domingo, 29 de enero de 2012

Este libro vale un cadáver, por Marcelo Lillo

Editorial Mondadori Chile. 143 páginas. 1ª edición de 2010.

Ya he hablado en el blog de los dos libros de cuentos de Marcelo Lillo (Chile, 1963) que se han publicado en España: El fumador y otros relatos (Caballo de Troya, 2008) y Cazadores (Mondadori, 2010), que reunía todas las cuentos del libro anterior más una amplia selección de su segundo libro publicado en Chile, Gente que baila sola (Chile, 2009); y ya he escrito que ese libro, Cazadores, es un conjunto de relatos que debería entusiasmar a cualquier aficionado al género en España (o al menos, concretando más, a los aficionados al relato de corte norteamericano: admiradores de Raymond Carver, principalmente). Pero Marcelo Lillo es un autor hispanoamericano no afincado en España, que no se prodiga en actos públicos ni en Internet, y sus estupendos relatos han pasado de forma casi desapercibida en nuestro país. Lo que conduce a que Mondadori España se lo piense mucho (tanto como para no hacerlo) a la hora de lanzar aquí su primera novela publicada en Mondadori Chile: Este libro vale un cadáver.

En realidad yo estaba esperando a que Mondadori se decidiera a publicar en España las dos novelas de Mario Levrero que ha reeditado para Sudamérica y que no han llegado al mercado español: Nick Carter se divierte mientras el lector es asesinado y yo agonizo y La banda del ciempiés; y al observar que estas novelas si están disponibles en Chile (al igual que en Argentina y Uruguay), harto de esperar, le escribí un correo a mi amigo chileno Leandro Hernández para ver si podía recibir mi dinero, comprarlas y enviármelas. Para aprovechar, uní al lote Este libro vale un cadáver de Lillo y algún libro de poesía, que la editorial de Santiago de Chile Das Kapital ha tenido la amabilidad de regalarme. Recibir en pocas semanas este paquete trasatlántico fue una grata sorpresa de fin de año.

Este libro vale un cadáver está narrada en primera persona, una primera persona adulta (un varón de 50 años) que posa su mirada descreída y cansada, y a menudo también triste, sobre su entorno; un narrador muy similar al que ya conocía de la mayoría de los cuentos de Lillo.
La tensión narrativa de la novela comienza desde la primera frase: “En la madrugada sonó mi teléfono dos veces: primero escuché una risa nerviosa y después un grito seguido de un gimoteo sin fin, de una mujer que parecía estar sufriendo demasiado para continuar viviendo o de alguien que ya había terminado de vivir.” (pág. 7).
El narrador recibe, en esta primera página, la noticia de la muerte de su hijo de 22 años: se ha suicidado cortándose las venas en la casa de su novia.
Si, como hablé en la entrada anterior, el motivo generador de Los hermanos Karamazov de Fiódor Dostoyevski podía ser la frase “¿Quién no ha querido alguna vez matar a su padre”, Marcelo Lillo escribe en la página 15 de su novela: “Todavía no conozco a un padre que no quiera asesinar a sus hijos cuando estos han crecido y no se dejan enseñar.”
Lo más interesante del libro son los planteamientos mentales del narrador al negarse a sufrir por el suicidio del hijo, el intento de evitar que el hijo le traslade su fracaso. En la página 65, en un diálogo con otro personaje, el narrador afirma: “Los hijos que han crecido y quieren ser amargos lo son de verdad, ojalá que nunca lo compruebes. Te harán daño si eso está en su plan, querrán verte sufrir porque ellos se sentirán traicionados por cualquier motivo, y lo peor: harán lo que esté a su alcance para traspasarte su fracaso.”

El estilo del Lillo novelista concuerda en gran parte con el del Lillo cuentista: además de ese habitual personaje descreído, del que ya he hablado, usa frases escuetas, secas, y los estados de ánimo se transmiten gracias a la mirada que el narrador posa sobre los objetos o gracias a las descripciones del tiempo medioambiental; que en este libro sería un invierno frío, oscuro y neblinoso.

Pero Lillo ha hecho un añadido estilístico a su prosa al pasar de cuentista a novelista que no ha acabado de convencerme. Si recuerdo, por ejemplo, el primer cuento de Cazadores, Hielo,  en él también se describe cómo la muerte de un familiar (en este caso la de la madre del narrador) afecta a los seres cercanos, y en este cuento el protagonista describe olores, ropas… y las acciones técnicas en torno a la muerte (hablar con funerarios, curas…), como se hace en Este libro vale un cadáver (hablar sobre cremaciones, cementerios…), pero en Hielo se elude cualquier apreciación sentimental acerca de la enfermedad y desaparición de la madre: la descripción fría de los acontecimientos crea una atmósfera narrativa que envuelve al lector y crea una empatía con él, gracias a su halo de sugerimiento.
Lillo vuelve a hacer esto en su novela, pero añade un nuevo tipo de párrafos: las reflexiones generales sobre la muerte a través del planteamiento de preguntas retóricas; por ejemplo: “¿Es la obligación de un padre amar a su hijo? Magnífica pregunta, aunque perfectamente podría haber comenzado con esta otra: ¿qué es un hijo? (pág. 25); o “¿Qué es lo que estoy haciendo?, me pregunté de pronto, y me respondí sin dudar: es compartir una pérdida, es sentir la cercanía de otro aunque ese otro no nos haya sido presentado jamás. (pág. 56). Y es aquí, a mi entender, cuando la narración sufre un envaramiento, cuando la prosa deja de ser sutil para no conseguir despegar del lugar común; algo que vuelve a ocurrir, por ejemplo, en las reflexiones del narrador en la página 79: “Porque a eso iba, ni más ni menos, a traerme una respuesta que iluminara mi entendimiento y me hiciera saber por qué sufren los hombres o por qué deben sufrir… ¡Por qué soportar tanto castigo! ¿Qué permanece más allá de desaparecer, del fin de la corrupción corporal, la culminación de una enfermedad, un accidente o un crimen o una casualidad?”
Un problema similar al descrito aqueja a algunos de los diálogos de la novela, su tendencia a las frases metafísicas o filosóficas restan naturalidad a los personajes, de los que el lector, suponiéndoles dolor y un estado de shock, no se imagina este tipo de discurso tan cerebral.

En otras palabras, la novela gana cuando Lillo nos habla de sus personajes, de sus historias únicas, de su concreción individual, y se vuelve más ampulosa y menos sutil cuando busca la explicación metafísica de lo general, dejando momentáneamente de lado a los personajes creados.
En este sentido me ha gustado bastante el capítulo 11 (pág. 89-101), donde se habla de la relación del narrador con su ex mujer, la madre del hijo muerto: aquí se dan algunas de las claves para entender el drama, con el trasfondo político de las últimas décadas del siglo XX en Chile. Al oxigenar la carga metafísica del texto y hablar de las relaciones que han surgido entre los personajes, la fuerza de la novela se acerca a la prosa ajustada y aguda de los relatos. Asimismo me ha gustado también el cierre, donde se relata el encuentro del protagonista con una mujer mayor, y la muerte del hijo suicida se convierte en una metáfora de la muerte de muchos hijos unas décadas antes a manos de los militares de Pinochet.

Hay un párrafo en la página 49 que me descolocó bastante, ya que hasta entonces yo pensaba que la novela reflejaba los estados de ánimo y los discursos interiores del protagonista, pero en esta página recibimos esta información: “¡Bravo!, he hallado la expresión exacta y como premio debería finalizar el capítulo, el libro y comenzar otra novela.” ¿Es una novela lo que escribe el protagonista?

La temática elegida por Marcelo Lillo para su primera novela publicada me ha parecido valiente y ambiciosa, y quizás el lastre de su obra haya sido precisamente un exceso de ambición, el afán totalizador y explicativo sobre un temática tantas veces tratada por la filosofía o la religión, que hubiera necesitado, para ganar en altura, un tratamiento más cercano a la sutilidad del detalle minúsculo de sus mejores relatos, como Hielo, El fumador o La felicidad.

Espero que las obras publicadas de Marcelo Lillo sigan creciendo en número y en calidad y que en el futuro podamos disfrutar de ellas en España.

domingo, 22 de enero de 2012

Los demonios, por Fiódor Dostoyevski

Editorial Alianza. 906 páginas. 1ª edición de 1871-1872 en publicación periódica, 1873 como libro; esta edición es de 2011.
Traducción de Juan López-Morillas.

Fue con 20 años cuando leí por primera vez a Fiódor Dostoyevski (Moscú, 1821- San Petesburgo, 1881), y el estreno tuvo lugar con la novela corta El jugador (1866). Quizás porque había puesto demasiadas expectativas en su lectura, al acabarla me sentí un tanto defraudado. El verdadero descubrimiento de Dostoyevski ocurrió para mí unos años después, cuando a los 22 leí Crimen y castigo (1866). Ya me había cambiado de carrera (de la Complutense a la Carlos III) y recuerdo aún aquellas mañanas de diciembre del 96 cuando me acercaba en tren a la universidad de Getafe y leía Crimen y castigo electrificado, con la piel de gallina, y me deslumbraba pasando las páginas que transcurrían ante mis ojos. Esta lectura fue un verdadero descubrimiento que convirtió a Dostoyevski en uno de los escritores de mi vida. Y lo raro es que dejara pasar 4 años hasta acercarme de nuevo a él: en el 2000 leí Los hermanos Karamazov (1879-1880), atraído –lo recuerdo- por una frase que cita de este libro Charles Bukowski en su novela La senda del perdedor: “¿Quién no ha querido alguna vez matar a su padre?”. Otro deslumbramiento poderoso. Recuerdo que en junio del 2000 paseaba por la feria del Libro de Madrid con este libro en la mano y en una de las casetas cambié 4 palabras con Javier Tomeo. Le dije (en la conversación tenía sentido) que me solía gustar todo lo que leía y Tomeo se sonrió con un bufido, para acabar posando su mirada sobre el libro de la biblioteca que llevaba bajo el brazo y decir: “Bueno, si siempre lees libros como ese no me extraña”. Y le acabé comprando su novela El castillo de la carta cifrada, que por cierto me encantó.

Y más raro aún: tuvieron que pasar 5 años más para que volviera con mi querido Dostoyevski: en noviembre de 2005 leí seguidos: El doble (1846) y Apuntes del subsuelo (1864).

Más tarde compré El idiota (1868-1869) en los dos volúmenes de bolsillo que tiene Alianza, y al final no me decidí a leerlo porque me encontré con alguna opinión en Internet que afirmaba que Los demonios era mejor. Así que después de dejar durante un par de años El idiota en mi anaquel de libros inleídos, al final me decidí a comprar en este último diciembre –para aprovechar las vacaciones de Navidad de profesor- Los demonios. Como no encontré la edición en dos volúmenes de Alianza, compré el libro en su nuevo formato de bolsillo, aunque las tapas me parecían muy endebles y temí que se me fuera a desmontar durante la lectura. La verdad es que ha aguantado bien mis subrayados y notas en los márgenes, y sólo se ha doblado alguna esquina.

Hacía tiempo que no leía un libro de un autor ruso en la editorial Alianza y para empezar a hablar de Los demonios quiero apuntar que las traducciones de Juan López-Morillas (1913-1997) son toda una experiencia. Imagino que su trabajo se realizó en la década del 50, 60, 70 del siglo XX y frente a las antiguas traducciones de los rusos que había en España, que se tomaban de francés, su labor es encomiable y valiosa. Pero diría que son traducciones que se encuentran ya desfasadas, pues López-Morilla usa un registro del español, cuando quiere ser coloquial, que debía de ser usual hace medio siglo y que hoy día está cuajado de palabras y expresiones que no reconozco o que me parecen poco apropiadas: “escándalo morrocotudo” (pág. 45), “aumentó su pachorra” (pág. 50), “Era, por añadidura, un chismorrero impenitente” (pág. 51), “No haga usted el pazguato” (pág. 350), “¡Detesto su clemencia! ¡Me jeringo en ella…!” (pág. 374), “tomó para sí el oficio de truchimán” (pág. 430), “¡Si te llevaba en brazos cuando eras tamañita!” (pág. 511); además usa frases hechas que no he oído en mi vida, por ejemplo, repite varias veces: “a quien ponía como chupa de dómine” (pág. 588) que debe ser una expresión equivalente a “poner a parir a alguien” y que me suena a Quevedo; usa variantes de palabras poco usuales, como “onceno” (pág. 711) por undécimo, o “femenil” (pág. 182) por femenino; y se repite una construcción que me sonaba extrañísima: “Volví en mi acuerdo” (pág 123, 187…), que, consultando un diccionario de Internet, significa “Volver en sí, recobrar el uso de los sentidos perdidos en algún accidente”.
Imagino que cualquier lector español de literatura, nacido en las décadas del 60, 70, 80 del siglo XX, se ha tenido que encontrar alguna vez con un libro ruso traducido por Juan López-Morillas, y la verdad es que su trabajo tiene un aire reconocible que hace que mi reencuentro literario de estas navidades haya sido tanto con Dostoyevski como con él; ya que hace que en mi cabeza resuenen otros libros de Dostoyevski pero además Anna Karenina de Tolstoi o Historias de San Petersburgo de Gogol, que también me llegaron gracias al filtro de Juan López-Morillas; y sé que leyendo a los tres autores me podría topar con un personaje “emperejilado”, con ganas de armar “bochinche” o que le duele el “magín” o el “caletre”.
Otra característica de estas ediciones es que no se traducen las frases que están en francés en el original.

En realidad, aunque a veces al pasar las páginas de Los demonios me entraba -debido al vocabulario empleado- la risa; una risa que nada tenía que ver con la intención de Dostoyevski, también he de decir que al final López-Morilla me acaba pareciendo simpático. Y habría de añadir algo más importante: parafraseando a Borges, cuando afirma que la traducción de El Quijote aguanta el traspaso a cualquier idioma porque Cervantes consiguió crear una historia y unos personajes con la suficiente entidad como para atravesar cualquier frontera lingüística o cultura, Dostoyevski tiene tanta fuerza narrativa que arrastra sin resuello al lector durante estos cientos de páginas sin importar bochinches, emperejilamientos, dómines… o no entender una frase en francés.

Dostoyevski comienza la escritura de Los demonios a raíz de una noticia de la época (1869): la muerte de un estudiante a manos de unos compañeros, que formaban una célula revolucionaria de 5 personas, tal como apuntaba la teoría de Bakunin. La intención política de la novela es clara: Dostoyevski no comparte los métodos violentos de cambio social que llegan de Europa por parte de nihilistas, anarquistas o socialistas; que le parecen propios de personas endemoniadas.

La novela comienza hablando de Stefan Trofimovich Verhovenski, figura intelectual venida a menos, que sobrevive como profesor y protegido de la potentada Varvara Petrovna Stravrogina, en una ciudad de provincias. El comienzo de la narración es amable, y el narrador se muestra condescendiente e irónico al retratar a estos personajes.
Si las primeras páginas parecen hacernos creer que Los demonios está escrito por un narrador omnisciente, pronto el texto nos indica que el narrador está implicado en la historia: “Yo todavía no he aparecido en escena” (pág. 64), “Aquí tuve ocasión de verle por primera vez” (pág. 67), “Entro ahora en la descripción de la circunstancia, hasta cierto punto divertida, con la que propiamente empieza mi crónica” (pág. 93); y en la página 97 tenemos esta revelación: “Como cronista, me limito a presentar los acontecimientos con fidelidad, exactamente como ocurrieron, y no tengo la culpa de que parezcan improbables.”. Y en la página 160 conseguimos leer una pequeña descripción del narrador por parte de otro personaje: “Es el señor G-v, joven que posee una educación clásica y que está relacionado con lo mejor de la sociedad.” Consultando lo escrito en Wikipekia sobre Dostoyevski me ha encantado poder ampliar mi vocabulario de comentador de libros; allí se afirma que el narrador de Los demonios es “homodiegético: Donde homo significa «mismo» y diégesis «historia». Dentro de esta categoría se considera al narrador como alguien que ha vivido la historia desde dentro y es parte del mundo relatado.”
G-v, el narrador, es uno de los amigos de Stefan Trofimovich Verhovenski, que unos meses después de los acontecimientos inusuales (muertes violentas, incendios…) que han asolado a su ciudad de provincia, decide redactar una crónica que reconstruya lo ocurrido. Algunos sucesos los puede describir G-v como testigo, y otros tiene que reconstruirlos a través de testimonios. Y en más de un caso, el lector tiene la impresión de que G-v sucumbe a la tentación de hacer literatura, recreando unos diálogos de los que nadie puede guardar un recuerdo fidedigno, y otorgando a los personajes del drama unos pensamientos que sólo pueden ser reconstrucciones especulativas.

Si en un principio las intenciones de Dostoyevski fueron las de novelar el asesinato de un estudiante por parte de un grupo de extremistas, tal como ya apunté, pronto el talento del ruso se desborda, creando un impresionante fresco de época, que trasciende a la pura novela política o costumbrista, pero también al relato psicológico (del que Dostoyevski fue maestro); ya que, quizás, lo más interesante de esta novela sea lo que tiene de precursora de muchos de los cauces por los que iba a transcurrir la narrativa del siglo XX: prácticamente todo lo que fue, 70 ó 80 años después, el existencialismo francés; casi todo Sartre o Camus, se encuentra ya aquí, en estos personajes desesperados y suicidas, en estos hombres en busca de un sentido que se les escapa en medio de la angustia del existir, cuando se percatan de que la idea de dios los ha abandonado. Como dice la solapa de Alianza entre los personajes de Los demonios destaca con fuerza Nikolai Stravrogin, “figura atormentada que casi un siglo después habría de fascinar a Albert Camus”: Nikolai Stravrogin, o el padre literario de Meursault, el extranjero.

Y quizás lo más interesante para mí ha sido darme cuenta de la influencia de Dostoyevski en Franz Kafka, de quien releí sus 3 novelas seguidas (en la edición de Valdemar) hace 3 navidades: las conversaciones delirantes, sin entenderse, casi monólogos absurdos a dos voces de los personajes de Los demonios, preceden a las conversaciones de los personajes de El desaparecido, El proceso o El castillo; así que si Los demonios adelante casi un siglo el existencialismo del siglo XX, adelanta también unas cuantas décadas el expresionismo de Robert Walser o Kafka.

Y los acontecimientos narrados en Los demonios se agolpan en nuestra memoria según avanzamos por sus páginas, deseosos de conocer, intrigados por una trama envolvente, que tiene mucho que ver con la mejor novela negra.

Destacan como personajes Piort Stepanovich, el hijo de Stefan Trofimovich, intrigante y sibilino; y por supuesto, como afirmaba Camus, Nikolai Stavrogin, el hijo de Varvara Petrovna Stravrogina; pero también otros secundarios, como el infeliz Shatov, o Kirillov con sus delirantes teorías sobre el suicidio.
Me parece un poco irrelevante resumir el argumento de las obras maestras de la literatura, y como curiosidad me interesa apuntar que mucha de la fuerza de esta novela se haya en un capítulo final, que queda fuera del texto y que se añadió a las ediciones de Los demonios  a partir de 1921 cuando fue hallado entre los papeles de la viuda de Dostoyevski, y que el director de la revista en la que se estaba publicando la novela se negó a dar el visto bueno en su momento, y que tampoco pasó la censura en 1873 cuando se publicó como libro.

Me parecía al ir acabando la novela que el personaje de Stavrogin salía del foco de la acción y que acababa quedando un poco desdibujado frente a los otros personajes de la historia; pero mi impresión era falsa: Dostoyevski sí tenía intención de definir más a su criatura; y este trabajo estaba en estas página que sólo vieron la luz décadas después. ¿Por qué? Porque en este capítulo Stavrogin visita a un religioso y le confiesa sus crímenes y su locura, sus visiones y sus atrocidades: “Le contó que era víctima, sobre todo de noche, de cierta clase de alucinaciones; que a veces veía o sentía junto a sí  a un ser maligno, burlón y «racional».” (pág. 871); “Le diré en serio y sin empacho que creo en el demonio, que creo en él canónicamente, en un demonio personal, no alegórico.” (pág. 872); “Toda situación extremadamente vergonzosa, completamente degradante, detestable y, sobre todo, ridícula, en que me he hallado en mi vida ha despertado siempre en mí, junto con una cólera desmedida, un deleite indescriptible.” (pág. 879). Y aquí descubrimos su verdadera personalidad, asocial, psicopática, nihilista.

Para acabar, voy a reproducir una cita que tengo anotada en la primera página de mi edición de Crimen y Castigo, una cita tomada del Trópico de Capricornio de Henry Miller, y que me tomé la molestia de escribir ahí en 1996, cuando ya había dejado de ser un estudiante de CC. Físicas y me había convertido en un descreído estudiante de Empresariales. Vuelvo a hacer mías, más de 15 años después, las palabras de Miller: “La noche que me senté a leer a Dostoyevski por primera vez fue un acontecimiento en mi vida, más importante incluso que mi primer amor. Fue el primer acto deliberado, consciente, que tuvo sentido para mí; cambió la faz del mundo por completo. Ya no sé si es verdad que el reloj se paró en aquel momento, cuando alcé la vista después del primer trago intenso. Fue mi primer vislumbre del alma del hombre, ¿o debería decir que Dostoyevski fue el primer hombre que me reveló su alma? Quizás hubiese sido yo un poco raro antes, sin darme cuenta, pero desde el momento en que me sumergí en Dostoyevski fui clara e irrevocablemente raro y me sentí satisfecho de serlo. El mundo ordinario, despierto, cotidiano había acabado para mí. También murió cualquier ambición o deseo de escribir que tuviera, y por mucho tiempo. Era como los hombres que han estado mucho tiempo en las trincheras, demasiado tiempo bajo el fuego. El sufrimiento humano ordinario, la envidia humana ordinaria, las ambiciones humanas ordinarias… eran mierda para mí.”

domingo, 15 de enero de 2012

Todo Paracuellos, por Carlos Giménez

Editorial De bolsillo. 607 páginas. 1ª edición de 1977-2002, ésta de 2007.
Prólogo de Juan Marsé.

Ya de adulto, de vez en cuando, y sobre todo alentado por mi novia, que es fan del género, leo cómics. Me gustan dibujantes (o escritores de guiones) como Robert Crumb, Harvey Pekar, Daniel Clowes o Chester Brown.
Y alguna vez también, hace algunos años (pero siendo ya adulto) he vuelto a leer, al venderse con el suplemento de un periódico, más cómics de, por ejemplo, Superlópez el personaje de Jan, que me encantó en la infancia, pero tuve la mala suerte de que me pilló ya al final de mi etapa de lector de tebeos (entonces a los cómics los llamábamos tebeos) y sólo pude disfrutar de los 8 primeros números o así. Luego me pasé a las novelas.

De hecho, imagino que como casi para cualquier lector de literatura en España, yo me inicié en la lectura gracias a los tebeos. Recuerdo la expectación generada por los Don Miki que me compraba mi abuelo en un kiosco los domingos, cuando iba a visitarle los fines de semana. Todavía, después de 30 años, me acuerdo de bastantes de las historietas de aquellos tebeos. Y un poco más tarde me acerqué a los tebeos de Zipi y Zape de Escobar, o a los de Mortadelo y Filemón de Ibáñez. Me recuerdo con mis amigos del barrio rebuscando en la pila de Mortadelo y Filemón que tenían en un kiosco cercano para selección los álbumes que traían historias largas, que preferíamos a las cortas (y de aquí viene el interés posterior por la novela frente a los relatos, una tendencia que he conseguido subvertir con los años); y podría hablar también de los libros de tapa dura con 10 historia de 30 páginas, que se llamaban Grandes novelas ilustradas, que fueron mi primer acercamiento a autores como Julio Verne, Emilio Salgari o Charles Dickens.

Y además de estos ocasiones cómics de adultos citados, también veo bastantes películas y me he aficionado en los últimos años a las series (entre mis preferidas se encuentra A dos metros bajo tierra y The wire). Y en algún momento he pensado en hablar en el blogs también de estas aficiones, pero me he contenido, y lo he dejado sólo para los libros. Entre el trabajo, corregir exámenes, leer, escribir y relacionarme con los demás no me queda tiempo para escribir más de una entrada en el blog a la semana.

Pero hoy quería hablar de este cómic que he leído, Todo Paracuellos, del dibujante Carlos Jiménez (Madrid, 1941), porque su lectura me ha subyugado y la mirada del autor sobre la realidad me ha parecido profundamente literaria, y quería compartir este descubrimiento con otros posibles interesados que desconozcan esta obra. Lectores, que como yo (a no ser que vaya acompañado por mi novia, aficionada al género), que al entrar a una librería suelen obviar la sección dedicada al cómic, y que, de este modo, están ignorando la existencia de una de los obras literarias más hondas y emocionante que ha dado la narrativa española de las últimas décadas: Todo Paracuellos.
Yo he conocido este libro gracias al intercambio de cómics del que he sido intermediario entre mi novia y un compañero del colegio donde trabajo, el profesor de plástica, pintor y escultor. Mi novia le dejaba dos libros, uno de Chester Brown y otro de Daniel Clowes y mi amigo del trabajo le dejaba este de Carlos Giménez, que acabé leyendo yo también.

Todo Paracuellos reúne 6 álbumes, que se podrían separar en dos etapas, una que va de finales de los años 70 del siglo XX hasta los primeros 80, y otra del 97 al 2003. Y recoge la experiencia del autor en los diferentes Hogares del Auxilio Social franquista por los que pasó. Todas las anécdotas contadas, nos explica Giménez en el prólogo que escribe para esta edición, están basadas en experiencias propias o en las de compañeros de clase de esos Hogares del Auxilio Social en los que estuvo, y de los que Paracuellos sólo era uno de ellos. Ya de adulto, Carlos Giménez se reúne con compañeros de esos Hogares y al amparo de unas cervezas o unas copas empiezan a hablar de sus recuerdos. Aparecen motes e historias que se van grabando en cintas de casete, y de los recuerdos así registrados Giménez va elaborando sus guiones y dibujos.

Dos son los ejes que mueven los recuerdos de Giménez y sus amigos: el hambre y la violencia; y estos dos temas son los motores absolutos que mueven este libro de 600 páginas, y que  de forma cruda retrata una época de nuestra historia reciente.

Las primeras historietas son cortas, de 4 páginas; imagino que Giménez se tenía que adaptar al espacio cedido por la revista en la que empezó a publicar a finales de los 70. Revista que sufrió algún atentado terrorista y colaboradores como Giménez más de una amenaza de muerte por parte de la extrema derecha.

Todas las historias del libro empiezan y acaban igual: con unos muros -vistos desde fuera- que enmarcan el espacio físico donde se va a desarrollar la historia. Y además en las primeras tiras, la primera viñeta viene acompañada del nombre del Hogar donde ocurrió aquello y la fecha; y en más de una de estas viñetas iniciales y finales, a veces  intercaladas, aparece el símbolo de la Falange: un puño que sostiene las flechas que van a atravesar al dragón del hambre. En una de las historietas los niños del Hogar se interrogan por el significado de ese dibujo, y al final parecen ser ellos los dragones famélicos en los que se van a clavar el hambre de esas flechas del puño de Falange.

Si bien el espacio físico es el de unos 9 Hogares de Madrid y alrededores, la época es la de finales de los años 40 y principios de los 50 del siglo XX. En los Hogares del Auxilio Social no sólo ingresaban niños huérfanos, en muchos casos estos niños son sólo huérfanos de padre o de madre, o en otros casos alguno de sus padres está en la cárcel o simplemente sus padres son tan pobres que no se pueden ocupar de ellos y los confían a la obra del Auxilio Social.

Y dentro de los muros que encuadran las viñetas iniciales y finales de cada historieta, nos acercamos a la experiencia terrible de unos niños hambrientos, sedientos y asustados, que sólo sueñan con la comida y con escapar de su confinamiento; y en este sentido la experiencia narrada me ha recordado a la leída en los libros de los supervivientes de campos de concentración.
Unos niños que no entienden los códigos por los que se rige el mundo de los adultos, que los someten a rezos continuos y adoctrinamiento falangista: “porque hay que ser mitad monje y mitad soldado” les repite el instructor Antonio.

Giménez para organizar el tempo narrativo de sus historias suele colocar encima de las viñetas una pequeña información, que parece partir de un recuerdo actual, y el dibujo de la viñeta recrea ese recuerdo. Así en la página 408, escribe sobre el instructor Antonio: “Antonio, el instructor del “hogar”, funcionaba por lo que podríamos llamar ventoleras o modas. / De pronto le daba la ventolera y, durante un tiempo, ponía de moda algo que a él le parecía estupendo o divertido. / Últimamente disfrutaba mucho con lo de los tres últimos”, y por debajo de este texto repartido en tres viñetas, Giménez nos acerca a la recreación pictórica de Antonio el falangista, mandando formar a los niños y gritando: “¡Los tres últimos cobran!”, y de entre la marabunta de niños, Giménez posa su mirada sobre Inocencio, primero, y en la siguiente viñeta sobre la pierna derecha de Inocencio: un niño que tiene parálisis infantil y cuya pierna derecha, más corta que la otra, está encorsetada entre unos hierros. Al principio había estado exento de formar, hasta que le vio el padre Rodríguez, el director del centro y opinó: “si está enfermo que le lleven al hospital y si está sano que forme como todo el mundo”. Así que como a Inocencio no le mandaron al hospital tenía que formar como todo el mundo y los 3 últimos cobraban, y él cobraba siempre: Antonio el instructor abofeteaba a los 3 últimos. Pero esto de los 3 últimos es sólo hasta que Antonio consigue tirar a los 3 niños de un tortazo, ya que se pica al enterarse de que el instructor de otro Hogar tiró a 8 a la vez. A partir de ahora serán los 9 últimos los que cobren. Puestos en fila, Antonio se quita la chaqueta y se remanga para conseguir la marca, pero sólo consigue tirar a 2, y la siguiente vez a 4. Entonces se enfurece y reparte tortas individuales hasta que todos caen y se marcha frustrado, gritando: “¡Qué rompan filas y formen todos otra vez!”, y en la siguiente viñeta se acaba esta historieta con el muro del Hogar visto desde fuera: su dibujo del puño con las flechas y el dragón y la inscripción: “Auxilio Social, FET y de las JONS”.

En los últimos álbumes las historietas son más largas, de unas 12 páginas, y en ellas se entrecruzan dos historias, tienen más humor que al principio, y según nos acercamos al final del libro, las historietas tienen más relación unas con otras. Como en el caso de la contada en el párrafo anterior, que acabará cuando los niños, conscientes de la proeza que quiere conseguir Antonio, superando la marca del otro instructor de Falange, se ponen de acuerdo para fingir que caen todos de un solo tortazo, y Antonio ya satisfecho no les hace formar más.

Estas historias sobre hambre y violencia son tan básicas, apelan de un modo tan directo a la condición humana, que en muchos casos hay que buscar en la picaresca del Lazarillo de Tormes para encontrar antecedentes a lo narrado aquí.
Inolvidable la anécdota del día en que reparten una raja de melón para merendar y cuando la cuidadora pide que los niños echen la cáscara al cubo de la basura, se indigna porque no hay cáscaras, a los niños nadie les dijo que no se podía comer la cáscara. Como castigo tendrán que hacer flexiones en el patio. Al día siguiente vuelve a haber melón de merienda y los niños ya están advertidos sobre el hecho de que tienen que tirar las cáscaras a la basura. Esta vez la cuidadora se vuelve a enfadar porque las cáscaras son tan finas que se transparentan, y los niños volverán a hacer flexiones.

Inolvidable el padre Rodríguez, director del Hogar, y orgullo inventor de la bofetada de dos en dos (página 214): con ambas manos golpea al niño en los dos lados de la cara, y de esta forma no se cae al suelo, le explica de modo didáctico a Antonio.

Y Carlos Giménez no dice en su prólogo: no quiero dejar sólo testimonio de lo que ocurría en unos hogares siniestros (donde también se ejercía la represión, puesto que muchos de estos niños son hijos de rojos muertos o encarcelados) sino explicar que lo que ocurría en el Hogar era un reflejo de lo que ocurría en todo el país: se pegaba en los colegios, en los trabajos, en las casas, en los cuarteles… y en casi todos los sitios había hambre.

Inolvidable el día de visita en el Hogar: dos domingos de cada mes, los familiares de los niños los veían de 4 a 6 de la tarde. Los más afortunados recibían visitas y paquetes con comida. Los que no recibían visitas vagaban entre los otros, intentando dar lástima para ver si caía algo. Recibir paquetes con comida está prohibido, pero Antonio hace la vista gorda a cambio de algún dinero que le entregan los familiares. Y recibir paquete ha conferido a ese niño un raro poder: los desafortunados empezarán a rondarle, y el mundo de los adultos y sus códigos extraños se trasladan al mundo de los niños: “Mira, si me das un higo te dejo que me des un puñetazo con todas tus fuerzas” (pág. 123) “¿En la cara?”, contesta ilusionado el otro niño. O en la página siguiente: “Si te comes ese gargajo que hay en el suelo te doy una onza de chocolate”. Y en la viñeta siguiente no hay dibujo, sólo este texto: “(Ahorrémosle al lector escrupuloso el dibujo del niño comiéndose el gargajo)”. Hay niños que deciden comerse todo su paquete de golpe para que no le roben la comida. “Algunos de estos, por la noche, devolvían. Arrojaban toda la comida casi entera. Y llegamos a la viñeta final de este historieta: “…lo que permitía que otros, como Pirradas, pudieran, a la mañana siguiente, escarbar en los devueltos y reciclar todo lo aprovechable.” Y el niño en cuclillas come del suelo y dice “Sabe un poco agrio…”. 

Y los niños son reflejo del mundo de los adultos, con sus peleas, sus robos, pero también se recogen en Todo Paracuellos momentos de ternura, de sonrisas y juegos, especialmente emocionantes sus las ensoñaciones, imaginando su vida fuera del Hogar.

Inolvidable la recreación del vocabulario infantil de la época: jamao, moci, fenómena
Por supuesto, el cómic además de las virtudes del guión posee otras cualidades propias de su género: emocionan esas caras de los niños desamparados, tristes, felices, cabreados... siempre con sus rodillas picudas... escenas que a veces tienen que ver con el cine mudo.

Y no me gustaría acabar esta entrada sin hablar del poder de la ficción: cómo en el Hogar los tebeos que llegan se leen y cambian de manos, valorándose su posesión a veces más que a un pedazo de pan; y como Pablito Giménez (el alter ego del autor) dice en algún momento “Yo de mayor voy a ser dibujante”, y atesora los tebeos de la época y dibuja sus propias historietas en cuadernos, como una posibilidad de evadirse mentalmente de los muros que le aprisionan; y Pablito es casi siempre de los últimos al formar para la instrucción y, junto a Inocencio, es de los que siempre cobran; y como casi nunca recibe visitas no tiene paquete con el que completar la escasa dieta del hogar, pero aún así, pasando hambre, consigue ahorrar, vendiendo sus escasas pertenencias, y comprar por correo los 25 primeros números del tebeo El cachorro. Cuando le llegan los abraza, disfrutando de “ese mágico olor de los tebeos nuevos”. Al final de esta historieta, la cuidadora, enfadada por otro asunto, centra su odio sobre los tebeos de Pablito y se los acaba rompiendo y quemando. “¡Aquí, en estas porquerías, es donde aprendéis las cosas malas! ¡En esto perdéis el tiempo! ¡De aquí sacáis la violencia!” (pág. 179).

Y Pablito crecerá, conseguirá dejar el Hogar y sus aparentes sueños imposibles de llegar a ser un dibujante reputado se van a hacer realidad.
Creo que no hay nada en este mundo que me emocione más que saber que el algunas ocasiones los más débiles consiguen hacer realidad sus sueños más imposibles.

Lean Todo Paracuellos por su valor histórico, por el retrato que hace de lo que ha sido este país no hace mucho y no debemos olvidar, y léanlo por su denuncia, pero sobre todo por la belleza y las emoción de su inolvidables personajes y sus historias feroces, divertidas y tristes.
Y, amigos lectores, no desprecien, de ahora en adelante, las secciones de cómics de las librerías porque contienen algunas joyas incuestionables.

domingo, 8 de enero de 2012

El gran Gatsby, por Francis Scott Fitzgerald

Editorial Anagrama. 197 páginas. 1ª edición de 1925, ésta de 2011.
Traducción de Justo Navarro.

Leí por primera vez este libro con 20 años -exactamente en septiembre de 1994- en la colección Biblioteca de Plata del Círculo de lectores, que aún tienen mis padres en el salón de su casa; y en esta edición de 1994 la novela (la estoy hojeando ahora otra vez) cuenta con un prólogo de Mario Vargas Llosa y un epílogo de Juan Luis Panero.
Siempre he considerado El gran Gatsby como uno de los grandes libros de mi historia personal como lector; uno de esos libros de los que, después de más de 15 años, aún me sé algunas frases de memoria.

Más tarde he leído de Francis Scott Fitzgerald (1896, S.t Paul, Minnesota-1940, Hollywood, California) Suave es la noche (1934), otra novela que me impresionó casi tanto o más que El gran Gatsby, y A este lado del paraíso (1920), su primera novela, que le lanzó a la fama en Estados Unidos, y que a mí me gustó bastante menos que las otras dos. Y siempre había tenido en proyecto volver con Fitzgerald y leer, al menos, todas sus novelas, releer las ya leídas, y leer los cuentos. Pero por una circunstancia o por otra la lectura completista de este autor la he ido posponiendo, y sólo esté verano volví a leer algo de él en la Antología del cuento norteamericano, elaborada por Richard Ford, donde estaba su cuento Arde Babilonia, que, como ya escribí en el blog, fue el relato que más me gustó de los 65 de la antología, el que más me gustó de una magnífica antología de relatos norteamericanos que abarcaba dos siglos. Y aquí ya me dije que mi dejación con uno de mis autores favoritos se estaba convirtiendo en absurda.

En algún momento, bastante posterior a mi primera lectura de El gran Gatsby, he oído a algún escritor español alabar la novela y recomendar su lectura, pero señalando que, si el posible lector sabe inglés, lea El gran Gatsby preferiblemente en este idioma, puesto que la única traducción existente en español (la debida a E. Piñas, y por tanto la de la de La biblioteca de plata) no era buena. Así que al encontrarme hace unos meses en las mesas de novedades del Fnac de Callao esta nueva traducción de Anagrama, debida al escritor Justo Navarro, pensé que era el momento adecuado para volver con Fitzgerald, y hace unas pocas semanas compré este gran Gatsby y la edición de bolsillo de Hermosos y malditos (1922), de Alianza, con una traducción corregida y revisada; novela que leeré en breve.

Y aunque no recordaba que la traducción antigua de El gran Gastby no fuese buena, ahora, al poder comparar las dos, leyendo páginas sueltas, tengo la impresión de que el trabajo de Justo Navarro es superior al de su predecesor.

Quizás lo más curioso de releer un libro que en su día nos marcó tanto sea percatarnos de los extraños mecanismos de la memoria: cómo recordaba algunas frases del libro o algunas escenas con nitidez y cómo había olvidado otras. O cómo después de los años la lectura del mismo libro es diferente porque nosotros somos diferentes y las obras maestras admiten diversos enfoques.

De El gran Gatsby recordaba principalmente la historia de ese personaje, Gatsby, y su amor imposible por Daisy Buchanan, y recordaba sobre todo las escenas festivas en su casa. Y ya a mis 20 años, como aprendiz de escritor, había admirado la técnica narrativa de la que se servía Fitzgerald para relatar su historia: en vez de usar la primera persona o la tercera (con un narrador omnisciente) usa la primera persona de un personaje, en apariencia anodino, el vecino Nick Carraway, para hablar desde una tercera persona subjetiva de los personajes principales del drama.

Y he escrito “un personaje, en apariencia anodino” porque en esta relectura me he fijado más en Nick como protagonista del libro que en Gastby. Y me he percatado ahora de que esta novela tiene al menos dos lecturas y de que de una de ellas -o bien porque no me fijé en su momento o bien porque me fijé y lo olvidé- no tenía conciencia.

Hablaré primeramente del libro que recordaba: Estamos en 1922 y Jay Gatsby es un personaje oscuro, que empieza a fascinar a su vecino, Nick Carraway, recién llegado del Medio Oeste para vender bonos en Nueva York. Ambos viven a las afueras de la ciudad, en West Egg (Long Island), casi una isla comunicada con el continente por un estrecho. “La que se alzaba a mi derecha era colosal sin discusión, copia fiel de algún Hotel de Ville de Normandía, con una torre en uno de los laterales, extraordinariamente nueva bajo una barba rala de hiedra joven, una piscina de mármol, y veinte hectáreas de jardines y césped. Era la mansión de Gatsby”, nos dice Nick en la página 15.
Al otro lado de la estrecha bahía se encuentran los palacios blancos de East Egg. Allí vive el matrimonio formado por Tom y Daisy Buchanan. Nick es pariente lejano de Daisy y es invitado a la casa, donde le será presentada la atractiva deportista Jordan Baker, con la que iniciará una relación.
Gatsby ha conocido a Daisy antes de ir a luchar en la Primera Guerra Mundial, y a su vuelta de Europa, convertido en un hombre rico (de una riqueza turbia e indeterminada) ha comprado la mansión que queda enfrente de la de los Buchanan con la idea de llamar la atención de Daisy y poder retomar su amor del pasado.

Y en esta primera lectura de la novela es donde queda patente la obsesión de Fitzgerald por los ricos, o la obsesión por contar su propia historia: cómo había dejado temporalmente la universidad para enrolarse en el ejército, y mientras estaba en un campamento esperando su traslado a Europa (no ocurrió, la guerra acabó antes) conoció a Zelda Sayre, una rica heredera sureña que rompió su compromiso matrimonial con él porque pensaba que con Scott no iba a poder mantener el tren de vida que deseaba (o que pensaba que se merecía); relación que se reanudó cuando Fitzgerald publicó A este lado del paraíso y se convirtió en el autor superventas de 1920 y, durante unos años, pudo vivir como vivían los ricos.

Las referencias al dinero son constantes en la novela. Así se describe a Tom Buchanan: “Su familia era desmedidamente rica (…) se había trasladado de Chicago al Este, con un estilo de vida que cortaba la respiración” (pág. 16).
Tom le pregunta a Nick si es verdad que esta comprometido y éste contesta: “Es mentira. Soy demasiado pobre” (pág. 30).
Cuando Nick acude a la primera fiesta de Gatsby, describe así a los invitados (o a los presentes, puesto que la mayoría no habían sido invitados): “eran angustiosamente conscientes del dinero fácil que se movía alrededor”.
Y a lo largo de la novela sabremos que Gatsby es un personaje profundamente americano, porque es el hombre hecho a sí mismo, el hombre que incluso se ha desecho de su pasado y de su nombre para intentar acercarse a la imagen idealizada de sí mismo; y sabremos que su amor romántico por Daisy (poseedora de “una voz llena de dinero”, pág. 129) tiene que ver con su belleza pero en mayor grado por el mundo deslumbrante que representa; ya que Daisy “era la primera chica bien que había conocido” (pág. 157). “Gatsby era abrumadoramente consciente de la juventud y el misterio que la riqueza encierra y preserva, de la lozanía que da un buen vestuario, y de Daisy, resplandeciente como la plata, orgullosa y a salvo, por encima de las agrias luchas de los pobres” (pág. 159). En este párrafo se condensaba el significado de la primera interpretación del libro.

Esta novela es la que también leyó Juan Marsé para escribir Últimas tardes con Teresa y crear a su inolvidable Pijoaparte.

Y ahora me gustaría hablar de esa segunda novela que he leído esta vez, de esa de la que no tenía conciencia debido a que no me fijé en ella en su momento o bien me fijé y lo olvidé: en la página 145, el mismo día en que el drama contenido en la historia se desata, Nick Carraway, el narrador, cumple 30 años, y escribe: “Ante mí se extendía el camino portentoso y amenazador de una nueva década”, y un poco más adelante: “Treinta años: la promesa de una década de soledad, una lista menguante de solteros por conocer, una reserva menguante de entusiasmo, pelo menguante” o “su mano fue calmando el formidable golpe de los treinta años. Así seguimos el viaje hacia la muerte a través del atardecer”.
Cuando en la página 59 Nick conoce a Gatsby en la primera fiesta en su casa a la que acude, escribe: “Y entonces la sonrisa se desvaneció, y yo miraba a un matón joven y elegante, uno o dos años por encima de los treinta”.
En la página 121 Gatsby narra a Nick cómo se enamoró de Daisy antes de la guerra. Nick escucha a su vecino y escribe: “Todo lo que dijo, incluido su espantoso sentimentalismo, me recordaba algo: un ritmo esquivo, un fragmento de palabras olvidadas que había oído no sé dónde, hacía mucho. Una frase trató de tomar forma en mi boca y mis labios se abrieron como los de un mudo, como si se le resistiera algo más que un asustado soplo de aire. Pero no emitieron ningún sonido, y lo que había estado a punto de recordar se convirtió en incomunicable para siempre”.
En el párrafo anterior está contenido el significado de la segunda novela que he leído esta vez: Nick es un hombre a punto de cumplir 30 años, a punto de dejar atrás su juventud, fascinado con su vecino, un poco más mayor que él, pero profundamente inmaduro (o profundamente quijotesco, como apunta Vargas Llosa, en el prólogo de la edición de la Biblioteca de Plata), ya que su amor por Daisy tiene que ver con ese brillo del dinero, del que hablamos (por encima de las agrias luchas de los pobres); pero también con el deseo de recuperar los anhelos de su juventud; recogidos en esa frase que Nick está a punto de dar forma pero que acaba por hacerse incomunicable. Porque Nick también estuvo en la guerra y ahora vende bonos en Nueva York, y ha conocido a Jordan Baker, pero sabe valorar, ahora que es un adulto, lejos de los idealismos románticos a los que sucumbe Gastby, lo que puede esperar de ella.
Una lectura de El gran Gatsby que se me podía haber pasado a los 20 años, cuando aún era inmensamente joven, pero no ya camino de los 40, una vez que ya he recibido -hace tiempo- el formidable golpe de los 30.

El lenguaje de El gran Gatsby es elegante y preciosista, y sólo, aisladamente, se excede en alguna cursilería perdonable (al menos para mí que le podría perdonar a Fitzgerald casi cualquier cosa); por ejemplo, en la página 121: “Si subía solo, lo subiría, y una vez arriba podría mamar de la ubre de la vida, tragar la leche incomparable de la maravilla.”

Para ir finalizando me gustaría copiar aquí un fragmento de París era una fiesta de Ernest Hemingway. Después de un viaje desastroso que Hemingway comparte con Fitzgerald, en el que éste no deja de darle problemas, y que lleva a que la figura de su nuevo amigo se empequeñezca ante sus ojos, Fitzgerald presta a Hemingway un librito que le acaban de publicar, y éste escribe: “Uno o dos días más tarde trajo Scott su libro. Tenía una sobrecubierta chillona, y recuerdo que me avergonzaron la vulgaridad, el mal gusto y el bajo reclamo de aquella presentación. Parecía la sobrecubierta para un mal librito de science-fiction. Scott me dijo que no me fijara en la sobrecubierta, que el motivo del dibujo era un anuncio que había junto a una carretera en Long Island y que tenía importancia en el relato. Dijo que al principio le gustó aquella sobrecubierta, pero que luego dejó de gustarle. Yo la retiré para leer el libro.
Cuando terminé de leerlo, comprendí que hiciera Scott lo que hiciera, por muy mal que se portara, yo tenía que considerar que era como una enfermedad, y ayudarle en todo lo que pudiera y procurar ser buen amigo suyo. Scott tenía muchísimos buenísimos amigos, más que nadie que yo conociera. Pero me alisté como uno más, tanto si podía serle útil como si no. Si era capaz de escribir un libro tan bueno como The Great Gatsby, no cabía duda de que sería capaz de escribir otro todavía mejor. Entonces yo no conocía todavía a Zelda”.

O también, para finalizar, podría copiar aquí una cita del crítico literario Harold Bloom que comparto: “El gran Gatsby tiene pocos rivales como la gran novela americana del siglo XX. Al volver a leerla, una vez más, mi inicial y primera reacción es de renovado placer”.

Y nos dejan Nick, Daisy, Gatsby o Jordan, los hermosos y malditos, y nosotros, los simples lectores, nos quedamos aquí, a nuestro lado del paraíso, pasados ya los 30, sucumbiendo a las agrias luchas de los pobres.

lunes, 2 de enero de 2012

Plop, por Rafael Pinedo

Editorial Salto de Página. 154 páginas. 1ª edición de 2003, ésta de 2011.

Cuando la editorial Salto de Página publicó esa novela hace un par de años no me fijé en ella, y lo he hecho un tiempo después gracias a las reseñas de algunos blogs, como Lector Mal-herido y La medicina de Tongoy.
Plop había ganado el Premio de Novela Casa de las Américas en 2002 y se publicó por primera vez en Cuba en 2003. La editorial de ciencia ficción Interzona la publicó en Argentina en 2004, durante un momento en el que aún coleaban los años más duros del corralito y la novela de Rafael Pinedo (Buenos Aires, 1954-2006) pasó desapercibida en su país.
Rafael Pinedo era un licenciado en Informática, que acabó quemando a los 18 años los relatos que había escrito de adolescente y que no volvió a la escritura hasta pasados los 40.

Creo que cuando se acercan las vacaciones de profesor (tanto las de navidades, como las de verano) me empieza a apetecer más leer algo de literatura de género. Plop podría encuadrarse dentro del género de la ciencia ficción apocalíptica, donde también se encontraría algún éxito editorial reciente como La carretera de Cormac McCarthy; pero Plop es anterior a la obra de McCarthy, que se publicó en 2006.
Recordando mis lecturas adolescentes podría nombrar, como antecesora de Plop, la novela La tierra permanece de George R. Stewart publicada en 1949. Pero los tiempos, desde los años 40 ó 50 del siglo XX, han cambiado (y su interpretación del futuro con ellos) y Plop es una novela mucho más contundente y brutal que aquélla.

En Plop algo indeterminado (y que posiblemente tenga que ver con un desastre nuclear) le ha ocurrido al mundo que conocemos y la civilización ha desaparecido. Entre los escombros del nuevo mundo sobreviven pequeños grupos humanos, que van desplazando sus asentamientos en busca de comida, grupos que se mueven por una llanura donde la vegetación casi no existe. En realidad, el escenario parece una burla grotesca  a toda la tradición literaria del gaucho argentino. Así se describe la Pampa en la página 21:

“El suelo siempre es plano. Debajo de la basura siempre es plano.
La Llanura, la llaman. El horizonte está apenas cortado por grandes pilas de escombros y basura.
Dicen los viajeros, que lejos, a más de treinta días de camino, el suelo se levanta y hay partes de piedra y no hay cascotes ni latas.
Pero nadie les cree.
A lo lejos, por donde sale el sol, de noche se ve un resplandor. Todos saben que ahí no pueden acercarse. Dicen los viejos que es todo agua. Pero son cuentos, no existe tanta agua junta. El agua está en el cielo y cae todo el tiempo. Y cuando llega al suelo es barro.
En la Llanura hay diez o doce grupos que dan vueltas. Y gente suelta, nunca más de dos o tres.
A veces los grupos de juntan. A veces gente de uno pasa a otro. A veces algún grupo mata a la mayor parte de los miembros del otro. E integra al resto”.

Como observamos en el párrafo anterior, el lenguaje de Plop es escueto, preciso, organizado en frases muy cortas, donde abundan los puntos y aparte, y los capítulos muy breves. El narrador de Plop no intenta explicar el mundo que describe a un lector actual, sino que parece hacerlo a un habitante del mundo descrito. Para conseguirlo, Pinedo ha tenido que pulir al máximo la información transmitida, y jugar con algunos sobreentendidos: el tiempo, por ejemplo, ha dejado de medirse en años y lo hace en solsticios.
Imagino que Pinedo, para transmitir la idea de verosimilitud que da a su ficción, llevó a cabo un gran trabajo antes de empezar a escribir propiamente los capítulos del libro: tuvo que crear los niveles jerárquicos del grupo humano al que va a acercarnos (y conseguir que el lector actual entienda las palabras con que los designa), y sobre todo tener muy claro cuáles son los tabús que han desaparecido de nuestro mundo y cuales son los que han surgido de sus cenizas, casi todos relacionados con la supervivencia y la transmisión de enfermedades mediante la saliva. Mantener relaciones sexuales en público ha dejado de ser un tabú, por ejemplo, pero dar un beso sí lo es ahora.

En primera instancia lo narrado en un libro como Plop nos acerca a lo que fuimos, al núcleo del hombre primitivo, cuya supervivencia estaba basada en la fuerza y la superstición; pero en realidad el mundo planteado en Plop es más brutal que el del hombre primitivo, ya que éste se enfrentaba a un mundo que podía proveerle de alimentos y el hombre de Plop está inmerso en un mundo donde los alimentos están desapareciendo, donde, para una mujer, quedarse embarazada puede ser un problema para la supervivencia, entendida ya como propia y no la del grupo; un mundo donde ni siquiera hay espacio para la superstición o las explicaciones mágicas de lo real.
Aterra como las personas en Plop son estimadas por su valor de uso, y pueden cambiar de manos solamente para ser usadas (tener sexo con alguien de forma recreativa, a la fuerza o no).

Y en este mundo sin reflexión, puramente descrito por la acción (pero donde la acción recoge un discurso antropológico de ideas), asistimos al ascenso al poder de Plop, un hombre joven adaptado a la nueva era que le ha tocado vivir, y que gracias a su inteligencia amoral irá subiendo puestos en su comunidad.

Me llama la atención que al leer esta novela casi no he tomado notas para hacer la entrada en el blog. La he leído en dos tardes eléctricas (hace ya una o dos semanas, voy con retraso con las reseñas) y su historia terrible se ha ido aposentando en mí, haciéndome ver lo que me rodea (la sociedad en la que vivimos) desde una nueva perspectiva. Y podría pensar, en primera instancia, que Plop impresiona por la brutalidad de lo contado –lo que sería un recurso fácil- pero en realidad impresiona por la poética de la destrucción del mundo (esos ríos contaminados que queman la piel si el agua la toca, me revuelven el recuerdo) y por el retrato contundente que hace de la condición humana, egoísta y hosca, y por la mirada que Rafael Pinedo nos hace posar sobre lo que está dentro de nosotros y no queremos asomarnos a ver.
Un libro original, brutal, incómodo, que hace que uno pase sus páginas horrorizado e hipnotizado.