domingo, 30 de julio de 2017

Resort, por Juan Carlos Márquez

Editorial Salto de Página. 122 páginas. 1ª edición de 2017.

De Juan Carlos Márquez (Bilbao, 1967) había leído hasta ahora tres libros: dos de relatos, los titulados Llenad la tierra (2010) y Norteamérica profunda (2008), y la novela Los últimos (2014). Márquez ha estado, durante unos meses, colgando en Facebook fragmentos de su nueva novela, Resort y, por tanto, ya conocía un poco cómo iba a ser antes de que apareciera en el mercado. Tengo buena relación con Pablo Mazo, el editor de Salto de Página, y tras ver el libro ya editado en la presentación de Ya no estaremos aquí de Matías Candeira, quedamos en que me lo enviaría para que lo leyese y reseñase. Un sábado al mediodía tomé algo con Pablo Mazo en la Feria del Libro de Madrid y le acompañé a las oficinas de la editorial, donde debía coger unos libros para llevarlos a la Feria, y ya de paso me llevé mi ejemplar de Resort a casa. El libro se encontraba, dentro de un sobre, en una pila de ejemplares de prensa. No tener que esperar al cartero, me permitió acercarme al día siguiente, domingo, de nuevo a la Feria para que Juan Carlos Márquez me pudiera dedicar el libro. Si en mi ejemplar de Los últimos me dibujó una nave espacial esta vez he podido leer Resort con una sombrilla, unas palas y un cubo dibujados por el autor.

Si Los últimos era una novela de ciencia-ficción, con algunos toques de serie B y de cómic, bastante minimalista, Márquez vuelve en Resort a escribir otra novela corta. En cierto modo, parece que se ha propuesto trasladar las premisas de la escritura de relatos a las de la novela, adelgazando sus propuestos hasta llevarlas a su esencia narrativa. He visto más de un estado de Facebook, donde alguien enlazaba a Márquez, junto con una foto de Resort, para comentarle que había leído su libro, destacando la idea de haberlo hecho de un tirón. Efectivamente Resort es una novela para leerla de un tirón; aunque yo, por diversas circunstancias logísticas, tuve que terminarla en dos tirones.

El lector de la novela, al abrir el libro, se acerca a una familia media española en el momento exacto en el que los progenitores reciben dos llaves al llegar a la recepción del hotel de veraneo. La imagen no es casual («Coge las dos tarjetas llave que le ofrece la recepcionista y le entrega una a su mujer.», página 9), los personajes están atravesando un umbral, el que va de sus vidas cotidianas al supuesto placer de la vacaciones en un hotel, o en un «resort» vacacional en una playa de España, a quinientos kilómetros de su rutina.
Son dos los motivos narrativos que se entrecruzan en este libro: Por un lado tenemos una crítica de costumbres de las clases medias españolas de vacaciones en un hotel familiar; y por otro una investigación policiaca, puesto que en el hotel al que han acudido los protagonistas de la novela pronto desaparece un niño alemán y la policía ha infiltrado a agentes entre los veraneantes para tratar de encontrar alguna pista.

Márquez designa a su familia protagonista con los nombres genéricos de «el hombre», «la mujer» y «el hijo». De esta forma, el pequeño núcleo familiar pasa a ser un arquetípico dentro de su ácida crítica de costumbres (este juego con las denominaciones da pie a leer alguna expresión un tanto forzada: «El hijo del hombre y la mujer permanece ajeno (…)», leemos en la página 25.

A la principal pareja de policías jóvenes, infiltrados en el hotel, también se les hurta el nombre y, cuando no son «el policía» o «la policía», son designados por los seudónimos que les otorga su jefe para la misión, que son «Lactante» para él y «Darth Vader» para ella.
En realidad, el único que tiene en Resport un nombre propio es el personaje ausente, el niño alemán desaparecido Bingham Waas.

En capítulos cortos, de escritura concisa ‒aunque con más de un destello metafórico‒, Márquez clava las garras de su ironía sobre la comida del hotel (intercambiable entre unos y otros), o sobre el afán de propietarios que tienen los veraneantes al delimitar su territorio en la playa, o con toallas sobre las tumbonas de la piscina.
Para los jóvenes policías, Márquez deja la tentación del deseo furtivo en los hoteles; sobre todo por parte de «Lactante» que acaba de ser padre y, en los escasos días que constituyen el tiempo narrativo de la novela, encuentra más atractiva a su compañera de trabajo que a su mujer.
No faltan tampoco las bromas sobre las insustanciales noticias de los telediarios en verano (en este caso sobre una granizada en un pueblo).
Los capítulos de Resort son cortos; en muchos casos, sus frases también. De hecho, en más de un caso, se omite de ellas el verbo y se separan frases que, en principio, parecía que necesitaban comas: «Un mar en calma. Estancado. Una gran bañera de olas moribundas, muy separadas.», leemos en la página 14. Todo esto trasmite una sensación de rapidez a la lectura. Las metáforas insisten en crear un ambiente sarcástico ante la supuesta felicidad de las vacaciones: «Hay que dirigir el chorro de la ducha hacia la arena, esa sedimentación del día de playa. La alcachofa a pocos centímetros. Guiar la arena como se guía a los soldados prisioneros, a culatazos, con apremio, hasta el agujero.» (pág. 15) o bien «El niño va corriendo hasta el límite entre la arena y el mar y se queda quieto un momento, mirando el agua. Con un poco de quietud acaso y muchas ganas de entrar. Como un inmigrante ante una frontera.» (pág. 14)


La novela está narrada en tercera persona, y los capítulos sobre la familia y la pareja de policías se van alternando. Mediante el recurso del estilo indirecto libre, el lector se acerca más a la visión masculina de las situaciones (puntos de vista de «el hombre» y «Lactante») que a la femenina.
La familia intenta disfrutar de las vacaciones, aunque «el hombre» tiene que hacer esfuerzos por no enfadarse con los otros veraneantes o con las situaciones que se dan en el resort y que considera injustas. Esto hará que una violencia subterránea, cuyas raíces posiblemente se encuentren en la vida cotidiana que «el hombre» ha dejado a quinientos kilómetros, vaya macerándose hasta acabar apareciendo en la superficie del relato.
Además de esta violencia, que retrata nuestra vulgaridad de ciudadanos medios, en la novela se insinúa otra violencia más preocupante: ¿qué ha pasado con el niño alemán Bingham Waas? La policía ha infiltrado a agentes en el hotel y nadie puede abandonarlo durante las setenta y dos horas que siguen a la desaparición del niño. Los veraneantes pueden entrar y salir del complejo hotelero, pero no pueden volver a sus casas hasta que no transcurra ese tiempo. Los policías parecen desorientados, no hay pistas del niño y el suceso está a punto de saltar a los telediarios alemanes y españoles, lo que puede estropear la temporada turística del país.
Pese a que una de sus líneas argumentales es la policial, en realidad en Resort prima la crítica de costumbres sobre el thriller.

Le pregunté a Pablo Mazo, el editor de Salto de Página, si era una buena idea sacar esta última novela de Juan Carlos Márquez tan cerca del verano, cuando sé que muchas editoriales esperan a septiembre-octubre para comenzar el nuevo curso y hacer aparecer sus novedades. Él me contestó que Resort es una novela que, precisamente, había que lanzar justo antes del verano. Ahora que ya la he leído, cobran para mí relevancia sus palabras. Juan Carlos Márquez ha escrito una ácida novela corta sobre la familia media española, con niño pequeño, en un complejo hotelero de la costa, un escenario reconocible por todos. La crítica de costumbres, principal motivo de la novela,  queda rebajada con la escusa narrativa de un policial difuso. Una novela breve para leer de un tirón y pasar un buen rato «a la sombra con un granizado», como me escribió Márquez en la dedicatoria que me firmó en la Feria del Libro de Madrid. Una novela irónica sobre «El verano y las apariencias. El querer ser felices. El querer dejarse engañar porque es la única manera de ser felices.» (pág. 18)



domingo, 23 de julio de 2017

El mosquito de Nueva York, por Daniel Díez Carpintero.

Editorial Sloper. 131 páginas. 1ª edición de 2016.

Con este primer libro de relatos, titulado El mosquito de Nueva York, Daniel Díez Carpintero (Madrid, 1979) ganó el XII Premio Café 1916 (que antiguamente se llamaba Premio Café Món), organizado por la editorial Sloper, que dirige el escritor Román Piña. Yo he publicado mi novela Los insignes con Piña, pero como vive en Palma de Mallorca, nos resulta difícil vernos. Las presentaciones de los libros de Sloper suelen tener lugar en Mallorca, pero a finales de 2016 también se presentó El mosquito de Nueva York en Madrid. Me pareció una buena ocasión para ver a mi editor y para apoyar a Sloper. La presentación tuvo lugar en La Central de Callao (donde yo mismo había presentado mi novela un año antes) y corrió a cargo de Román Piña y David Torres (que también tiene dos libros publicados en Sloper). Torres comentó que el verano de 2014 había leído tres relatos de un desconocido Daniel Díez Carpintero en la sección veraniega de Cuartopoder, y que le encantaron. Él fue quien recomendó a Díez Carpintero que probara con el premio Café 1916 y Sloper. Después tomé algo con Daniel Díez Carpintero y sus amigos de Madrid, David Torres, Román Piña e Iván Reguera (también autor de Sloper). Nos lo pasamos muy bien hablando principalmente de cine.

El mosquito de Nueva York está formado por nueve relatos, que se leen rápido en el formato de letra grande de Sloper y que, sin embargo, dejan poso.

En la contraportada (la mía la escribió Román Piña y ésta imagino que también estará escrita por él) podemos leer que éstos son unos «cuentos muy alejados del canon actual.» La verdad es que me parece una buena apreciación, porque aunque las historias contadas son bastante diferentes, tienen algunos elementos comunes que las emparentan entre sí. Además, son elementos poco frecuentes en los libros de relatos españoles. Digámoslo ya: lo más llamativo de los cuentos de Díez Carpintero es que casi todos sus personajes suelen ser idiotas que, en muchos casos, tratan de aparentar no serlo y se sienten atacados por un mundo que no comprenden, o quieren tratar de idiotas a los demás pasando ellos por unos listos imposibles y patéticos. Además, se suele hablar de relaciones entre hombres y mujeres (iba a escribir «relaciones de pareja», pero me parece más acertada la expresión «relaciones entre hombres y mujeres», porque, aunque está presente aquí más de un matrimonio, también tenemos la relación entre una niña y un viejo (cuento El mosquito de Nueva York), un hijo y su madre (cuento Barro) o una inquilina y sus hospedadores (cuentos Leer libros). En estas relaciones entre hombres y mujeres, ellas suelen seguras y dominantes y ellos apocados y pusilánimes. En el último cuento, el titulado Los hijos del futbolista, la relación principal se establece entre un padre y su hijo, y por tanto se rompe aquí la dicotomía hombre-mujer. En el relato Europa, la persona débil es excepcionalmente la mujer.

Cuando hablaba de cuentos protagonizados por idiotas, debería apuntar que ésta es una característica tan acusada que da al cuento una sensación de surrealismo esperpéntico que lo acerca al expresionismo (sin que las narraciones se salgan de los cánones del realismo). Por ejemplo, en el cuento Leer libros, una chica se retira a una casa en el bosque para terminar allí, con tranquilidad, su tesis doctoral. El dueño de la casa es un hombre de un solo ojo que afirma que no para de leer libros y que el ojo que le falta se le cayó al hacer un esfuerzo para vomitar, debido a la fuerza con la que se concentraba para leer. Su hijo, otro idiota, también tiene la cara siempre metida en un libro. La chica no tarda en comprender que los dos, padre e hijo, no saben leer, que se tiran horas y horas mirando un punto fijo de una página, hasta que pasan a la siguiente, pero están empeñados en representar ante ella el imposible papel de hombres cultos.

En el cuento Los delfines, un matrimonio de mediana edad acude de vacaciones a un hotel destinado a un público de una clase social más elevada que la suya (aunque ellos se sienten ricos en su pueblo, en el hotel comprueban que los otros veraneantes tienen un poder adquisitivo más alto). Ambos, hombre y mujer, son idiotas. Lo son hasta el punto de creerse la siguiente noticia de un periódico cristiano: en una playa el demonio ha poseído a los delfines, que se dedican a mirar a las bañistas con lujuria y además las violan cuando entran al agua. El lector entiende que se trata de una noticia falsa, pero que los protagonistas piensen que algo así puede ocurrir, traslada el eje del relato desde el realismo (para el lector) hasta el género fantástico (para los personajes). Esta dicotomía me ha parecido uno de los grandes logros del libro, en el que más de un personaje cree vivir experiencias que no pueden ser reales. Quizás podríamos hablar aquí de esa variante del género neofantástico que se está practicando ahora en Argentina, en la que autores como Samanta Schweblin, Tomás Sánchez Bellocchio o Federico Falco crean un tipo de relato en el que, sin que ocurra en ellos nada abiertamente fantástico (no aparecen gnomos, nadie vuela…), los personajes reaccionan ante los estímulos externos de manera extraña y desconcertante. Sin embargo, en estos cuentos los personajes actúan de forma rara no porque sean idiotas, como en los cuentos de Díez Carpintero. En realidad, creo que para encontrar la filiación de los cuentos de Díez Carpintero con alguna corriente literaria hay que bucear en la noche de la presentación de su libro. En la conversación con Torres y Piña en La Central, se comentó que Díez Carpintero es un gran admirador de William Faulkner y de sus personajes obstinados e ignorantes. Más tarde, el propio autor me contó que uno de sus libros de cabecera es Cuentos completos de Flannery O´Connor. Tal vez ahí esté la clave de la curiosa poética de la idiotez de Díez Carpintero, una idiotez y una ignorancia del mundo rural sureño de Estados Unidos. La mirada de Díez Carpintero sobre sus personajes no es exactamente cruel; parece sentir hacia ellos una piadosa ironía, y el lector acaba sintiendo ternura por más de uno de los idiotas desamparados de sus cuentos. Definitivamente, tengo que leer los Cuentos completos de Flannery O´Connor.

En cuanto al estilo literario, he de apuntar que al principio me chirriaba algún detalle. Por ejemplo, me parecía que abusaba de la siguiente construcción sintáctica: «nombre + adjetivo + y + adjetivo». Por ejemplo: en la página 31 podemos leer: «felicidad mansa y abstraída» y un renglón más abajo: «lugar lejano y vaporoso». Podría buscar más ejemplos, que abundan, pero lo dejo en estos dos.

También abunda la siguiente construcción: en una enumeración se omiten las comas y se enlaza siempre con «y». En la página 37 leemos: «Luego sacó una lata de cerveza de la nevera portátil y se sentó en la arena y contempló el lago con la concentración de quien calcula cuántas baldosas caben en un metro cuadrado de cemento.» Esta frase me sirve también para ilustrar otro rasgo del estilo: las comparaciones y metáforas que crea Díez Carpintero son muy originales, ricas y acertadas, y sirven en buena medida para establecer el tono del relato o hablarnos del estado de ánimo de los personajes.
Otro rasgo peculiar del estilo: se insiste mucho en las características físicas de los personajes, que suelen ser algo extremas: personas muy delgadas y pequeñas, o grandes y gordas; o bien con extrañas combinaciones de ambas: de miembros muy delgados y barrigas prominentes. Normalmente, las mujeres seguras y dominantes suelen tener cuerpo de adolescente y son muy pequeñas y delgadas. En el mismo cuento, de ocho páginas (por ejemplo) se puede recordar al lector cuatro o cinco veces que una mujer tiene un cuerpo diminuto o que otro personaje se hizo una operación de nariz y ésta parece un pegote de cera en medio de la cara.

Durante el primer cuento, pensé que algunos de los rasgos de estilo que he comentado implicaban, en cierto modo, una torpeza narrativa pero, según avanzaba en la lectura, los acepté como características legítimas del estilo de Díez Carpintero, y su insistencia empezó a parecerme definitoria de una voluntad de narrar desde una mirada propia. Lo cierto es que la lectura de El mosquito de Nueva York me ha sorprendido bastante, y para bien. Es un libro, desde luego, original, con más de una perla en el estilo (las metáforas y comparaciones, como ya he dicho, están muy logradas) y con unos personajes no habituales en la narrativa española, a los que de puro idiotas se los acaba queriendo. Un estimulante libro de relatos.


domingo, 16 de julio de 2017

Ni temeré las fieras, por Miguel Salas Díaz

Ni temeré las fieras, de Miguel Salas Díaz.
Editorial Salto de Página. 214 páginas. 1ª edición de 2017.

Conocí a Miguel Salas Díaz (Madrid, 1977) en la Feria del Libro de Madrid hace dos años. Acabamos tomando algo, junto con otras personas vinculadas al mundo del libro, en el Barandana, un bar de Retiro que queda cerca de mi casa. Miguel también vivía cerca (somos vecinos) y me ha hecho gracia leer ahora, en la nota final del libro, que éste había sido escrito en cafeterías de Taichung, Ferrol y en el propio Barandana.

En mayo, Miguel leía microrrelatos en el bar-librería Vergüenza ajena, y me pasé por allí para escucharle y tomar algo con él, con su editor ‒Pablo Mazo‒, y otros autores de Salto de Página como Francisco Bescós. Al final de la noche me compré el libro de Miguel y pude llevármelo firmado. Sé que Pablo Mazo me lo habría enviado a casa para que lo comentara, pero yo estaba en el Vergüenza ajena, me lo había pasado bien y me gusta contribuir a la buena marcha de las librerías y el negocio editorial. Soy un neokeynesiano del mundo literario.

Miguel Salas es doctor en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada, y trabajó como lector de español en la Universidad L´Orientale de Nápoles. Esta experiencia le ha servido como sustento corporal de su primera novela, puesto que su protagonista, el gallego Roberto Reigosa, ha estudiado también literatura en la universidad de Santiago de Compostela, y se traslada a Nápoles para trabajar como lector de español en L´Orientale. Aunque Salas ha nacido en Madrid, ha vivido mucho tiempo en Ferrol, su familia es de allí, y él se considera gallego.

La novela está contada por la voz narrativa de Roberto, que ‒aunque la descripción de escenas es muy viva, con profusión de diálogos en español o italiano‒ más de una vez nos recordará que está evocando una historia del pasado y que lo narrado sucedió hace ya un tiempo (en la primavera de 2003). Así, leemos en la página 7 (primera del libro): «Podría decirse, a la luz de lo sucedido después, que desde el primer momento comprendí que aquella llamada de teléfono cambiaría mi historia para siempre.»

Roberto, de unos veinticinco años, llega a Nápoles en un momento en el que siente que su «vida estaba al borde del abismo, tan dispuesta al cambio, tan madura y repleta de jugo» (pág. 7). En cierto modo, quiere retomar la relación que tuvo con Maddalena en Santiago de Compostela y alejarse de Iria, su novia de toda la vida, de su misma aldea gallega, a la que ha engañado con Maddalena, pero que no se siente con fuerzas para dejar.

La novela empieza con un gran sentido del ritmo, dibujando escenas rápidas y repletas de diálogos, en español e italiano (las frases en italiano se suelen entender, aunque no del todo, y esto consigue trasmitir al lector la confusión del recién llegado al país extranjero del que desconoce el idioma), donde prima el reflejo narrativo de los encuentros de Roberto con distintos personajes (procedentes de la universidad, de las posibles casas que visita para compartir una habitación, o los locales en los que toma té y no café…).

Al principio pensaba que la novela iba a ser una comedia amorosa, porque además del triángulo Iria-Roberto-Maddalena, también se le insinúa al protagonista la bella Valentina, de treinta y cinco años (y por tanto una mujer madura para el joven Roberto), que va a ser su jefa en el departamento de Lengua Española de la universidad.
Los encuentros descritos con los diferentes personajes que conoce Roberto, durante sus primeros días en Nápoles, siempre resaltan sus peculiaridades, que parecen algo exageradas para resaltar el lado excéntrico y cómico de sus personalidades. Entre el elenco de nuevos conocidos que aparecen en su vida, podemos destacar a Michele Bellini, un anciano que luchó en la Guerra Civil española del lado franquista y luego a favor del fascismo italiano. Roberto se hará amigo de su hijo Jacopo (que habla perfectamente español, puesto que su madre lo era), gracias a un libro de R. L. Stevenson.

En el tono de comedia inicial (presentación de amoríos y personajes peculiares) se van filtrando apuntes más siniestros, como la contemplación ‒en las primeras páginas‒ del apuñalamiento en la calle de un hombre. La camorra domina la ciudad y ésta (además del sentimiento religioso, en muchos casos supersticioso) es una cara que se le muestra a Roberto desde el principio.
Cuando pensaba, al principio, que Ni temeré las fieras (el título está tomado de un verso de San Juan de la Cruz) iba a ser una comedia romántica, su tono de opereta italiana me estaba recordando al que usa el escritor siciliano Gesualdo Bufalino en Argos el ciego. Quizás sentía esa afinidad por la cercanía geográfica entre Nápoles y Sicilia, pero el tono empleado por Miguel Salas, juguetón y burlesco, me estaba recordando al del treintañero Bufalino en aquella novela de amoríos y roces de ciudad pequeña, donde también se encontraba la mafia de fondo. Sin embargo, más tarde, la novela de Salas empieza a tomar otro sendero: Roberto será testigo de un doble asesinato y su vida y la de sus amigos empezará a correr peligro, llevando a Ni temeré las fieras por los caminos del thriller: «No tenía la cabeza puesta en la lectura, sino en todo aquel embrollo incomprensible de mafiosos, atracos, teléfonos bumerán y mutilaciones salvajes en que se había convertido mi vida», leemos en la página 141.

Hacia la mitad de la novela, el lector debe aceptar un pacto con el escritor: el lector sabe que Miguel Salas ha estado en Nápoles, trabajando de lector en la universidad, y que más de una de las escenas descritas en su libro deben estar basadas en situaciones que vivió allí; lo que el lector no imagina es que se viera envuelto en una serie de asesinatos. ¿Qué habría hecho una persona real en el caso de saber que es perseguido por peligrosos criminales que le quieren eliminar por ser testigo de un doble asesinato y que no puede fiarse de la policía, posiblemente corrupta? Lo más normal es que hubiera abandonado Nápoles a bastante velocidad. Pero Roberto se queda allí y se involucra hasta el fondo en los acontecimientos azarosos y turbios en los que se ve envuelto. El escritor le pide, entonces, al lector, hacia la mitad de la novela, que se siente con él y que firmen los dos un pacto sobre el concepto de verosimilitud en la ficción. El lector está contento, leyendo la novela, y los personajes propuestos le parecen atractivos, así que decide firmar. Es una buena elección, porque la novela sigue avanzando a buen ritmo y sigue siendo (pese a haber mutado, en parte solamente, de comedia a thriller) muy entretenida.
Para firmar el pacto comentado, el lector debería recordar que el nexo de unión entre Roberto y la familia Bellini (padre e hijo), es el libro de Stevenson que el hijo estaba leyendo en el momento de conocerse. Stevenson es la clave, puesto que al final Ni temeré las fieras es una novela de aventuras, en la que un joven tendrá que atravesar varios trances (amorosos o violentos) para convertirse en adulto.
«Todo relato ha de resolver una incógnita, y don Michele es el misterio central de este que toca a su fin y en el que yo solamente fui ‒ahora lo comprendo‒ un personaje secundario; ayudé, sin pretenderlo, a precipitar una tragedia que tuvo su origen en una lejana guerra y llevaba décadas gestándose», leemos en el epílogo del libro.

Miguel Salas ganó en 2011 el premio Hiperión con el poemario Las almas nómadas y en 2007 el Premio de Arte Joven de la Comunidad de Madrid con el poemario La luz. Ni temeré las fieras es su debut en la novela. El pasado de poeta de Salas se aprecia sobre todo en las descripciones atmosféricas de Nápoles, destacando las apreciaciones sobre los cambios de la luz.

Con Ni temeré las fieras, desde la comedia de enredos amorosos y el thriller sobre la camorra italiana, Miguel Salas ha escrito ‒apelando a la felicidad del narrador stevensiano que todo escritor debería llevar dentro‒ una entretenida y meritoria novela de aventuras.

sábado, 8 de julio de 2017

Entrevista a Pedro Mairal, autor de La uruguaya

Pedro Mairal (Buenos Aires, 1970) ganó el Premio Clarín en 1998 con su primera novela, Una noche con Sabrina Love. En el jurado del premio se encontraban escritores de la talla de Adolfo Bioy Casares, Augusto Roa Bastos y Guillermo Cabrera Infante. Otras de sus novelas son El año del desierto (2005), Salvatierra (2008) y La uruguaya (2016). También ha publicado el libro de cuentos Hoy temprano (2001) y los poemarios Tigre como los pájaros (1996), Consumidor final (2003) y la trilogía Pornosonetos (2003, 2005 y 2008). En 2007 fue incluido en la lista de los 39 mejores escritores jóvenes de América Latina por el Hay Festival de Bogotá.
Mairal trabaja como guionista y escribe para distintos medios de comunicación.
Su novela La uruguaya ha sido publicada en España en 2017, en la editorial Libros del Asteroide.

Si deseas leer la reseña que escribí sobre La uruguaya puedes hacerlo pinchando AQUÍ.



En tus anteriores novelas (Una noche con Sabrina Love, El año del desierto o Salvatierra) el lector no sentía de forma directa la posible conexión entre personaje y autor. En cambio, en La uruguaya, Lucas Pereyra –su protagonista‒ es un escritor cuarentón, que en algún momento de su pasado ha escrito una novela que se puede interpretar bajo «el prisma del eje civilización y barbarie», datos que un lector conocedor de tu obra podría relacionar contigo. ¿Hasta qué punto has querido jugar a la autoficción en La uruguaya? ¿Cuánto tiene Lucas Pereyra de ti mismo?

El personaje de Lucas tiene mucho de mí, pero también muchas cosas inventadas. Trabajo con mi experiencia personal y con lo que llamo la periferia de la experiencia, es decir, lo que casi me sucede, lo que me podría haber sucedido, lo que temía que me sucediera, lo que deseaba que me sucediera... También tomé aspectos míos y los radicalicé o los exageré. Por eso hay algunas cosas de Lucas que me caen un poco mal, por ejemplo su diatriba contra la paternidad. Pero igual se cruzan mucho personaje y autor. Cuando se publicó el libro, con mi mujer tuvimos que hacer un asado de domingo con las familias para desmentir la novela. Y no sé si nos creyeron.


En La uruguaya podemos leer: «La plata estaba en mi infancia, me rodeaba, me recubría con buena ropa, cuadras de un barrio seguro en Capital, alambrados de fin de semana, cercos de clubes, ligustros bien podados, barreras que se levantaban a mi paso. Y yo después me había dado el lujo de hacerme el descarriado, el artista sin empuje empresarial, el bohemio. Era un lujo más. El hijo sensible de la alta burguesía, pero el precio de mi bohemia se empezaba a pagar ahora. Era a largo plazo. Un resbalar gradual». ¿Alguna vez, como Lucas Pereyra, has sentido que tu escritura era «un lujo más» del que poder arrepentirse en la vida adulta?

No podría arrepentirme nunca de mi escritura. La literatura me salvó. Me convirtió en lo que soy. Me ayudó a atar mis cabos sueltos, a vivir con mis dudas, con mis contradicciones. Sin la literatura sería un tipo muy infeliz. Escribir me hizo fuerte. Entrar en la palabra fue lo más importante que me sucedió, después del nacimiento de mis hijos.


En La uruguaya podemos leer también una divertida diatriba contra los médicos. Si no estoy mal informado, tú provienes de una familia de médicos, empezaste estudios de medicina y los abandonaste. ¿Cómo fue recibido en tu familia este abandono de la medicina? ¿Fue bien entendida tu vocación literaria?

Les dio mucha incertidumbre a mis padres, me acuerdo. Tardé mucho en confesar que había largado la carrera de Medicina, iba a la facultad, a la cafetería, simulaba, me engañaba a mí mismo, o creía que lo hacía. Ahí empecé a leer mucho, desesperado, en la soledad de la mentira. Después se descubrió mi engaño en casa y hubo conflicto, duro, silencioso. Pero cuando me resolví a estudiar Letras y a escribir les pedí a mis padres que fueran a ver la película La sociedad de los poetas muertos, donde un chico se suicida porque no lo dejan estudiar teatro. Funcionó. Volvieron mis padres del cine convencidos de que era importante que yo estudiara lo que quisiera.


La uruguaya es una novela corta. ¿Cuáles son tus novelas cortas favoritas?

El viejo y el mar. La invención de Morel. El extranjero. El coronel no tiene quien le escriba. Distancia de rescate, de Schweblin. La vida privada de los árboles, de Zambra...


En la solapa de La uruguaya podemos leer: «Trabaja como guionista y escribe para distintos medios de comunicación.» ¿Podrías hablarnos de estos trabajos que realizas y que no son estrictamente literarios? ¿Cuál es tu relación afectiva con ellos? ¿Desearías vivir sólo de la literatura?

En casa no había tradición de artistas. Las artes se dejaban de hobby de fin de semana. Mi abuelo materno era pianista, mi abuelo paterno pintaba bien, pero no hicieron de eso su vida. Yo tuve que inventarme a mí mismo una forma de ser en la escritura, una forma de ganarme la vida. Di clases de redacción para abogados, di talleres literarios, escribí para cine, para periodismo. Un poco de todo. Y no me fue mal. En torno a la palabra hay mucho trabajo, si uno escribe, si uno pone correctamente una frase tras otra, si uno puede articular un texto, entonces puede trabajar en diversos lugares, porque no todo el mundo puede hacer eso. Cada trabajo que hice me gustó y me enseñó cosas. Me sirve salir de casa, salir del ombliguismo al que puede llevarte la escritura a veces. El periodismo sobre todo me obligó a irme hacia temas que nunca hubiera tocado por mi cuenta.


En 1998, con veintiocho años, tu novela Una noche con Sabrina Love gana el Premio Clarín. En el jurado se encontraban escritores de la talla de Adolfo Bioy Casares, Augusto Roa Bastos y Guillermo Cabrera Infante. ¿Cómo fue poder hablar con ellos, entrar de repente en el parnaso de la literatura? ¿Qué expectativas te creo aquello?

Fue breve ese encuentro en la noche del premio, pero muy importante para mí. Como un mundo al revés, donde Roa Bastos me cedía a mí la silla y Bioy Casares me hablaba de mi novela. Yo tenía 28 años y no terminaba de entender todo eso. Fue muy conmovedor. Necesité tiempo para procesarlo y para volver a escribir. Hubo mucha exposición, se hizo una película con Cecilia Roth, publiqué en una gran editorial... Necesité recuperar cierto silencio mental de escritura para seguir adelante. Me enfrasqué en mis cuentos y mis poemas. Tardé siete años en publicar otra novela. Y fue El año del desierto.


Tus libros se han publicado hasta ahora en editoriales diferentes. La uruguaya aparece en Emecé de Argentina. En el programa de televisión Los siete locos declaras que Emecé quiere reeditar tus libros anteriores. ¿Sabes ya el orden de reaparición que van a tener esos libros en Argentina y el tiempo que pasará entre la salida de uno y el siguiente?

Salió El año del desierto, después La uruguaya, luego Salvatierra. Ahora se acaba de editar Maniobras de evasión. Van a salir Una noche con Sabrina Love en septiembre de 2017, y el año que viene mis Pornosonetos y Hoy temprano.


He leído cuatro de tus novelas. Cada una de ellas ha aparecido en España en una editorial diferente. ¿Has echado de menos una relación más estable con los editores españoles? ¿Hay algún plan para que tus novelas antiguas (como ocurre en Argentina) se rescaten en España y puedan llegar a ellas nuevos lectores? ¿Veremos algún día tus libros de poesía o de relatos en España?

Entiendo que Libros del Asteroide va a recuperar el fondo editorial y va a ir publicando mis libros anteriores. Es una editorial que trabaja muy bien, cuida mucho los libros en su difusión y distribución, y hace unos libros muy hermosos.


En 2007 fuiste seleccionado en el Hay Festival de Bogotá como uno de los 39 escritores hispanoamericanos menores de 39 años con más talento. En 2017, el Hay Festival ha vuelto a hacer pública una nueva lista. ¿Hay algún nombre en ella que te gustaría destacar, algún escritor o escritora joven al que hayas leído y nos quieras recomendar?

Por supuesto, Mauro Libertella, Samantha Schweblin, Zúñiga, Liliana Colanzi.



Además de novelas, has escrito cuentos y poesía. ¿Qué género prefieres como lector?

Depende del día. Para leer poesía necesito estar tranquilo, dispuesto a entregarme a no entender del todo. Diría que la poesía es el género donde más significados y ecos y fuerza verbal encuentro. Es la experiencia de lectura más intensa.


¿Puedes hablarnos de tu particular canon literario argentino?

Tengo un cruce de la gauchesca (Martín Fierro, Don Segundo Sombra) con la poesía (Giannuzzi, Francisco Madariaga, Enrique Molina) y Borges (que es un género en sí mismo) y también los cronistas más crudos como Arlt. Y la gracia verbal de Cortázar. Y la insistencia de Saer. La perspicacia de Hebe Uhart. La libertad de Aira. Admiro a todos ellos.


¿Cuáles son tus escritores favoritos, dejando fuera Argentina?

García Márquez, Neruda, César Vallejo, Quevedo, Guimãraes Rosa, Salinger, Camus, Joyce, Shakespeare...


¿Estás escribiendo ahora algún nuevo libro? ¿Puedes hablarnos de él?

Estoy con la versión en guión de La uruguaya que va a hacer Diego Peretti, y que va a musicalizar con una canción Jorge Drexler. En cuanto a lo literario, si cuento lo que estoy escribiendo, se le va la fuerza. Tiene que ser un secreto.


Muchas gracias, Pedro.


miércoles, 5 de julio de 2017

La máquina de pensar en Mario (en sayos sobre la obra de Levrero)

Editorial Eterna Cadencia. 265 páginas. Primera edición de 2013
Selección y prólogo de Ezequiel De Rosso


Como ya he comentado en mi blog, me invitaron a escribir para la revista Quimera un artículo sobre Mario Levrero (Montevideo, 1940 – 2004), y esto hizo que me acercara a algunos libros suyos que me faltaban por leer. Además le pedí consejo al escritor y crítico Elvio E. Gandolfo, que fue su amigo personal y con el que me intercambio correos de vez en cuando, y me recomendó este libro de Eterna Cadencia. Lo encargué en La Central de Callao, junto con el libro de Random House Diario de un canalla / Burdeos, 1972 y una semana después del de Random llegó el de Eterna Cadencia.

Voy a comentar aquí algunas de las ideas que más me han llamado la atención de estos ensayos.

Después del prólogo de De Rosso, el texto que aparece aquí reproducido es la primera reseña que tuvo la obra de Levrero: un comentario sobre su cuento, o novela corta, Gelatina, que escribió el que luego sería su amigo Elvio E. Gandolfo para El lagrimal trifulca de Rosario, revista fundada por Francisco Gandolfo, el padre de Elvio. La fecha de aparición de la revista con esta reseña fue octubre de 1968 – marzo de 1969. Gandolfo resalta en sus palabras la angustia de Gelatina.

José Pedro Díaz une el fluir de la imaginación de Levrero a las técnicas literarias de los románticos.

Pablo Fuentes inscribe a Levrero dentro de la corriente de la literatura uruguaya que se suele llamar de «los raros» (denominación de Ángel Rama), para crear una contraposición con la literatura «realista» uruguaya. Fuentes vincula al primer Levrero con Lewis Carroll, Franz Kafka, el surrealismo y la corriente de «los raros».
Fuentes señala que los temas paradigmas en la narrativa de Levrero son los de el «Viaje» y la «Búsqueda». «Otra de las constantes en la escritura levreriana es la permanente apelación al humor, ya sea a través de las imágenes o del lenguaje.» (pág. 37). Fuentes entiende que la forma de crear humor de Levrero tiene influencias del cine mudo (Chaplin, Lloyd y Buster Keaton).

Hugo Verani resalta la atracción de Levrero por el extrañamiento. «Su atracción por las zonas oníricas y las penumbras que envuelven los procesos mentales genera una modalidad expresiva inclasificable, vehículo de liberación de fantasías, deseos y temores primordiales.» (pág. 39) Los relatos de Levrero se desarrollan en ámbitos opresivos y están narrados por un yo indiferente. Según Fredic Jameson, esta pérdida de centro y sentido de lugar se convierte en uno de los rasgos de la posmodernidad.
«La acumulación de situaciones excéntricas y de encuentros fortuitos, la suspensión onírica y la eliminación de los mecanismos psicológicos previsibles ponen de manifiesto la afinidad de Levrero con el surrealismo.» (pág. 47)

Según Juan Carlos Mondragón, para Levrero la imaginación no era un vehículo de evasión, sino una petición de principio, para ajustar el punto de vista y conocer la realidad desde otra perspectiva. Según Mondragón, la historia política de las dictaduras que sufrió el Cono Sur iba a dar sentido a los códigos imaginativos de Levrero: «cacerías, pesadillas, monstruos, torturas y aberraciones.» (pág. 63)
«El extrañamiento, la fractura del tiempo son sutiles formas de la violencia. El mundo ficcional de Levrero es violento. Desde la degradación por la supervivencia, la ausencia de solidaridad, un erotismo de modalidades perversas y que en la novela París llega hasta la guerra. Guerra como constante; aún cuando desautoriza a la historia.» (pág. 75)

Pablo de Rocca nos habla de su relación esquiva con Levrero, a raíz de que la editorial Arca le encomendara preparar su bibliografía. Cuando trata de contactarlo, los dos vivían fuera de Montevideo, Levrero en Colonia del Sacramente y él en Melo, cerca de Brasil. Esto hizo que no llegaran a conocerse en persona, sólo hablaron una vez por teléfono. Se relacionaban por carta. Rocca acabó pasando a Levrero un cuestionario que actúa como una especie de entrevista cronológica y que se reproduce en el libro.
Levrero cuenta que para él siempre fue angustioso trabajar para otros, en cambio su padre era feliz en el trabajo. Trabajaba en una tienda llamada Londres- París, y al salir de allí daba clases de inglés.
La infancia de Levrero en el barrio de Peñarol fue solitaria, lo que él no ve como algo negativo. A los dieciocho años sentía pasión por la pintura y el cine. De adolescente escribió poemas, además de una novela negra y un libro de humor. Todo esto lo destruyó.
En 1966 Levrero escribe la que sería su primera novela, La ciudad. En 1969 recibió una mención en el concurso de Marcha. La novela ganadora fue El libro de mis primos de Cristina Peri Rossi. Rocca le pregunta por la literatura comprometida, y Levrero afirma que en principio no le interesa, porque suele tener más de compromiso que de literatura. Cuando más tarde pudo conocer el ambiente de los premios literarios se prometió ante sí mismo que no volvería a participar en ellos. Promesa que sólo rompió para solicitar la beca Guggenheim.
Rocca le comenta que para los jóvenes uruguayos del momento los referentes literarios son Mario Benedetti y él, Levrero le contesta que no puede hablar de Benedetti, pues ninguno de sus libros le atrajo lo suficiente como para leerlo.

Martín Kohan escribe un pequeño ensayo sobre la idea de «ciudad» en Levrero. El tiempo de las novelas de Levrero es el de los sueños, y la presencia de la ciudad tiende a la desaparición. En Levrero destaca la idea del viaje y la búsqueda, pero también la del encierro. La mirada del Levrero sobre la dicotomía entre casa y exterior es la de una persona con agorafobia que también tiene claustrofobia. Los nombre reales de las ciudades en Levrero (París, por ejemplo) conducen a una visión onírica de ellas.

Oscar Steimberg nos habla de las historietas en las que Levrero hacía de guionista. Principalmente son tres series: Santo Varón, Los profesionales y El llanero solitario. En el libro se reproducen algunas tiras de las dos primeras. Son historietas que tienden al surrealismo, al absurdo.

Ezequiel De Rosso habla de las novelas policiales de Levrero, que a veces parecen una producción marginal, puesto que Nick Carter o La banda del ciempiés aparecieron como folletines, pero que él sitúa en el centro de su producción: «Desde que comenzó a escribir, Levrero quiso reescribir la tradición del policial.» (pág. 144)
De Rosso menciona una entrevista, que ya conocía por Un silencio menos, en la que Levrero habla del problema del policial, que debe ser «cerrado» para que el lector no se sienta decepcionado, pero que, precisamente al ser cerrado, se limitan sus posibilidades literarias.

Si bien Levrero siempre declaró que consideraba que su literatura era realista, porque, de un modo u otro hablaba de lo que sentía, y no le gustaban los calificativos para su obra de fantástica o de ciencia-ficción, Luciana Martínez especula sobre la vinculación de algunas obras de Levrero con la ciencia-ficción. Desde luego, Martínez no habla de una filiación de Levrero a la idea de la ciencia-ficción clásica, cuyas bases teóricas sentó John Campbell (director de la Astounding Science Fiction) en la época de la Edad de Oro de la ciencia-ficción, sino que Levrero, gracias a su gusto por la parapsicología y la búsqueda del Espíritu, tendría que ver con una idea de misticismo, al estilo de las ficciones de Philip K. Dick. Y al hablar de sus obras, más que de ciencia-ficción, deberíamos hablar –apunta Martínez‒ de «ficciones místicas».

Sergio Chejfec habla principalmente de El discurso vacío y La novela luminosa: «Tres principios organizan este diario: la escasez, la repetición y, consecuentemente, la ambigua abundancia derivada de la combinación de ambas. Podría decirse que las dos son condiciones abstractas para fundar relatos de la incomodidad, en la medida en que hoy (digamos varios siglos atrás) la incomodidad tiene patente literaria cuando proviene de alguna obsesión personal.» (pág. 197)

Adriana Astutti habla del que considera uno de los libros fundamentales de Levrero: El portero y el otro, formado por relatos y novelas cortas. Me resulta curioso que este libro no se haya publicado en España de la forma en la que apareció originalmente; ya que las nouvelles El alma de Gardel o Diario de un canalla están contenidas en este libro.

El último ensayo es de Reinaldo Laddaga y en él se indaga sobre los significados de La novela luminosa: «Al terminar el libro, es difícil no pensar que el trabajo del autor durante ese año ha consistido en evitar, hasta donde le ha sido posible, que sucediera nada extraordinario.» (pág. 234)

El libro finaliza con una serie de reseñas sobre los libros de Mario Levrero aparecidas en prensa, además de con una semblanza de los autores de los ensayos sobre Levrero.


Este libro entusiasmará, sin duda, al reducido grupo (pero en continuo crecimiento) de los seguidores de Mario Levrero.

domingo, 2 de julio de 2017

La procesión infinita, por Diego Trelles Paz

Editorial Anagrama. 215 páginas. 1ª edición de 2017.

Decidí que durante junio y julio me iba a dedicar a leer los libros que permanecían en los altillos de mis estanterías de Ikea y que suponían para mí, de un modo u otro (libros enviados por escritores, editoriales o algún amigo…), un compromiso con el que no estaba cumpliendo. También decidí organizar con más cuidado mi mundo de lecturas en un futuro cercano: dejar de leer tantas novedades y acercarme de nuevo a los clásicos, muchos de los cuales descansan en los mismos altillos de Ikea, pero que en este caso son libros comprados, y cuya lectura se va postergando de forma continua por los compromisos adquiridos. Durante estas semanas, se han puesto en contacto conmigo editores y escritores con el fin de enviarme sus libros. Aunque mi primer impulso es decir que sí ‒porque me gusta apoyar al sector del libro‒, he acabado controlándome y diciendo que no, que no puedo renunciar a elegir yo mis lecturas, que necesito tiempo y libertad para disfrutar de mi afición. Dicho esto, debo confesar que he vuelto a contradecirme. Me escribió a través del chat de Facebook Diego Trelles Paz (Lima, 1977), porque había leído la reseña de Una canción de Bob Dylan en la agenda de mi madre, que escribí a su compatriota Sergio Galarza. Diego me preguntaba si me interesaba leer su nueva novela, que acaba de aparecer en Anagrama. Le dije que sí, y rompí mi promesa de decir «no» a este tipo de ofrecimientos porque el nombre de Diego Trelles Paz estaba en mi lista de nuevos autores hispanoamericanos a los que sí me apetecía leer. Hace años que me había fijado en la buena repercusión crítica que tuvo su libro Bioy cuando ganó el Premio Francisco Casavella de Novela en 2012. Desde el departamento de prensa de Anagrama me hicieron llegar La procesión infinita y me puse con ella en cuanto pude. No quería que el hecho de haber roto mis promesas acabara pesando sobre el libro.

La procesión infinita empieza con un escritor de treinta y tres años, de nombre Diego (y apodado «el Chato»), que vuelve en 2010 a su Lima natal tras ocho años de ausencia. Allí se encontrará con su amigo Francisco Méndez, al que no ve desde hace un año. Ya hacia el final de la primera página podemos leer: «Igual, piensa, ya nadie se acuerda del asesinato del crítico literario y su padre le ha dicho que todo está en regla». En la página 19 sabremos que el crítico al que hace referencia se llama García Ordoñez. Investigando un poco sobre la obra de Trelles Paz (La procesión infinita es la primera novela suya que leo), descubro que García Ordóñez es precisamente el crítico literario al que asesina un grupo de jóvenes escritores de Lima (entre los que se encuentra el Chato) en la primera novela de Trelles Paz, titulada El Círculo de los escritores asesinos (Candaya, 2005). He buscado reseñas sobre Bioy, pero no acabo de averiguar si en ella aparece el personaje de Diego o no. Después de leer un artículo de La Vanguardia en el que se habla de La procesión infinita, deduzco que sí: «Vuelve a aparecer el personaje del Chato, una suerte de alter ego, presente en anteriores títulos, quien se reencontrará en Lima con su amigo Francisco, tras vivir una década fuera del país, huyendo de la violencia y la incertidumbre». En este artículo también se afirma que La procesión infinita es el «segundo título de una trilogía sobre la violencia política. (Trelles Paz) ha considerado que, aunque su país sea una democracia actualmente, “las formas dictatoriales siguen presentes, la dictadura nunca se fue”». Pregunté al autor a través de Facebook si La procesión infinita era una novela autónoma o hacía falta leer Bioy antes para poder seguirla bien. Me contestó lo siguiente: «Es un trilogía temática, no una saga. No hay que leer Bioy para leer La procesión infinita: es una novela autónoma (más allá de los guiños e intertextualidades que cruzan mis cinco libros)». Así, con conexión directa con el autor, da gusto leer novedades.
Diego (el Chato) vuelve a Lima, como decía, después de ocho años, y al reunirse con su amigo Francisco Méndez pasan una noche de juerga que acaba desembocando en la violencia más absurda y gratuita. La violencia es uno de los temas de fondo de esta novela: la que afectó a Perú en la década de 1980, con los atentados de Sendero Luminoso, y la que surgió en la década de 1990 con el gobierno de Alberto Fujimori (en el libro se habla siempre de dictadura: «El Perú, Chato, tu patria, piensa, diez años sin dictadura»: pág. 18). En 1992 Fujimori ‒leo en internet, porque recordaba vagamente el asunto‒ dio un autogolpe de Estado que le blindó en el poder hasta el 2000.

Veinte páginas después del primer capítulo, la acción se ha trasladado a París y ahora estamos en 2015 y no en 2010. Diego se está entrevistando con un peruano que vive allí, al que llaman el Pochito Tenebroso y que se autodefine como el «Pepín Bello de los escritores peruanos de París». El Tenebroso es la persona a la que hay que preguntar si uno está buscando a algún peruano en París. El lector acabará comprendiendo que Diego se encuentra tras la pista de una mujer llamada Cayetana Herencia.

En el siguiente corte de la novela estamos en el año 2000, y de nuevo la acción se ha trasladado a Lima. Ahora asistimos a los primeros años universitarios de Cayetana Herencia, que acabará teniendo un romance con Mateo Hoffman, su profesor de Ciencias Políticas, un hombre joven y triste, que parece esconder un secreto que tiene que ver con la violencia y la desaparición, en el entorno de la lucha política, de uno de sus amigos. Una desaparición que atrapó al amigo entre la legítima reivindicación política y la violencia de Sendero Luminoso y el Estado.

Otra de las protagonistas de la novela será Carmen Luz, apodada «la Chequita», empleada doméstica de la casa en la que ha crecido Cayetana y aprendiz de escritora.

La novela salta de fechas de forma recurrente. Éstas van desde el año 2000 hasta el 2015. La acción pasa principalmente por tres ciudades: Lima, París y Berlín.

La composición de la novela es muy rica: empieza en segunda persona, con un narrador que interpela a Diego según está llegando a Lima, para dar pie, poco después, a una conversación imaginaria que Diego mantiene con su amigo Francisco. En otras partes de la novela toma el discurso la voz narrativa de Diego en primera persona. Pero, sobre todo, en este libro predomina la narración oral. El lector se va a acercar al discurso oral que un personaje dirige a otro, sin conocer de modo directo las respuestas de su interlocutor. Así, por ejemplo, cuando Diego se entrevista con el Pochito Tenebroso en los bares de París, el lector recibe el parlamento del Tenebroso y deduce las respuestas de Diego por las reacciones del primero y los cambios en su discurso. Es frecuente que alguno de los capítulos empiece en tercera persona y se pase al discurso oral sin ningún tipo de transición (así, por ejemplo, cuando se cuenta la historia del profesor Mario Hoffman, acabaremos leyendo las confesiones que éste hace a su psicoanalista). Este tipo de recursos me han recordado al Mario Vargas Llosa de La ciudad y los perros o Conversación en la Catedral.

La relación de Diego Trelles Paz con la obra de Mario Vargas Llosa se mueve entre el homenaje, la parodia y el deseo de asesinar al padre. En más de una ocasión, Diego es apodado de manera despectiva «Varguitas» por parte de su amigo Francisco. En la página 40, el Pochito Tenebroso le recomienda al escritor Diego: «Y nunca, escúchame bien esto, Chato, o como chucha te llames, nunca jamás vayas por la vida oliéndole los pedos a Vargas Llosa, ¿entendiste?... La literatura no es para zalameros, causa. Es lo que sobra allá. Para escribir hay que matar, ¿escuchaste? ¡MATAR! Si no entiendes eso que es sagrado, no pierdas tu tiempo aquí, hermanito, vuélvete a Lima mañana mismo porque no importa lo que hagas, no importa si escribes mil quinientas novelas o si eres el escritor del año en Miraflores, nunca, óyeme bien, huevonazo, nunca vas a llegar a ningún lado porque nunca vas a ser de verdad… ¡Tuércele el cuello a Zabalita o no escribas nada!».

Además de la influencia de Mario Vargas Llosa, en esta novela se puede sentir la presencia de Roberto Bolaño: la propia escritura y la vida de los escritores son dos de los temas narrativos de La procesión infinita. De hecho, en la novela aparece Mario Santiago, el amigo de Bolaño, el poeta real en el que se inspira el Ulises Lima de Los detectives salvajes. Si, en la ficción de Bolaño, el alter ego era su personaje Arturo Belano, el alter ego de Diego Trelles Paz es un escritor llamado Diego (y apodado el Chato), escritor de una novela que tuvo cierta repercusión, titulada Borges (la de Diego Trelles Paz se llama Bioy). También al igual que Bolaño, Trelles Paz juega al cambio de escenarios en sus historias, y a acotar sus escenas con anotaciones sobre quién está hablando, dónde está y la fecha. Los personajes de Trelles Paz, como los de Bolaño, persiguen a personas cuya desaparición supone un misterio. Son escritores que hacen de detectives. En La procesión infinita el lector se acerca a más de un misterio: ¿qué le ocurrió a Francisco Méndez una noche de juerga en Berlín en compañía de Diego, de la que salió mal parado? ¿Dónde acabó Cayetana Herencia? ¿Dónde se esconde el delator del amigo de Mario Hoffman, que éste persigue sin descanso?

Como ya he comentado, gran parte de la novela recoge los discursos orales de los personajes, plagando el lenguaje de peruanismos (algo que también me ha recordado a Vargas Llosa, Bryce Echenique, y al más moderno Jaime Bayly, sobre todo en el vocabulario propio de la noche y la fiesta). El lenguaje es afilado, y la prosa de Trelles Paz tiene un gran sentido del ritmo. En algún momento he llegado a pensar que el autor había querido escribir una novela formada por relatos, porque sentía que unos capítulos tenían poco que ver con los siguientes. Pero al acabar el libro, me he dado cuenta de que, en realidad, la novela está muy bien pensada y el puzle narrativo que plantea acaba encajando con precisión. Trelles Paz se licenció en cine, y esto se percibe en la operación de «montaje» a la que ha sometido su novela.


La procesión infinita es una novela ambiciosa ‒sobre todo por su riqueza de tonos y voces narrativas‒, escrita con una prosa precisa y afilada, que requiere de un lector atento y cómplice, pues Trelles Paz dosifica bastante la información que aporta. Será responsabilidad del lector retener nombres y sucesos para conseguir comprender, una vez terminado el libro, que todo encaja, que su sospecha de que el autor pretendía escribir una novela abierta y dispersa no es cierta. En realidad, en esta novela sobre las sociedades edificadas sobre la violencia todo está medido y encajado, aunque no todos los misterios que plantea quedan resueltos. Una buena novela.