Eduardo Ruiz Sosa (Culiacán, México - 1983) ha publicado
narrativa, crónica y ensayo en periódicos y revistas. En 2007 obtuvo el Premio
Nacional de Literatura Inés Arredondo con el libro La voluntad de marcharse
(Fondo Editorial Tierra Adentro, 2008).
En
2012 fue ganador de la I Beca de Creación Literaria Han Nefkens, que le
permitió estudiar el Máster en Creación Literaria de la Universidad Pompeu
Fabra. En 2014 fue incluido en México 20, una antología impulsada
por Conaculta y el British Council, que reunía a los 20 escritores jóvenes más
sobresalientes de México.
En
2014 publicó su primera novela, Anatomía de la memoria, en la editorial Candaya. En 2016 el libro se
ha reeditado en España y, por primera vez, se comercializa en México.
Puedes
leer la reseña que escribí de Anatomía de
la memoria pinchando AQUÍ.
Foto de Francesc Fernández. |
Estudiaste Ingeniería Industrial. ¿Tu vocación
literaria fue tardía?
No
precisamente. Mi interés por la lectura es muy temprano, a la manera habitual
de la lectura que busca evadir el aburrimiento. Empecé leyendo Mafalda, por ejemplo, y poco a poco las
lecturas fueron ampliándose. A partir de ahí fue casi natural llegar a la
escritura. De la misma manera se trataba, al inicio, de un juego, poco más.
Hacia el bachillerato empecé a escribir relatos y asistí a un club de lectura
con un promotor cultural de Culiacán, Martín Amaral; a él le debo mis primeras
lecturas de Borges, de Arreola, de los poetas mexicanos del grupo
Contemporáneos (Gorostiza, Villaurrutia, Pellicer, Owen). Fue a Martín a quien
le mostré esos primeros relatos y fue él quien me recomendó que asistiera al
taller de narrativa de Élmer Mendoza. En ese tiempo estaba ya en la
universidad. Mis estudios de ingeniería son, más bien, circunstanciales, una cosa
familiar. Fue gracias al taller de Élmer que empecé a tomarme la escritura con especial
seriedad y una disciplina más sólida. A partir de ahí no he dejado de dedicarle
casi la mayor parte de mi tiempo. Es verdad que muchos escritores de mi edad, o
incluso más jóvenes, tienen un número mayor de publicaciones. Yo he decidido ir
despacio. Es una cuestión de elección, nada más. He publicado solamente un
libro de cuentos y una novela, pero antes he escrito y desechado casi una
docena de proyectos terminados. Creo que mi interés por dedicarme a la
escritura no es ni especialmente temprano ni tardío. En cambio, probablemente,
mis publicaciones sí son más bien tardías, aunque hasta cierto punto, al menos
en comparación con otros escritores de mi generación. Lo que sí,
definitivamente, puede considerarse como un interés temprano es mi afición por
leer.
En 2014 apareció en España Anatomía de la memoria, y en 2016, además de tener una segunda
edición en España, la novela se edita en México. La recepción crítica que has
tenido en España ha sido exitosa, ¿esperas que en México se haga de tu novela
una lectura más política o polémica de que la que se ha hecho en España?
No estoy muy
seguro de qué esperar cuando el libro se lea en México. No estaba seguro,
tampoco, de cómo se recibiría en España. Estoy muy agradecido con los lectores
que han acogido el libro tan generosamente. Creo que es posible que algunos
lectores, mexicanos, cercanos a los acontecimientos que trascienden la ficción
del libro, traten de encontrar un anclaje real
o verdadero, es decir, que hagan
un escrutinio del libro buscando aquellas cosas que saben que sí pasaron. La
lectura política, desde luego, la espero: Anatomía
de la memoria es un libro con política, sin duda; la polémica, en cambio,
no sabría decirlo. Desde luego que muchas de las lecturas en España, según
puede verse en algunas de las reseñas publicadas, son de orden político, aunque
no polémicas. Creo que la nota preliminar que aparece en el libro busca
explicar ciertas nociones sobre la percepción del discurso histórico: estamos
ahí, todos, pero no en la forma en que creemos, o queremos, estar. En ese
sentido, durante una presentación que hicimos en 2014, recién llegados a
Culiacán, en la Feria del libro de Los Mochis, el comentarista, el poeta Jesús
Ramón Ibarra, dijo que si alguien acudía al libro buscándose o buscando a
otros, con nombre y apellido, no podrían encontrarse. Justamente esa es la
intención del libro: a veces se borran los nombres, e incluso se borran los
acontecimientos, pero queda una huella, y esa huella es la que trato de
delinear en la escritura. Creo que esa huella es la naturaleza profunda de la
escritura: el borde de lo perdido, de lo ausente. Si la polémica es en torno a
si los acontecimientos contados en el libro ocurrieron o no, o si los
personajes son reales o no, creo que sería estéril. Si la polémica, en cambio,
es sobre la forma en que ciertos discursos históricos, sobre todo los
oficiales, borran tantos los hechos como lo emotivo convirtiendo la narración
del pasado en una colección de números y registros estadísticos, entonces creo
que se trataría de una polémica útil. Vivimos rodeados de acontecimientos del
pasado que se celebran, de una u otra forma, como piedras que perviven en el
presente y que fundan un camino o que lo cubren y lo entorpecen. El pasado es
imposible de recuperar, la literatura no busca una reconstrucción del pasado,
pero sí una recuperación. Y esa reconstrucción sólo es posible ahora. Por eso
la novela no ocurre en los años setenta, como ocurrieron los acontecimientos
que trascienden a la ficción, sino que ocurre en el presente, cuando los
personajes involucrados, con la edad encima, con el recuerdo encima en sus
diversas manifestaciones, se enfrentan a una decisión: ¿qué van a hacer con
esos recuerdo hoy? No se trata de la recreación del pasado, sino de la recreación
del presente, o de un presente posible.
Cuando TV Vilafranca te entrevistó, por
motivo de la presentación de Anatomía de
la memoria, declaraste: «El contexto de la historia es bastante
histórico-político, sobre unos movimientos estudiantiles en el norte de México,
en la ciudad de donde yo soy, que es Culiacán, en la costa del Pacífico, y que
ocurrieron en los años setentas.» ¿Por qué decidiste en tu novela cambiar el
nombre de Culiacán por el de Orabá y el de México por «El País»?
Culiacán
es un territorio, como cualquier territorio real,
determinado por ciertas condiciones históricas, contextuales, sociales,
culturales, etc., que en principio no me permitían abordar la historia del
libro con total libertad. En el comienzo esa fue la razón. Luego la idea se fue
fortaleciendo porque las ciudades se contagian entre sí, se afectan unas a
otras. Así, en Orabá se encuentran rasgos de las que son, para mí, para mi
historia personal, las tres ciudades más importantes: Culiacán, Tijuana y Barcelona
(que incluye, desde luego, a Cerdanyola, donde viví 8 años). De esa manera,
Orabá es una mezcla de varias ciudades y de varias experiencias en torno a las
ciudades. Ahí pueden suceder cosas que, en principio, en Culiacán no podrían
suceder. Es, además, parte de una geografía imaginaria que empezó a aparecer
hace unos diez años, cuando inició el proyecto de escritura de donde se
desprende Anatomía de la memoria, y
que es en este libro donde cobró forma casi definitiva. Creo que muchas de las
cosas que escriba en adelante tendrán como sede, o como lugar de referencia, a
Orabá.
En cuanto al nombre de «El País»,
hay un par de cosas qué decir: en primer término se trata de una suerte de país
imaginario donde existe la ciudad de Orabá, donde esa ciudad es posible; en
segundo término, también es la idea de que cualquier país puede albergar una
ciudad como Orabá, y es por ello, precisamente, que hacia el final del libro se
precisa que el país del que se habla es México, un país donde una ciudad como
Orabá ha podido existir, engendrarse, por así decirlo.
En el ensayo Escritura y revolución. Una historia política de Los Enfermos a través de sus producciones discursivas (Sergio
Arturo Sánchez Parra, Universidad Autónoma de Sinaloa) se puede leer que la
denominación de «Los Enfermos» era un calificativo despectivo con el que sus
detractores se referían a un grupo estudiantil de izquierdas que apareció en la
universidad de Sinaloa durante los años 70. En Anatomía de la memoria, los Enfermos de la novela, además de estar
en contra del poder, parecen enfrentados a los grupos comunistas de la ciudad,
y se autodenominan a sí mismos «Enfermos» sin connotaciones despectivas. ¿Por
qué este cambio frente a la realidad?
El
nombre de «Enfermos» viene dado, sí, por los grupos opositores en aquel
momento; es, en efecto, una suerte de mofa, pero el grupo lo adoptó como una
cualidad, le dio una vuelta de tuerca al nombre. «Si esto es la enfermedad»,
decían, «nada podrá curarnos». La realidad es lo que creemos que es la
realidad. No hay, en realidad, un cambio con respecto al sentido del nombre. El
grupo estuvo, sí, enfrentado contra otros grupos que, en su mayoría, emanaban
de la propia universidad. El nombre del grupo es algo fundamental en el libro
no solamente por la anécdota del grupo estudiantil, sino por el simbolismo: hay
los Enfermos, los que pertenecieron al grupo, los que intentaron hacer la
revolución; y están también los enfermos, con minúscula, que son lo que se reúnen
en la Botica Nacional, a medicarse, porque el pasado los ha herido en demasía.
Pero todo ellos, y nosotros también, viven en una ciudad enferma, en un país
enfermo, es decir, herido por el pasado y herido por la historia. La
enfermedad, pues, en el libro, es un concepto más amplio que parte de ese giro
que los integrantes del grupo le dieron a una suerte de insulto que, en su
momento, intentó estigmatizarlos.
¿Llegaste a contactar con algún Enfermo
real en la fase de documentación de la novela? ¿Ha contactado alguno contigo
una vez que la novela se ha publicado?
Hubo
un proceso de investigación antes y durante la escritura. En un viaje a
Culiacán, mientras trabajaba en el libro, pude hablar con algunas personas que
vivieron aquellos acontecimientos. Algunos de ellos fueron Enfermos, otros
pertenecieron a otros grupos de aquel momento, y otros fueron testigos,
contemporáneos de la época. Se trata de la generación de mis padres, de los
amigos de mis padres, y muchos tienen historias al respecto. Aún no he hablado
con ninguno de ellos después de la publicación. No me imagino qué opiniones
tendrán.
Anatomía
de la memoria guarda una estrecha relación
compositiva con Anatomía de la melancolía
de Robert Burton. ¿De dónde parte tu fascinación por el libro de Burton?
Me
topé con el libro, por primera vez, cuando estudiaba el máster en Historia de
la ciencia. Aunque mi tesis se inclina hacia la física, me he interesado mucho
por la historia de la medicina. El libro se convirtió en una especie de libro
de consulta: iba a la librería o a la biblioteca y leía una sección o un
fragmento cualquiera, tomaba notas, encontraba ideas, preguntas en las cuales
pensar sin necesidad de llegar a nada, es una especie de libro total. Empecé
leyendo la edición original y luego me compré la selección publicada en Alianza
y prologada por Alberto Manguel. Después llegué a los ejemplares de la
Asociación Española de Neuropsiquiatría. Me interesa la forma en que Burton se
aproxima a la melancolía: su estudio es completo porque incluye el conocimiento
científico de su tiempo, las prácticas médicas, las historias populares, la
literatura, la filosofía, y tantas cosas que el texto se convierte en una
especie de tratado interminable. De ahí tomé la estructura para Anatomía de la memoria, y el título,
desde luego. La intención de diseccionar la memoria como un cuerpo, o de
tratarla como a una enfermedad, porque en Robert Burton la melancolía tiene
esas dos vertientes: es enfermedad, sí, pero es también un cuerpo en tanto
cúmulo de causas y efectos, de historias y personas, de procesos y sistemas de
creencias. Evidentemente mi libro no logra lo que Burton, pero ahí reside una
aspiración, una búsqueda.
En TV Villafranca declaraste: «La
intención es diseccionar la memoria como si fuera una enfermedad.» ¿Sientes que
la memoria es siempre una enfermedad o sólo bajo determinadas circunstancias?
No
estoy del todo seguro de que la memoria pueda enfermar. En todo caso, tratar a
la memoria como a una enfermedad es colocarla dentro de un proceso de
observación determinado con el fin de ver sus elementos constituyentes y sus
manifestaciones dentro de un marco de referencia. En todo caso creo que la
memoria es un cuerpo, como decía antes, un cuerpo complejo que, además, no está
completo si no se conecta con otros cuerpos; es decir, mi memoria no es casi
nada sin la memoria de los otros. Yo también estoy en la memoria de los otros.
Esa red es necesaria, prácticamente indispensable. No creo que la memoria, en
sí, como objeto textual o compuesto de imágenes, de lenguaje, pueda enfermar,
pero creo que la luz que echamos sobre ella en determinados momentos, para
usarla de determinadas maneras, sí puede manifestarse como una enfermedad, o
como una suerte de disfunción, pero esto es solamente una consideración que
circula en torno a una idea subjetiva sobre aquello que es enfermo o que no funciona de tal o cual forma. Es evidente que
hay padecimientos diversos que afectan el desempeño de la química cerebral y
que producen lapsus, amnesia, hipermnesia, Alzhéimer, esquizofrenia y otras
condiciones que modifican la forma de preservar y comprender los recuerdos y
los relatos que se componen con ellos. Pero mi intención es la de dar a la
memoria un tratamiento específico, diseccionarla, abrirla para tratar de
comprender cómo funciona, cómo hacemos que funcione. Creo que, en resumen, no
es que la memoria enferme en ocasiones, es que tal vez actúa en nosotros como
una enfermedad: a veces sus síntomas se manifiestan, a veces no. La escritura,
tal vez, sea uno de esos síntomas.
Al leer tu novela me pareció detectar
que algunos pasajes especialmente melancólicos –sobre todo los que guardan
relación con los habitantes de la Botica Nacional− podían estar emparentados
con la tristeza poética de los libros de Gabriel García Márquez. Ahora que más
de un joven escritor en español parece renegar de García Márquez, ¿te sientes
cómodo con esta comparación?
García
Márquez es uno de los escritores que más han marcado mi formación. Hay otros
muchos que, hoy en día, acostumbro a citar primero, pero Cien años de soledad sigue siendo, para mí, un libro portentoso y
fundacional. Es cierto que hay muchos escritores, jóvenes y no tan jóvenes, que
tratan a García Márquez, o a Julio Cortázar, incluso a Borges, como autores
pasados de moda o que no se ajustan a los procesos actuales o a los modos de
hacer literatura del siglo XXI; me parece que se trata de una crítica vacía, o
tal vez una carencia de lecturas. No lo sé. Yo sigo encontrando en ellos una
utilidad honda. No es que la mención sea cómoda, es que es halagadora.
En cuanto a los fragmentos
correspondientes a la Botica Nacional y a la casa de Lida Pastor, creo que, sin
duda, has acertado: se trata de un espacio familiar, personal: es el espacio de
mi infancia, de buena parte de mi infancia. Hay ahí una fuerte cuota de
nostalgia (melancolía, para decirlo con Burton) de una cierta forma de ver el
mundo, de vivir, de entenderse, incluso hay una cierta melancolía, pues, con la
forma de vivir los espacios, los patios, las viejas casas del centro de Culiacán,
una calma perdida hoy, una iluminación, en fin, es el pasado infantil con toda
su idealización.
Has declarado que tu novela es
«realista, rozando lo absurdo». Recomiéndanos alguna otra novela que pueda
cumplir con esa definición.
Creo
que, en general, las novelas de David Toscana, Santa María del Circo, La
ciudad que el diablo se llevó, por ejemplo, son modelos que he tratado de
seguir. También lo son las novelas de Fernando del Paso: Palinuro de México y Noticias
del imperio, sobre todo. Creo que El
barón rampante, de Calvino, El bosque
de la noche, de Djuna Barnes, Claus y
Lucas, de Agota Kristof y el Reloj de
arena, de Danilo Kis, son libros que he leído de una manera similar,
atendiendo a esa especie de realismo absurdo que no se despega de la realidad,
que a veces aparece en los diarios o en las historias familiares. Toscana lo
llama realismo desquiciado.
¿Cuál es tu particular canon de la
literatura mexicana? ¿Cuáles son tus escritores mexicanos favoritos?
Como
decía en la pregunta anterior, Fernando del Paso y David Toscana, pero también
está, desde luego, Juan Rulfo, Salvador Elizondo y Daniel Sada, en cuanto a los
narradores que más he leído y releído y de los que sigo aprendiendo mucho. Pero
también hay poetas que debo mencionar: José Gorostiza, tal vez, sería el
primero; y están Gilberto Owen, Villaurrutia, Lizalde, Bonifaz Nuño.
¿Estás en contacto con otros escritores
jóvenes mexicanos? ¿Crees que existe alguna diferencia entre la nueva narrativa
mexicana y la de generaciones anteriores?
Honestamente,
sólo estoy en contacto, y a veces de forma muy esporádica, con algunos pocos
con los que he establecido relaciones de amistad más allá de lo literario.
Además tiendo a ser muy desobligado en la correspondencia. Más que una
diferencia creo que existe una voluntad de diferencia, que no necesariamente es
mejor. En México hay muchos escritores jóvenes publicando, y es difícil
seguirles la pista. También hay demasiados grupos antagonistas, cosa que no me
interesa. En ese sentido, en la tradición mexicana ha habido pocos cambios. Hay
escritores sobresalientes, desde luego. Tal vez hay una intención más
interesante en torno a la eterna discusión sobre los regionalismos: la idea de
que o bien hay que ser urbano o rural, como si México fuera esos dos polos
solamente; y en torno a ello, la noción de la Ciudad de México es el centro
neurálgico del país está dejando lugar a más libros que tratan de explicar los
diferentes países que hay en este país enorme. Creo que ahí es donde veo una
apertura especial: autores que escriben desde sus ciudades, muchas veces lejos
del centro del país, y que revelan realidades que si bien ya se habían
abordado, no habían tenido tantos espacios como hoy. Pienso, por ejemplo, en
Julián Herbert, en Joel Flores, en Fernanda Melchor.
Enrique Vila-Matas escribió sobre Los detectives salvajes de Roberto Bolaño: «Un carpetazo histórico
y genial a Rayuela de Cortázar. Una
grieta que abre brechas por las que habrán de circular nuevas corrientes
literarias del próximo milenio.» En mi comentario sobre Anatomía de la memoria apunté que tú eras uno de esos escritores
del nuevo milenio que hacían espeleología en la «grieta bolañesca» de la que
hablaba Vila-Matas. ¿Sientes que la obra de Bolaño ha influido sobre la
composición de tu novela?
Sin duda Bolaño
es un autor referencial para mí. Es otro que, últimamente, como comentábamos
antes sobre García Márquez, ha sido objeto de esas críticas que lo castigan por
ser un escritor de su momento. Para mí, tanto Los detectives salvajes como 2666
son novelas cuya estructura me ha enseñado mucho. Tal vez no pensé tanto en
Bolaño mientras escribía el libro como sí pensé, por ejemplo en Elizondo o en
Lobo Antunes, pero cada libro leído va dejando una huella, una marca
imborrable, y Bolaño lo ha hecho, desde luego. Hay una idea en torno a la
polifonía, que está en Bolaño, pero que la comprendo más en Lobo Antunes, que
trata de explicar el vacío, la ausencia, mediante el discurso de los que se
quedan: eso me interesa mucho, esa idea de que los protagonistas de la historia
son los que no están, y que, como decía, Lobo Antunes logra estupendamente, es
una de las ideas principales en la estructura de Anatomía de la memoria.
Eres profesor en la Facultad de Historia de la
Universidad Autónoma de Sinaloa y también coordinas un taller de creación
literaria. ¿En qué se diferencia el profesor de historia del profesor de taller
de literatura?
En realidad hay
muy poca diferencia: salvo los contenidos, el rigor académico tiene su
correlato en la disciplina del narrador; los marcos referenciales se pueden
asemejar a las estructuras de un relato; la «necesaria» ausencia del autor en
los artículos académicos es como la necesidad de transparencia del autor, y a
veces del narrador, en una novela. Desde luego que el asunto de la evaluación
es otra gran diferencia, pero mi trato con los temas de un curso de historia es
semejante al trato para con los temas en el taller. Ahora bien, es verdad que
en el taller de creación hay un margen mayor para explicar, a partir de mis experiencias
en la lectura y la escritura, ciertos modos de enfrentarse al texto, a la
historia, a los temas. Mi intención en el taller no es endilgar a los
asistentes mis propias formas, sino mostrarles cómo es que a lo largo del
tiempo que se le dedica a la escritura uno va construyendo y destruyendo modos
de hacer con el fin de llegar, en algún momento, a la última página de un
texto. Creo que eso es lo que trato de hacer en el taller, y en cierta medida
eso es difícil de hacer en una clase de historia.
¿Estás escribiendo algún nuevo libro? En caso
afirmativo, ¿nos puedes hablar de él?
Ahora mismo
estoy retomando, poco a poco, aunque sin pausa, un texto que salió del mismo
lugar de donde salió Anatomía de la
memoria hace unos 10 años. Es una novela también, espero que con menos
errores, que aborda principalmente el asunto de la ausencia. La estructura es
diferente (creo que aunque es tentador no volveré a usar nunca la sangría
francesa) tanto en la distribución de las partes como en el lenguaje, aunque la
intención de un lenguaje poético, creo, no desaparecerá nunca. La ausencia,
pues es el tema, y la forma en que enfrentamos esa ausencia, así como sus
causas: México vive, desde hace mucho tiempo, una época de desapariciones, de
ausencias, de pérdidas sin posibilidad aparente de recuperación, pero además
hay ciertos acontecimientos, propios de ese realismo absurdo, que se van
suscitando en torno a estas ausencias: desaparecidos cuyos cuerpos han sido
devueltos a sus familias para que luego, a la vuelta de unos meses, descubran
que el ausente estaba vivo, ha vuelto y aquel a quien enterraron no saben quién
es; o bien, grupos de madres, sobre todo, que buscan fosas clandestinas y
descubren cientos, miles, de cuerpos enterrados en el desierto, en la sierra,
en los campos; y en torno a todo esto, numerosas manifestaciones que buscan
darle un cuerpo a esa ausencia, un cuerpo asible, una posibilidad de
re-posesión de lo perdido: hay una historia de una mujer cuya hija desapareció
y cuyos amigos y familiares pintaron una foto con su retrato en un muro de la
ciudad: la mujer pasaba por ahí todos los días, viendo el retrato de su hija,
hablándole tal vez, hasta que un día se dio cuenta de que lo borraron, creo,
para colocar propaganda; para ella, según lo dijo, fue como volverla a perder.
Sobre eso estoy escribiendo ahora, creo que me resulta necesario hablar de la
ausencia.
Muchas gracias, Eduardo.
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