domingo, 30 de junio de 2019

Niño Anómalo, por Fede Nieto


Niño Anómalo, de Fede Nieto.
Editorial Hurtado & Ortega. 139 páginas. 1ª edición de 2019.

De la nueva editorial Hurtado & Ortega había leído el recomendable Tres circunvoluciones alrededor de un sol cada vez más negro, del francés Grégoire Bouillier. Después de hablar con los editores, quedamos en que me enviarían la novela Niño Anómalo de Fede Nieto (Argentina, 1969). Como ya he contado muchas veces, siento querencia por las novelas de autores argentinos.

Niño Anómalo comienza (después de una dedicatoria y una cita) con un apunte histórico: «La ráfaga de ametralladora que mató a José Ignacio Ruaccio, Secretario General de la CGT, Confederación General del Trabajo, a las 12:11 del mediodía el veinticinco de septiembre de 1973, desencadena una serie de consecuencias políticas y sociales que afectarán a muchísimos argentinos en número, y a varias generaciones de argentinos en el tiempo. De este atentando surge una pequeña ramificación, una secuela de valor más personal que histórico porque acaba golpeando nuestra puerta una noche, tres años más tarde» (pág. 9).
En esta nota introductoria están contenidos los grandes temas que se van a tratar en este breve e intenso libro.

Las primeras páginas –propiamente narrativas– son impactantes. En ellas se describe a una familia, que el lector sabe que vive escondida, en la noche en que cuatro encapuchados están llamando a su puerta. El narrador de la historia tiene entonces siete años. El estilo es rápido, de frase corta y pegada eléctrica. Son cinco páginas que hacen que se dispare la adrenalina lectora.
El título de cada uno de los capítulos de este libro va acompañado de una fecha entre paréntesis. Si el primero nos llevaba a 1976, a la ciudad argentina de Mendoza, el segundo nos traslada a 1978, a Europa. «El exilio es un laberinto de paredes invisibles»: así empieza este segundo capítulo en la página 17.

Algunas páginas, escritas en letra bastardilla (como la inicial que he reproducido más arriba), no están marcadas como capítulo y suelen contener apuntes históricos que ayudan al lector (en principio no argentino) a entender la historia de allí. «Nací en un país que sufrió seis dictaduras en cien años» (pág. 80).

En los capítulos de Niño Anómalo, Nieto alterna tiempos y lugares para hablarnos del compromiso político de la generación de sus padres y abuelos, o más en concreto del compromiso político de su familia, un gran clan inmerso durante décadas en la intrahistoria del país. Cómo se inició su madre en el mundo del activismo político, cómo fue su propia vida en Francia, siendo un niño inmigrante, y más tarde en Barcelona. Además de hablarnos de lo que han supuesto los golpes de Estado y las dictaduras en su país, Nieto también nos hablará del presente de su propia familia, de su divorcio reciente y de su hija. Para esta última parece estar escrito, en gran medida, Niño Anómalo, para explicarle a su hija barcelonesa cuáles son sus orígenes, o simplemente por qué su padre se ha comportado en la vida como lo ha hecho.

El Niño Anómalo al que alude el título sería una transposición de la propia personalidad del autor, aquella que surge como consecuencia de los encontronazos de su familia con la historia. Si sus padres no hubieran tenido que exiliarse con sus tres hijos, él no tendría que haber vivido el racismo en un colegio francés, en el que tiene que unirse a una pequeña banda de niños asiáticos, africanos o americanos para no quedarse solo. «Niño Anómalo reclama su espacio y se lo doy. Rabia y ataques de angustia. Me los guardo para mí. No quiero estar en este país de mierda ni en el país que me ha echado. No tengo lugar ni destino. Soy, en este momento, un niño incapaz de expresar el desmoronamiento, pieza a pieza, de la inmensa maquinaria emocional que me habita y que se desborda en cualquier lugar y momento. Niño Anómalo me desconecta y me protege» (pág. 38). Un Niño Anómalo al que autor tiene que aprender a mantener bajo control para conseguir madurar.

Además de la personalización del enfrentamiento del autor contra el mundo y su ansiedad ante él, creando la figura de «Niño Anómalo», también se personifica la dictadura argentina y sus tentáculos con la expresión «Bosque-Monstruo», también muy plástica.

En algunos momentos se consiguen momentos muy emocionantes, como cuando Nieto rinde homenaje a un administrativo de la policía, del que desconoce el nombre, y que le entregó a su padre el pasaporte del autor, retenido para evitar que la familia saliera del país. Un funcionario que «unos meses más tarde cae desde un sexto piso por el hueco de una escalera. Él es uno más de una larga lista de los que morirán, desaparecerán o serán torturados por ayudar a personas como nosotros o por el simple hecho de estar en la agenda de un sospechoso» (pág. 116).

Lo descrito en la primera escena y sus aledaños (el asalto a la casa familiar por unos encapuchados) se va ampliando en nuevos capítulos que se alternan con los recuerdos de la llegada a Europa; la relación con la que fue su mujer, o la relación con su hija; recuerdos políticos de familiares; visitas de adulto a Argentina (de donde sale en 1976 y vuelve por primera vez en 1991); notas históricas o casi ensayísticas, etc. El lector devora estas páginas de forma convulsa, sintiendo que será en el próximo capítulo donde descubrirá nuevas claves de lectura, nuevas páginas trepidantes sobre la alucinada experiencia vital de Fede Nieto y su familia, páginas en las que se desarrollará más lo contado o insinuado en páginas anteriores. En algunas ocasiones estás páginas van a estar en el texto, y en otras va a sentir que le hubiera gustado que Nieto hubiese escrito una novela más larga y que hubiera desarrollado más los temas que trata.

En los últimos tiempos se ha estado hablando bastante de la ruptura de los géneros literarios y de las novelas de «autoficción» o de «no ficción». En este contexto, Fede Nieto –que hasta ahora se había dedicado principalmente a la fotografía– ha debutado en la literatura a sus cincuenta años, poniendo sobre la mesa una nueva y potente novela de «autoficción».
Cuando he comentado este tipo de libros, que me interesan bastante, ya he dicho que uno de sus problemas tiene que ver con el pudor: ¿hasta qué punto se atreve un escritor a hablar de sus familiares o seres cercanos?; ¿hasta qué punto puede, en este tipo de narraciones, hablar mal de ellos? En principio, Fede Nieto elude este problema porque sus palabras negativas tienen que ver con ese ser abstracto que ha llamado «Bosque-Monstruo». Cuando habla de su exmujer –siempre con mucha delicadeza– la nombra con la inicial de su nombre y no con el nombre completo, como ha venido haciendo con el resto de personas de las que se habla en este libro. Aquí posiblemente, y ésta sería una de las pocas pegas que le puedo poner a esta potente narración, viene por el lado contrario: el autor sabe que sus familiares y amigos van a leer su libro y que, por supuesto, van a sentir un fuerte interés por el retrato que se ha hecho de ellos en sus páginas; y es entonces cuando, en parte, traiciona el tono del libro y cae en la adulación extraliteraria. Por ejemplo, podemos leer esto en la página 119: «Arnau, mi mejor amigo y mejor ser humano». O bien en el capítulo titulado Los nuevos chicos Suárez (2018), el autor describe una foto en la que aparecen sus primos (pág. 28), y así retrata a su primo Claudio: «Una de las personas más inteligentes que conozco, una enciclopedia de la historia política contemporánea»; así a Fernanda: «No conozco a nadie con más capacidad de reírse de sí misma»; a Mariana: «La inteligencia emocional hecha persona». En cualquier caso, estos pequeños detalles (unidos al deseo de que el autor hubiera desarrollado más algunos personajes y anécdotas) no enturbian el buen gusto a literatura que dejan estas páginas.
Fede Nieto ha debutado a los cincuenta años con una novela corta, de lectura entrecortada y trepidante, que contiene páginas de alto voltaje emocional, testimonial y artístico. Sin ninguna duda, los lectores estamos de enhorabuena con la aparición de este nuevo escritor.

domingo, 23 de junio de 2019

Cuántos de los tuyos han muerto, por Eduardo Ruiz Sosa


Cuántos de los tuyos han muerto, de Eduardo Ruiz Sosa.
Editorial Candaya. 171 páginas. 1ª edición de 2019.

En el verano de 2016 leí la primera novela de Eduardo Ruiz Sosa (Culiacán, México, 1983), titulada Anatomía de la memoria. Este libro es posiblemente mi favorito de los que he leído de la editorial Candaya. En marzo de este año fui a la presentación madrileña de la novela Factbook de Diego Sánchez Aguilar, y como sabía que Eduardo iba a venir desde Barcelona, acompañando a Olga y Paco –los editores de Candaya–, me fui a la presentación con el libro de Factbook y con Anatomía de la memoria, para que los dos autores me los firmaran. Ese mismo día, Eduardo nos enseñó en su móvil la portada de su nuevo libro de cuentos que en breve sería enviado a imprenta. Cuando esto ocurrió se lo solicité a sus editores. Me apetecía mucho leerlo.

Cuántos de los tuyos han muerto está formado por doce cuentos, o más bien por once cuentos y una coda que podríamos considerar un juego final de intertextualidad. Pues lo que realmente hace la media página que representa este último relato es conversar con el final abierto del segundo cuento. Una forma muy bella de cerrar el volumen.

El primer cuento se titula Desaparición de los jardines y en sus páginas, un narrador –que a veces se convierte en un «nosotros» que le incluye tanto a él como a su hermano– habla con nostalgia de la pérdida de su abuela, una mujer mayor que se está despidiendo del mundo, olvidando a todos sus seres queridos. «No sé en qué momento dejó de reconocerme». Con esta frase empieza el relato en la página 11. Hacia el final del cuento, las plantas del jardín de la abuela y de los jardines de los vecinos empiezan a enfermar y morir. Esta idea de jardín muerto, del jardín desolado, me hizo pensar de forma inmediata en el cuento de Juan Carlos Onetti Tan triste como ella, en el que un jardín pasa a ser un suelo embaldosado, que representa el agotamiento de la relación entre los protagonistas. No sólo la temática del cuento de Ruiz Sosa me ha hecho pensar en Onetti, también el aire envolvente, poético y triste de su prosa.

Además, en este primer cuento ya podemos observar una característica de estilo que va a repetirse en todo el volumen: Ruiz Sosa prescinde en más de una ocasión de algunas reglas sintácticas y no coloca, cuando correspondería de forma clara, comas o puntos. De hecho, en ocasiones algunos renglones, ocupados por unas pocas palabras, siguen los caprichos compositivos de un poema de verso libre.

El segundo cuento, La garra de la estatua, sobre la pérdida de la madre, parece un cuento escrito con la misma voz narrativa (o voces narrativas) que el primero. De hecho, apuntaría que existe alguna conexión directa entre ellos. En el primer cuento se lee: «Mi madre murió en agosto» (pág. 14), una frase que ya anuncia el tema del segundo. En este relato, el hijo busca una explicación a las creencias mágicas de la madre, que ha muerto recientemente, adentrándose en un mundo de ligero exotismo. Este recurso me ha hecho pensar en los cuentos de Mariana Enriquez, que conseguía llegar al terror hablando de las creencias fantásticas de las personas. Sin embargo, Ruiz Sosa se decanta más por la melancolía poética que por el terror. Aunque quizás me he precipitado al afirmar esto, porque El dolor los vuelve ciegos, el tercer cuento, es un relato fuertemente terrorífico. En él, un joven ha de visitar periódicamente la morgue para tratar de identificar el cadáver de su hermano desaparecido:
«La familia metida como un punzón en la herida nacional
                                 el mundo de los desaparecidos
                                                los muertos
                                                       las búsquedas sin término.» (pág. 40)

Diría que los tres primeros cuentos del libro, los ya comentados, son los mejores del volumen, los que más me han gustado. Y este tercero, El dolor los vuelve ciegos, mi favorito de todo el libro, un cuento que se merecería estar en cualquier antología de cuento latinoamericano contemporáneo.

Cuando comenté Anatomía de la memoria escribí que algunas de las escenas más delirantes de la novela me habían hecho pensar en el estilo rico y melancólico de Gabriel García Márquez. Más tarde le pregunté a Eduardo en una entrevista que le hice (PINCHAR AQUÍ para acceder a la entrevista) qué filiación literaria sentía hacia García Márquez, y me contestó que había sido uno de los autores que más habían influido en su formación. Pues bien, en más de un relato de Cuántos de los tuyos han muerto he sentido la mano benefactora de García Márquez como influencia. Sobre todo en ese recurso, que ya he comentado, de que la voz narrativa sea una primera persona del plural que, de vez en cuando, se convierte en una primera persona. Este recurso me sorprendió mucho en la gran novela de García Márquez El otoño del patriarca.

He destacado los tres primeros relatos, pero el cuarto, La mirada médica, en el que el narrador nos habla de la vida de unos vecinos, y sobre todo de los hijos de su edad, ligeramente discapacitados intelectuales, es también un gran cuento. Un cuento tan feroz, bello y cruel como ha de ser un buen cuento. La presencia de la muerte en estos relatos sigue siendo abrumadora.
El quinto relato, El sanatorio de la intemperie, empieza así: «Recordamos muchas muertes» (pág. 73). De nuevo, aquí se juega con el recurso de la voz narrativa en plural que se descompone en otras individuales, pero (aun siendo un buen cuento) el impacto sobre el lector es algo inferior al conseguido antes.

Una voz sin cuerpo, sobre una familia en la que el padre es ciego y los hijos crecen pensando que heredarán la ceguera del padre, me ha resultado algo artificioso. En una nota final, Ruiz Sosa apunta: «Este libro, inesperado en su factura final, se fue construyendo a lo largo de muchos años» (pág. 169). Intuyo que la escritura de esta narración es anterior a la de los cuentos previos y me ha resultado algo más inmadura.

No he conseguido entrar en el texto que propone No tiene nariz ni ojos pero sí una boca. Un relato de corte onírico o surrealista con el que no he conectado, aunque después de acabarlo he tratado de volver a leerlo.

Tras el bache de No tiene nariz ni ojos pero sí una boca el libro remonta y alcanza altas cosas de excelencia en Naturaleza de los fieles, donde se habla de una joven que ha de soportar diversos abusos de carácter sexual (o religioso) y que va pasando de una casa a otra en busca de su lugar en el mundo. Su dura propuesta, sobre el dolor de las jóvenes latinoamericanas, me ha hecho pensar en la potente propuesta de María Fernanda Ampuero en Pelea de gallos.

Que el mundo arranque tus ojos, sobre un actor al que le gusta fingir su muerte en público, lo sitúo a la altura de El sanatorio de la intemperie, un cuento correcto, pero algo inferior en su factura a las grandes composiciones del libro.

Me gusta Muerte de David Brodie por su juego literario con un relato de Borges y su cuestionamiento de la figura del padre. De nuevo encontramos aquí la obsesión por la muerte y la morgue, como si Eduardo Ruiz Sosa fuese un Poe latino.

Si descontamos la coda final (el juego intertextual con el cuento La garra de la estatua), el último cuento es La desesperación de los siervos que, sin ser para mí de los mejores, sí que ha captado mi interés.  Aquí Ruiz Sosa abre nuevos caminos narrativos (tal vez a lo Roberto Bolaño), trasladando el escenario de la narración a Barcelona, a la descripción de cortos y películas, y al envío de cartas con destinatarios equívocos.

Como suelo hacer cuando comento un libro de relatos, me he acercado a cada uno de los cuentos. Como suele ocurrir también cuando leo un libro de relatos, algunas piezas me han resultado más conseguidas que otras, aunque el nivel general es alto. Los mejores cuentos de Cuántos de los tuyos han muerto son realmente buenos.
Tras haberme acercado a Anatomía de la memoria y a Cuántos de los tuyos han muerto puedo confirmar que Eduardo Ruiz Sosa es actualmente uno de los autores latinoamericanos jóvenes más destacados.

miércoles, 19 de junio de 2019

Unos poemas de Obsolescencia programada de Víctor Peña Dacosta


El poeta Víctor Peña Dacosta (Plasencia, 1985) acaba de publicar el libro Obsolescencia programada en la editorial RIL.

Dejo aquí una muestra de los poemas que contiene este libro:



Alzado de la rutina

Tiene siete notificaciones nuevas.
Madres solteras, padres ausentes
y niños con llave. Altazor
es una línea de bajo coste.

Ariadna ha publicado un nuevo hilo en Twitter.

El desafío soberanista,
la reforma constitucional,
tribulaciones de la clase media.
Pequeñas mentiras en el Big Data.

Meninas haciéndose un selfie
en los baños del instituto.
El amor es un estado de Facebook.

El deseo viaja por webcam.
A veces la conexión falla.

Banco de recuerdos virtuales.
La amistad es un algoritmo.

Cambios en la política de privacidad.





Configuración personal
Eres un turista en tu propia juventud.
Sick Boy

Lo último que aprendí
fue la tabla del nueve.
Desde entonces he sobrevivido.

Y siempre, lo reconozco,
he tenido miedo de despertarme
y comprobar que todos mis recuerdos
son solo el reflejo de cómo
imaginaría la vida en sueños
un chaval de, pongamos, siete años.

Yo tampoco recuerdo
a qué edad di mi primer beso
y la pelota que arrojé de niño
sigue perdida
en el trastero.

He estado enamorado un par
de veces y lo han estado de mí
otras tres o cuatro.

Tengo treinta y tres años
y acabo de nacer.

Cuatro por nueve son treinta y seis.




Himno generacional

Se nos rompían enseguida los chándals
y nuestros padres, que no reparaban
en gastos, compraban ordenadores
carísimos que quedaban obsoletos
en dos años. Poco sacrificio
en esos años de burbuja inmobiliaria.

Todas las fiestas eran de disfraces.

Cambiábamos de todo a la mínima.

Muchos cambiamos incluso de equipo
de fútbol, de ciudad, de trabajo
o de bebida preferida. Seguimos
adelante sin mirarnos y acabamos
buscando la sombra en cubículos para fieras.

Acabamos pasándonos al diésel,
al pádel y a las drogas de diseño.

Encontramos vuelos baratos
y ofertas de telefonía móvil.
Abandonamos las llamadas para siempre
y compramos el último CD.

Nosotros inventamos las series de culto.

Nos fuimos a vivir al extrarradio
olvidando que hace falta un refugio
mejor para escapar de uno mismo.

Nos llevamos siglos de ventaja.




Lost in Google Translate
Todos queremos que nos encuentren.
Bob Harris

Los alemanes tienen una palabra
para expresar la nostalgia que uno
siente hacia el lugar donde nunca
ha llegado a estar. Es fernweh.

En inglés existen distintos tipos
de sonrisa: entre ellos, smirk, con pocos
dientes, o grin, con muchos.

En algunas lenguas bantúes, ilunga
es quien perdona una misma ofensa
dos veces y a la tercera se enfada.

En tagalo, gigil es el deseo irresistible
de abrazar a alguien que es muy rico
o muy guapo. O ambas, a ser posible.

Schadenfreude: dícese de alegrarse
en alemán de las (pequeñas) desgracias ajenas.

Aware es, para los japoneses, esa
melancolía que se siente
al vivir un momento de belleza
fugaz y trascendente.

Por su parte, koi no yokan expresa
cuando conoces a alguien y sientes
que tarde o temprano os vais
a enamorar el uno del otro.

Cafuné, en portugués brasileño,
es el acto de pasar los dedos
a través del pelo de la persona
que amas.

Por su parte,
los angloparlantes alucinan
cuando les explicas lo que es la “dentera”:

No tienen palabra para ese concepto.




La sociedad del cansancio

Eneas lleva siempre el GPS puesto
por si acaso se distrae
con la radio o con el tráfico.

Tiene toda su vida almacenada
entre el móvil y la nube.
También usa aplicaciones piratas
para evitar controles policiales.

En general, se siente seguro
al volante aunque a veces
sube el volumen de la música
y sueña con dejarse llevar.

(Otras piensa que sería bonito
ser padre si tuviera pareja estable).

Al final aparca en cinco maniobras
en la plaza de garaje de su apartamento
y se pasa la tarde viendo porno.




Una educación sentimental

Mis padres: Romeo y Julieta.

El porqué de mis peinados.
Los sitios conocidos.
Llamadas telefónicas.

El fin de semana perdido.
La leyenda del tiempo. El secreto
de las fiestas. La huida hacia delante.
El hundimiento.

Ladies and gentlemen we are floating in space.

Las partículas elementales.
El fin del mundo en las televisiones.
Las célebres órdenes de la noche.

Pills´N´Thrills and bellyaches.

Sexo tras unos días sin vernos.
Cómo hemos llegado a esto.
Haz lo que te digo.

La lógica de los accidentes.

Este es el momento exacto
en que el tiempo empieza
a correr. I am a bird now.




La caza

Fuiste poderoso hace no tanto,
las sonrisas se helaban al oír tu nombre.

Hoy te sabes solo y viejo,
con una mujer que no te quiere
y amigos que te dan la espalda.

Resisten apenas algunos fieles
y restos de stock a buen resguardo.

Poca cosa. Han olido sangre.

Quedan escapadas esporádicas,
putas caras y sirvientes que cumplen
el contrato: decadente ocaso
de un imperio que parecía eterno.

La dinastía acabó en aborto.
Acaricias la escopeta.
La cacería ha comenzado.




Deshabituación

La lección más valiosa llega
normalmente demasiado tarde:
un alcohólico solo puede
desengancharse si confía
en otro alcohólico.

Es como fugarse de la cárcel
en una de aquellas malas películas:
coge tu alma y corre.

(En fin, tú ya lo sabes:
casi siempre te sobran los amigos,
porque hablan demasiado.
Y tú necesitas cómplices.)

La adicción en la mayoría
de los casos es una enfermedad
con la que naces. Otras
veces se desarrolla.
La alimentas con tu sangre
como a una planta carnívora.

Pero una vez la has contraído serás
adicto toda la vida. Bebas o no,
te drogues o no, adicto.
Para siempre. No lo olvides.

Vivirás siempre solo
donde la ebriedad.

Notarás a veces un vacío,
como de nihilismo o hambre
atrasada. Pero es sed.
Aprende a distinguirlo
y mimarlo: es más tuyo
que ninguna otra cosa.

De lo demás, puedes olvidarte:
nadie te comprende. Y acéptalo:
nadie te va a querer hasta que aprendas
a quererte solo.

Solo una.




Autobiografía

Yo voté a Reagan por miedo al comunismo.

Pasé delante del cadáver de Franco
y aparqué en la Via Caetani
el coche que llevaba el cuerpo de Moro.

Cuando hizo falta grité “a Barrabás”
con toda la fuerza de mis pulmones.

Yo fui uno de los campesinos
que denunciaron al Che
y los suyos. Y también estuve
entre los guardias civiles que intentaron
tirar al suelo a Gutiérrez Mellado.

Yo vi a un tirador en la loma de Dallas
pero no dije esta boca es mía.

Me chivé de mis vecinos judíos
escondidos en un falso techo.
Pero lo hice porque tenía miedo.

No me mires así: tú habrías
hecho lo mismo.

Zweig murió por los pecados de alguien
pero no por los nuestros.




El espíritu áspero

El mundo no tiene arreglo. Ya no
nos quedará París ni tomaremos
el cielo. Probablemente tampoco
podamos encontrar a nuestros viejos
amigos ni volverán tiempos mejores.

No van a resucitar nuestros padres,
jamás ganaremos lo que queremos
ni refundaremos la democracia.

Va siendo hora de admitirlo: buscamos
bastante pero nunca nadie supo
nada de campos de amapolas blancas.




El paso de las olas
(featuring Álvaro de Campos)

A veces me conformaría con sentir algo
de cualquier manera. Sentir, por ejemplo,
que vivo un poco en alguna parte,
que soy la misma cosa de otro modo.
O yo qué sé.

Confundí a los colegas y los amigos.
Me porté bien con quien no debía.
Me esnifé hasta las cenizas de Gramsci.
Hice cosas que no debería haber hecho.

Me porté mal con quien no lo merecía,
perdoné porque resultaba más cómodo.
Sobreviví a mi propio Holocausto.
Pero mi foto de perfil
me juzga con condescencia.

Y ya no me simpatiza nadie
y cometería todos los crímenes
por sumergirme en mi propio vicio.

Y me cuelo en todos los selfies
y me echan de todas las ciudades.

Mi esófago palpita como un corazón postizo.

No sé si siento de más o de menos, no sé
 si la vida es poco o demasiado para mí.