lunes, 30 de mayo de 2016

Comienzo del relato Cazadores, de Koundara

Este jueves 2 de junio estaré de nuevo en la Feria del Libro de Madrid para firmar ejemplares de mi libro de relatos Koundara. Esta vez será en la caseta 270 de la librería Punto y coma, de 19:00 a 21:00 h.

Ahora mismo y hasta fin de la feria, Koundara se puede encontrar en la caseta 312 de la librería Muga, y a partir del jueves en la librería Punto y coma, caseta 270.

Muchas gracias a las personas que el pasado viernes se acercaron hasta la caseta 312.





Dejo aquí el comienzo de otro de los cuentos de este libro:

CAZADORES
           
Por unas callejuelas aledañas a la Gran Vía, pero ajenas a su tránsito, me conduce hacia el restaurante chino del que me ha hablado por teléfono. Se detiene ante un neón; en él, la palabra Restaurante corona unos lustrosos caracteres chinos. Alfredo empuja la puerta del local y nos saluda una china de mediana edad. Él corresponde al saludo con la familiaridad de un cliente habitual. Aun conociendo su afán de protagonismo, encuentro excesivos sus gestos y palabras. Observo a la mujer. Me gusta su sonrisa y su blusa, bajo la que se transparenta un sujetador azul de encaje. En la mesa pegada a la puerta conversa y se ríe una joven pareja, también de chinos. Nunca he visto a chinos comiendo en un restaurante chino, pienso. Avanzamos hacia el interior. El restaurante tiene una barra a la derecha y el aspecto de haber sido un bar español corriente hasta hace no demasiado tiempo. Todo el personal y los clientes, sin embargo, son chinos. En el aire se perfila una persistente nube de humo. La camarera nos ofrece una mesa, cercana a un ventanuco que da a la cocina. A la derecha se abre otra sala, donde comen más chinos. Una chica bebe de una jarra de cerveza lo que parece una sopa con un huevo flotando.
Alfredo y yo pedimos una cerveza y hojeamos la carta plastificada. Él me llama la atención sobre algunos platos. La carta, en español y chino, es extensa y raramente un precio supera los seis euros. Un restaurante chino auténtico y barato, como, unas horas antes, él me ha contado por teléfono. En esos momentos yo aún no estaba convencido de querer salir.
En realidad, hasta hoy, nunca me he visto a solas con Alfredo. He coincidido con él en las reuniones que el grupo de amistad —con el que contacté a través de Internet— organiza los jueves en un bar de Huertas; también, otras dos noches, he cenado con él y cinco o seis personas más. En estas ocasiones Alfredo siempre ha exhibido, cuando opinaba sobre cualquier tema, un carácter abierto, francamente positivo. Yo no hablaba mucho en las primeras reuniones a las que asistí, me contentaba con escuchar e intervenía cuando los otros se dirigían a mí directamente. Me mostraba con ellos, como con casi todo el mundo durante al menos el último año y medio, congelado, distante. Poco a poco comprendí que el nivel de tolerancia del grupo —siempre fluctuante en número y caras nuevas— era alto, abierto a todas las opiniones expresadas con un mínimo de educación; la facción masculina se agitaba, en una amable competencia, ante la incorporación de cualquier mujer medianamente atractiva.
Este sábado no tenía previsto salir y Alfredo me ha llamado sobre la una de la tarde. Él afirmaba que otros miembros del grupo de amistad querían verse por la noche. Al final, sólo yo me he presentado a la hora propuesta para ir a cenar. Más tarde Alfredo ha quedado con otros dos hombres, de casi cincuenta años. Nosotros aún no alcanzamos los cuarenta. Alfredo tiene dos más que yo y una única hija también dos años más mayor que la mía. Ambos estamos divorciados; él, también, dos años antes que yo. La coincidencia es tan llamativa (la correlación se mantiene con la edad de su exmujer y la mía) que él, desde el día en que pusimos en común estas cifras —el primer sábado que cenamos en grupo, tras tomar alguna copa— siente una simpatía o cercanía natural hacia mí, que a veces parece querer transformar en tutelaje.

Bajo la recomendación de Alfredo, pedimos una ensalada de algas, unas empanadillas grandes, pescado rebozado con miel y tallarines con gambas. Hasta nosotros llegan las risas del cuarto contiguo, las voces entrelazadas e incomprensibles de un grupo de seis jóvenes.
La camarera empieza a traer los platos y Alfredo me habla de Rebeca, una mujer de unos cuarenta años, con la que yo he coincidido dos veces en las reuniones de los jueves. Él le pidió el sábado anterior que se fuese a pasar la noche a su casa y ella le rechazó. «Aún tiene demasiado reciente lo de su divorcio y, además, está un poco mayor, ¿no crees?», concluye con una sonrisa de complicidad.
Salvo la ensalada de algas, que considero insípida, el resto de los platos me agrada. En algún momento me he olvidado del humo de tabaco que carga el ambiente. Hemos pedido otras dos cervezas para acabar la comida y cuando, ya llenos, renunciamos a vaciar las fuentes, Alfredo me propone pedir una copa y quedarnos conversando en la mesa un rato más. Todavía queda tiempo para reunirnos con los otros dos hombres y a él parece gustarle este lugar barato y exótico. A esto último contribuye, aunque parezca contradictorio, la ausencia de la parafernalia habitual en los restaurantes chinos, imágenes estereotipadas de pagodas, dragones, cascadas… En un rincón elevado, íntimo, una televisión emite un canal de vídeos musicales chinos.
La camarera nos retira los platos y nos sirve las copas, ambas de whisky con coca-cola. Alfredo gira la cabeza y descubre a la joven pareja sobre la que yo estaba posando la vista cuando comíamos. La mira. Después vuelve a enfocar sus ojos sobre mí, tuerce el gesto, bebe de su copa y, bajando el tono de voz, con un semblante más serio que el que ha mantenido durante la noche, me pregunta si alguna vez yo he pensado en la existencia de un día clave a partir del cual la ruptura de mi matrimonio se hubiese hecho inevitable.

Yo le devuelvo la mirada en silencio, le sonrío, incrédulo. Sé que él acude, o ha acudido, al psicólogo, e imagino que esa pregunta pertenece al repertorio de las que este especialista le ha de hacer, o le ha hecho, a él. Una pregunta a la vez concreta y general, una pregunta sobre la que poder hablar durante horas, semana tras semana. Alfredo confirma mis sospechas. Me dice que antes de acudir, una vez por semana, a la consulta del psicólogo (que le pagaron sus padres, como me contó otra noche de sábado), él pensaba que el momento exacto que le condujo al fin de su relación tuvo lugar cuando su mujer descubrió la existencia de una nueva amante, tras haberle perdonado una infidelidad previa. Pero el psicólogo le había obligado a buscar con más profundidad dentro de sí mismo. Que su exmujer descubriese sus infidelidades no era lo que le había llevado al divorcio, debía preguntarse por qué era infiel, qué era lo que buscaba fuera del matrimonio que éste no le daba. Tras semanas de indagación personal, se había convencido de que el momento o la situación clave se había dado bastante antes de lo que él creía. Había conseguido aislar el recuerdo de una tarde en la piscina de la urbanización donde vivía entonces. Ese día había tomado conciencia, de modo inexorable, del paso del tiempo en el cuerpo de su mujer (tras un aborto natural y el parto de su hija). Allí estaba él, recién salido del agua, apoyado en una barandilla, al sol, observando a las veinteañeras con las que —gracias a su cuerpo musculoso— deseaba seguir sintiéndose unido. Esa tarde en la piscina, hacía cinco años, fue el comienzo del fin, la antesala de su nueva vida de grupos de amistad, de páginas web de contactos, de la custodia compartida de su hija, de dejar su urbanización con piscina y tener que vivir en un piso de alquiler con otro divorciado. Y del dinero, de mirar el dinero como no lo había hecho hasta entonces, para hacer compatibles todos sus nuevos gastos; el dinero del alquiler y el dinero de la pensión alimenticia de su hija, el dinero de salir y el dinero de su vida cotidiana.

domingo, 29 de mayo de 2016

Guardar las formas, por Alberto Olmos

Editorial Random House. 132 páginas. 1ª edición de 2016.

He comentado en el blog en más de una ocasión que conozco en persona a Alberto Olmos (Segovia, 1975) y que de vez en cuando quedamos y hablamos de libros. También he leído casi todo lo que ha publicado. Sé (lo ha declarado en prensa) que cuando acabó de escribir Alabanza y cuando el libro se publicó en 2014, se sintió sin fuerzas para volver a escribir una nueva novela a corto plazo. Decidió entonces escribir un conjunto de relatos por primera vez. Ésta, que parece una decisión inocua en el itinerario de cualquier escritor, en su caso puede llegar a ser algo controvertida, debido a que hace años resultaron polémicas unas declaraciones suyas en las que afirmaba que el cuento le parecía un género menor respecto a la novela (la disciplina que siempre ha practicado él). Aquello lo publicó en su blog Hikikomori en 2009, y entre otras cosas afirmaba lo siguiente:

«La ideas no discutibles sobre el cuento y la novela son las siguientes:

1. Un cuento es más fácil de escribir que una novela.
2. Cualquiera puede escribir un cuento; no cualquiera puede escribir una novela.
3. El cuento puede leerse y escribirse de un tirón; una novela no puede escribirse ni leerse de un tirón.
4. Muchos autores empiezan escribiendo cuentos y pasan a la novela; pocos (no conozco ninguno) siguen la trayectoria inversa.
5. Las novelas pueden expurgarse hasta producir un cuento.
y 6. La suma de cuentos no equivale a una novela».

El post completo puede leerse AQUÍ

En aquella época a Alberto Olmos le gustaba provocar, creo que ahora también, aunque en la actualidad se muestra más comedido. El artículo que comento (de lectura estimulante) trajo consigo más de un comentario y alguna ofensa. Yo sé que Alberto es un lector habitual de libros de cuentos y de poesía, aunque despotrique contra los malos cuentos y la mala poesía. Sé que admira mucho la forma de escribir cuentos de, por ejemplo, Eloy Tizón.

Así que, después de Alabanza, pensando que no estaba en disposición de escribir una nueva novela, Olmos decidió asumir el reto de escribir un libro de cuentos. El conjunto, formado por doce piezas, lo envió al premio bienal de cuentos Ribera del Duero, que se falló en 2015, resultando ganador el libro Siete casas vacías de la escritora argentina Samantha Schweblin. En esta convocatoria se presentaron 850 originales, y entre los cinco finalistas (Cristina Cerrada, Vera Giaconi, Alberto Olmos, Edmundo Paz Soldán y Samantha Schweblin) estaba Guardar las formas, con el título de concurso Todos cuantos vagan.

Guardar las formas está formado por doce cuentos. Cuando me acerqué al primero, titulado Por dentro, sobre un joven que no puede salir de la casa de la chica con la que se ha acostado, tuve la impresión de estar ante el típico personaje de una novela de Olmos: alguien solitario y fascinado por la intimidad de los demás. La prosa, como es habitual en la narrativa de su autor, está muy cuidada. Olmos ha tratado de escribir –leo en prensa‒ un conjunto de relatos en los que ensaya muchos enfoques. Sin embargo, el conjunto, pese a tener, por ejemplo, cuentos realistas y otros fantásticos, acaba leyéndose con una sensación de propuesta unitaria. Así, al acercarme al segundo cuento, La botella, sobre una mujer que bebe sola en su casa, experimenté una conexión temática con el protagonista del primero, y el modo de resolver ambos relatos ‒de forma elusiva, pero con tendencia a la tragedia y el tremendismo‒ también me resulta semejante.

En el tercer cuento ‒768.786 euros‒ el tono cambia, pues se pasa de la tercera persona a la primera, y el narrador cede su voz a un ladrón de barrio marginal. El relato se lee con agilidad, y el mundo descrito tiene bastante fuerza, pero quizá, al encontrarme de nuevo con un final similar a los anteriores (como dije: “tendencia a la tragedia y el tremendismo”), me parece que el resultado pierde algo de intensidad, y se tiene la sensación de que estos tres primeros cuentos se han escrito empleando una fórmula. Aunque lo cierto es que los tres son buenos, y probablemente, 768.786 euros lo habría disfrutado más si no hubiera leído los dos anteriores.

El cuarto –Guardar silencio‒ nos habla sobre la soledad de una mujer hispanoamericana inmigrante en España, y es mi favorito del conjunto. Creo detectar en él esa fascinación por las posibilidades de los cambios tecnológicos y sus implicaciones en la vida cotidiana de las personas inspirada, o conectada, con las obsesiones de los relatos y novelas del escritor argentino Sergio Chejfec. Me parece un cuento que, pese a su concepción muy intelectualizada, acaba siendo bastante emocionante.

Los bienes, sobre la muerte de un padre, que cada año escribe una novela que nunca llegará a publicarse, es un cuento correcto sobre la condición humana y la vocación.

No me gusta demasiado Carta de una niña de cuatro años (para que la lea cuando alcance los dieciocho), porque lo que funcionaba en el anterior como contención narrativa, aquí me parece que se desliza ligeramente hacia la cursilería y la anécdota mínima. Se lee con agrado, en cualquier caso.

Tantas veces criminal es otro de mis cuentos favoritos del libro. Un español pasea por las calles de una ciudad hispanoamericana, horas antes de tener que dejarla para tomar un avión. Su mirada se va haciendo cada vez más turbia, más inquietante. El sentimiento paranoico del que observa y se siente observado me ha hecho percibir una conexión con el narrador del primer cuento, y el sutil desasosiego que generaba me ha resultado perturbador. Un cuento logrado.

En cambio, La suplantación es el cuento que menos me ha gustado del libro. Es un relato bastante corto, de apenas cuatro páginas, y a mí los cuentos que más me gustan tienden a ser largos, de 15 a 20 páginas. Es un cuento metafísico, de anécdota mínima, que me recordaba un tanto al de La botella, pero este último me ha parecido bastante más conseguido.

En VHS, el narrador cede su voz a un retrasado mental (una posible influencia del personaje de Benjy en El ruido y la furia de Faulkner, por esta idea de la primera persona cedida a una voz en principio no literaria); en él he sentido una conexión con el cuento 768.786 euros. El final tremendista también los une.

Love performance aborda la obra un tanto desquiciada de una artista conceptual, y me ha gustado bastante. Me ha recordado a la nueva cuentística argentina (Samantha Schweblin, Federico Falcón o Tomás Sánchez Bellocchio), que se adentra en el territorio híbrido entre el cuento fantástico y el realista. Se cuenta aquí algo, en principio inverosímil, pero desde una perspectiva realista. En este sentido, también el último cuento, Todos y cada uno de ellos, lugar y fecha, pertenece a ese nuevo territorio híbrido de la extrañeza.

El penúltimo relato ‒Los sentidos‒ es un claro homenaje a Julio Cortázar, y como homenaje funciona, pero la artificiosidad de la extrañeza creada me lleva a preferir el último cuento comentado: Todos y cada uno de ellos, lugar y fecha, que fluye de manera más natural.

Guardar las formas me ha resultado una lectura agradable; tiene cuentos bastante redondos, pese a alguna repetición en los efectos creados, y otros en los que el autor se arriesga y no acaba de atinar. Ya lo he dicho cuando he comentado los libros del cuentista Elvio E. Gandolfo (alguien que debería ser mucho más conocido en España de lo que es): el hecho de mezclar en un libro de cuentos los fantásticos con los realistas o expresionistas, los de ciencia ficción con los costumbristas… siempre es una riqueza.


Después de tanta provocación de Olmos sobre el tema del relato (un género que a mí siempre me ha gustado mucho), resulta que por fin se ha decidido a escribir un libro de cuentos y hay que reconocer que el resultado del conjunto ha sido notable.

martes, 24 de mayo de 2016

Comienzo de Quitasol, uno de los cuentos de Koundara

Este viernes 27 de mayo, de 19:00 a 21:30 h., estaré en el Retiro, en la Feria del Libro de Madrid, firmando ejemplares de mi nuevo libro de relatos Koundara, editado por Baile del Sol. Será en la caseta de la librería Muga, la 312.

Si la semana pasada mostraba aquí el comienzo del relato que da título al libro, ambientado en Guinea Conakry, voy a mostrar hoy el comienzo del que posiblemente sea mi relato favorito del conjunto, el que se titula Quitasol, y que transcurre entre Móstoles, Alcorcón y Madrid, un territorio mucho más cercano a mí.






QUITASOL

Por esos días, estaba pensando en llamar a Joanna y ella me envió un mensaje al móvil. Me pedía ayuda para realizar la mudanza de Teresa, su compañera de piso. No sabría decir cuánto tiempo llevaba con ella, quizás dos o tres meses, pero Joanna se había planteado buscar una nueva compañera o durante una temporada pagar sola el alquiler. Le había pedido a Teresa que se fuese. Y ésta había accedido, con una condición: que Joanna le ayudase con la mudanza, para la que iba a necesitar un coche. Aquí era donde entraba yo.
Hablé con Joanna por teléfono. Como ya sabía, al principio le había parecido una buena idea aceptar a Teresa como compañera de piso. «Era una oportunidad para crear un nuevo vínculo con España», me había dicho. Recuerdo esa palabra, vínculo, porque seguía sorprendiéndome lo bien que Joanna hablaba español. Ya lo hacía cuando la conocí y entonces llevaba sólo un año y medio en España. Seguía manteniendo su acento suave del Este —que me gustaba—, pero su sintaxis y su vocabulario eran bastante correctos.
Joanna había decidido que necesitaba calma. Necesitaba sentir que su casa era un refugio del mundo exterior. Había conocido a Teresa en su nuevo entorno de clases de yoga, masajes, pilates, comida macrobiótica… y, a pesar de que no fumaba —condición indispensable en su casa—, Joanna llevaba semanas sospechando que consumía drogas. Algunas noches se habían cruzado por el pasillo de la casa, y Joanna había observado en Teresa un rostro ausente y perdido. Joanna había empezado a sentir miedo y desconfianza. Teresa rompía su equilibrio y le había pedido que se fuese.
El piso estaba alquilado a nombre de Joanna, que mantenía una buena relación con los dueños españoles.
Cuando yo había conocido a Joanna (la noche de un sábado en un pub, antes de que ella dejase definitivamente de entrar en locales con humo), su compañera era, como ella, polaca.
Con esta compatriota, el exnovio polaco de Joanna le había sido infiel. Joanna había dejado al chico y fingido indiferencia hacia su compañera. Hasta que la situación estalló meses más tarde y Joanna la obligó a irse. Después, había pasado a compartir casa con otras dos chicas polacas y, por las mismas fechas, se había iniciado en el mundo de la comida macrobiótica y la filosofía oriental. Joanna había puesto reglas a las dos nuevas inquilinas: no quería ruidos ni humo de tabaco. Había sorprendido fumando a las dos y les había pedido, también, que se fuesen. Estaba aprendiendo a no acumular dentro la energía negativa. Sabía que seguir compartiendo casa con quien su exnovio le había puesto los cuernos no había sido una buena idea. Se estaba haciendo más fuerte e independiente.

Teresa iba a mudarse a la casa de una compañera del gimnasio donde trabajaba, en la calle Orense de Madrid.
Joanna me pedía ayuda y yo no podía negarme.
Quedamos para el siguiente sábado por la mañana. Me pareció un buen día. Mis padres tenían pensado irse al pueblo en el coche nuevo y yo podría coger el viejo R-7, sin dar explicaciones.
Ya había comenzado en la oficina con el horario de verano y atravesaba una época de relativa calma laboral. Esperaba mi mes de vacaciones, entre las mesas despobladas del staff, con bastante menos carga de trabajo que en meses anteriores. Aún no sabía, de todas formas, si iba a haber algún amigo disponible en agosto con el que realizar un viaje. Confiaba en que así fuese.

Me levanté pronto ese sábado. Ya al alzar la persiana y mirar hacia el exterior, hacia la luz que comenzaba a descender por la fachada del edificio de enfrente, se notaba que iba a ser un día de julio muy caluroso, un día para no abandonar la sombra, la piscina o el aire acondicionado.
Desayuné, cogí las llaves del R-7 y bajé a la calle. La noche anterior me había fijado en dónde estaba aparcado el coche, dentro de los límites cerrados de nuestra urbanización de Móstoles.
El R-7 relucía impecable, mi padre lo cuidaba como a una pieza de museo. Ahora ya no lo tiene. Por entonces sobrepasaba los veinte años y funcionaba correctamente. Incluso en los días más fríos del invierno, mi padre sacaba del garaje subterráneo el coche nuevo y metía allí el R-7. No deseaba, en ningún caso, desprenderse de él; aunque a mi madre no le gustase, lo consideraba inseguro.
Mi padre lo conducía de vez en cuando. Solía tomar, al hacerlo, la carretera de Extremadura y se acercaba a pueblos del sur de la Comunidad de Madrid o de Toledo: Arroyomolinos, Illescas, Huecas…, viajes solitarios de los que regresaba exultante, pontificando acerca del buen estado y las bondades de su R-7, como no le he visto nunca hablar del coche nuevo.
Cuando iba al pueblo cogía, sin embargo, el nuevo. Mi madre no hubiese aceptado el R-7 para un viaje de más de tres horas.

Replegué el quitasol de cartón y encendí el motor. Como esperaba, hizo el contacto a la primera.
Joanna vivía en Alcorcón. La carretera estaba despejada y pude llamar al telefonillo de su portal diez minutos antes de la hora que habíamos acordado. Subí.
Joanna lucía un vestido ligero de una pieza. Me fijé en sus piernas, con el moreno cobrizo de las rubias; ya había ido bastantes fines de semana a la piscina.
Me presentó a Teresa. Busqué la mirada perdida de la que me había hablado Joanna, la descubrí. Una mirada dispersa, evasiva; unos ojos brillantes, de pupilas dilatadas. Una mujer que ya había alcanzado los cuarenta años (como me había contado Joanna), pero que aparentaba menos, con un cuerpo fibroso de persona acostumbrada a hacer ejercicio diario. Se notaba su edad en el cuello, sin embargo. Su voz hacía juego con su mirada; y no era muy alta.
Antes de que apareciese Teresa, ya me había fijado en las cajas apiladas en uno de los rincones del salón. Cajas de cartón, cuadradas, un buen número. No íbamos a poder llevarlas en un solo viaje. Empezamos a moverlas hasta el ascensor y a bajarlas a la calle. Había podido aparcar muy cerca del portal. Introdujimos las cajas en el coche. Deposité sobre la acera todo el contenido del maletero y los asientos, lo subimos al piso y bajamos con más cajas. Teresa aseguró las depositadas en los asientos traseros con una cuerda. Mientras lo hacía, se me cruzó la mirada con un tipo que salía del portal. Le reconocí. Habíamos trabajado juntos en mi segundo empleo, en la empresa de Nuevos Ministerios. Habíamos coincidido por las oficinas o los pasillos, pero nunca habíamos hablado. Él también se fijó en mí, me reconoció. No íbamos a saludarnos, pero noté su curiosidad. Aquello me incomodó. Empezaba a hacer bastante calor y acarrear las cajas me había hecho sudar.
Joanna no vendría con nosotros. No me gustaba la idea de compartir el viaje a Madrid a solas con Teresa. Arranqué. El R-7 no tenía radio ni aire acondicionado. Empecé a preguntarle a Teresa por su vida, intentando ignorar que Joanna, mi amiga, estaba echándola de su casa. Teresa sostenía sobre las rodillas un aparato metálico que podía ser un horno o un potro de tortura, pero que en realidad servía para realizar ejercicios de pilates. Me habló del pilates, de ejercicios físicos que yo desconocía: torsiones y balones medicinales. Llevaba dos años trabajando como profesora de esta disciplina, también daba masajes relajantes. Era de Valencia.
Me habló de su marido. Un maestro nigeriano de yoga, dijo. En ese momento se encontraba en China perfeccionando sus técnicas. Se habían conocido en Marruecos. Joanna me había hablado sobre ese marido nigeriano en China. Como ella pudo averiguar, meses después, no existía. Era una invención de Teresa.

domingo, 22 de mayo de 2016

Tres golpes de timbal, por Daniel Moyano

Editorial Alfaguara. 267 páginas. 1ª edición de 1989.

Hace dos semanas comenté aquí El trino del Diablo de Daniel Moyano (Buenos Aires, 1930-Madrid, 1992). Llevaba al menos dos años en la montaña de mis libros sin leer. Precipitó su lectura el hecho de que en Semana Santa pasé cinco días de vacaciones en la isla de Gran Canaria, gracias a la amabilidad de mi amigo Samuel Rodríguez Navarro, que es un gran lector, y que en nuestra visita a Las Palmas me mostró una librería de segunda mano que recogía libros usados y los vendía a bajo precio. De este modo, el establecimiento conseguía recaudar fondos para una causa benéfica. Me llevé dos libros de aquella librería: la primera edición de Donde van a morir los elefantes, de José Donoso, por tres euros, y la primera edición (y posiblemente única) de Tres golpes de timbal, la última novela que publicó en vida Daniel Moyano, por dos euros.

Al regresar a Madrid volví a buscar en internet información sobre Moyano y leí El trino del diablo, y más tarde ‒tras un libro de Patricio Pron‒ Tres golpes de timbal. Tras su exilio en España, Moyano publicó en la madrileña editorial Legasa, de la que nunca había oído hablar. No creo que siga en activo. Leí en una entrevista que, aunque en España no era muy leído, Moyano estaba siendo traducido al francés o al inglés y que incluso una de sus colecciones de cuentos había sido traducida al polaco, aunque no se podían encontrar sus cuentos en España, donde vivía. El caso es que un amigo convenció a Moyano para que presentara uno de sus cuentos al premio Juan Rulfo. Lo hizo y ganó entre 2.500 participantes. Esto provocó que se interesara por él la poderosa agente Carmen Balcells, y por esa razón (imagino) su siguiente novela –Tres golpes de timbal‒ se publicó en Alfaguara (un libro, por cierto, impreso en mi ciudad, en Móstoles, pero con el que me fui a topar en Gran Canaria, a más de 2.600 kilómetros de casa).

Ya comenté que me gustó El trino del diablo, que su juego simbólico y un tanto irónico me resultó bastante agradable, y que además era una novela bien escrita. Un libro digno de rescatar, como ya hizo la editorial zaragozana Tropo.

Los dos primeros párrafos de Tres golpes de timbal me parecen muy potentes:

«A más de cinco mil metros de altura, las mulas andinas trepan dejando señales rojas en la nieve, hechas con las gotas de sangre que se les escapan por la nariz. Mulitas tan livianas y ligeras que parecen nubes: pero dentro de esa aparente liviandad, el corazón les late tan fuerte que los jinetes pueden oír su golpeteo. También las palabras, en el refugio cordillerano donde escribo esta historia, suenan como latidos; y llegan a mí de la misma manera que el ruido del corazón de las mulas al preocupado oído del mulero.
Más arriba de este refugio, llamado Mirador de los Vientos, el cielo es permanentemente azul. Las nubes están siempre allá abajo. Las he visto tiritar de frío y deshacerse en lluvias que no me alcanzan. Son algo así como la intensidad que aquí tiene la altura, la que desnuda las palabras y hace sangrar las mulas. Debajo de ellas viven las aves de vuelo corto, que sólo conocen su reverso. En cambio para el cóndor, que las domina, y cuyo vuelo permite la expansión de la cordillera, casi no existen; son como el polvo en el camino».

En la página 13 el «Narrador» nos dice lo que ha ido a hacer al Mirador: «He venido aquí a poner en sonidos escritos y ordenados las historias recogidas por Fábulo Vega, astrónomo y titiritero, que son la memoria de Minas Altas, su pueblo y el mío. Él ha moldeado y fijado en sus muñecos a cuantos vivieron y murieron, para salvarlos del olvido. A lo largo del tiempo, ha ido copiando el mundo. Aparte la historia que tengo que contar, observo en unos globos eólicos la dirección y fuerza de los vientos, que anoto diariamente en unas planillas con rayas convencionales. Cada mes la bajo a Minas Altas. Desde allí mis informes cruzan la cordillera a lomos de mula, llegan al mar y recorren los observatorios astronómicos del mundo ayudando a comprender el comportamiento del planeta en estos apartados rincones de su casi despoblado Sur».

El «Narrador» desciende desde el Mirador al pueblo montañoso de Minas Altas, formado por una población huida de la destrucción de Lumbreras. Allí contempla el teatro de títeres de Fábulo para reconstruir la historia del pueblo. Este hecho central del libro –la reconstrucción mediante el lenguaje y la memoria de la destrucción de un pueblo‒ puede simbolizar del exilio personal de Moyano, que abandonó Argentina y llegó a España para no tener que convivir con la dictadura militar de Videla, pero también –como he leído en internet‒ puede simbolizar cinco siglos de historia americana, es decir, la destrucción de la cultura de los indios por los europeos.

En Minas Altas sólo viven tres clases de personas: astrónomos, muleros y músicos. Fábulo reconstruirá para el «Narrador» (que en realidad sólo ejerce de narrador durante un número corto de páginas, pues la historia –puede que escrita por el «Narrador»‒ será leída por el lector como si estuviese contada por un narrador omnisciente) la historia de su pueblo. Primero conoceremos la destrucción de Lumbreras por unos bárbaros al mando de alguien al que se llama Sietemesino, un personaje que puede ser una persona, una araña o un tiburón. Este tipo de juegos líricos y simbólicos han contribuido a sacarme en más de un momento de la historia. Así comienza un capítulo: «Tras su paso por araña, el Sietemesino llegó al mar. Allá intentó transformaciones que le llevaron años, lo que permitió que Eme creciera maravillosamente descubriendo que en sus cuerdas vocales la música había escondido la belleza más extrema que puede haber en una voz» (pág. 41). Eme Vega es huérfano, fue un bebé superviviente a la destrucción de Lumbreras. En su voz, el pueblo desea guardar su memoria y, para ello, desde la costa, se hará traer un instrumento musical fantástico, que nunca se vio en la cordillera: un piano. Además debe evitar que el Sietemesino capture a un gallo blanco, que contiene las palabras de la canción del pueblo.

Toda la novela está impregnada de un aire onírico, de realismo mágico y cuento tradicional. Personalmente considero que, para que una narración tan libre como ésta funcionase, las leyes que rigen el mundo fantástico creado deberían ser más claras. El lenguaje es uno de los grandes protagonistas de esta novela, con momentos líricos destacables, pero la laxitud de la narración y esa capacidad para convertir, por ejemplo, al Sietemesino ahora en persona, ahora en araña, provocaban que me saliese de la novela en muchos momentos que me parecían carentes de tensión. Si cualquier cosa puede pasar, entonces no existe la emoción de saber qué ocurrirá, o cómo van a salir los personajes de una situación concreta.

Yo soy un gran admirador de H. P. Lovecraft y disfruto mucho de las atmósferas que consigue en sus cuentos y novelas más destacados, pero algo parecido a lo que me ha pasado con Tres golpes de timbal me ocurrió al leer el primer volumen de sus Obras completas, editado en Valdemar (un libro del que disfruté a lo grande, y todavía más con el volumen dos): al llegar a la novela La búsqueda en sueños de la ignota Kadath, una historia protagonizada por Randolh Carter (un habitual del mundo lovecraftiano), me pareció que los elementos fantásticos, que en otras historias resultaban contenidos, en ésta se encontraban desbordados.

Como ya he escrito, busqué información sobre Moyano en internet, leí entrevistas que le hicieron hace más de veinte años, y me interesó lo que leí acerca de él. Moyano me cae muy bien y su figura de escritor herido es del agrado de mi mente creadora de mitos literarios. Además, después del comienzo de la novela transcrito, mi disposición hacia ella era muy positiva, pero lo cierto, y me duele decirlo, es que su lectura me ha decepcionado. No sé si es un mal libro (está muy bien escrito), pero a mí su propuesta no me ha llegado como deseaba. El texto de la contraportada finaliza con esta frase: «Un mundo que sólo se cumplirá tras el placentero esfuerzo de un lector cómplice». La verdad es que yo, después de todo lo leído sobre Moyano, cumplía bien con mi cometido de lector cómplice, y no me importa demasiado esforzarme a la hora de leer (aunque el placer de la lectura parece contradictorio con cualquier tipo de esfuerzo), pero no ha habido suerte con esta novela.


Tres golpes de timbal estaba destinada a un lector cómplice que no era yo.

jueves, 19 de mayo de 2016

Koundara: así comienza el primer cuento de mi nuevo libro

El viernes 27 de mayo –inaugurando la Feria del Libro de Madrid 2016– estaré firmando ejemplares de mi nuevo libro de relatos, titulado Koundara, en la caseta 312, correspondiente a la librería Muga (de 19:00 a 21:30).

Koundara es un libro formado por siete relatos, relativamente largos (algunas sobrepasan las 30 páginas). El que da título al libro es el primero y transcurre en Guinea Conakry (Koundara es una ciudad de este país). Me gustó escribirlo porque pude situarlo en un lugar en el que nunca he estado (aunque procuré documentarme bien) y además creé para él una voz narrativa femenina (era la primera vez que lo hacía).



Dejó aquí el comienzo del primer relato del libro:

KOUNDARA
           
El olor es lo primero en África; un olor carnal, igual que una gasa invisible sobre el cuerpo. Nada más bajar del avión, una presencia de cuero y sudor rancio. Nos han contado que la temperatura baja bastante por la noche, pero hace calor.
Un negro con un color de piel especialmente oscuro sostiene un cartón blanco; en él, de forma aproximada, está escrito mi nombre. Es el enviado del hotel al que debemos dirigirnos. En la calle nos asaltan los mosquitos. Dakar, hemos leído, es una ciudad plagada de mosquitos, incluso en marzo, durante la estación seca.
Seguimos respirando el fuerte olor, mezclado ahora con el polvo que levantan los vehículos desvencijados que atraviesan una carretera sin asfaltar, entre edificios bajos y mal iluminados.
El negro nos abre el maletero y las puertas de un coche, en cuyos costados está escrito el nombre del hotel. Nos conduce hacia allí. Intento practicar con él mi francés, pero me contesta con monosílabos. Mira con seriedad la carretera que los focos del coche destapan ante nosotros.
El hotel es un edificio bajo con una fachada pintada en tonos muy vivos. Dentro: cortinas de colores cálidos y una recepcionista con un llamativo traje local y un pañuelo a juego en la cabeza.
A pesar de haber reservado —y pagado— las habitaciones dos semanas antes, no nos va a dar tiempo a dormir. El vuelo desde Madrid ha salido a la hora, pero hemos sufrido un retraso en la escala de Casablanca. Descansamos media hora bebiendo refrescos embotellados y el hombre que nos ha recogido en el aeropuerto nos acompaña otra vez hasta el coche. Nos dirigimos a una parada de taxis. Queremos tomar uno que nos lleve a Tambacounda, una ciudad en el interior de Senegal. Allí hemos quedado, a la mañana siguiente, con un sacerdote cristiano que va a alojarnos en su parroquia por una noche.
El hombre del hotel, igual que antes, casi no articula palabra y se adentra en una ciudad cada vez peor iluminada. La carretera acaba desembocando en lo que parece un cementerio de coches: carrocerías dañadas por la intemperie, herrumbrosas, en montones. Restos de metal, plástico y caucho, de los que empiezan a emerger un grupo de negros vigorosos. Los faros de nuestro coche los han puesto en movimiento. Se alteran ostensiblemente cuando nuestro chófer aminora la velocidad y descubren el nombre del hotel en los costados del coche y a blancos en su interior. Rodean nuestro vehículo, posan sus manos sobre él. Puedo sentir el golpear de sus dedos sobre el techo. Nos gritan, no sonríen.
Ayer por la noche, me descubro recordando con una fuerte sensación de irrealidad, estuve en un bar cercano a la estación de Atocha con Maica, una de mis amigas del colegio. Quería que le contase lo de África y lo de Tomás antes de que saliese de viaje.
Gracias a la intermediación del hombre del hotel más que a mi francés, logramos cerrar un precio con un negro de dos metros que, al igual que sus compañeros taxistas, no ha sonreído en ningún momento. Se ha limitado a regatear con tozudez, alzando la voz. A mí no me ha mirado, se ha dirigido en exclusiva al hombre del hotel.
El negro de dos metros nos hace un gesto perentorio con el brazo. Con rapidez nos colocamos las mochilas y le seguimos. Nos quedamos atrás y él no nos espera. Se planta ante un vehículo descolorido y abollado, de ocho plazas. Depositamos las mochilas en el maletero y entramos. En el interior están ya acomodados dos hombres. Jaime les saluda, usando una de las pocas expresiones que sabe del francés y ellos no le miran ni le devuelven el saludo. De nuevo un punzante olor a sudor rancio, ése será nuestro compañero de viaje. Cristina y yo no decimos nada.
A pesar de todo, consigo quedarme dormida. En ocasiones las sacudidas me despiertan, miro por las ventanillas y, o no distingo nada, o distingo luces aisladas en la noche. Al despertarme siempre sé dónde estoy; mi sueño no es profundo. Y trato con obstinación de volver a arrebujarme sobre un jersey doblado.
Cuando amanece me despierto por completo. El calor es intenso. La carretera atraviesa un páramo semidesierto. En la lejanía hay grupos de arbustos. En ocasiones nos cruzamos con tiendas en el camino, construcciones de adobe y lata, más frecuentes cuando nos acercamos a Tambacounda. Ante sus entradas, bajo los porches sostenidos por maderos, veo cubos y barreños; también unos jarrones con flores de plástico sobre una caja de cartón.
El taxista nos deja en la dirección que le hemos dado, enfrente de un viejo edificio público: nuestro punto de encuentro con el sacerdote cristiano.
Esperamos a la sombra. No lo hacemos durante mucho tiempo, el sacerdote estaba aguardándonos y sale de una tienda de comestibles. Nos ha visto desde la ventana, sonríe. Es el primer africano al que veo sonreírnos abiertamente. De las demás personas de la plaza percibo miradas recelosas, se interrogan sobre nuestra presencia.
Joseph, el sacerdote, viste de negro como un cura de película de los años cincuenta. Habla mal el francés, me cuesta entenderle. Le seguimos. Cristina y Jaime caminan de la mano, muy pegados a la espalda de Joseph. Yo, desde más atrás, observo sus manos entrelazadas, sus pasos apresurados, cortos.
Nos detenemos ante la entrada de una pequeña iglesia. La cruz destaca en lo alto del tejado de dos aguas como el mástil de un barco. Me fijo también en los postes que sostienen unos gruesos cables negros por toda la calle. Sobre el tejado de la iglesia, Joseph nos señala a unos pesados pájaros negros, los llama “buitres de ciudad” y sonríe. Uno de ellos alza el vuelo y se posa sobre uno de los cables, que se comba bajo su peso.
Nos enseña la iglesia y, atravesando una puerta, entramos en la casa parroquial. Salimos a un patio interior y nos señala unas casitas. Dentro de ellas hay una cama y un aseo. Cada uno dormiremos en una. Dejamos las mochilas y volvemos al interior de la parroquia.
Joseph nos invita a tomar unas botellas de coca-cola. Comemos algo junto a dos negros bastante jóvenes; dos seminaristas, nos dice Joseph. Tras acordar la hora de la cena decidimos regresar a las casitas para dormir una siesta.
Cuando ya nadie puede observarme, me estiro, me desvisto y me ducho. Me tumbo en la cama. Palpo la red que hace de mosquitero y compruebo que tiene agujeros. En Madrid me he vacunado contra la fiebre amarilla. En la estación seca el riesgo de contraer la malaria es menor, aun así vuelvo a pasar los dedos por los agujeros de la red. Los acerco a los ojos. Me tumbo en la cama y tardo muy poco en quedarme profundamente dormida.

Cuando suena la alarma del móvil me cuesta recordar dónde estoy. Me ducho de nuevo y me acerco hasta la sala más espaciosa de la casa parroquial, sin comprobar antes si Cristina y Jaime se han levantado. Al atravesar la cortina de cuentas los encuentro sentados en unos sofás, hojeando revistas de la ONG a la que los dos pertenecen y que colabora con las iglesias cristianas del centro de África. Hablan de su labor en España con un seminarista, un chico que no debe de llegar a los veinte años y que habla un inglés dificultoso.

Lo que le conté a Maica en el bar de Atocha: Tomás me ha dejado. Yo he descubierto que tenía una novia y él me ha dejado a mí. Cuando le hablé a Tomás de lo que sabía sonrió y trató de quitarle importancia. Su novia era asunto suyo, en ningún momento había hablado conmigo de relaciones formales. Nos habíamos conocido, habíamos salido unas cuantas veces, nos habíamos acostado otras tantas, y ya estaba. Además, yo tenía que saber que en unos meses se iba a Estados Unidos, donde había conseguido una beca para finalizar un doctorado en Económicas.
Yo no había pensado decirle nada a la novia, aunque Tomás tuvo la presencia de ánimo o la seguridad propia como para presentármela. Tal vez sí que debería haberle dicho algo a ella, una chica guapa con aspecto apocado. Se lo comenté a Maica y ella me dio la razón: tenía que haberle dicho algo.
Y como aquella situación parecía incomodarme, lo mejor era que lo dejásemos, me había dicho Tomás, en el mismo tono tranquilo y pedagógico que había usado otras veces para explicarme los diferentes puntos de vista entre las teorías económicas monetaristas y keynesianas.
Y sobre el viaje: a través de la ONG donde Cristina y Jaime prestan servicio comunitario, dos tardes por semana, habían conocido a un francés, ingeniero de formación, que había aceptado un puesto de trabajo para coordinar la colaboración de la Iglesia con la ONG en diversas escuelas, en la zona cristiana de Guinea Conakry. El francés les había propuesto una visita y ellos habían aceptado. La invitación se hizo extensible a mí, aunque yo no conociera al francés.

martes, 17 de mayo de 2016

La editorial Kokapeli publica el poemario "bianca blues"

Mi amiga de Facebook Regina Salcedo Irurzun me comenta que se ha embarcado en el proyecto de crear una nueva editorial de poesía. Comparto con vosotros la información que me ha pasado:

Editorial Kokapeli (ver AQUÍ la web de la editorial) es una editorial joven que en su Colección de Poesía pretende recoger y dar salida a ese deseo que últimamente nos late a muchos en las puntas de los dedos y que tiene que ver con las ganas de liberar la Poesía – a veces entendida como un género estanco y estancado– para avanzar hacia lo Poético, hacia lo que no puede ser encorsetado por definiciones ni fronteras. Hay ganas de “construir” cosas, de fundir, tocar, jugar y explorar por y con diferentes medios.
Queremos además presentar autores y textos heterogéneos, originales y valientes, cuyo nexo de unión sea siempre la exigencia de calidad y pertinencia.

Por este motivo, David Troch (Bonheiden,1977), escritor belga con una larga trayectoria literaria en su país, encajaba a la perfección en nuestro proyecto. David es un asiduo participante de los campeonatos de Slam poetry, colabora en varias revistas y colectivos culturales, escribe y dirige obras de teatro, le gusta incluir música en sus presentaciones…, en definitiva: es un rastreador nato de nuevos caminos, tanto en lo relativo al plano textual como en su plano escénico. 

David Troch


bianca blues, el libro que os presentamos, es una novela en verso que trata de un tema tan aparentemente alejado de la poesía como es el mundo de las pasarelas y las top models. Troch recoge y amontona minuciosamente todos los clichés y prejuicios, y luego sopla sobre ellos para desmontarlos, voltearlos y componer algo distinto, algo chocante que, sin duda, no sólo no dejará al lector indiferente, sino que además le planteará muchas preguntas sobre nuestra sociedad de consumo y sobre el concepto de belleza al que nos somete.



Os ofrecemos el vídeo artístico que se adjunta con el libro. En él podréis disfrutar de la interpretación de varios poemas de bianca blues. Esperamos que os guste.



Dejamos aquí unos poemas del libro:

sobre la pasarela bianca gira la cadera, zancadas
casi mecánicas detrás del decorado.

evita las manos rápidas del modista
toma una bagatela del perchero
–el árbol de la ropa le guarda el equilibrio.

deja que el público sea público.
el vacío se sitúa alrededor de ellos,
él.

a la luz de los focos sueña con el sofá
un arsenal de cleenex ultra suaves.
 
pero ser menos bella tampoco es una opción.

….

bianca es papel satinado. la revista de moda
encima de mesillas de cristal en consultorios médicos

confirma su existencia.
deja huella del lujo.

en qué mundo acabó la muñequita
de campo. su buzón de voz
repleto de graznidos.

borra sus proposiciones mientras resopla.

no puede concebir
manos de hombre.


uñas de gel, pestañas
falsas, senos de silicona.

topmodels:
tipas con mala leche
en busca de colágeno.

bianca conoce los prejuicios,
los alucinantes sucesos.

los tiempos del colegio resultan los
idóneos para amontonar amistades
de por vida.

la celulitis es muerte,
bianca está de pie con nalgas poderosas.
pesadillas en las que se ve con fritos y refrescos    

hundida en el sofá, el pulgar sin parar
sobre el triángulo verde de su x-box:

venga mario, venga. venga bianca, venga.

el noventa y nueve por ciento de sus compañeras
son chicas tan de barrio

que nunca se despegan de su chándal.




queda un recuerdo, bastante
borroso, pero un recuerdo, el aroma de perfume
en el cuarto, el cuello de madre, los labios
y su beso de buenas noches, el vestido con el borde
de encaje, con florecitas, florecitas como
las del papel tapiz sobre el que las ceras
dibujaron un mundo fantástico y privado. madre
que se inclina, madre que acaricia
la lámpara sobre la mesilla, madre que deja la oscuridad
en el cuarto, durante un rato nada, luego el tictac relajante
de un despertador pasado de moda.

domingo, 15 de mayo de 2016

El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia, por Patricio Pron

Editorial Random House. 199 páginas. 1ª edición de 2011.

Cuando comenté hace poco en mi blog No derrames tus lágrimas por nadie que viva en estas calles, la última novela de Patricio Pron (Rosario, Argentina, 1975) dije que me apetecía seguir con sus novelas. En la biblioteca de Móstoles tienen las otras que ha publicado en Random House: El comienzo de la primavera, El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia y Nosotros caminamos en sueños. Estos tres libros están –el día que escribo esta reseña‒ en mi casa. Terminé No derrames tus lágrimas por nadie que viva en estas calles y, en dos horas, de una sentada como ya conté, me leí El Trino del diablo del también argentino Daniel Moyano. Al día siguiente empecé con El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia, novela que fue publicada en 2011 y de la que leí reseñas muy positivas en su momento.

En El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia Pron juega a la autoficción: el narrador es una autor argentino, nacido en 1975 como él, que vive en Alemania, y que procede de una ciudad del interior de Argentina a la que denomina *osario (por Rosario); además tiene problemas de memoria debido a los medicamentos que tomó, durante un momento de su vida, en Alemania (algo que Pron ha declarado sobre sí mismo en alguna ocasión). Desde hace semanas, el narrador duerme en Alemania en casas de amigos, cuando recibe una llamada desde Argentina: su padre está en el hospital. Después de mucho tiempo, ha de regresar a la casa familiar y enfrentarse a la relación que dejo allí con su familia, pero también, y puede que principalmente, con su país. En la página 12 leemos: «Un día, supongo, en algún momento, los hijos tienen necesidad de saber quiénes fueron sus padres y se lanzan a averiguarlo. Los hijos son los detectives de los padres, que los arrojan al mundo para que un día regresen a ellos para contarles su historia y, de esta manera, puedan comprenderla». Como en No derrames tus lágrimas por nadie que viva en estas calles, también esta novela se articula en torno a un hijo que busca información sobre su padre.

Si al comienzo de esta reseña apuntaba que Pron jugaba a la autoficción, el límite entre ficción y realidad queda más desdibujado al llamar a su padre en la página 95 «Chacho» Pron, que es su verdadero nombre, o al menos el nombre familiar con el que lo trataban. El libro, se nos comenta en el epílogo, ha sido repasado por el padre, quien ha reparado algunos errores. De hecho, Pron publicó en su blog una carta con los comentarios que el padre hizo de la novela que se puede leer pinchando AQUÍ. Curiosamente, poco después de leer este libro, acudí a la presentación del ensayo La España vacía de Sergio del Molino y allí coincidí con Pron, con el que pude hablar de la reciente lectura que había hecho de sus dos novelas, y quien me confirmó que lo narrado en El espíritu de mis padres... era real; también me habló del impacto que el texto tuvo en su familia.

En su casa de *osario, Pron se enfrenta a los fantasmas de su pasado y al material que su padre ha dejado en unas carpetas. En un momento dado, a media novela parece comenzar otra historia: el narrador abre una de las carpetas de su padre (que ha sido periodista) y encuentra ordenados los recortes de prensa sobre la desaparición de una persona en la localidad de El Trébol, cuyo cadáver aparecerá en un pozo semanas después. El narrador nos dice en la página 91: «Pensé que el misterio era doble: el de las particulares circunstancias en que Burdisso había muerto y el de las motivaciones que habían llevado a mi padre a buscarlo, como si esa búsqueda fuese a aclarar un misterio mayor más profundamente hundido en la realidad». He buscado información en internet sobre la desaparición y muerte de Alberto José Burdisso, y el caso es real, tal y como lo cuenta Pron en su novela. Acabaremos sabiendo que el padre se sentía vinculado a la hermana de Burdisso, desaparecida durante la dictadura de Videla.

Las reflexiones sobre los desaparecidos de la dictadura militar de 1976-1981 y la implicación en ella de los padres de la generación de Patricio Pron me han recordado, por las intenciones narrativas y también porque se trataba de una novela de autoficción, a Formas de volver a casa del chileno Alejandro Zambra, nacido en Santiago de Chile en 1975, el mismo año que Pron, y que también indaga en la relación de sus padres con la dictadura, en este caso la de Pinochet. La novela de Zambra se publicó también en 2011, el mismo año que la de Pron. Las dos novelas también tienen otro rasgo en común: son metaliterarias. En El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia el narrador informa al lector del material que está recogiendo para componer su novela y del modo en que va a escribirla. En la página 144 leemos: «Me dije que yo tenía los materiales para escribir un libro y que esos materiales me habían sido dados por mi padre».

Entre las páginas 142 y 143 encontramos unas reflexiones sobre la construcción de la novela que me resultan particularmente interesantes:

«Comprendí por primera vez que todos los jóvenes de la década de 1970 íbamos a tener que dilucidar el pasado de nuestros padres como si fuéramos detectives y que lo que averiguaríamos se iba a parecer demasiado a una novela policíaca que no quisiéramos haber comprado nunca, pero también me di cuenta de que no había forma de contar su historia a la manera del género policiaco o, mejor aún, que hacerlo de esa forma sería traicionar sus intenciones y sus luchas, puesto que narrar su historia a la manera de un relato policíaco apenas contribuiría a ratificar la existencia de un sistema de géneros, es decir, de una convención, y que esto sería traicionar sus esfuerzos, que estuvieron dirigidos a poner en cuestión esas convenciones, las sociales y su reflejo pálido en la literatura.
Además, y yo había visto suficientes obras así ya e iba a ver muchas más en el futuro, el relato de lo sucedido por entonces desde la perspectiva del género tenía algo de espurio, por cuanto, por una parte, el crimen individual tenía menos importancia que el crimen social, pero éste no podía ser contado mediante los artificios del género policíaco sino a través de una narrativa que adquiriese la forma de un enorme friso o la apariencia de una historia personal e íntima que evitase la tentación de contarlo todo, una pieza de un puzle inacabado que obligase al lector a buscar las piezas contiguas y después continuar buscando piezas hasta desentrañar la imagen; y, por otra, porque la resolución de la mayor parte de las historias policíacas es condescendiente con el lector, no importa la dureza que haya exhibido en sus argumentos, para que el lector, atados los cabos sueltos y castigados finalmente los culpables de los hechos narrados, pueda devolverse a sí mismo al mundo real con la convicción de que los crímenes están resueltos y permanecen encerrados entre las cubiertas de un libro, y que el mundo de fuera del libro se orienta por los mismos principios de justicia de la obra narrada y no debe ser cuestionado».

Me ha apetecido reproducir aquí este extenso párrafo porque, además de explicar la construcción de esta novela, también puede aclararnos parte de las intenciones narrativas de No derrames tus lágrimas...: en esta última novela no se acababan de desentrañar las claves de la muerte de Luca Borrello; y este crimen individual actúa como la pieza de un puzle inacabado dentro del friso de la literatura fascista de la que se nos hablaba en este libro.

Comentaba al hablar de No derrames tus lágrimas... que destacar la influencia de Roberto Bolaño en sus páginas me parecía difícil de eludir. Esto también ocurre en El espíritu de mis padres... Principalmente he observado aquí dos elementos estructurales que usaba mucho Bolaño: comentar las películas que ven los protagonistas de la novela o cuento, o comentar los sueños que tienen. Estas historias que surgen de la televisión o de los sueños crean un clima en torno a los personajes de las novelas o cuentos, y aquí se convierten en otra pieza fundamental del puzle propuesto e inacabado.


Ya comenté que algunas páginas de No derrames tus lágrimas..., pese a lo bien escritas que estaban, me habían resultado algo distantes; quizás El espíritu de mis padres... sea una novela de construcción más sencilla (aunque no desdeñable en absoluto) que la última, pero yo la he disfrutado más: El espíritu de mis padres... ha tenido más capacidad para emocionarme como lector, porque cuenta una historia en apariencia más pequeña, pero mucho más cercana.

miércoles, 11 de mayo de 2016

Koundara, mi libro de relatos

Este año volveré a estar en la feria del Libro de Madrid de la mano de la editorial Baile del Sol.
La publicación de Koundara me causa una especial alegría. Después de cinco libros publicados –dos poemarios y tres novelas- Koundara es el primer libro de relatos que puedo mostrar en público. El relato fue el género que primero practiqué cuando comencé a escribir a los quince años. He sido un gran lector de cuentos, y entre mis libros preferido se encuentra más de uno de relatos (estoy pensando en Raymond Carver, Tobias Wolff, Jorge Luis Borges o Julio Cortázar).

Los libros de relatos son difíciles de ver publicados. Las editoriales de poesía, lógicamente, apuestan por los libros de poesía, pero las editoriales de narrativa suelen preferir las novelas a los relatos, y las editoriales especializadas precisamente en el género del relato también son –por paradójico que suene, lo sé por experiencia- cada vez más reacias a publicar libros de relatos (sobre todo de autores poco conocidos).

Lo bueno de Baile del Sol es que se atreven con todo. Son editores sin miedo, y en estos tiempos convulsos para la literatura lo que necesitamos son editores valientes.

Koundara está formado por siete cuentos, algunos ambientados en mi Móstoles o en mi Madrid habituales, pero otros en lugares más lejanos como Londres o el poco conocido Guinea Conakry.


La portada la ha hecho mi amigo David Moreno Marimbaldo: