Me grabé un vídeo para mi canal de YouTube (David Pérez Vega - Bienvenido, Bob) hablando de los libros chilenos que he leído.
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(Blog de David Pérez Vega)
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He grabado un vídeo para mi canal de YouTube (David Pérez Vega - Bienvenido, Bob) en el que hablo de mis 10 novelas argentinas favoritas del siglo XX.
Luego me animé y grabé dos vídeos más sobre literatura argentina.
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El historiados José Luis Ibáñez Salas leyó mi novela “Caminaré entre las ratas” y escribió una reseña para la web Aquí Madrid. La dejo aquí:
La cuarta novela del escritor español David Pérez Vega, titulada Caminaré
entre las ratas, apareció en el pobladísimo mercado literario español en
unos días que fueron, que son, que seguirán siendo, muy malos para la lírica.
Para la prosa. Y para la paciencia. Apareció cuando el mundo se disparaba en el
pie asustado por su miedo y por su incompetencia para socializar el bien. En
los primeros meses del infausto ya año 2020.
«Desde 2008 vivo en el
país del volver a empezar, de los aprendices sin edad».
Esa
sería una buena presentación para Domingo, el protagonista-narrador de esta
novela. Esta novela social con las lágrimas suficientes de pura ficción
fabulada, esta novela protagonizada por alguno de quienes estuvieron
durante la crisis de finales de la primera década del siglo veintiuno entre los
más afortunados, aquellos que les tocó trabajar más por el mismo sueldo (o
menos, en realidad).
«Mi
vida como máquina defectuosa que nunca llegó a funcionar».
Su
prosa, la prosa de David Pérez Vega, es en Caminaré entre las ratas ascética,
sucinta, directa, muy narrativa, pero también, como el poeta que él es, aparece
teñida en ocasiones por la inevitable poesía sin la que las
buenas novelas se quedan en meros divertimentos sin alma:
«La
densidad de las palabras evitadas empieza a incendiar el aire que respiro».
La
novela resulta ante todo muy didáctica. Uno aprende mucho al
leerla. Sobre economía, sobre enseñanza, sobre la sociedad española en la que
vivimos más o menos perplejos. Porque, aunque no es un tratado, ni un ensayo
(el libro es una novela, que ya es ser), esta novela de Pérez Vega, nacido un año
antes de la muerte del dictador Francisco Franco, social, como ya
escribí, expone con absoluta claridad los principios básicos para poder
explicar la realidad española, la realidad social española, mostrando
personajes absolutamente incrustados en el verdadero ámbito vital de la España
actual («este divertido país de sangría, fiesta y playas»), la de los
aprendices sin edad, la de los filósofos del fútbol, también la de los
triunfadores que mastican su estulticia desdeñando a quienes se preocupan
porque el triunfo sea finalmente el de todos los ciudadanos posibles, no el de
los más afortunados o el de los más carentes de escrúpulos.
La
cita siguiente es larga pero ilustra a la perfección lo que vengo expresando:
«No
deja de enternecerme la imagen de aquellos profesores de Universidad
pública de suburbio defendiendo las ideas liberales de Milton Friedman […].
Los profesores estadounidenses defendían los presupuestos teóricos que
beneficiaban los intereses de sus pagadores, pero los profesores españoles de
la Universidad pública, funcionarios ilustrados, defendían la destrucción de lo
público o de sí mismos por nada, por puro vasallaje ideológico, por haber ido a
una Universidad del Medio Oeste americano y haber sido deslumbrados por las
palabras de alguien que se apellidaría Johnson, Williams, Davis o Harris, y
nunca García, Pérez, Sánchez o Fernández. […] En la Carlos III de Getafe, los
hijos de los tenderos de barrio, de los conductores de autobuses de la EMT o de
los taxistas del aeropuerto, comentaban en los pasillos de la facultad las
huelgas de trabajadores de la época en términos drásticos al más puro estilo
disciplinario Chicago Boys: ‘si yo fuese el director de la
empresa echaría a todos los trabajadores y contrataría otros nuevos’. […]
Así se las gastaban en la segunda mitad de la década de los 90 los chicos de
los suburbios en la Universidad pública de Getafe cuando después de ponerse al
día sobre el botellón y la marcha del fin de semana querían posar, apoyados en
una barandilla fumando rubios, de adultos responsables y castigadores. Así
hablaban los hijos de los administradores de pequeñas empresas, de operarios de
fábrica o de los porteros de fincas que vivían en pisos de 70 metros cuadrados
en Móstoles, Fuenlabrada o Getafe. […] Ellos podrían llegar a ser los
directivos de las grandes multinacionales: eso les explicaban en las clases,
cómo se dirige una gran empresa multinacional y, por tanto, serían los jefes de
aquellos ingenieros que se creían tan listos».
El
escritor protagonista-narrador de Caminaré entre las ratas (a
quien la realidad de vez en cuando le da alcance y quien dice que es Richard
Ford el novelista que más le ha influido)escribe libros que no son de
género, libros «que sólo pretenden reflejar la vida de mi entorno
social y por tanto ser literatura». ¿No hay demasiados sueños literarios en
esta novela? Pregunto. ¿Por qué planificarse uno sus lecturas «con la intención
de entender un mundo que se empeñaba en dejarme siempre fuera de sus placeres,
un mundo del que en esencia desconocía las reglas más básicas de
funcionamiento»? ¿Existen personas, como un personaje femenino de la novela,
insertas «de forma contundente en el mundo de lo real» por el simple hecho de
«estar alejadas por completo del mundo literario»?
Más
didactismo en la novela. En esta ocasión nunca mejor dicho, pues, en un momento
determinado, leemos un razonado ataque «a los gurús de la nueva
educación» que incluye una defensa de la necesidad de los libros de
texto, entre otros asuntos. No obstante, aunque estoy muy de acuerdo en lo que
expresa aquí Pérez Vega (su protagonista, mejor dicho), considero que el
problema no es tanto el que se atiende en estas páginas, creo que ese no es el
debate, sino que el debate reside en qué enseñar más que en cómo enseñar:
en cualquier caso, se agradece la reflexión.
Como
también se agradece la divulgación de la teoría económica que hace David Pérez
Vega (bueno, el protagonista): Smith, Malthus, Ricardo…
Hay
mucha burla, siempre detallada, eso sí, contra el Gran Dios Capitalista,
como por ejemplo esta:
«Sé
que, en la actualidad, tienen que existir los directivos como Hans (los hijos-de que
irrumpen en la vida con su sueldo de 500.000 euros bajo el brazo), pero, por
favor, Gran Dios Capitalista, mantenlos en sus despachos aclimatados, lejos del
trabajo y convencidos de su valía, permite que lean el periódico, llamen por
teléfono a sus esposas o madres, saquen brillo a sus escudos de armas, que
cobren sus desmesurados salarios y que no tengan tentaciones de aportar ideas
reales».
El
protagonista-narrador (que lee a Primo Levi, quien siempre nos
recuerda, le recuerda a él, especialmente, «cómo hay que sobrevivir en lo
oscuro» y del cual dice: «es mi guía en la oscuridad») ha aprendido desde su
comienzo laboral «que no existen empresas corruptas, sino que la corrupción es
la esencia misma del sistema capitalista empresarial».
Resulta
a todas luces magnífica la explicación de qué es el neoliberalismo.
En el imaginario personal de determinadas personas, como algunos de los
personajes de la novela de Pérez Vega, «todos los hijos-de, los sobrinos-de, mujeres-del-sobrino-de eran
héroes convencidos y aguerridos luchadores contra la opresión y la esclavitud a
las que nos somete el Estado».
Y
Móstoles, el Móstoles de los últimos cuarenta años como
subescenario de una auténtica novela española de hoy en día, más actual que un
periódico.
«Éramos los
hijos de los pueblos pobres de España, emigrados, desde Andalucía o
Extremadura, hasta el extrarradio de Madrid. Nos habíamos creído, adueñándonos
de una mitología ajena, que podríamos llegar a ser tan aéreos como Michael
Jordan y estábamos, como no había dejado nunca de mostrarme mi padre, apegados
al suelo raso de los santos inocentes de Francisco Franco».
Porque
esta es la historia de los monos que nunca bailaron break. Una
historia en la que las ratas gigantes tienen, por fin, los días contados.
Gracias, José Luis.
Editorial Anagrama. 227 páginas. 1ª edición de 1997; ésta es de 2015.
De Ricardo Piglia (Adrogué, provincia de Buenos Aires, 1940 – Buenos
Aires, 2017) había leído hasta ahora buena parte de su obra: las novelas Respiración
artificial, Blanco nocturno y El camino de Ida; sus libros de
cuentos La invasión, Prisión Perpetua y Los
casos del comisario Croce, su ensayo El último lector y sus
diarios Los diarios de Emilio Renzi. Sabía que a Plata quemada se la
considera una de las novelas más destacadas de Piglia, uno de mis autores
favoritos de los últimos tiempos. No he había acercado a ella porque estuvo
envuelta en un escándalo en Argentina, cuando le fue concedido a Piglia allá el
premio Planeta, acusando a la editorial de haber concedido un premio pactado de
antemano por una novela que Piglia ya tenía contratada previamente. En
realidad, pensándolo en frío, lo llamativo es que algo así sea motivo de
escándalo en Argentina, cuando en España el hecho de que el premio Planeta (como
tantos otros correspondientes a editoriales privadas) está concedido de
antemano es de sobra conocido y aceptado. «¡Qué escándalo, he descubierto que
aquí se juega!», decía el policía de Casablanca en el local de Rick. Pues
eso. Que hubiera polémica con el premio Planeta concedido a Plata quemada no rebaja, en cualquier casa,
el aliento literario con el que Piglia pudo escribirla. Y, tras acabarla, digo
ya que se ha convertido en uno de sus libros favoritos para mí, que soy un gran
admirador. Vi la novela en La Casa del
Libro de Gran Vía, en Madrid, y sentí el impulso de comprarla y de leerla
de forma inmediata. Como así hice.
Según la contraportada, «esta novela
cuenta una historia real. Se trata de un caso de la crónica policial que tuvo
como escenarios Buenos Aires y Montevideo en 1965.» Al comentar en las redes
sociales que estaba leyendo esta novela, un contacto argentino me señaló que,
en realidad, no se trataba de una verdadera novela de no ficción sobre un
crimen real, al estilo de A sangre fría de Truman Capote, sino que Piglia se había
inventado casi todo. Llegó un momento que casi me convenció de que la novela al
completo era una ficción, pero algún otro contacto me hizo ver que el caso
policial sí que había existido en el Río de la Plata de 1965. He leído algún
artículo de la prensa uruguaya (sobre todo uno del escritor Leonardo Haberkorn) donde se precisa
que, aunque el caso policial fue real, Piglia se tomó más de una licencia
poética al recrearlo. En las páginas finales de la novela, Piglia ha dejado un
epílogo, que empieza con estas palabras: «Esta novela cuenta una historia
real.» (pág. 221), al final del epílogo narra el encuentro en un tren con la
novia de uno de los atracadores del banco, y dice que así es cómo comienza su
interés por la historia. Este encuentro, al parecer, es falso; o más bien,
también forma parte de la ficción. Me parece un juego interesante sobre los
límites de la ficción y el periodismo o la novela de investigación. Piglia le
hace creer al lector que todo lo que ha leído se ha basado en entrevistas con
los testigos, reproducciones de los juicios, los informes policiales o
psiquiátricos, y puede que no sea así, que, con el sustrato de un caso policial
real, lo cierto es que haya construido una ficción. En algún momento de la
novela, Piglia recrea los pensamientos de personajes que van a morir en el
tiempo narrativo del libro y, por tanto, no existe posibilidad real de que
pueda haber accedido a esos pensamientos en una investigación personal.
La discusión sobre la realidad o no
de lo narrado me parece interesante, pero no es determinante para el disfrute
de esta novela. Que lo contado esté basado en un informe policial o provenga de
la imaginación de Piglia no hace a la obra literaria más o menos valiosa; el
triunfo de un libro como Plata quemada
(o de cualquier otro) ha de ser literario, ha de contener una verdad en su
propia lógica, sin necesidad de apoyarse en el dato que provenga de la pura
realidad.
A finales de 1965 un grupo de
delincuentes comunes recibe un soplo sobre un furgón que ha de salir de un
banco, en San Fernando, un barrio residencial a las afueras de Buenos Aires,
con el dinero de los sueldos de una compañía, y organizan un asalto. El atraco
no va a ser nada sofisticado; de hecho, la banda de criminales retratados en Plata quemada pertenece a «la pesada»,
que es, como en jerga argentina, se designa a un grupo de criminales violentes
y con facilidad para usar armas de fuego. En el atraco están involucrados
miembros de la policía, pero el grupo de delincuentes decide jugársela y huir
con el dinero sin repartirlo con ellos. La idea será permanecer unos días en un
departamento de Buenos Aires, para pasar poco después a Montevideo, donde
tienen preparado otro departamento y esperar allí a que se calmen las aguas.
En el primer capítulo Piglia
presenta a sus personajes y el escenario en el que se va a cometer el crimen.
Entre el elenco de personajes destacan «los mellizos»: «Los llaman los mellizos
porque son inseparables. Pero no son hermanos, ni son parecidos.». Dorda es
grande y rubio, un tipo casi sin palabras,
el «Gaucho Rubio» le llaman. Un tipo que, como nos recordará su informe
psiquiátrico de la cárcel oye voces dentro de su cabeza, a las que siente como
una interferencia de radio. Dorda procede del interior, del campo, donde empezó
a matar pequeños animales, hasta que pronto asesinó a una persona, iniciando
una carrera de «criminal nato». El Nene Brignone es flaco y además es la voz de
Dorda, con el que parece entenderse por gestos. Dorda y Brignone también son amantes,
aunque ninguno se consideraría a sí mismo como un «homosexual». En gran medida,
Plata quemada es una novela sobre «vieja
masculinidad», sobre un mundo de hombres que confían en la violencia y la
agresividad como un modo de vida, en un mundo de hombres cuya idea de gallardía
y valor es la de morir antes de entregarse a la policía, la de morir matando.
«La escuché como si me encontrara frente a una versión argentina de una
tragedia griega. Los héroes deciden enfrentar la muerte y resistir, y eligen la
muerte como destino.», escribe Piglia en el epílogo, en la página 225 del
libro.
Uno de las grandes logros de la
novela es la mezcla de registros lingüísticos, desde el puramente periodístico,
al policial, al psiquiátrico, y sobre todo al propio de los criminales
rioplatenses, «Yuta», «cana» o «taquería» serán, por ejemplo, tres sinónimos de
«policía». Otro de los logros de Piglia es su capacidad para contar la historia
sin juzgar a los personajes. En realidad, tanto policías como criminales
parecen pertenecer al mismo mundo siniestro. Piglia no enfrente a la luz contra
la oscuridad, ni al orden frente al caos, sino a dos haces de oscuridades
diferentes que chocan entre sí. Además se habla también aquí de los «crímenes
ideológicos», puesto que las bandas políticas y terroristas que luchaban por la
vuelta de Perón al país en más de un caso han devenido, y se han mezclado, con
la delincuencia común. «Los pistoleros se cortan, en el momento de ser
detenidos, con yilé, en los antebrazos y en las piernas para no ser picaneados.
“Si hay sangre no hay picana, porque con la corriente te vas en seco”.», (pág.
60) así se habla de las torturas policiales.
Me ha gustado que también aparece en
Plata quemada como personaje Emilio
Renzi, un joven periodista que está realizando una crónica del caso. Renzi es
el alter ego de Piglia, que aparece en más de uno de sus libros. En Plata quemada se hace una descripción de
Renzi (con anteojos y pelo enrulado) que coincide con la del mismo Piglia. En Los diarios de Emilio Renzi, Piglia
usaba a este personaje para hablar de sí mismo. En estos diarios, Piglia
mostraba en muchos momentos su interés por el género policial. Si bien en obras
como Blanco nocturno, homenajea a
autores como Raymond Chandler, en Plata
quemada parece homenajear a los libros de crímenes reales, como el que ya
he citado A sangre fría de Truman
Capote.
El final del libro me ha parecido
muy bello, intercalando las violentas escenas de un tiroteo entre la policía y
los delincuentes con los recuerdos de la infancia de Dorda. En estas páginas,
Piglia consigue que el lector sienta empatía y compasión por Dorda, el
«criminal nato».
Ricardo Piglia es un autor de
grandes páginas, de grandes rachas literarias en sus libros, y en más de un
caso sus novelas acaban por írsele de las manos o por desinflarse. Plata quemada me ha parecido tal vez su libro más redondo;
una obra de arte muy lograda.
AHORA SÍ, MI LISTA DE LAS 10 MEJORES LECTURAS DE ESTE AÑO TAN LOCO.
Editorial Maclein y Parker. 322 páginas. 1ª edición de 2019.
He coincidido, como autor, con Manuel Moya (Fuenteheridos, Huelva,
1960) en la editorial canaria Baile del Sol y también somos amigos de Facebook,
donde alguna vez hemos intercambiado algún comentario. Yo sabía que Moya es
poeta y que además ha traducido al español al poeta portugués Fernando Pessoa. Cuando la atractiva
editorial sevillana Maclein y Parker
publicó en 2019 su novela Colibrí con hielo me apeteció
leerla. Me llegó a casa hace ya unos meses y, por esas circunstancias extrañas
que siguen a veces conmigo los libros, me he acercado a ella más o menos un año
después de recibirla.
El narrador de Colibrí con hielo es Gerald Osborn, un inglés de Coventry, de
treinta y tantos años, que lleva siete viviendo en París. Llegó a la ciudad
siguiendo los pasos de muchos de los escritores que admira como Ernest Hemingway o Francis Scott Fitzgerald, ya que Gerald es, o más bien ha querido
ser, un escritor. En el tiempo de la narración trabaja, en realidad, como negro
literario de un escritor que fue famoso unas cuantas décadas atrás y que ya se
encuentra agotado, pero del que sus editores quieren seguir extrayendo réditos.
Así, casa día pasará unas horas en su casa terminando la que posiblemente va a
ser la última novela de la carrera del escritor de exitoso pasado. «Había
fracasado en mi carrera de escritor y había caído en lo más oscuro de las
tinieblas.», nos dirá Gerald en la página 155.
La novela empieza con Gerald
abandonado por Branche, una mulata caribeña de Curaçao, y pasará a contarnos la
historia de este amor. Así sabremos que al principio Gerald estaba con Carlota,
quien también le abandona, y luego pasará a conoce a Branche, que viajó desde
las Antillas hasta París porque deseaba ser actriz y se guiaba por los
recuerdos y los sueños de su madre.
Parte de la tensión dramática del
libro se producirá porque en la casa del viejo escritor, donde Gerald ha de ir
a trabajar, viven Michel y Roger, que son dos jóvenes semidelincuentes, que el
viejo acogió en su casa; dos jóvenes a los que el viejo escritor conoció en los
entornos de jóvenes que trabajaban de chaperos. Ellos serán los que propongan a
Gerald empezar a robar las primeras ediciones de libros dedicados para
venderlos en el mercado de coleccionismo. Gerald empezará a necesitar dinero
porque para tratar de curar la nostalgia que siente Branche por su isla, se
están empezando a gastar mucho dinero en comprar objetos provenientes de allí,
que les permitan reconstruir en un piso de sesenta metros cuadrados de París la
isla de Curaçao. En esta idea de la isla en un piso se rompe en gran parte el
sentido de la narración realista del libro, y si bien en otras páginas Moya ha
estado homenajeando a escritores como Hemingway o Fitzgerald, ahora más bien se
homenajea la libertad creativa de Julio Cortázar
o el humor triste e irónico de Alfredo
Bryce Echenique.
Hasta cierto punto, me estaba
pareciendo que Colibrí con hielo
podía leerse como un simpático pastiche de las novelas de escritores en París
que todos hemos leído en nuestra juventud, pero diría que estas páginas, en las
que la novela se adentra en el realismo mágico o en el surrealismo, consiguen
elevarla.
Manuel Moya ha destacado como poeta,
y alguno de sus poemarios, como La posesión del humo (1997, firmado
por su heterónimo Violeta C. Rangel)
ha sido traducido a varios idiomas. Se nota que Moya es poeta en la cuidada y
sonora prosa de Colibrí con hielo,
novela en la que abundan las sorprendentes metáforas y comparaciones, que en
muchos casos tienen que ver con la naturaleza y, más concretamente, con el
mundo animal (varias veces se hacen, por ejemplo, juegos literarios con la
imagen de los ñus en estampida).
Al principio me estaba preguntando
por la época en la que Manuel Moya estaba situando su historia. Al final he
venido a concluir que tenía que ser sobre el año 2000, puesto que en el París
de la novela aún se paga con francos (el euro entraría en vigor en 2002), pero
ya existen los móviles, Michel
Houllebecq es un escritor reconocido y Lance Armstrong ya había ganado
algún Tour de Francia. En una anotación final, Moya nos indicará que escribió
la novela entre 2006 y 2018.
También me interrogaba acerca de la
idea de que Moya haya elegido como protagonista de su historia a un inglés,
cuyas palabras el lector recibe en un español más que correcto, que además
juega a mezclar registros ligüísticos, y en más de un caso es realmente un
español muy castizo. Ya he dicho que la prosa de Moya contiene una carga
metafórica importante, pero también es importante señalar que Gerald usa muchos
giros propios de un lenguaje oral bastante coloquial. Me pareció raro que un
inglés, que vive en París, use en su discurso términos como «vivales», «pija» o
«capullo». Sobre este tema Moya le tiene preparada al lector una curiosa
sorpresa, que nos adentra en otro juego literario: en la página 299, y por
tanto ya en el tramo final de la novela, leeremos la siguiente anotación a pie
de página: «Nota del traductor: Invito al lector curioso a la lectura del
último capítulo de La mano en el Fuego,
Ed. Calima, 2006.» Es decir, un supuesto traductor de la novela, anima al
lector a acercarse a otro de los libros de Manuel Moya. De este modo, se está
suponiendo que es el traductor de un texto inglés quien recrea este lenguaje
castizo en español para el lector de una novela que, originalmente, fue escrita
en inglés.
Las alusiones y guiños literarios
son constantes en la novela, unas alusiones y guiños hacia las lecturas
literarias de París que continuamente buscan la complicidad del lector.
Como he comentado al principio, Colibrí con hielo va creciendo a medida
que el lector se adentra en su lectura y acaba siendo una entretenida novela de
relaciones amorosas y picarescas, con el trasfondo del París literario de
fondo. El espíritu romántico de Hemingway o Fitzgerald, o el más juguetón e
irreal de Cortázar y Bryce Echenique sobrevuelan estas páginas. Una buena
novela, que quedó en 2020 finalista del XXVI Premio Andalucía de la Crítica.
El escritor Antonio Tocornal leyó mi novela “Caminaré entre las ratas” y escribió esto sobre ella:
«Casi 350
páginas bien hinchadas leídas en tres días ya dice mucho a favor de este libro.
La maquetación en formado grande, con márgenes estrechos y la letra mediana han
metido en 343 páginas lo que calculo que podría haber ocupado cerca de 500 en
una edición más holgada, así que más a su favor.
No había leído nada de este autor, que ha
tenido la mala fortuna de sacar esta novela en tiempos de coronavirus, pero el
boca a oreja hace su trabajo y un par de comentarios elogiosos provenientes de
lectores de los que me fío me indujeron a comprar el libro, que estuvo en «la
torre de lecturas pendientes» apenas tres o cuatro semanas.
Caminaré entre las ratas es un retrato hiperrealista de una generación que
no tuvo suerte: los españoles nacidos en los setenta (una década después de la
mía). Es una generación que fue engañada; les dijeron que estudiando
conseguirían un buen trabajo, y vimos salir de las facultades a un ejército de
licenciados que, cuando no emigraban, vivieron en casa de sus padres hasta los
cuarenta años porque con sus títulos, sus másteres y sus idiomas, ganaban lo
mismo que un dependiente de una hamburguesería. Los mismos que no pudieron, a
diferencia de los más viejos y de los más jóvenes que ellos, disfrutar del sexo
sin demasiadas restricciones a los veinte años, porque el miedo al SIDA ya se
había generalizado.
Es una terrible sinécdoque, porque como digo,
se dibuja a una generación entera pero se hace perfilando hasta el más mínimo
detalle a uno solo de sus miembros. En el libro se narra en primera persona el
día a día de Domingo, un espécimen, a punto de cumplir cuarenta años, de esa
generación en el Madrid del 2013, tomado por una economía liberal, por la
crisis del ladrillo que desemboca en el infratrabajo y en el rechazo al
inmigrante, por el nacimiento de una extrema derecha organizada, y por una
plaga de ratas gigantes que deambulan por la ciudad sin que nadie le dé
demasiada importancia, como metáfora de las dificultades y de las amenazas que
asaltan al narrador-protagonista tras cada esquina, tras cada gesto, pero que
son asumidas por una desidia generalizada de la población y las autoridades que
las ignoran. Parece que no hay horizonte, y el fantasma del amigo que se quitó
la vida lo persigue como mostrándole el camino.
El refugio del sexo en internet no es más que
una trampa que acaba por hundirlo en la depresión. Las inquietudes artísticas
del narrador —intenta ser escritor— no es más que otro foco de frustraciones,
porque a pesar de su pasión por la alta literatura, se da cuenta de que su
obsesión de ser publicado con dignidad nunca podrá ser satisfecha, ya que se
esté en el escalón que se esté, siempre parece insuficiente; siempre se mira
con envidia al escritor arribista o que sabe manejar mejor sus contactos y que
ya está, sin merecerlo, en el escalón superior, como el galgo más veloz de las
carreras, que ve que por mucho que corra nunca atrapará a la liebre mecánica.
Domingo le confiesa al lector lo que no se
atreve a confesar a sus padres, a sus mejores amigos, a su psicólogo, así que
el lector se convierte en testigo confidente de unos fantasmas interiores en
los que es muy fácil reconocerse porque todos tenemos los mismos demonios
vergonzosos y todos hemos cultivado, en mayor o menor medida, los mismos
fracasos.
Un perfil de narrador tan semejante al del
propio escritor (misma edad, trayectoria profesional, aficiones, ciudad) nos da
una pista bastante fiable de por qué la autoficción propuesta tiene tanta
credibilidad, pero no debemos hacernos nunca la pregunta de cuánto hay de
verdad y cuánto de ficción en esta historia (ni en ninguna). No sería elegante
y ¿acaso importa?
Sin embargo, esa invitación al lector a
participar en la intimidad, ese paso de ser simple espectador a devenir voyeur es,
desde mi punto de vista, el secreto del éxito de esta extensa novela: uno
quiere saber, y por esa razón, sin importar en qué página se deje la lectura,
ya está sembrada la curiosidad de qué irá a pasar en la siguiente.»
Editorial Cátedra. 319 páginas. 1ª edición de 1968; ésta es de 2018.
Edición de Enrico Mario Santí
De Reinaldo Arenas (Aguas Claras, Cuba, 1943-Nueva York, 1990) había
leído hasta ahora dos libros: Antes que anochezca (1992) y Celestino
antes del alba (1967). Antes que
anochezca es un libro de memorias, que principalmente quiere denunciar la
persecución que sufrió Arenas en Cuba por ser un escritor libre y por ser
homosexual. Este libro póstumo (cuando acabó de escribirlo se suicidó), que leí
ya hace unos veinte años, me encantó. Después me acerqué con gran disposición a
Celestino antes que el alba, su
primera novela, y sufrí una decepción. La apuesta de la novela a favor de la
alucinación no realista me pareció excesiva. Esta segunda lectura me quitó las
ganas de acercarme a una serie de novelas enlazadas que empiezan con El
palacio de las blanquísimas mofetas. Sin embargo, recuerdo que mi amigo
el escritor Federico Guzmán me decía
que para volver con Reinaldo Arenas debía leer la que fue su segunda novela, El
mundo alucinante.
En los Reyes de 2020 me regalé a mí
mismo este libro. Me he acercado a él después de leer Testimonios de la orgía del
también cubano Abilio Estévez, donde
hablaba de él.
La historia de la publicación de la
novela no deja de ser accidentada: Arenas la escribió en 1965, y en 1966 ganó
con ella una Mención en el concurso «Cirilo Villaverde» de la Unión de
Escritores y Artistas de Cuba, que fue ese año declarado desierto. Aunque
Arenas prometió revisar el texto para tal vez ganar y ser publicado, la novela
no se pudo publicar y, de forma clandestina salió del país y se publicó, por
primera vez, traducido al francés en 1968. Hasta 1969 no se publicó en español
en México. En Cuba sigue sin haberse publicado.
Esta distorsión en las fechas ha
dado lugar a más de un equívoco: en el prólogo que escribió para la edición
venezolana de 1980, Reinaldo Arenas se queja de que la crítica ha afirmado que El mundo alucinante ha sido influido por
obras del realismo mágico latinoamericano que se escribieron y publicaron
después de la suya, como Cien años de soledad (1967) de Gabriel García Márquez.
La novela es una parodia fantástica
de las Memorias de Fray Servando
Teresa de Mier, un héroe bastante olvidado de la independencia mexicana. En el
prólogo, Arenas cuentas que descubrió a Fray Servando en un libro de historia y
que no pudo dejar de buscar toda la escasa información que había sobre él.
El comienzo de El mundo alucinante me ha recordado al de Celestino antes del alba, ya que nos acerca a la infancia de Fray
Servando en un entorno rural y violento. Igual que ocurría en Celestino antes del alba, en El mundo alucinante, los familiares de
Celestino o Servando quedan retratados por la fiereza con la que se relacionan
con los animales o con el niño protagonista. «Ella movió un dedo sobre el que
tenía una vela y me la apagó sobre un ojo» (pág. 94); «Te escapas por la
cerradura. Te cortas las manos y las siembras» (pág. 96). Esta recreación
alucinada de la infancia me ha recordado al libro Madurar hacia la infancia
del ucraniano Bruno Schulz, donde la
descripción metafórica del mundo que hacía el niño se convertía en real en sus
ojos. Por ejemplo, el padre de Bruno Schulz
no se movía por las paredes de su tienda de telas como una araña, sino que se
transformaba en “una araña”; pues así es como ve Fray Servando la violencia de
sus familiares sobre él: su madre le vierte cera de una vela en los ojos o le
corta las manos de un modo metafórico-alucinado-real.
Servando deja Monterrey para
ascender (literalmente lo hace sobre una montaña de botellas) hasta la Ciudad
de México, donde entrará en un seminario. Diría que en las escenas del
seminario, Arenas hace un homenaje a La vida del Buscón de Francisco de Quevedo, puesto que esta
parte está narrada en clave picaresca y recuerdo –de la edición de Cátedra en
la que leí El Buscón– que ante una
inocentada en la que los estudiantes arrojaban nabos a Pablos, Quevedo dice que
aquello era una «batalla nabal», con ese error ortográfico tan oportuno. En el
seminario los estudiantes arrojan a Servando velas encendidas y a esto Arenas
lo llama «batallas capillales».
El joven Servando, ya ordenado
sacerdote, se ha convertido en el mejor predicador de México. Por ello le será
encomendado dar un discurso sobre la Virgen de Guadalupe en la Navidad de 1794.
Las palabras que elige para hacerlo le perseguirán toda la vida. Ante todas las
autoridades del virreinato, Servando va a afirmar que la aparición de la Virgen
en América es anterior a la llegada al continente de los españoles, y por tanto
de ningún modo se justifica su presencia allí. Empezará entonces una
persecución a Fray Servando que va a durar toda su vida y que se desarrollará
por dos continentes, América y Europa.
Arenas dice en el prólogo de su
novela que Fray Servando es él mismo. En clave fantástica, alucinada y
paródica, Arenas está hablando de sí mismo a través de Fray Servando. Como él,
Arenas proviene de un mundo rural de violencia y, como joven, llega a la
capital de su país para formarse (en un caso México y en el otro Cuba) y ante
su palabra escrita, en la que los dos expresan su pensamiento con libertad, van
a sufrir censura y persecuciones por parte del poder. Fray Servando acabará
pasando por múltiples cárceles. Las miserias que pasa en ellas serán
minuciosamente descritas. También acabará en El Morro, la cárcel habanera en la
que estuvo Arenas.
«He sido desterrado de mi patria y
vilipendiado, solamente porque quise que la verdad ocupase su lugar sobre todas
las sartas de ruindades entre las cuales he tenido que deslizarme» (pág. 181).
En la novela se critica con saña a
la Inquisición; de forma exagerada en muchas de las calles de las ciudades de
la novela se queman a supuestos herejes. Arenas escribe en contra de cualquier
sociedad que reprima la libertad de pensamiento del individuo, y en este
aspecto es donde choca con el régimen cubano. Recordemos que El mundo alucinante todavía no se ha
publicado en Cuba, cuando han pasado ya más de cincuenta años de su aparición.
Hay partes de El mundo alucinante que están escritas en primera persona, en
segunda y en tercera. Aunque las tres tienden a la exageración y la fantasía,
diría que la primera persona, cuando toma la palabra directamente Fray Servando,
es en la que estos elementos compositivos de la exageración y la fantasía se
llevan más al extremo. En más de una ocasión, las tres voces narrativas narran
la misma historia con enfoques diferentes. En el prólogo Arenas dice que los
mecanismos de la Historia le parecen insuficientes para acercarse al pasado. De
hecho, en más de un capítulo de El mundo
alucinante he pensado en el prólogo de Cien
años de soledad, que acompañaba a la edición conmemorativa de la RAE y
Alfaguara. En él se decía que García Márquez describía la realidad americana
con el tono fantástico con que la describieron en sus bitácoras los primeros
navegantes europeos que llegaron al Nuevo Mundo. Y esto es lo que hace en gran
medida Arenas, unos años antes que García Márquez (conviene recordarlo).
La novela es tremendamente
posmoderna. Además de todos sus elementos fantásticos, aparecen en su trama
personajes literarios, como el Orlando de Virginia Woolf, que será la persona
encargada de presentar a Fray Servando a la nobleza inglesa. También Fray Servando
será capaz de huir encarnado en otra persona. No disfrazado de otra persona,
sino siendo «otra persona». Este tipo de detalles, unido a la inverosimilitud
de las relaciones de causa-efecto establecidas en las escenas, me ha hecho
pensar que El mundo alucinante ha ejercido
una gran influencia en la obra de César
Aira.
Me ha parecido divertida la
descripción que Arenas-Servando hace de la ciudad de Madrid. Una crítica
realmente severa, en la que parecía Thomas
Bernhard hablando de Viena. «En general se dice que los hijos de Madrid son
cabezones, chiquitos, farfullones, culoncitos, fundadores de rosario y
herederos de presidios, y eso también es verdad, pues no existe sobre la tierra
pueblo más corrompido y sucio» (pág. 162).
Se explica en el prólogo que el
título, El mundo alucinante,
posiblemente sea una parodia de la novela El siglo de las luces de Alejo Carpentier. Ya conocía la
animadversión de Arenas hacia Carpentier por mi lectura de Antes que anochezca. Para Arenas, Carpentier es un escritor servil
y complaciente con el poder. Gracias al prólogo de Enrico Mario Santí sé que
Carpentier estuvo, por dos veces, en el jurado que impidió que Celestino antes del alba y El mundo alucinante ganaran los premios
de la Asociación de Escritores de Cuba. El tramo final de El mundo alucinante se vuelve especialmente barroco al parodiar el
estilo de Carpentier y en él se critica a un poeta que no para de hacer loas al
nuevo poder del México independiente, que pronto se mostrará tan injusto como
el anterior, en una clara alusión, de nuevo, a la situación cubana.
El mundo
alucinante me ha gustado más que Celestino
antes del alba, me ha parecido un libro más maduro. Las páginas de esta
novela contienen imágenes fantásticas muy poderosas, como esas en las que Fray
Servando está encadenado de tal modo que las cadenas forman una inmensa bola de
acero a su alrededor, lo que hará que se derrumbe la prisión en la que está
encerrado y aparezca rodando en la batalla de Trafalgar. Sin embargo, también
he de decir que algunas de las relaciones causa-efecto ilógicas del libro me
expulsaban a veces de él. Decía Borges
que las narraciones fantásticas funcionan cuando el lector percibe que están
construidas con unas reglas, con una lógica interna férrea; y la ausencia de
reglas constructivas de El mundo
alucinante me ha superado en más de una ocasión. Sobre todo me ha ocurrido
con la parte final, en la que la crítica a los poetas institucionales –dardo
envenenado y personal a Alejo Carpentier– no parecía que acabara de seguir la
lógica de la novela.
Admiro de Reinaldo Arenas su libertad y la contundencia de su prosa, pero sigo pensando que sus memorias, Antes que anochezca, es el libro que más me gusta de él y al que quiero volver. En cualquier caso, este próximo diciembre de 2020 se cumple el 30 aniversario de la muerte de Reinaldo Arenas y es un escritor cuyo deseo de libertad siempre debemos recordar.
El Wendigo y otros cuentos extraños y macabros, de Algernon Blackwood
Editorial Valdemar. 457 páginas. 1ª edición de los cuentos entre 1906 y 1929; ésta es de 2020.
Traducción de Francisco Torres Oliver, José María Nebreda y Marta Lila Murillo
De Algernon Blackwood (Shooter's Hill, Inglaterra, 1869 – Londres,
1951) había leído hasta ahora, también publicado por la editorial Valdemar, el libro John Silence, investigador de lo oculto.
Lo leí en septiembre de 2007, hace ya tiempo. Me dejó una buena impresión. La
apuesta me parecía atractiva: en 1908, Blackwood crea a John Silence, un
detective en la estela de los clásicos Sherlock Holmes o el Padre Brown, pero
que, a diferencia de estos investigadores más terrenales, se dedica a
investigar casos paranormales. Más de una vez, desde entonces, había hojeado en
la biblioteca de Móstoles, una antología de cuentos de terror de Blackwood, que
contenía El Wendigo, que sabía que era una de sus narraciones más
famosas. Sin embargo, no me decidí a leerlo porque era un libro muy antiguo,
con la letra pequeña y no me fiaba de su traducción.
Al ver en las librerías de Madrid
que Valdemar había publicado, había unos meses, un nuevo libro de Algernon Blackwood
me apeteció solicitárselo para poder leerlo y reseñarlo. Me lo enviaron muy
amablemente.
El Wendigo y otros relatos extraños
y macabros está formado por 23 cuentos, tomados de nueve
colecciones publicadas por Blackwood entre 1906 y 1929.
El primer cuento es La
casa vacía, y en él aparece por primera vez el personaje de Jim Shorthouse,
que volverá a aparecer en otros de los primeros relatos seleccionados en la
antología. Imagino –el volumen de Valdemar no lo aclara– que estos primeros
cuentos en los que aparece Shorthouse, que es una suerte de investigador de lo
paranormal, pertenecer al libro La casa vacía y otras historias de fantasmas,
publicado en 1906. El libro John Silence,
investigador de lo oculto es de 1908, y este otro investigador, Jim Shorthouse,
parece un antecedente claro de Silence. En La
casa vacía, Shorthouse acude al llamado de una tía para investigar con ella
una casa abandonada de su pueblo, donde en el pasado ocurrió un crimen, y se
dice que aparecen fantasmas. La casa
vacía es un conseguido cuento clásico de fantasmas, con una gran creación
atmosférica.
El segundo cuento, Una
isla encantada, abandona Inglaterra y nos acerca hasta Canadá, que va a
ser el escenario de un número no desdeñable de relatos de este volumen. De
joven, Blackwood dejó su Inglaterra natal y viajó hasta Canadá y Alaska, donde
desempeñó diversos oficios. Aquellos amplios paisajes de naturaleza primigenia
causarían una honda impresión en él, y se convertirán en escenarios para
algunos de sus relatos y miedos más profundos. En Una isla encantada un
estudiante, que se encuentra solo en una isla, recibirá la inesperada visita de
unos inquietantes indios. De nuevo, es un gran relato de atmósfera, que será lo
que destaque en la creación de Blackwood, en gran medida por encima de sus
tramas.
Me gusta el comienzo de Un
caso de oídas: «Jim Shorthouse era la clase de hombre que siempre
complicaba las cosas. Todo lo que entraba en contacto con sus manos o su mente
acababa en un estado irremediable de confusión.» (pág. 45). En este cuento, el
narrador nos va a hablar de los sucesos extraños que tenían lugar en una
habitación contigua a la suya en una pensión. Diría que J. M. James ha podido ser una influencia sobre Blackwood, ya que un
cuento también de pensiones encantadas, sería La habitación número 13,
del libro Historias de fantasmas de un anticuario, publicado en 1904, el
primer libro de James, el que estoy seguro que Blackwood tuvo que leer.
Un caso de oídas también es
un cuento de fantasmas y, aunque es un relato impecable, el lector siente que,
después de dos cuentos leídos de Blackwood la sensación de que la sorpresa ha
disminuido. Creo que sería recomendable leer este tipo de libros con calma,
intercalando otros entre la lectura de los cuentos. Yo, por ejemplo, leí dos
novelas entre medias. Al leer el cuarto cuento, Cumplió su promesa, en el
que un estudiante recibe en su casa la visita de un amigo al que no ve desde
hace tiempo, el lector ya sabe que ese amigo ha de ser, de nuevo, un fantasma.
Cuando le leído los libros de
cuentos de un escritor fantástico actual como es el argentino Elvio E. Gandolfo, me encantaba la idea
de que jugaba con los géneros y las expectativas del lector. Así en Ferrocarriles
Argentinos, por ejemplo, el lector se podía acercar a un cuento de
terror, el siguiente era un policía, luego uno de ciencia-ficción, luego uno
costumbrista, y no ocurría como con estos cuentos de Blackwood, en los que el
lector ya sabía qué camino iba a tomar la narración. Y esto no quiere decir que
los cuentos de Blackwood no funcionen de forma individual, porque son realmente
piezas muy logradas dentro del género.
Algo diferente en sus presupuestos
me resulta Con la intención de robar, que más que un cuento de fantasmas
es un cuento de posesiones diabólicas, en el que también aparece Jim Shortouse.
En Smith: Un suceso en una casa de
huéspedes, volvemos al tema de las pensiones y a lo que ocurre en las
habitaciones cercanas. Su construcción me ha resultado similar a alguna de las
narraciones de H. P Lovecraft, como
por ejemplo La música de Erich Zann. De hecho, Lovecraft comenta las obras
de Blackwood con profusión en su estudio sobre el género de terror titulado El
horror sobrenatural en la literatura, donde mostraba su admiración por
el maestro inglés. Con esta antología he podido comprobar que Blackwood es una
de las influencias más claras en la obra de Lovecraft.
Me desconcierta un poco Skeleton
Lake: un suceso en el campamento, que me parece que es el cuento más
corto del conjunto, y acaba por no ser un cuento de fantasmas sino de
violencia.
En El que escucha volvemos
al cuento de pensiones, pero esta vez más que un cuento de apariciones, es un
cuento de posesiones y locura, que me acaba pareciendo original y conseguido.
En la página 157 llegamos a uno de
los centros volcánicos de este libro, a Los sauces, que más que un relato
sería ya una novela corta, pues sobrepasa las 60 páginas del formato de página
amplia de Valdemar. De hecho, he visto esta historia publicada de forma
independiente como si se tratase de una novela. Según H. P. Lovecraft, Los sauces, publicada en 1907 es «el
mejor cuento sobrenatural en la historia de la literatura inglesa». No sé si
cabe mayor elogio. He leído Los sauces
y podría simplemente dar la razón a Lovecraft, con tan solo el permiso del
propio Lovecraft, que es el escritor de El color surgido del espacio, que es
otra completa maravilla de relato de terror. En Los sauces dos amigos hacen un viaje en canoa por el Danubio y
tienen que parar a acampar en una de las solitarias islas que se forman en su
interior, un extraño lugar en el que tal vez se estén conjurando fuerzas cósmicas.
De nuevo diría, que Los sauces ha
influido bastante en la obra de Lovecraft, ya que puede ser un claro
antecedente de su «terror cósmico».
A Los sauces le siguen algunos relatos que son más flojos e inocentes
que los leídos hasta ahora, como El baile de la muerte o La
víspera de la fiesta de mayo.
El cuento de
fantasmas de la mujer es diferente y más interesante,
porque está narrado por una mujer. No hay muchos personajes femeninos,
ciertamente, en este libro de Backwood.
En la página 263 llegamos al otro
volcán en erupción del libro, la novela corta El Wendigo, que supera las 50 páginas en el formato de Valdemar.
Volvemos a los grandes bosques canadienses, a los cazadores que han de
enfrentarse a los espacios primigenios del planeta. En este caso, un cazador y
su ayudante tendrán que vérselas con «el Wendigo», un ser primordial y
mitológico que habita esos parajes. Lo mejor del relato es que el Wendigo
siempre se muestra en la distancia, de forma sutil. Otro gran logro narrativo.
Igual que me ocurrió al acabar Los sauces, el cuento que sigue a El Wendigo, que se titula El
embrujo del mar, me parece flojo y prescindible. El incendio del páramo es
original, pero el libro aún no consigue remontar.
En El hechizo de la nieve,
Blackwood parece convertirse en un narrador más joven e ingenuo. No es un mal
cuento, pero no está a la altura de las grandes piezas de este libro.
En Transferencia el libro
remonta. De hecho, diría que a partir de este cuento, los terrores de Blackwood
me parecen más modernos y sutiles, trascendiendo al simple cuento de fantasmas.
Me ocurre igual con Cómplice, que es relato original sobre un turista que puede
vislumbrar la violencia que va a sufrir otra persona.
Luces antiguas sobre un
pequeño bosque hostil y encantado está bien, pero no a la altura de los grandes
cuentos del libro.
La otra ala, donde el
protagonista es un niño que explora la gran mansión de sus antepasados me
parece un texto destacado y moderno. Igual me ocurre con El ocupante de la habitación,
donde al añadir un nuevo elemento como es el suicidio el cuento cobra nuevos
vuelos.
En El valle de las bestias
volvemos a los grandes bosques canadienses y sus secretos. Esta vez el
tratamiento de la historia es diferente al de otras narraciones, y se convierte
en un relato original y sugerente sobre el poder de la naturaleza.
La bolsa de viaje tiene algún
elemento original, dentro de los planteamientos de Backwood, pero acaba
resultando previsible.
En resumen, El Wendigo y otros relatos extraños y macabros contiene dos novelas
cortas muy potentes, que son Los sauces
y El Wendigo, y algunos cuentos
destacados dentro del codificado género del género de fantasmas. Me ha
sorprendido ver que Algernon Blackwood es una de las influencias más claras en
la obra de H. P. Lovecraft. Como ya he señalado, recomendaría leer este libro
intercalando otros entre medias. Sin embargo, también debo decir que, dejando
aparte las antologías, este libro de Valdemar, con un solo autor, se ha
convertido en uno de mis favoritos de la editorial.