domingo, 30 de marzo de 2014

El material humano, por Rodrigo Rey Rosa

Editorial Anagrama. 179 páginas. 1ª edición de 2009.

Ya he comentado en el blog más de una vez libros de Rodrigo Rey Rosa (Guatemala, 1958). De hecho, creo que a día de hoy tengo la primera edición (y única) de cada uno de los libros que ha publicado este autor en España, aunque todavía no los he leído todos. Me compré en la Fnac de Callao, según apareció como novedad, Los sordos, publicada en septiembre de 2012, y al final no me puse con ella de forma inmediata porque mi amigo Federico Guzmán me dijo que no se encontraba entre las más afortunadas novelas de este autor y que mejor haría leyendo El material humano, uno de los pocos libros de Rey Rosa que no tenía y que no había leído. Así que, poco después de comprar Los sordos, me hice con El material humano, en ese mismo septiembre de 2012. Y al final los dos libros se han ido quedando en la montaña de inleídos hasta este año, que estaba leyendo los Cuentos completos de Juan José Saer y me apeteció cambiar de aires a medio libro.

El material humano empieza con la siguiente nota: “Aunque no lo parezca, aunque no quiera parecerlo, ésta es una obra de ficción”; pero paradójicamente acaba con esta otra: “Nota: Algunos personajes pidieron ser rebautizados.”
De hecho, uno lee este libro como si se tratase de una obra de autoficción en la que la voz narrativa se identifica con la del propio escritor. Rey Rosa juega continuamente a esto; por ejemplo, entre las páginas 81-82 se nos dice: “Hoy a las siete de la noche, en el Centro de Cultura Hispánica de Cuatro Grados Norte, presentación de mi novelita Caballeriza”. Caballeriza es realmente el título de una de las novelas de Rey Rosa (como cualquier lector de este blog ha de saber). En otro momento de la novela, el narrador viaja a París y allí se encuentra con el pintor Miguel Barceló, amigo en la realidad de Rey Rosa. O bien el narrador nos habla de la amistad que tuvo con el escritor Paul Bowles cuando vivió en Tánger, otro dato real de la vida de Rey Rosa.

Así que en El material humano intuyo que Rey Rosa construye una novela a partir de su propia vida y, cuando le parece conveniente, vuelve los hechos siniestros o amenazantes para dar cuerpo a lo contado. El narrador, un escritor guatemalteco divorciado y con una niña pequeña, ha tomado la costumbre de acercarse hasta el Archivo con fichas policiales descubierto en la ciudad de Guatemala cuando no tiene nada sobre lo que escribir. Acude allí como una especie de entretenimiento, aunque en un momento dado su experiencia como curioso del gran Archivo kafkiano comienza a parecerle novelable.

Al principio de la novela, Rey Rosa coloca una lista de fichas policiales que ocupa catorce páginas y cuya misión en el libro parece ser la de mostrar lo arbitraria que era la justicia de su país, que acaba resultado un tanto cansina. Copio aquí algunas:

“Castillo Román Jorge. Nace en 1920. Chaffeur. Fichado en 1955 por comunista.
Gallardo Ordóñez Mario. Nace en 1929. Talabartero. Fichado en 1959 por distribuir propaganda subversiva.
Santos Aguilar Perfecta. Nace en 1922. Fichada en 1943 por padecer enfermedad venérea”.
Y así catorce páginas.

La novela está construida a partir de las anotaciones que el narrador va tomando en diversos cuadernos, y tras las anotaciones sobre las fichas policiales, la narración toma más fluidez al poder leerse las páginas en forma de diario, escrito en esos cuadernos.
El tema principal de El material humano –igual que en toda la obra de Rey Rosa– es el de la violencia cotidiana (procedente de particulares o del Estado) con la que tiene que lidiar un ciudadano centroamericano. Una violencia que en muchas ocasiones proviene de la guerra civil vivida en el país durante la década de 1980, y cuyas cicatrices parecen no estar todavía cerradas.
Aunque algunas voces del país apuntan que sería mejor dejar el pasado sin remover (“¿pero para qué escarbar en el pasado? Es mejor dejar que los muertos descansen, ¿no?”: pág. 83), precisamente esto es lo que el narrador no quiere dejar de hacer. “Repasar la historia es ocuparse de los muertos”, se nos dice en las páginas 83-84.
El narrador empezará a sufrir amenazas cuando vaya creciendo su interés por los papeles que va encontrando en ese Archivo policial kafkiano que cada vez parece ejercer una influencia mayor sobre él.

Si bien las investigaciones llevadas a cabo por el narrador en el Archivo tenían al principio por intención “investigar los casos de artistas e intelectuales perseguidos, o reclutados, por la policía” (pág. 83), al final parece que cobra también interés para él intentar averiguar si las personas que secuestraron a su madre, unos años atrás, pertenecían a grupos cercanos al gobierno o a la insurgencia de extrema izquierda, secuestradores que pueden encontrarse más cercanos a él de lo que puede sospechar.

De París, el narrador viaja a Lucca en Italia para visitar a una hermana. Aquí, durante una cena en un restaurante, el narrador le dice a un interlocutor italiano una frase que podría ser el resumen del libro, o de toda la literatura de Rey Rosa: “En un país como Guatemala todo el mundo vive en constante peligro físico” (pág. 124).

Como es habitual, la prosa de Rey Rosa se hace envolvente, poética en su capacidad para retratar la sensación de amenaza que se cierne continuamente sobre los personajes de sus obras. Quizás en esta novela, por encima de otras del autor, al ser más autobiográfica resulte un poco más metaliteraria que otras, ya que en los diarios que componen sus páginas se apuntan ideas sobre cómo ordenar de forma literaria el material conseguido en el Archivo, o el narrador nos informa de los libros que lee. Tampoco deja de ser interesante el tirón de orejas que le da al que posiblemente sea el padre de la literatura de su país, Miguel Ángel Asturias, por haber hecho en su momento declaraciones racistas sobre la necesidad de atraer desde Europa más sangre blanca para que el país pueda prosperar.

El material humano, una vez leídas sus primeras páginas, en las que el narrador parece titubear sobre el camino que va a tomar su historia, se lee como una novela policial con Rey Rosa de protagonista y acaba siendo un libro agradable. Pero para mí está un peldaño por debajo de las que considero sus grandes obras: Lo que soñó Sebastián, Piedras encantadas o Que me maten si...


No quisiera acabar esta entrada sin recomendar el libro que Rodrigo Rey Rosa ha publicado hace no mucho en la editorial Alfaguara, titulado Imitación de Guatemala, que contiene cuatro de las más emblemáticas novelas de este más que notable escritor en un solo volumen: Que me maten si..., El cojo bueno, Piedras encantadas y Caballeriza.


miércoles, 26 de marzo de 2014

León Felipe, unos poemas

No recuerdo si conocí al poeta León Felipe (Tábara, Zamora, 1884 – Ciudad de México, 1968) gracias a alguna lectura propuesta por un libro de texto de Lengua del Instituto o fue ya un poco más tarde en la Antología de Poesía Española de Gerardo Diego publicada en 1934; libro del que, como ya he contado aquí alguna vez, tengo en casa su primera edición. Pero sí me recuerdo, en mi habitación en Móstoles, con diecinueve o veinte años, leyendo en la noche y hasta el espanto poemas como ¿Quién soy yo? y Como tú, cuyos primeros versos me siguen todavía asaltando en los momentos más extraños (“Así es mi vida, / piedra / como tú. Como tú, / piedra pequeña” o bien “No es verdad. / Yo no ahueco la voz para asustaros. / ¿Voy a vestir de luto las tinieblas?”)



Dejo aquí estos dos poemas que tanto me gustan de León Felipe, leídos en la antología de Gerardo Diego:

¿QUIÉN SOY YO?
No es verdad.
Yo no ahueco la voz para asustaros.
¿Voy a vestir de luto las tinieblas?
Yo digo secamente: Poetas,
para alumbrarnos
quemamos el azúcar de las viejas canciones
con un poco de ron.
Y aún andamos colgados de la sombra.
Oíd,
gritan desde la torre sin vanos de la frente:
¿Quién soy yo?
¿Me he escapado de un sueño o navego hacia un sueño?
¿Huí de la casa del Rey o busco la casa del Rey?
¿Soy el príncipe esperado o el príncipe muerto?
¿Se enrolla o se desenrolla el film?
Este túnel, ¿me trae o me lleva?
¿Me aguardan los gusanos o los ángeles?
Mi vida está en el aire
dando vueltas, ¡miradla!,
como una moneda que decide...
¿Cara o cruz?
¿Quién puede decirme quién soy?
¿Oisteis? Es la nueva canción…
Y la vieja canción...
¡Nuestra pobre canción!...
¿Quién soy yo?...

Yo no soy nadie. Un hombre
con un grito de estopa en la garganta
y una gota de asfalto en la retina.
Yo no soy nadie. Y sin embargo,
mis antenas de hormiga han ayudado
a clavar la lanza en el costado del mundo
y detrás de la lupa de la luna
hay un ojo que me ve como a un microbio
royendo el corazón de la tierra.
Tengo ya cien mil años, y hasta ahora
no he encontrado otro mástil de más fuste
que el silencio y la sombra donde colgar mi orgullo.
Tengo ya cien mil años
y mi nombre en el cielo se escribe con lápiz.
El agua, por ejemplo, es más noble que yo.
Por eso las estrellas se duermen en el mar
y mi frente romántica es áspera y opaca.
Detrás de mi frente (escuchad esto bien),
detrás de mi frente hay un viejo dragón:
El sapo negro que saltó de la primera charca del mundo
y está aquí, agazapado en mis sesos,
sin dejarme ver el amor y la justicia...
-Yo no soy nadie.
(¿Has entendido ya
que yo eres Tú también?...)

COMO TÚ...
Así es mi vida,
piedra,
como tú. Como tú,
piedra pequeña;
como tú,
piedra ligera;
como tú,
canto que ruedas
por las calzadas
y por las veredas;
como tú,
guijarro humilde de las carreteras;
como tú,
que en días de tormenta
te hundes
en el cieno de la tierra
y luego
centelleas bajo los cascos
y bajo las ruedas;
como tú, que no has servido
para ser ni piedra
de una lonja,
ni piedra de una audiencia,
ni piedra de un palacio,
ni piedra de una iglesia;
como tú,
piedra aventurera;
como tú,
que tal vez estás hecha
sólo para una honda,
piedra pequeña
y

ligera...

domingo, 23 de marzo de 2014

Primer ensayo sobre la población, por Thomas Robert Malthus

Editorial Alianza. 318 páginas. 1ª edición de 1798; esta de 2009.
Traducción de Patricio de Azcárate Diz.
Prólogo de J. M. Keynes.

Me he propuesto leer algunas de las obras fundamentales de la historia del pensamiento económico. Lo más lógico me parecía empezar por el principio, así que el pasado diciembre leí La riqueza de las naciones (1776) de Adam Smith, el libro que se considera la cuna de la literatura económica moderna (ver AQUÍ reseña). Compré también hace poco Principios de economía política y de tributación de David Ricardo, publicado en 1817 y de gran influencia durante más de un siglo en los designios económicos de Occidente. Al hojear el libro de Ricardo, uno puede percatarse de que cita profusamente a Adam Smith y también a Thomas Robert Malthus (1766, Surrey Inglaterra-1834, Bath, Inglaterra). Así que, antes de acercarme al libro de Ricardo, decidí comprar en la Fnac de Callao el Primer ensayo sobre la población de Malthus, publicado en 1798, al que tenía echado el ojo desde el pasado septiembre. La verdad es que el fondo editorial de Alianza es impresionante.

Prólogo de J. M. Keynes:
El libro de Malthus viene precedido de un extenso prólogo de J. M. Keynes, quien llama a Malthus el primer economista de Cambridge.
Varias cosas me han llamado principalmente la atención de este prólogo:
1) La forma en la que Keynes ensalza a Malthus como economista y carga contra David Ricardo. Ricardo y Malthus eran amigos y mantuvieron una extensa correspondencia. Tras citar varias cartas, Keynes apunta: “No se puede salir de la lectura de esta correspondencia sin la sensación de que la obliteración casi total de la línea de pensamiento de Malthus y el completo dominio de la de Ricardo durante cien años ha sido un desastre para el progreso de la ciencia económica” (pág. 38); o bien en la página 41: “¡Si Malthus y no Ricardo hubiera sido el tronco del que brotó la ciencia económica del siglo XIX, cuánto más sabio y rico sería hoy el mundo!.”
2) Keynes hace las anteriores afirmaciones tras mostrar, por ejemplo, un comentario que le hace Malthus a Ricardo: “En su ensayo sobre los beneficios supone usted constantes los salarios de los trabajadores.” Por poco que se sepa de economía, cualquier español podrá constatar que, con la crisis de 2008, los salarios medios reales actuales (en 2014) son menores que los de 2006, por ejemplo.
3) No sabía que Malthus, además de sus ensayos sobre la población, había publicado algún ensayo sobre economía. En sus Principios de política económica (1820), Malthus afirma, frente al hombre frugal propuesto por Adam Smith: “Yo diría que, en conjunto, emplear a los pobres en carreteras y otras obras públicas e impulsar a los terratenientes y a las personas acomodadas a mejorar y embellecer sus posesiones y a emplear obreros y sirvientes son los medios más a nuestro alcance y más directamente dirigidos a remediar los males que surgen de la perturbación del equilibrio de la producción y el consumo ocasionados por la súbita conversión de soldados, marineros y otras diversas profesiones que la guerra empleaba, en obreros productivos”.
Para un lector atento, en el párrafo anterior está prefigurado –un siglo antes– el pensamiento de J. M. Keynes, que fue aplicado por el presidente Franklin Delano Roosevelt en Estados Unidos durante la Gran Depresión, el New Deal.
4) Keynes explica que el Primer ensayo sobre la población es una obra de juventud de Malthus, que llegó a escribir hasta un Quinto ensayo sobre la población, con una extensión cinco veces superior al primero, y en el que ensayo tras ensayo iba matizando sus opiniones. Sin embargo, Malthus le debe su éxito a su Primer ensayo sobre la población, porque fue el más incendiario, el que contenía opiniones más panfletarias y el que, en definitiva, generó más debate.

Primer ensayo sobre la población:
Este ensayo de Malthus establece un debate abierto con La riqueza de las naciones de Adam Smith, y pretende llamar la atención sobre algunos aspectos de los que no se ocupó Smith. En las páginas 242-243, Malthus nos recuerda la definición de la riqueza de una nación que propone Smith (“El doctor Adam Smith define la riqueza de una nación como la producción anual de su tierra y su trabajo”), para apostillar: “[A. Smith] no se ha parado a examinar aquellos casos en los que la riqueza puede crecer (de acuerdo con su definición de riqueza) sin que aparezca la menor tendencia a aumentar el bienestar de la clase laboriosa de la sociedad”. Para Malthus el trabajo empleado en el campo es más importante y beneficioso para el país que el que proviene de las manufacturas o el comercio, porque estas actividades no ayudan a que se dé un incremento de alimentos en el país; freno, para él, del posible bienestar de las clases más bajas de una sociedad.

En realidad el enfoque de Malthus me parece más antiguo que el de Smith, pese a ser posterior, ya que Malthus parece estar más de acuerdo con la visión del mundo –criticada por Smith– de los fisiócratas franceses, para quienes la riqueza de una nación provenía del rendimiento de la tierra, y no de la especialización y el intercambio, como propone Smith; posiblemente es bastante más lúcido este último al percatarse de la importancia de los cambios tecnológicos (y por tanto sociales) que iba a propiciar la especialización.

Pero tal vez deba volver al comienzo del ensayo de Malthus para exponer su visión del mundo. Es en la página 68 de este libro (novena, tras descontar el prólogo de Keynes), donde Malthus enuncia su famosa sentencia: “Afirmo que la capacidad de crecimiento de la población es infinitamente mayor que la capacidad de la tierra para producir alimentos para el hombre. La población, si no encuentra obstáculos, aumenta en progresión geométrica. Los alimentos tan sólo aumentan en progresión aritmética”. Por afirmaciones como ésta, Keynes apunta que la obra de Malthus es apriorística en el método. La afirmación sobre las progresiones geométricas y aritméticas es contundente, llamativa, panfletaria… pero al mismo Malthus le cuesta sostenerla. De nuevo, cita a Adam Smith, aunque esta vez sin nombrarlo: en los últimos 25 años se ha duplicado la población de Estados Unidos (de esto hablaba Smith en La riqueza de las naciones), mientras que Malthus sostiene que sería difícil probar que la producción de alimentos se ha duplicado también.

En la página 143, al final del capítulo 7, podemos encontrar un resumen de las ideas principales de este ensayo:

­       “El crecimiento de la población está necesariamente limitado por los medios de subsistencia,
­       la población crece invariantemente cuando aumentan los medios de subsistencia, y
­       la superior fuerza de crecimiento de la población es contenida por la miseria y el vicio para que la población efectiva se mantenga al nivel de los medios de subsistencia”.

El ensayo del clérigo Robert Malthus respira un aire bastante sombrío, aunque Keynes nos comenta que en Cambridge tenía fama de estudiante alegre. Malthus sostiene que es imposible que la humanidad pueda erradicar el hambre y la miseria, y se basa para afirmarlo en la historia de la humanidad, en la que no puede constatar la existencia de ningún pueblo que hubiese vivido en la abundancia; porque en cuanto las condiciones de los hombres mejorasen, éstos se reproducirían más, y siempre crecerían en mayor proporción que la obtención de alimentos. “Evitar la reaparición de la miseria está, desgraciadamente, fuera del alcance del hombre” (pág. 116).

Quizás las opiniones más polémicas de este ensayo se encuentren en el capítulo 5. En él habla de las poor laws (o “leyes de pobres”), que serían una suerte de auxilio económico para los trabajadores desempleados, organizado por las parroquias (para poder comparar sus afirmaciones con el mundo actual, podríamos equiparar estas poor laws a las leyes del paro). Malthus escribe: “Es un tema de frecuente conversación y mencionado siempre en términos de gran sorpresa que a pesar de la inmensidad de la suma recogida anualmente en Inglaterra para asistencia a los pobres, continúe siendo tan penosa su suerte” (pág. 104).
Para él, aunque se aumente el dinero que se da a los pobres, la situación no cambiaría, puesto que estas transferencias de dinero no generan a corto plazo la existencia de más alimentos, y de este modo la presencia de demandantes en el mercado con más dinero lo único que provocaría es el alza de los precios (en este sentido, esto se parece bastante a los enunciados de Milton Friedman un siglo y medio más tarde). Luego apunta, y aquí Malthus ya parece más keynesiano (más de un siglo antes de Keynes): “Se dirá, tal vez, que el mayor número de compradores para cada artículo serviría de incentivo a la industria y conduciría a un aumento de la producción global”. De todos modos, si esto ocurriera, y los pobres viviesen mejor, enseguida tendrían más hijos y la situación volvería a ser la del comienzo. Así: “Ningún tipo de contribución por parte de los ricos, particularmente en dinero, puede evitar de forma prolongada la recurrente miseria de las clases inferiores de la sociedad” (pág. 106).

Voy a opinar sobre este capítulo 5: incluso desde un punto de vista monetarista (Friedman), los precios del país no tendrían por qué incrementarse al realizarse una transferencia de dinero de una parte de la sociedad (los ricos) a otra (los pobres), puesto que el dinero total en circulación sería el mismo; y Friedman, en realidad, carga sus comentarios sobre la idea keynesiana de incrementar el gasto público emitiendo más dinero obtenido de la deuda futura del país. Pero en el juego de transferencias planteado por Malthus no hay incremento del flujo monetario; a no ser que ocurra lo que él mismo criticará en su ensayo de 1820 Principios de política económica, y que cita Keynes en el prólogo, cuando afirma que no es bueno para el país que los ricos ahorren retirando dinero del flujo normal del mismo.
Según Malthus, las poor laws deberían desaparecer, porque lo único que consiguen es generar más pobres, además de fomentar el vicio. Si un trabajador sabe que en el caso de quedarse sin trabajo, alguien le va a dar un dinero para mantener a su familia, tendrá menos incentivos para ahorrar, y por lo tanto tenderá a gastarse su dinero en la taberna. La desaparición de las poor laws haría a los pobres más dirigentes y evitaría mayores casos de pobreza, aunque, eso sí, no se podrá librar a los pobres (“la raza de los trabajadores”, los llama en un momento dado) del vicio de la procreación y éstos seguirán trayendo pobres a un mundo en el que los alimentos crecen en una proporción menor a los nacimientos.

Considero que la primera mitad del libro es la más interesante, porque, pasada esta primera mitad, en la que ya ha dejado bastante claro su punto de vista, Malthus empieza a criticar las obras sobre futuros utópicos del inglés Golwin o del francés Condorcet. Y hacia el final (una vez pasados los capítulos en los que habla de Smith, y el libro era entonces más interesante), empieza a justificar su propia visión pesimista del mundo intentando que encaje en la obra de Dios, quien, según Malthus, “podría dar vida a miríadas y miríadas de seres, todos libres de dolor e imperfecciones” (pág. 271). Pero también piensa que Dios creó el mundo así porque las dificultades, y las leyes propias de la naturaleza y la necesidad, fortalecen el espíritu del hombre en su búsqueda del conocimiento. Cita a Locke: “Asegura que el principal estímulo a la acción en la vida no es tanto la búsqueda del placer como el afán de eludir el dolor” (pág. 275). Así que, si Locke tiene razón, sigue Malthus, Dios ha creado en el hombre la necesidad continua de proveerse de alimentos y, de este modo, esa necesidad estimulará el esfuerzo del hombre hacia la perfección.

Lo cierto es que a Malthus le cuesta, después de sus páginas incendiarias sobre la perpetuación de la miseria, hacer un balance positivo de la obra de su Dios; y observar sus requiebros para justificarlo no deja de ser divertido.

El estilo literario de Malthus es grandilocuente, mucho más efectista que el inteligente y contenido estilo de Adam Smith. Para ilustrar el estilo literario de Malthus he señalado una cita de las páginas 86-87 –páginas en las que habla de la expansión de los bárbaros europeos sobre las ruinas del Imperio romano–: “Dejando tras de sí un rastro profundo de terror y de muerte, sus masas congregadas oscurecieron el sol de Italia y hundieron al mundo entero en las tinieblas de una noche universal”.

Además de equivocarse en considerar que una transferencia de dinero creaba inflación, como he señalado antes, apuntemos (a pesar de lo consabido) en qué se equivocaba Malthus:
1) A pesar de la capacidad que le concede al hombre de avanzar gracias a las dificultades, no es capaz de prever la importancia que va a tener la división del trabajo en las fábricas para que los descubrimientos científicos y tecnológicos consigan que la producción en el sector primario se multiplique a un ritmo nunca antes conocido por el ser humano.
2) No puede concebir que el hombre pueda llegar a usar métodos anticonceptivos.
3) No se da cuenta, como sí hizo Smith, de que el nacimiento de nuevas personas hace que crezca el mercado. Esto lleva a que aumente la fuerza de trabajo, y que surjan nuevas industrias que –aprovechando los rendimientos de escala, o la gran producción– puedan abaratar costes de producción y así aumentar la riqueza real del ciudadano medio: disponer de más bienes, incluyendo alimentos.

Pero, a pesar de sus errores y sus afirmaciones drásticas y antisociales, sí que tenemos que hablar de un logro del Primer ensayo sobre la población: La riqueza de las naciones de Smith, tras sus críticas a los monopolios protegidos por el poder, era una obra optimista, que creía en la expansión ilimitada de los mercados y que no se percataba de los confines de un mundo en el que podían agotarse los recursos ni de la posible contaminación que genera su uso. A pesar de sus ideas alarmistas, Malthus supo ver un problema que sigue vigente en nuestro mundo: el número de personas vivas sobre el planeta es ahora, superados los 7.000 millones, el más alto de la historia y la tendencia sigue a la alza. La acción del hombre ya está cambiando los climas y las características de la atmósfera, en un mundo en que la idea capitalista del futuro parece seguir siendo la de fomentar el consumo y agotar unos recursos cada vez más escasos. Así que, a pesar de todo, como afirma Keynes al hablar del Primer ensayo sobre la población: “Este libro reclama un lugar entre aquellos que han ejercido gran influencia en el progreso de las ideas”.

jueves, 20 de marzo de 2014

Enrique Lihn, un poema

Igual que me ocurrió con Jorge Teillier, pensé al leer Estrella distante de Roberto Bolaño que Enrique Lihn era un poeta inventado. E igual que me ocurrió con Teillier fue magnífico descubrir que estaba equivocado y poder acercarme a la poesía de Enrique Lihn (Santiago de Chile, 1929-1988). Lo busqué en librerías especializadas en poesía y pude encontrar solamente un libro, Mester de juglaría, editado por Hiperión en 1987 y que reúne siete poemas largos del autor, de un hermetismo mayor que los que me había encontrado unos años antes en la antología Visiones de los real en la poesía hispanoamericana –selección de Mario Campaña-, editado por DVD en 2001.

Dejo aquí el que posiblemente sea el poema más famoso de Enrique Lihn, que yo descubrí en la antología de DVD. Creo percibir en él la influencia de Tabaquería de Fernando Pessoa, y creo que su lectura influyó sobre algunos de los versos de Bolaño.



Uno de sus versos –“Porque escribí no estuve en casa del verdugo”- lo usé para abrir la primera versión de la novela que escribí (y he seguido escribiendo) sobre mi experiencia como auditor de cuentas.
Porque escribí es uno de esos poemas que al leerlos hacen revivir siempre al adolescente de suburbio que llevo dentro y que un día (en algún descampado de balones perdidos) soñó con ser escritor, y porque escribió está vivo.


PORQUE ESCRIBÍ
               A Cristina y Angélica
Ahora que quizás, en un año de calma,
piense: la poesía me sirvió para esto:
no pude ser feliz, ello me fue negado,
pero escribí.
Escribí: fui la víctima
de la mendicidad y el orgullo mezclados
y ajusticié también a unos pocos lectores;
tendí la mano en puertas que nunca, nunca he visto;
una muchacha cayó, en otro mundo, a mis pies.
Pero escribí: tuve esta rara certeza,
la ilusión de tener el mundo entre las manos
—¡qué ilusión más perfecta! como un cristo barroco
con toda su crueldad innecesaria—.
Escribí, mi escritura fue como la maleza
de flores ácimas pero flores en fin,
el pan de cada día de las tierras eriazas:
una caparazón de espinas y raíces.
De la vida tomé todas estas palabras
como un niño oropel, guijarros junto al río:
las cosas de una magia, perfectamente inútiles
pero que siempre vuelven a renovar su encanto.
La especie de locura con que vuela un anciano
detrás de las palomas imitándolas
me fue dada en lugar de servir para algo.
Me condené escribiendo a que todos dudarán
de mi existencia real,
(días de mi escritura, solar del extranjero).
Todos los que sirvieron y los que fueron servidos
digo que pasarán porque escribí
y hacerlo significa trabajar con la muerte
codo a codo, robarle unos cuantos secretos.
En su origen el río es una veta de agua
—allí, por un momento, siquiera, en esa altura—
luego, al final, un mar que nadie ve
de los que están braceándose la vida.
Porque escribí fui un odio vergonzante,
pero el mar forma parte de mi escritura misma:
línea de la rompiente en que un verso se espuma
yo puedo reiterar la poesía.
Estuve enfermo, sin lugar a dudas
y no sólo de insomnio,
también de ideas fijas que me hicieron leer
con obscena atención a unos cuantos psicólogos,
pero escribí y el crimen fue menor,
lo pagué verso a verso hasta escribirlo,
porque de la palabra que se ajusta al abismo
surge un poco de oscura inteligencia
y a esa luz muchos monstruos no son ajusticiados.
Porque escribí no estuve en casa del verdugo
ni me dejé llevar por el amor a Dios
ni acepté que los hombres fueran dioses
ni me hice desear como escribiente
ni la pobreza me pareció atroz
ni el poder una cosa deseable
ni me lavé ni me ensucié las manos
ni fueron vírgenes mis mejores amigas
ni tuve como amigo a un fariseo
ni a pesar de la cólera
quise desbaratar a mi enemigo.

Pero escribí y me muero por mi cuenta,
porque escribí porque escribí estoy vivo.

domingo, 16 de marzo de 2014

Bahía Blanca, por Martín Kohan

Editorial Anagrama. 276 páginas. 1ª edición de 2012.

La semana pasada, en vez de ir a comer a casa de mis padres el domingo, fui el sábado. Salí más pronto de casa y, a diferencia de mis habituales domingos, al salir del Retiro, antes de entrar en la estación de Atocha, decidí pasarme por los puestos de libros de la Cuesta de Moyano. Con la intención de mirar y no comprar nada: mirar y no comprar nada. Pensaba que desde que empezó este curso académico había conseguido tener bajo control mi adicción a la compra de libros, que no había peligro. Pero a los pocos minutos, cuando sólo llevaba recorrida media Cuesta de Moyano ya había comprado tres (tres libros, consideraba, que no podían quedarse allí, a merced del viento y las palomas), sentí casi miedo: ¿si completaba el recorrido de los puestos acabaría con seis, después de prometerme a mí mismo no comprar libros para acumularlos? Lo dejé, salí de la fila, medio contento por mi compra y medio culpable por haber tenido una recaída en mi vieja adicción.
Uno de los libros que no podía dejar allí –nuevo y al precio de cinco euros– era Bahía Blanca, la última novela de Martín Kohan (Buenos Aires, 1967). De Kohan ya había leído Ciencias morales, la novela ganadora del premio Herralde de 2007, y Cuentas pendientes (2010). De esta última, hay reseña en el blog (ver AQUÍ). Estuve pensando comprar Bahía Blanca cuando salió en 2012, pero al final la dejé pasar; hasta el sábado comentado.

Bahía Blanca está narrada por el profesor universitario de literatura Mario Novoa (conoceremos su nombre bien avanzada la novela), en una suerte de diario que acaba por no ser en realidad un diario. El narrador nunca hace un comentario sobre una supuesta escritura y, en más de una ocasión, entre dos cortes en la narración, marcados por una fecha –en el mismo día, por ejemplo–, por lo contado el lector puede deducir que el narrador no ha tenido posibilidad física de sentarse a escribir el supuesto diario que leemos. Así que, aunque el texto esté dividido por fechas (sobre todo al principio), más bien parece reflejar el flujo de conciencia del narrador que una escritura reflexiva sobre su día a día.

Los juegos constructivos que lleva a cabo Kohan con los narradores en las tres novelas que he leído de él son destacables. El lector nunca debe fiarse demasiado del narrador de una novela de Martín Kohan: puede que tenga que hacer una segunda lectura que reinterprete lo que de verdad siente la narradora sobre los hechos de los que forma parte, como ocurría en Ciencias morales; o puede que el narrador nos esté mostrando la vida que imagina de un personaje y luego, a mitad de novela, nos deje ver que él en realidad no es un narrador omnisciente (Cuentas pendientes); o bien, como ocurre en Bahía Blanca, acabaremos descubriendo que lo que nos cuenta el narrador, al menos durante las primeras cien páginas del libro, es precisamente aquello que le hace olvidar lo que de verdad le importa, lo que de verdad le obsesiona, lo que de verdad constituye el tema central de la novela.
En la contraportada del libro se asegura que ésta es una historia de amor. Tras leer el libro creo que hubiese preferido acercarme a Bahía Blanca sin saber nada sobre lo que me iba a encontrar. Habría sido una lectura más rica partir desde el puro desconcierto. Pero ya estaba avisado de que ésta era una historia de amor; y si uno no debe fiarse de un narrador de Martín Kohan, es posible que tampoco deba fiarse de las contraportadas de un libro de Anagrama, porque Bahía Blanca, más que un libro de amor, es un libro sobre una obsesión. Y el lector será consciente de ello una vez que lleve leído al menos un tercio de la novela.
“Ninguna persona que yo conozca ha dicho jamás nada bueno de Bahía Blanca, y fue por eso que la elegí como destino”. Ésta es la primera frase de la novela. El protagonista pide en la universidad donde trabaja el traslado a Bahía Blanca durante un mes para –supuestamente– investigar la vida del escritor Ezequiel Martínez Estrada, oriundo del lugar, y experto en el arte de cambiar de tema; un arte que al narrador le gustaría dominar, ya que, como vamos descubriendo según avanzamos en nuestra lectura, hay algo que está presente en estas páginas de forma implícita, pero que sólo se empieza a entrever a partir de la página 74, cuando se nombra por primera vez a Patricia. El lector, ya advertido por el resumen de la contraportada, sabe que esta mujer tiene que tener mucha importancia en la trama (como así será).

Como ocurría en Cuentas pendientes, en Bahía Blanca acaba pareciendo que en realidad hay dos novelas, o al menos dos partes en la novela muy diferenciadas: la parte en la que el narrador se encuentra en Bahía Blanca intentando olvidar lo que le angustia, y aquella en la que ha regresado a Buenos Aires y el lector le acompaña en una inmersión profunda en sus obsesiones, ahora ya sí explícitas y no implícitas.
Lo cierto es que se compaginan bien ambas partes. El lector siempre siente el peso de la historia que se le está ocultando cuando lee sobre la estancia del protagonista en Bahía Blanca y le acompaña en sus pequeños vagabundeos y descubrimientos sabiendo que, en cualquier momento, la aparente calma del relato se va a ver alterada (y esta tensión dramática está representada en la historia por un sueño recurrente en el que el protagonista ha de enfrentarse a un león o es perseguido por él).
Cuando el narrador regresa a Buenos Aires (tras un encuentro casual con alguien de la capital, que le sirve al lector para saber definitivamente qué es lo que está en juego en esta novela), en algún momento, al recordar lo leído, parece que lo que tuvo lugar en Bahía Blanca forma parte de otra novela, y es que la trama no avanza a partir de ahí, sino que esa parte negaba o tapaba la trama principal. Y esto, que podría ser un defecto en un escritor de menor talento, hace que la novela de Kohan crezca en profundidad; porque tras haber leído poco más de doscientas páginas la sensación es la de haber leído una novela bastante más larga.

El estilo de Martín Kohan está muy trabajado, y gusta de recrearse en la frase larga y de construcción un tanto retorcida. En el uso de un vocabulario no demasiado usual me ha traído a la mente la escritura de Antonio Di Benedetto. Esto ocurrió de forma poderosa al leer en la página 10 el verbo “semblantear”, que tanto me recordó al “enrostrar” de Di Benedetto.

Ciencias morales y Cuentas pendientes me gustaron, me pareció que mostraban a un escritor poderoso de la nueva narrativa hispanoamericana; un escritor en principio muy frío, cerebral, pero que, desde la aparente apatía, ensimismamiento o distanciamiento de la realidad de sus personajes, conseguía crear mundos cargados de símbolos que indagaban sin miedo en la condición humana. Y Bahía Blanca me ha gustado también porque mantiene un nivel bastante unitario con las dos anteriores, pero las acaba superando. Se trata de una novela que, de forma dostoyevskiana, indaga en la condición humana con un interés cada vez mayor por descubrir su desenlace.

Una novela incómoda, triste, honda, gélida y hermosa.

miércoles, 12 de marzo de 2014

Unas palabras sobre Leopoldo María Panero

La semana pasada murió Leopoldo María Panero. Mi amigo Samuel Rodríguez me escribió un sms: “Panero ha muerto”, sobraban otras palabras.

La primera vez que vi a Leopoldo María Panero fue en la televisión. Debía tener yo unos dieciocho o veinte años. En un programa al que llegué una vez empezado, una persona ingresada en un centro psiquiátrico –que yo no sabía que era Panero- hablaba a la cámara sobre su vida en manicomio. Su voz arrastrada captó mi atención de forma inmediata. Al final del programa, el interno psiquiátrico se sentó en un banco del patio de la institución y dijo que iba a recitar un poema. Como yo pensaba que ese hombre estaba allí, en la televisión, por su condición de desequilibrado y no por la de desequilibrado-poeta- maldito, no esperaba gran cosa de su poema. El interno sacó una hoja de papel de un bolsillo y su voz titubeante se hizo firme. No tuve dudas, aquel poema tenía fuerza, sus imágenes eran poderosas y estaba escrito con un gran sentido del ritmo. No recuerdo ninguno de sus versos, pero sí la honda impresión que me provocó. Cuando finalizó el programa, en los títulos de crédito leí que aquel interno era Leopoldo María Panero. Aquel nombre sí que lo conocía.

Años más tarde saqué de la biblioteca la película El desencanto (1976), que me impresionó mucho. Y años más tarde también pude acercarme a Después de tantos años (1994).




Leí poemas de Leopoldo María en la biblioteca y lo cierto es que siempre preferí a su hermano Juan Luis. Sin embargo, recuerdo que cuando trabajaba de auditor de cuentas en el edificio Windsor, compre su libro publicado en Visor Guarida de un animal que no existe; y sus versos oscuros y dolientes me parecieron una bocanada de aire fresco ante la supuesta normalidad (una normalidad alocada e insana, en realidad) de los auditores de cuentas.
Compré tres libros más de él: Poemas de la locura, seguido de El hombre elefante, editado por Hyerga & Fierro, y otro de esta editorial del que no recuerdo el título y que le acabé regalando a mi novia porque ella es admiradora de la figura rota de Leopoldo María (más que de sus versos) y aquel libro estaba firmado por el autor (lo he buscado en su estantería y no lo encuentro). De hecho Guarida de un animal que no existe y Poemas de la locura, seguido de El hombre elefante también lo tengo firmado por Leopoldo María, que siempre fue un autor asiduo de la Feria del Libro de Madrid.

De hecho tengo dos libros más firmados por Leopoldo María: su Poesía Completa (1970-2000) (el tercero que faltaba) que me firmó en la Feria del Libro de Madrid de 2006; y la sexta edición de Los detectives salvajes de Roberto Bolaño, también en la Feria del Libro de 2006. No lo recuerdo exactamente, pero antes o después de comprar su Poesía Completa, saqué de una bolsa el libro de Bolaño y le pregunté a Leopoldo María (bueno, después de despertarle porque estaba dormido con el cuello en una mala posición) si sabía que Bolaño hablaba de él en aquel libro. Él, medio dormido aún, me dijo que no, que no había leído a Bolaño, que no sabía quién era. Pero se recompuso, me miro entonces con fijeza brillante y me preguntó: “¿Ha estado donde la muerte?”. Y yo le contesté que sí, claro.

Todavía no he leído su Poesía Completa. Aunque es casi el único poeta que me pareció legible el día que me acerqué al libro de los Nueve novísimos. Leer su Poesía Completa firmada por él es una deuda que tengo con Leopoldo María.

Quiero dejar aquí uno de los poemas de Guarida de un animal que no existe, y quiero que el lector del blog me imagine con veintiséis años, vestido con traje y corbata, con un portátil al hombro, leyéndolo en el metro, camino del Windsor, hacia la realidad supuestamente normal de los auditores de cuentas (sobre esta normalidad se podría hablar mucho), acudiendo a un trabajo delirante que me quitaba casi todas las horas del día, y leyendo este libro para sentirme libre, para que habitara en mí mientras revisaba facturas y pudiera golpear con él a la realidad de aquellos días:


HIMNO A SATANÁS
Tú que modulas el reptar de las serpientes
de las serpientes del espejo, de las serpientes de la vejez
tú que eres el único digno de besar mi carne arrugada,
y de mirar en el espejo
en donde sólo se ve un sapo,
bello como la muerte:
tú que eres como yo adorador de nadie:
ven aquí, he
construido este poema como un anzuelo
para que el lector caiga en él,
y repte
húmedamente entre las páginas.

Además me gustaría dejar aquí, como homenaje, un poema de mi libro Siempre nos quedará Casablanca. Me encontré con Leopoldo María en el metro, cuando los dos íbamos a la Feria del Libro de Madrid, él como autor y yo como comprador de libros. En él, trato de imitar el estilo del maestro:

ENCUENTRO EN EL METRO CON LEOPOLDO MARÍA PANERO
                                        Me encontraréis en la siniestra
                                         humedad de un cubo de basura.                                              
                                                                 L. M. P.
Un escalofrío (cagadas de mono) al recorrer el andén. 
Sin duda. Cuando llegó el metro y entramos 
en la garganta fresca del vagón, me situé enfrente 
para con discreción poder observarle. 
En una bolsa de plástico dos libros de colores chillones 
y la oquedad de cuatro cajetillas de tabaco rubio, cuatro, 
los pantalones caídos igual que si cubrieran a un esqueleto, 
el pelo enrarecido y calcinado: la brocha de Munch en llamas, 
de pez fuera del agua la herida de la boca abierta
como si el aire estuviese lleno de partículas nocivas, 
de animales crucificados o gritos flotando en semen, 
las mejillas hundidas, los ojos perdidos, ¿qué verían?

Nos bajamos en la misma estación, 
me adelanté, iba a irme pero me dije: 
es él, es el gran maldito de nuestra poesía, 
tengo que saludarle. Me di la vuelta: 
«Perdona, ¿eres Leopoldo María Panero, verdad?». 
A pesar de mis dudas se reconoció con una sonrisa, 
estreché su mano de ceniza fría, ceniza fría, 
sucia y pisoteada. Salimos a la calle hablando 
de él y de su hermano Juan Luis, al que confundía
con su propio destino de interno psiquiátrico. 
«Está en un manicomio», dijo con voz de rencor seco 
al susurro de una habitación a oscuras. Miraba al suelo.

Me hubiera apetecido invitarle a un café 
o a una cerveza, pero no me atreví o sentí miedo 
del fondo de sus ojos sin fondo, de las cosas negras 
y temibles y sin vuelta atrás que podrían haber visto y yo no. 
Esa mañana yo había quedado con mi bella amiga, 
me esperaba. Sus ojos también me daban miedo.

domingo, 9 de marzo de 2014

La hora violeta, por Sergio del Molino

Editorial Mondadori. 191 páginas. 1ª edición de 2013.

A Sergio del Molino (Madrid, 1979) lo conocí en el encuentro de blogs literarios que se celebró en el Media-Lab Prado de Madrid en marzo de 2012, al que los dos habíamos sido invitados. Después de aquel día he coincidido con él en dos ocasiones. Fui a la presentación de su libro No habrá más enemigo en Madrid, que tuvo lugar en la librería Tipos Infames (la reseña de ese libro está AQUÍ). También fui el año pasado a la presentación en Madrid de su nuevo libro, La hora violeta, en La Central de Callao. Esto ocurrió en abril de 2013, y hasta este enero La hora violeta ha sido uno de mis posibles libros por leer. No lo empezaba debido a mi caos habitual respecto a las nuevas lecturas que acometer y también por el miedo que me provocaba adentrarme en sus páginas.
La hora violeta, como el propio autor nos cuenta en la primera página, trata de lo siguiente: “Mi hijo Pablo tenía diez meses cuando ingresó en el hospital, y estaba a punto de cumplir dos años cuando arrojamos sus cenizas. Ése es el tiempo que cabe en nuestra hora violeta. Ése es el tiempo que cabe en este libro, que contiene todas las palabras que hacen falta para nombrar mi condición” (pág. 11).

En octubre de 2013 La hora violeta fue galardonada (junto con Daniela Astor y la caja negra de Marta Sanz) con el premio Tigre Juan; y en diciembre de 2013 le concedieron el premio Ojo Crítico.

En La hora violeta no hay trucos narrativos; y aun así, a pesar de haber leído en la primera página el párrafo que he copiado más arriba, uno espera que Pablo pueda librarse de la enfermedad y que Sergio y Cris, sus padres, puedan retomar su vida donde la dejaron antes de que le fuese diagnosticada a su hijo una complicada leucemia. De hecho, Sergio juega en el texto a reírse de los trucos narrativos, y –como ya hacía en No habrá más enemigo– compara su narración con el guión de una película: “Vivimos atascados en ese no-man’s time, en un pleonasmo de nosotros mismos, y en él evocamos aquel relato fantástico e inverosímil, aquella tragedia barata llena de artificios de guionista zafio, que nos encerró aquí” (pág. 11); “Golpes de efecto baratos e insoportables, reiteraciones de guión de telefilme de sobremesa, pirotecnia melodramática” (pág. 44).

Escribir La hora violeta le sirve a Del Molino para evadirse de lo importante –el recuerdo de su situación–, haciendo de la escritura de su historia lo urgente: “Lo urgente es también este libro. Con su escritura esquivo lo importante. Encaro la pena con palabras, y mientras resuelvo problemas de estilo, depuro el lenguaje y estructuro sus páginas, evito ser tragado por lo importante. Cuidar de los detalles literarios es mi forma de asirme al mástil y mantenerme al mando de la nave. De otro modo, me perderían las sirenas o me cegaría la contemplación del brillante y amorfo espanto que me rodea y me atraviesa” (págs. 144-145).

Cuando este libro fue novedad literaria y se comentó en algún blog de reseñas, recuerdo leer alguna opinión que afirmaba que sobre algo así –sobre la muerte de un hijo– no se debería escribir. En aquel debate acabé interviniendo para apuntar que lo mismo podría decirse de los escritores que relatan sus experiencias en los campos de concentración nazis, que sobre eso no debería escribirse. Vuelvo a opinar ahora lo mismo que opiné entonces: es precisamente de estos temas, de los temas más duros y terribles, de los que más nos afectan, precisamente de los que hay que hablar. Puede que una aventura en un país lejano, y en otra época, logre interesarme o no, pero una experiencia tan íntima como la muerte de un ser querido y, de forma más sangrante, en el caso de un hijo, me ha emocionado mucho. Desde luego, no creo en la idea de que, porque alguien hable de un tema solemne, su libro se convierte de forma automática en literatura. La hora violeta es literatura porque, al hablar de un tema universal (la muerte de un ser querido), consigue tratarlo con mucha delicadeza, reflexionando sobre la muerte y la vida en un hospital, y desde ángulos muy personales. “Me siento extranjero en un país cuyo idioma no comprendo y donde todo el mundo me habla”, nos dice el narrador en la página 30, para dos páginas más tarde afirmar: “La tregua ha terminado y ahora sé perfectamente dónde estoy y qué idioma se habla aquí”.
Del Molino nos describe cómo es la vida en una planta hospitalaria de oncopedriatía (A partir de aquí, monstruos, se titula la primera parte del libro); pero nunca se recrea en el dolor, siempre hay un intento de dignificar a los niños enfermos (es decir, no tratarlos con condescendencia) y un reconocimiento de la labor de médicos y enfermeras. Quizás las páginas que me han parecido más hermosas del libro, porque hay mucha belleza en toda esta desolación (y quizás la literatura valga precisamente para eso: para alumbrar tantos lugares oscuros), sean precisamente aquellas en las que Del Molino se aparta momentáneamente de la descripción del día a día del hospital y reflexiona sobre lo que le ocurre. Las referencias literarias son constantes aquí: Thomas Mann, Goethe, Primo Levi, Claudio Rodríguez, Casavella... y, por supuesto, Francisco Umbral. La sombra de Mortal y rosa gravita sobre La hora violeta, que se abre con una cita del libro de Umbral y acaba con una reflexión sobre esta obra, tan desagarrada y hermosa, sobre la muerte de un hijo.
Destacaría precisamente esos pasajes del libro en los que la tensión dramática se aleja un poco del foco narrativo y Del Molino evoca, por ejemplo, una ciudad canadiense, Saskatoon, que gracias a la letra de una canción decide convertir en un refugio factible; o sus paseos por Barcelona.

En cualquier caso, el libro no se adentra en la experiencia de la muerte del hijo hasta el final: las semanas finales, la muerte y el entierro no se incluyen en estas páginas.


He escrito al comienzo de esta entrada que acercarme a este libro me daba un poco de miedo. Ahora, una vez leído, opino que ha sido una experiencia positiva leerlo: me he sentido muy cercado al narrador, su drama ha sido durante unos días mi drama, lo que ha hecho de la lectura de este libro –poco condescendiente con la lágrima fácil y cargado de dignidad– una experiencia muy enriquecedora. La hora violeta ha alumbrado para mí algunos rincones oscuros de la existencia, y precisamente ése es el gran valor de la buena literatura.

miércoles, 5 de marzo de 2014

Roberto Bolaño, unos poemas

De Roberto Bolaño (Santiago de Chile, 1953 – Barcelona, 2003) ya he contado en el blog que he leído todo lo que he podido encontrar. Por supuesto también he leído su poesía.
Aunque el primer impulso de Bolaño fue el de ser poeta, y la poesía y los poetas tienen una gran importancia en su obra, siempre me pareció que su prosa era muy superior a su poesía. Siempre he encontrando –paradójicamente- su prosa bellamente poética, y su poesía un tanto prosaica.
Sin embargo leí Los perros románticos con un gran interés, con ese interés que nos despiertan los escritores que admiramos sin reservas, los escritores a los que les podemos perdonar todo, incluso las obras que consideramos inferiores, y que siempre nos producen, sin embargo, placer leerlos, como apuntes de sus grandes obras, como punteros que señalan el camino para entender más claves de su obra.



De Los perros románticos (su mejor libro de poesía) recuerdo bastante bien algunos poemas, que me gustaron mucho, y que me apetece traer hoy a este espacio:


LOS PERROS ROMÁNTICOS

En aquel tiempo yo tenía veinte años
y estaba loco.
Había perdido un país
pero había ganado un sueño.
Y si tenía ese sueño
lo demás no importaba.
Ni trabajar ni rezar,
ni estudiar en la madrugada
junto a los perros románticos.
Y el sueño vivía en el vacío de mi espíritu.
Una habitación de madera,
en penumbras,
en uno de los pulmones del trópico.
Y a veces me volvía dentro de mí
y visitaba el sueño: estatua eternizada
en pensamientos líquidos,
un gusano blanco retorciéndose
en el amor.
Un amor desbocado.
Un sueño dentro de otro sueño.
Y la pesadilla me decía: crecerás.
Dejarás atrás las imágenes del dolor y del laberinto
y olvidarás.
Pero en aquel tiempo crecer hubiera sido un crimen.
Estoy aquí, dije, con los perros románticos
y aquí me voy a quedar.


AUTORRETRATO A LOS VEINTE AÑOS

Me dejé ir, lo tomé en marcha y no supe nunca
hacia dónde hubiera podido llevarme. Iba lleno de miedo,
se me aflojó el estómago y me zumbaba la cabeza:
yo creo que era el aire frío de los muertos.
No sé. Me dejé ir, pensé que era una pena
acabar tan pronto, pero por otra parte
escuché aquella llamada misteriosa y convincente.
O la escuchas o no la escuchas, y yo la escuché
y casi me eché a llorar: un sonido terrible,
nacido en el aire y en el mar.
Un escudo y una espada. Entonces,
pese al miedo, me dejé ir, puse mi mejilla
junto a la mejilla de la muerte.
Y me fue imposible cerrar los ojos y no ver
aquel espectáculo extraño, lento y extraño,
aunque empotrado en una realidad velocísima:
miles de muchachos como yo, lampiños
o barbudos, pero latinoamericanos todos,
juntando sus mejillas con la muerte.


LUPE

Trabajaba en la Guerrero, a pocas calles de la casa de Julián
y tenía 17 años y había perdido un hijo.
El recuerdo la hacía llorar en aquel cuarto del hotel Trébol,
espacioso y oscuro, con baño y bidet, el sitio ideal
para vivir durante algunos años. El sitio ideal para escribir
un libro de memorias apócrifas o un ramillete
de poemas de terror. Lupe
era delgada y tenía las piernas largas y manchadas
como los leopardos.
La primera vez ni siquiera tuve una erección:
tampoco esperaba tener una erección. Lupe habló de su vida
y de lo que para ella era la felicidad.
Al cabo de una semana nos volvimos a ver. La encontré
en una esquina junto a otras putitas adolescentes,
apoyada en los guardabarros de un viejo Cadillac.
Creo que nos alegramos de vemos. A partir de entonces
Lupe empezó a contarme cosas de su vida, a veces llorando,
a veces cogiendo, casi siempre desnudos en la cama,
mirando el cielorraso tomados de la mano.
Su hijo nació enfermo y Lupe prometió a la Virgen
que dejaría el oficio si su bebé se curaba.
Mantuvo la promesa un mes o dos y luego tuvo que volver.
Poco después su hijo murió y Lupe decía que la culpa
era suya por no cumplir con la Virgen.
La Virgen se llevó al angelito por una promesa no sostenida.
Yo no sabía qué decirle. Me gustaban los niños, seguro,
pero aún faltaban muchos años para que supiera
lo que era tener un hijo.
Así que me quedaba callado y pensaba en lo extraño
 que resultaba el silencio de aquel hotel.
O tenía las paredes muy gruesas o éramos los únicos ocupantes
o los demás no abrían la boca ni para gemir.
Era tan fácil manejar a Lupe y sentirte hombre
y sentirte desgraciado. Era fácil acompasarla
a tu ritmo y era fácil escuchada referir
las últimas películas de terror que había visto
en el cine Bucareli.
Sus piernas de leopardo se anudaban en mi cintura
y hundía su cabeza en mi pecho buscando mis pezones
o el latido de mi corazón.
Eso es lo que quiero chuparte, me dijo una noche.
¿Qué, Lupe? El corazón.


MUSA

Era más hermosa que el sol
y yo aún no tenía 16 años.
24 han pasado
y sigue a mi lado.

A veces la veo caminar
sobre las montañas: es el ángel guardián
de nuestras plegarias.
Es el sueño que regresa

con la promesa y el silbido.
El silbido que nos llama
y que nos pierde.
En sus ojos veo los rostros

de todos mis amores perdidos.
Ah, Musa, protégeme, le digo,
 en los días terribles
de la aventura incesante.

Nunca te separes de mí.
Cuida mis pasos y los pasos
de mi hijo Lautaro.
Déjame sentir la punta de tus dedos

otra vez sobre mi espalda,
empujándome, cuando todo esté oscuro,
cuando todo esté perdido.
Déjame oír nuevamente el silbido.

Soy tu fiel amante
aunque a veces el sueño 
me separe de ti.
También tú eres la reina de los sueños.

Mi amistad la tienes cada día
y algún día
tu amistad me recogerá
del erial del olvido.

Pues aunque tú vengas
cuando yo vaya
en el fondo somos amigos
inseparables.

Musa, a donde quiera
que yo vaya
tú vas.
Te vi en los hospitales

y en la fila
de los presos políticos.
Te vi en los ojos terribles
de Edna Lieberman

y en los callejones
de los pistoleros.
¡Y siempre me protegiste!
En la derrota y en la rayadura.

En las relaciones enfermizas
y en la crueldad,
siempre estuviste conmigo.
Y aunque pasen los años

y el Roberto Bolaño de la Alameda
 y la Librería de Cristal
se transforme,
se paralice,

se haga más tonto y más viejo
tú permanecerás igual de hermosa.
Más que el sol
y que las estrellas.

Musa, a donde quiera
que tú vayas
yo voy.
Sigo tu estela radiante

a través de la larga noche.
Sin importarme los años
o la enfermedad.
Sin importarme el dolor

o el esfuerzo que he de hacer
para seguirte.
Porque contigo puedo atravesar
los grandes espacios desolados

y siempre encontraré la puerta
que me devuelva
a la Quimera,
porque tú estás conmigo,

Musa,
más hermosa que el sol
y más hermosa
que las estrellas.