedes percatarte de todos sus trucos narrativos y de cómo funciona la construcción de personajes… Puedes explicar perfectamente todo esto a terceros. Entonces, quieres escribir con ironía para dinamitar los convencionalismos del género. Al final, lo que consigues es tener una no-novela, un texto sin personajes interesantes, sin trama, sin continuidad temporal. Creo que no leemos para percatarnos de lo inteligentes que somos, sino para volver a ser niños, para que alguien nos encandile con un cuento. Lo divertido no es que nos expliquen los trucos de magia, sino poder regresar a la infancia y dejarnos fascinar por un buen mago, aunque sepamos que nos está engañando. Yo lo que quiero es volver a sentir la emoción que experimenté al leer La isla del tesoro, no que alguien venga a decirme que nunca existieron piratas como aquéllos.

miércoles, 8 de noviembre de 2017

Kanada, por Juan Gömez Bárcena

Kanada, de Juan Gómez Barcena.
Editorial Sexto Piso. 193 páginas. 1ª edición de 2017

De Juan Gómez Bárcena (Santander, 1984) leí en 2014 su primera novela, la celebrada El cielo de Lima. De este libro hice una reseña en mi blog. En marzo de 2017 acudí a la presentación de Kanada en la librería Tipos Infames de Madrid. Mantengo una relación cordial con Juan. Él es quien dirige la revista Eñe Digital y, por tanto, es la persona a la que envío cada semana mis reseñas para que se publiquen allí. Conocía la existencia y el argumento de Kanada antes de que estuviera publicada y de que Juan la hubiera acabado de escribir.

Si en El cielo de Lima Gómez Bárcena sitúa la acción de su novela en el Perú de principios del siglo XX, en Kanada lo hace en la Hungría posterior a la Segunda Guerra Mundial. Recuerdo que en alguna presentación de libros alguien comentó que Gómez Barcena era uno de los mejores escritores de su generación y que además era el que menos de él mismo dejaba en sus textos. No recuerdo quién lo dijo, pero es posible que tuviera razón. Además de ser licenciado en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada y Filosofía, Gómez Bárcena ha estudiado Historia, tema por el que siente una gran pasión. En 2011 pasó una temporada en Hungría, y gracias a su estancia en Budapest surgió la idea de escribir este libro.

Kanada comienza con las siguientes palabras: «Tu casa sigue en pie. Tenías la esperanza de que se hubiera venido abajo.» Kanada habla del holocausto nazi desde un punto de vista particular: el del regreso de los supervivientes de los campos de exterminio.
Considero que la escritura testimonial más importante sobre los campos nazis es la de Primo Levi. Su famosa Trilogía de Auschwitz está compuesta por Si esto es un hombre, La tregua y Los hundidos y los salvados. El primer libro habla del año que Levi pasó en Auschwitz; el segundo del tiempo que transcurre entre la liberación del campo por los rusos y el regreso a su casa en Italia, donde ya nadie le esperaba; y el tercero es un ensayo, escrito bastantes años después que los otros dos libros, en el que Levi hace una reflexión final sobre sus experiencias. Quiero llamar la atención sobre los siguiente: la parte novelada de la Trilogía –los dos primeros libros– finaliza justo donde comienza la novela de Gómez Bárcena. Aquél –el del regreso a casa– fue un momento complicado para Primo Levi, igual que para cualquiera de los supervivientes a la experiencia terrible de los campos de exterminio. ¿Qué hacer después de Auschwitz? ¿Se puede retomar la vida cotidiana después de vivir una experiencia así? Sobre este tema trata Kanada.

En Kanada un hombre regresa de la guerra a su casa. Allí se encuentra con un vecino, que en la narración (de fuerte aire simbólico) recibirá el nombre de «el Vecino». El lector se acerca al texto sabiendo que trata sobre la vuelta de un judío a su casa de Budapest después de pasar por los campos de exterminio nazis, pero creo que sería una experiencia extraña leerlo sin haber estado en la presentación, sin acercarse a la contraportada (ni, claro, haber escuchado al propio autor hablar de su libro), porque si me he fijado bien, en Kanada no aparece la palabra «judío», «nazi» o términos como «Segunda Guerra Mundial». De forma muy tangencial, el lector comprenderá que la ciudad en la que transcurre la historia es Budapest (el nombre de algunas calles, el Danubio…). Todo esto hace que la narración tenga (al menos en su primera mitad) un aire onírico y simbólico, un aire de irrealidad que acerca la novela a un texto de Kafka. Serán estás primeras páginas sobre la imposibilidad de alcanzar objetivos en apariencia muy sencillos, bien sea entrar en un castillo (como ocurre en la novela de Kafka) o salir de una habitación (como ocurre en Kanada).
Un hombre regresa de la guerra a su casa y se encierra en su antiguo despacho. Hasta allí se acercará el Vecino o su mujer («la Esposa» en la narración) para llevarle comida o retirar un cubo con sus excrementos, pero él no querrá salir nunca del cuarto en el que se ha instalado. A veces se asoma a la ventana y contempla la calle, sin que parezca que comprende qué ocurre en ella.
El Vecino insta al innominado protagonista de Kanada a «empezar de cero», pero en la página 19 leemos: «Sientes la tentación de responderle que nada puede comenzar otra vez, que si hay algo que has aprendido es que nada termina nunca.»
Para el protagonista de Kanada el tiempo ha perdido su consistencia habitual, ya no fluye en línea recta, sino que pasado y futuro pueden confundirse, confluir o avanzar en sentido inverso al habitual. Ésta es una idea que acabará siendo importante en la construcción de la novela.

El lector acabará descubriendo que el protagonista de Kanada –al que se dirige el narrador del libro usando la segunda persona– trabajaba como profesor de Astrofísica en la universidad antes de la guerra. En su cuarto tiene un telescopio estropeado que se irá recubriendo de carga simbólica, mientras va deshaciéndose de sus libros o de las plumas de su colchón en la chimenea que arde en la estancia. De nuevo, será cuestionada la naturaleza del tiempo o la realidad.

Algunos acontecimientos externos irán marcando, sin embargo, el tiempo de la novela. Sobre todo lo hará el movimiento revolucionario contra la URSS que tuvo lugar en Hungría en octubre de 1956 (no aparece este año en el texto). Desde la vuelta a casa del protagonista (presumiblemente en 1945 o 1946 y la revolución de 1956) han transcurrido unos diez años en los que el Vecino y la Esposa se han ocupado de él, y a cambio han sacado rendimiento económico a su casa, al convertirla primero en una casa de huéspedes y luego en una imprenta clandestina. Estos últimos hechos le causan una profunda indiferencia al protagonista.

En la segunda parte de la novela, los recuerdos sobre el campo de concentración se hacen más reales para el profesor y el lector podrá acercarse a algunos de los rincones más oscuros de su mente torturada.

Durante una temporada me interesó bastante leer los libros testimoniales que escribieron los supervivientes de la Alemania nazi. Leí bastante sobre el tema, y lo cierto es que tengo sentimientos encontrados hacia los escritores que hablan de aquello sin haberlo vivido. ¿Qué legitimidad tiene un autor nacido en la España de 1984 para hablar de lo que siente un superviviente judío del Holocausto? ¿Por qué leer un libro como Kanada sin haberse leído todos los libros testimoniales que escribieron las verdaderas víctimas? Quizás estas preguntas nos llevan a interrogantes más amplios: ¿existen temas sobre los que un escritor no deba escribir? Considero que no, que un escritor debe escribir sobre aquellos temas que considere oportunos, pero que si decide tocar un tema tan delicado con el elegido aquí debe hacerlo con sumo respeto hacia la verdad histórica de la que se ocupa. Gómez Bárcena se documentó en profundidad durante su estancia en Hungría sobre los temas que plantea en su novela y se acerca a ellos con respeto y sin énfasis excesivos. De hecho, hay reflexiones sobre la culpa o, por ejemplo, sobre las obras que provienen del terror (las pirámides de sacrificios mexicanas o las pirámides de pelo, cuerpos… de los nazis) muy certeras.


Si en El cielo de Lima, Gómez Bárcena hacía uso de un tono humorístico para narrar su historia, cualquier vestigio de humor ha desaparecido de Kanada, que es una novela intensa y sobria, sin ningún exceso verbal, pero muy trabajada en su precisión terminológica. Si el tono inicial de Kanada es kafkiano, como ya he apuntado, hacia la mitad prima la reflexión y el tiempo narrativo parece detenerse, para acelerarse (hacia delante o hacia atrás) en el último tercio, cuando los recuerdos del campo y el presente histórico de 1956 se entremezclan. Juan Gómez Bárcena se ha acercado, en su segunda novela, a un material narrativo muy sensible, que ha sabido manejar con elegancia y precisión. Kanada es una buena y madura novela.

domingo, 5 de noviembre de 2017

Metales rojos, por Rodrigo Díaz Cortez

Editorial Comba. 150 páginas. 1ª edición de 2017.

En 2013 leí El peor de los guerreros, una novela publicada por la editorial Libros del Lince. La acción se situaba en el desierto de Atacama. Su autor, Rodrigo Díaz Cortez (1977), es un chileno nacido en Santiago, pero que se siente de allí, del desierto de Atacama, de donde proviene su familia paterna (esto podemos leerlo en la solapa).

A principios de 2017, Rodrigo me escribió a través de Facebook para comentarme que había publicado un nuevo libro de relatos y para proponerme su envío. Al final acabamos intercambiando un libro de relatos por otro: él me envió Metales rojos y yo le envié mi Koundara.

Me he puesto con su libro al comenzar las vacaciones de verano, dentro de mi plan personal para bajar la pila de libros pendientes, enviados por las editoriales o los autores.

Metales rojos está formado por doce cuentos de unas doce páginas cada uno.
El primero se titula Río abajo, y trata sobre una conversación que tiene lugar entre dos compañeros de pensión. Uno de ellos le cuenta al otro que acaba de asesinar a un hombre tras una discusión de bar y lo ha arrojado río abajo. La acción se sitúa en la periferia de Barcelona, dentro de un ambiente marginal de recogedores de chatarra o cartón. El compañero de pensión con el que se confiesa el asesino es un joven chileno que lee novelas muy gruesas y escribe en un cuaderno pringoso. El personaje del joven chileno que lee novelas, escribe y se mueve en un ambiente marginal barcelonés me hizo pensar de forma inmediata en Roberto Bolaño. De hecho, antes de empezar con esta reseña he releído la que escribí hace cuatro años sobre El peor de los guerreros y me encuentro con que el libro se habría con una cita de Bolaño. Así que la comparación me parece pertinente, pero, desde luego, no podría afirmar que este libro de cuentos se ha escrito (en conjunto) bajo la influencia de Bolaño.

El segundo cuento, Insecto metálico, ambientado en el desierto de Atacama, sobre un joven de pueblo y su relación con su primo mayor, me ha parecido el mejor del conjunto; el cuento más equilibrado y evocador de los doce que podemos encontrar en este libro. Creo que al leer a un autor chileno mi mente empieza a buscar, rápidamente, comparaciones con otros autores chilenos. Por su aparente sencillez, su contundencia y su poder para mostrar la realidad, este cuento me ha recordado a los de Marcelo Lillo.

En el tercero ‒titulado Payaso de Tárrega‒ volvemos a una Barcelona marginal, en la que se encuentran un payaso mayor, posiblemente a punto de retirarse, con una mujer, que piensa en sí misma como si fuese una niña, pero que hace tiempo que dejó de serlo. Es un cuento sobre la máscara y lo grotesco y, siguiendo la línea de pensamiento de la que hablaba antes, me ha hecho pensar en el gusto por la máscara y lo grotesco de José Donoso. Me ha gustado, es original, pero quizás el nudo narrativo me ha resultado un tanto forzado.

Al leer el cuarto, Me dirijo al infierno, ya me empezó a parecer que Díaz Cortez tenía una tendencia a recargar el relato de elementos en exceso dramáticos. En más de uno de ellos se habla de personajes tan extremos que se convierten en asesinos, como ocurre aquí. También ocurría en el primero, y hay otros más adelante. Lo cierto es que a mí me gusta más la sutileza de un cuento como Insecto metálico. El tremendismo en un cuento puede acabar siendo un recurso fácil.

Mujer desnuda en la ventana vuelve a retratar una Barcelona marginal. Sus protagonistas son albañiles, una profesión que aparecerá en otros relatos. Además, aparece un tipo de personaje que vuelve a aparecer en otros cuentos: la del hombre de mediana edad con pocas luces, que vive con su madre, la cual le trata como un niño. De nuevo hay aquí un asesinato, pero el relato es más sutil que el anterior y me gusta más.

Retrato de animal es un cuento sobre personajes alucinados y marginales. Frente al anterior, en el que se produce un choque entre varios personajes, ésta es una narración mucho más sencilla y que me gusta menos.

Noelia y el loco del violonchelo, sobre los conflictos entre dos hermanas y la pareja de una de ellas, retrata, de nuevo, una Barcelona marginal de drogas, prostitución y mendigos. Los cuentos están escritos en primera persona o tercera, y la tercera persona suele estar muy centrada en uno de los personajes; pero aquí tenemos tres puntos de vista para contar la historia, y esto hace que Noelia y el loco del violonchelo sea uno de los cuentos destacados del libro.

Señor Simulos es un cuento que repite el esquema del joven adulto desequilibrado que vive con su madre. La variante es curiosa: el hijo no soporta al nuevo novio de la madre, al que considera un impostor.

Quizás El concurso sea el cuento que menos me gusta del libro. La acción transcurre en torno a un taller literario al que acude un joven empresario que ha heredado su negocio, que siente que no tiene imaginación para escribir. Un cuento sobre las imposturas de la escritura y el plagio, de final muy previsible. Un cuento al que se le ven demasiado los engranajes y que juega con la supuesta sorpresa final.

Cara de pendejo habla de la relación entre dos hermanos. Uno de ellos, fotógrafo, ha escapado del entorno marginal de su niñez, pero su hermano le encuentra y le envuelve en sus asuntos turbios. De nuevo, creo que el tremendismo final va en detrimento de la fuerza del cuento.

Fiesta sobre ruedas, sobre los abusos sexuales en una fiesta de militares, podría ser, de forma velada, un cuento sobre el pasado dictatorial de Chile.

El último cuento es Metales rojos. En él volvemos a una Barcelona marginal de albañiles; en este caso, el cuento está protagonizado por un joven inmigrante sin papeles, cuya mayor obsesión es conseguirlos.

En comparación con su novela El peor de los guerreros, el estilo de Díaz Cortez en estos cuentos es menos barroco. Ya he comentado que no me gusta demasiado cuando los cuentos tienden al tremendismo de muertes y asesinatos (creo que éste es un recurso que conviene dosificar cuando quieres mostrar la realidad) y tampoco me gusta la búsqueda del final excesivamente redondo en que cae algún cuento. Me gusta más cuando el autor describe los ambientes marginales de Barcelona desde premisas realistas más sutiles. Creo que Rodrigo Díaz Cortez se muestra en Metales rojos como un narrador nato que no necesita hacer metaficción para contar una historia interesante. Y la verdad es que, hasta cierto punto, me he quedado con ganas de leer un relato de autoficción suyo, porque la vida de Díaz Cortez me parece muy curiosa: se compró el pasaje de Chile a Barcelona vendiendo sus propios libros por bares y ahora trabaja de taxista en Barcelona, siendo su escritorio el salpicadero del coche.

Aunque, como he apuntado, algunos relatos me han parecido mejores que otros (algo inevitable en un libro de cuentos), Metales rojos tiene al menos un gran cuento ‒      que sería Insecto metálico‒ y más de uno notable ‒Río abajo, Payaso de Tárrega, Mujer desnuda en la ventana o Noelia y el loco del violonchelo‒. Además, el estilo narrativo es maduro, eficiente y conseguido.

Cuando leí El peor de los guerreros, me pareció que se trataba de una novela interesante que estaba teniendo poca repercusión. Me da la impresión de que lo mismo está pasando con los cuentos. Creo que Rodrigo Díaz Cortez, que tiene alguna de sus obras traducida al alemán y alguna más editada por Random House Chile (su novela El pequeño comandante), merecía tener más lectores en España.