Siempre he disfrutado mucho de El lamento de Portnoy, el blog literario
de Javier Avilés (Barcelona, 1962),
que comenzó su andadura en 2004. Además de ser, a estas alturas, uno de los
blog decanos de la crítica literaria en internet, se ha convertido también en
ese lugar cibernético en el que uno puede leer algunos de los comentarios sobre
libros más brillantes que existen en la red.
Conocí a Javier Avilés en persona en marzo de 2012. Los dos habíamos
sido invitados a un encuentro de blogs literarios que tuvo lugar en el
Medialab-Prado de Madrid. Me cayó muy bien; como es fácil de suponer, es una
enciclopedia de literatura. En algún momento pensé leer Constatación brutal del presente,
su primera novela, que fue publicada en 2011 por la editorial Libros del silencio, pero al final se
me pasó.
Hacia finales de 2016 me escribió un mail Raúl Navarro, que se presentaba como fundador de una nueva
editorial llamada Rango finito. Me
informaba de que iba a comenzar su aventura publicando Un acontecimiento excesivo,
la segunda novela de Javier Avilés, y me pedía una dirección postal para
enviarme el libro si quería leerlo. Me apeteció apoyar su iniciativa y acepté el
envío. Me he puesto con Un acontecimiento
excesivo a finales de junio, mientras acababa el curso académico en el
colegio donde trabajo.
«Aquí será donde aparezco por primera vez, saludando afablemente,
explicando mi situación, descartando muchas cosas, lamentando la irrelevancia
tanto de mi presencia como de mi discurso». Con esta frase comienza la novela.
Como podemos ver, en Un acontecimiento
excesivo existe una voz narrativa autoconsciente de su función, que
aparecerá y desaparecerá de forma imprevista del texto.
Las calles de una ciudad, que puede cambiar de forma de un día a otro,
son recorridas en fila india por una serie de personajes: un mendigo, una
doctora, un marinero, un hombre con un bastón, un niño japonés (a veces) y un
hombre con un maletín. En la página 68 podemos leer sobre Un acontecimiento excesivo: «Su argumento podría resumirse así: un
grupo de personas caminan por una ciudad vacía en la que los edificios no
tienen puertas. En ocasiones son cuatro personas; en otras, cinco; en otras parece
adivinarse una presencia fantasmal; a veces aparece un niño. Los motivos de su
peregrinaje no están justificados y se adivina mediada la proyección que no
llegarán a ninguna parte». Un poco más abajo, en la misma página, leemos: «Por
una extraña elección del director los personajes parecen difuminarse dentro de
la ciudad y convertirse en estereotipos indefinidos, incluso yendo más allá, en
meros soportes para unos diálogos intrascendentes».
Los personajes deambulan por la ciudad, y en ocasiones bajan a los
sótanos de sus subsuelos. Se alimentan de los productos envasados que extraen
de unas máquinas expendedoras. En la página 116, el narrador reflexiona sobre
la esencia del realismo: en tono de broma nos dice que no ha hablado de las
necesidades fisiológicas de los personajes: «Hay tantas cosas que aún no se han
dicho y ya no se dirán. Por ejemplo el asunto de las necesidades fisiológicas.
De acuerdo, coloquemos cabinas y retretes portátiles en cada esquina en la que
se detienen a descansar, del mismo modo que colocamos las máquinas
expendedoras. ¿Es eso realismo?».
En otras ocasiones, se reflexiona sobre la propia esencia del concepto
de narración o de novela: «Si somos congruentes y dotamos de explicaciones
coherentes a los detalles de la trama, una exigencia que no me siento obligado
a satisfacer (…).» (pág. 77) o en la página 87: «Tendemos a buscar un
significado, exigimos que las historias que nos cuentan tengan significado y si
éste ha sido pervertido somos capaces de encontrar otro».
Los personajes a veces tienen que evitar el «magma negro», un «flujo
entrópico imparable» que se mueve por las calles de la ciudad cambiante. Este
detalle me ha recordado al cuento Gelatina de Mario Levrero. La comparación es pertinente hasta cierto punto: las
escenas oníricas o surrealistas que describe Avilés en su libro podrían
recordarnos a las de algunas páginas de Levrero, pero Levrero siempre dibuja
escenas nítidas, escenas que, por extrañas que sean, el lector puede
«visualizar»; en ellas existe una continuidad temporal, algo que no ocurre en
este libro. «A cayó a un río. Nadó y a muchos kilómetros de distancia pudo
llegar a la orilla. Allí se encontró con un duende. Éste le pidió dinero, y al
no tenerlo A echó a correr y se metió en un túnel, iluminado por antorchas. Al
fondo se oía una canción»: así podría narrar Levrero. Su fantasía es visual; en
cambio la de Avilés es imprecisa. El lector puede imaginarse algunas escenas,
pero éstas mutan y no tienen continuidad ni importancia compositiva. De
repente, se narra un descenso al subsuelo de los personajes y, sin más
explicaciones, se da paso a una reflexión sobre el paso del tiempo o sobre una
película de Stanley Kubrick. En la
página 48 leemos: «Toda esta larga perorata sobre nada carece de sentido».
Algunas imágenes o ideas se van repitiendo en el texto de forma recurrente.
Por ejemplo, se suele recordar la presencia en la ciudad de unos perros que
ladran a lo lejos. En este sentido, el tono alucinatorio de Un acontecimiento excesivo me ha
recordado a la prosa lisérgica del William
S. Burroughs en El almuerzo desnudo.
Además de la fila india de personajes que enumeraba antes, existe en
el libro la presencia del comisario I, que ve películas en las que (¿tal vez?)
se cometen asesinatos. Alguna escena violenta se deja entrever en el texto, con
la presencia de cuchillos, pistolas y algunas otras armas, aportando una
sensación de amenaza y misterio que no se acaban de concretar.
He hablado de Levrero y Burroughs y tal vez la presencia más importante
en este libro sea la de Thomas Pynchon.
Sé que Avilés es un gran admirador de libros como El arco iris de gravedad
o Contraluz.
Yo no he leído estas novelas, pero, por lo que sé, me atrevo a enunciar la
posibilidad de que Avilés escriba bajo su influjo.
Ya he comentado que El lamento
de Portnoy me parece uno de los blogs de literatura más brillantes que se
pueden encontrar en la red, y la prosa de Avilés en Un acontecimiento excesivo me resulta rica e inteligente. Sus
reflexiones sobre el hecho narrativo son irónicas y su deseo de dinamitar las
premisas bajo las que se suelen escribir novelas me parece legítimo. Dicho
esto, he de apuntar también que a mí me resulta excesivo leer sobre personajes
que deambulan por un escenario desdibujado sin objeto, sin continuidad lógica
en las escenas propuestas, saltando de un pensamiento a otro. ¿Para qué
escribir una novela si no se cree en la idea de novela? Si el juego es tratar
de que el lector no se acomode en ninguna lógica, que no sienta empatía ni reaccione
ante los personajes... ¿para qué leer? Si las escenas propuestas se borran en
la mente del lector según se van dibujando... ¿con qué aliciente seguir? He
leído con interés algunas de las páginas escritas por Avilés, apreciando la
finura de la prosa, y también me ha ocurrido que dos páginas más tarde he
sentido perfectamente que el texto me expulsaba de la página y los renglones se
hacían refractarios a mi mirada. He tenido que forzarme a terminar el libro, y
me ha parecido una pena porque Javier Avilés me cae muy bien y me parece
estupendo que alguien tan entusiasta como Raúl Navarro funde una nueva
editorial.
Todo esto me lleva a reflexionar sobre el hecho narrativo y lo que
significa ser un buen lector, como lo es Avilés: llega un momento que cuando
lees una novela puedes percatarte de todos sus trucos narrativos y de cómo
funciona la construcción de personajes… Puedes explicar perfectamente todo esto
a terceros. Entonces, quieres escribir con ironía para dinamitar los
convencionalismos del género. Al final, lo que consigues es tener una
no-novela, un texto sin personajes interesantes, sin trama, sin continuidad
temporal. Creo que no leemos para percatarnos de lo inteligentes que somos,
sino para volver a ser niños, para que alguien nos encandile con un cuento. Lo
divertido no es que nos expliquen los trucos de magia, sino poder regresar a la
infancia y dejarnos fascinar por un buen mago, aunque sepamos que nos está
engañando. Yo lo que quiero es volver a sentir la emoción que experimenté al
leer La
isla del tesoro, no que alguien venga a decirme que nunca existieron
piratas como aquéllos.
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