domingo, 30 de diciembre de 2012

Materias de libre competencia y regulación, por Andrés Florit Cento


Editorial Das Kapital. 103 páginas. 1ª edición de 2011.

A finales de 2011 mi amigo el poeta chileno Leandro Hernández me envió desde Santiago un paquete con libros no editados en España, como la novela Este libro vale un cadáver de Marcelo Lillo, o dos novelas disparatadas de Mario Levrero, que por fin el pasado mes Mondadori (aunque sea en edición de bolsillo) se ha decidido a publicar aquí: Nick Carter se divierte mientras el lector es asesinado y yo agonizo y La banda del ciempiés. En el paquete además incluyó, como regalo de los editores que le publicaron su poemario Umo, varios libros de poesía de Das Kapital.
Ya he comentado en el blog que me ocurre algo curioso con la poesía: yo la escribo a veces, y cuando siento que debo escribirla, me parece durante unos meses lo más importante del mundo; durante esos periodos de tiempo además suelo interesarme más por leer poesía, que en cualquier caso (a la vista está en el blog) suele ser para mí una lectura minoritaria.
Así que, como ahora estoy más enfrascado en escribir prosa, me he acercado bastante poco a la poesía durante el último año, y mi mala conciencia ante esos libros regalados por Das Kapital, ante esos bonitos libros en ediciones de 300 ejemplares, crecía. Ha sido en noviembre cuando he tomado de la estantería de libros inleídos (la poesía tiene en mi casa su propia balda del Ikea de libros inleídos) este poemario de Andrés Florit Cento (Santiago, 1982), y la verdad es que el resultado ha sido sorprendente: me ha gustado mucho; me ha emocionado incluso que un libro publicado en una edición de 300 ejemplares y escrito por una persona que el momento de la publicación no llegaba a los 30 años pudiera parecerme tan bueno. Chile, como ya sabíamos, es un país de poetas.

El primer verso de Materias de libre competencia y regulación, “No es difícil dominar el arte de perder”, parece toda una declaración de principios. La voz que Andrés Florit elige para este poemario es la de un urbanita desencantado y solitario, que parece conformarse con la observación pacífica de lo que le rodea y que constituye, en todo caso, una realidad en la que no quiere o no puede involucrarse. En cierto modo, hay algo del detenimiento de la poesía oriental en estos versos, como si un poeta de una edad mucho mayor que la del autor dominase su mirada desapegada sobre el mundo. Así, en muchos momentos de los primeros poemas del libro nos encontramos con versos celebrativos sobre lo contemplado, que a pesar de su afirmación no dejan de tener un poso de tristeza: “Estoy absorto / en cosas mínimas y disfruto de la maravillosa lentitud del día” (pág. 7); “Me gusta la hora en la que se encienden las luces / y aún no es de noche” (pág. 9); “Es que me encanta ver las líneas del tranvía y / que el tranvía no pase más” (pág. 14).

La visión inmóvil sobre el paisaje cobra en algunos momentos la intensidad del haiku. Leamos para ilustrar esta idea el poema de la página 73 (sin título, como la mayoría de las composiciones del libro):


Bernarda Morin con Canadá,
plaza rodeada de edificios bajos y añosos.
Me encanta ser el único que se aburre aquí.

                        Este restorán que te gustaba tanto porque
                        estaba siempre vacío.

Linda morena de pantalones ajustados: si al
menos hubiera andado con mascota. O tu hijita
se acercara y conversáramos.


En la página 15 del poemario descubro una de las fuentes de las que brota:

“–La villa Frei es mi Lautaro, mi Ítaca.
–¿Y?”

Al hablar de Lautaro, Andrés Florit evoca al gran poeta chileno Jorge Teillier, habitante de la capital que escapaba a su pueblo, Lautaro, cuando podía, para dedicarle casi todos sus versos, para añorar al Lautaro que fue y que el tiempo arrasó. Más adelante, Florit cita a Teillier de forma más explícita.

Quizás el gran acierto del poemario se base en esta idea: el poeta escribe poemas cortos, subdivididos en tres partes, y el lector no conoce la conexión que para él guardan esas tres partes, lo que acrecienta el halo de misterio y evaporación significativa del poema. Leamos algún poema que ilustre el comentario:


Ese temor atávico de que te empujen –o de volverte
loco y empujar a alguien– a la línea del metro. Por
ejemplo a Jaime Quezada que está con su típica
chaqueta café claro y sus lentes oscuras y sus
canas un poco más allá.

            Ahora déjame cerrar las cortinas
            para que no me vean el culo
            mientras te lamo lo más tuyo
            la inconsciencia.

Yo te decía la verdad pero la verdad cambió.


En algunos poemas una de las tres partes (normalmente la tercera) pasa a ser una cita de otro autor; por ejemplo:


Amante de mí mismo hasta que lleguen amantes
mejores.

            A veces me tomo los días al seco
            a veces los demoro como caracol
            que tarda la noche entera en cruzar la vereda.

“Soy un suicida latente como toda persona
respetable. Los patanes no se suicidan ni son
alcohólicos”. Teillier.

Después de la contemplación inicial y desgastada del entorno detenido que nos muestra el poeta, el lector empieza a comprender las claves de lo que ocurre en su vida, es decir, en sus versos: el poeta añora a una mujer con la que mantuvo una relación en el pasado, relación extinta, y trata de buscar consuelo mediante la evocación (“Recuerdo la última vez que estuviste / en esta cama y mi sexo escupe al cielo”; pág. 46) o acercándose a otras mujeres, ya sea de una forma real o imaginaria (“Qué rica la flaca de ojos azules y tetas grandes de / ayer con su chaqueta de buzo azul marino a medio / abrir. Su pololo no era mejor que yo.”; pág. 52).

Hacia la mitad del libro los poemas describen un viaje de vacaciones a Valdivia con amigos, personas que suelen quedar desdibujadas ante el doble drama del poeta: su alejamiento de la mujer amada y la incapacidad de comunicarse satisfactoriamente con los que le rodean: “Aburre hacer poemas para que casi todos los / ignoren o arrisquen la nariz. / El amor también aburre” (pág. 40).

En su poemario, Andrés Florit añade también algún componente metaliterario; por ejemplo: “No estoy en el mood de hacer un poema con / cadencia, ritmo, versos largos, que sea evocador / y transporte al que lo lea o escuche a quién sabe / dónde” (pág. 41).

El tono es moderno en su mirada (calles, muchachas en el metro, canciones de Kurt Cobain...) y clásico en el tono (melancolía al estilo de Jorge Teillier o Antonio Machado), pero también, de una forma aparentemente irónica, se juega con un leguaje posmoderno, como por ejemplo el uso de palabras en inglés, como ese “mood” de los versos anteriores; o términos como “sampleo” (pág. 26), propios de la música rap, frente al “cito”, más propio de la literatura.

Como ya apunté al principio de la entrada, Materias de libre competencia y regulación me ha gustado mucho. Me ha parecido un poemario con mucha fuerza, a la vez clásico y de mirada moderna; escrito por un poeta muy joven al que le quedan aún muchas cosas que decir.
Es una pena que una literatura de esta calidad se publique en tiradas de 300 ejemplares y que la mayoría de los lectores no vayan a poder tener nunca este poemario en las manos. En todo caso, estimado Andrés Florit, si como a mí mismo también me pasa que aburre hacer poemas para que casi todos los ignoren, que sepas, amigo, que tu libro ha tenido a un lector entusiasta en un lluvioso Madrid otoñal.

Voy a dejar aquí tres poemas más. Elegidos, el primero y el segundo, porque representan el tono general del libro, y el tercero por lo contrario, porque su composición más unitaria lo hace raro dentro del conjunto:

El primero (pág. 70):

“Su orgullo consistía en no orientarse. Ahora es
débil y mira el camino”. Canetti

            Desayuno de bus: pan y café con pajita en
            vaso de piscola.

Álamos de carretera.
Vale la pena viajar sólo para verlos.


El segundo (pág. 76):

Where the Wild Things Are

Ojalá yo pudiera correr donde viven los monstruos
y llegar ahí
como la abejita del video de Blind Melon,
mar adentro de mí mismo
donde nunca fui el rey;
con suerte llegué a este páramo,
en el que tampoco defiendo a nadie
de la tristeza.

            Sigo usando las poleras de mi hermano.
            Cuando él se las ponía tenían onda.

En la plaza me enamoro
de la mamá joven que se columpia y me mira.
Imposible como la mesera que se repite de bar en bar
rostros distintos y siempre la misma.


El tercero (pág. 75):

Working Class Hero

Mis héroes no vinieron a congraciarse
con la clase trabajadora.
Imposible confundirlos con candidatos a diputado
o al Premio Nacional.
Sabemos los beneficios de declararse en quiebra,
ser rebelde como quien compra
los jeans rotos de fábrica.
Mis héroes siguen su propia liebre.
Y si al público le gusta, mejor
pero no se lo ganan disfrazándose de ovejas.
Si son lobos atacan.
Y si son gatos se largan.
Mis héroes no se sienten héroes
ni lo son: saben divertirse,
no le tienen miedo al pop
y dan la vida sin refregárselo a nadie en la cara.
Nunca están satisfechos
y yo tampoco.

            Si la abuela Paulina me hubiera dicho
            cuando niño “hay que dejar el plato limpio
            para que mañana sea un día lindo”, quizás
            hoy no sería así de mañoso y dejaría el plato
reluciente como lo deja Omar.

Más que el sueño de la razón, la sobreprotección
engendra monstruos. 

miércoles, 26 de diciembre de 2012

2012: lista de las mejores lecturas del año


Es fácil encontrarse por estas fechas -en los suplementos culturales o revistas de internet- listas con los mejores libros del año, que normalmente nos remiten a las supuestas mejores obras publicadas durante los últimos 12 meses.
Estas listas parten de un supuesto inquietante: o bien quien las elabora ha leído todo lo publicado en España (o en el mundo) durante los últimos 12 meses, o bien ha leído una parte y está convencido de que en esa parte se encuentra lo mejor de lo que se ha publicado.

Mi lista de fin de año es más modesta: reviso lo leído durante los últimos 12 meses y destaco las 10 lecturas que me parecieron más recomendables.

Esta es mi lista de 2012 (el orden es de lectura):


- LOS DEMONIOS, FIÓDOR DOSTOYEVSKI

- LA PIEDRA LUNAR, WILKIE COLLINS

- POR QUIÉN DOBLAN LAS CAMPANAS, ERNEST HEMINGWAY

- NARRACIONES INCOMPLETAS, FELISBERTO HERNÁNDEZ

- CUENTOS COMPLETOS, JUAN CARLOS ONETTI

- FERROCARRILES ARGENTINOS, ELVIO E. GANDOLFO

- CICATRICES, JUAN JOSÉ SAER

- LAS MUERTAS, JORGE IBARGÜENGOITIA

- DOS SEÑORAS CONVERSAN, ALFREDO BRYCE ECHENIQUE

- DAVID COPPERFIELD, CHARLES DICKENS



(En esta foto faltan las Narraciones incompletas de Felisberto Hernández, que saqué de la  biblioteca)


Si el año pasado los 10 títulos de mi lista pertenecían a obras de autores del continente americano, este año hay un poco más de variedad, con 3 europeos (un ruso y dos británicos).

De dos de los libros citados aún no ha aparecido la reseña en el blog: Dos señoras conversan de Alfredo Bryce Echenique, que colgaré dentro de unas semanas, y de David Copperfield de Charles Dickens, del que aún me quedan por leer 150 páginas de sus 1022; pero aunque la novela se hubiese quedado inconclusa (en la página 600, por ejemplo) seguiría siendo una de las mejores lecturas del año.

He cumplido en parte el deseo de fin de año pasado de leer más títulos clásicos y libros más largos; y eso se nota en la lista: Los demonios, La piedra lunar, David Copperfield… y también he descubierto a algún nuevo escritor casi secreto, como Elvio E. Gandolfo, del que, gracias a la globalización que permite internet, me he hecho amigo en la distancia; o como el divertido, y prematuramente desaparecido, Jorge Ibargüengoitia.

Mis estanterías de libros inleídos están más llenas que nunca. Hoy mismo me acaba de llegar al buzón un libro regalado por una editorial, y hace unos días encargué a una persona que viajaba a Argentina que me buscara una pila importante de títulos editados allá.

Espero que 2013 sea un año de buenas lecturas para todos.


domingo, 23 de diciembre de 2012

Sombras, nada más..., por Antonio Di Benedetto


Editorial Adriana Hidalgo. 305 páginas. 1ª edición de 1985, esta de 2008.

En abril de este año recibí un correo electrónico de un señor que se presentaba como Mauricio Runno, periodista y escritor residente en Mendoza (Argentina), y que estaba organizando en esta ciudad un homenaje a Antonio Di Benedetto (Mendoza, 1922-Buenos Aires, 1986), para noviembre, momento en que se cumplirían 90 años desde su nacimiento. Mauricio Runno había encontrado en internet las tres entradas que yo le había dedicado en el blog a este autor y me preguntaba si me apetecía participar en el homenaje dando mi visión sobre la obra de Di Benedetto vía streaming. Yo le dije que sí, aunque pensando que tendría que averiguar cómo se usaba el programa skipe, lo que me producía una pequeña tensión (nota personal: si la tecnología te estresa es que te estás haciendo mayor).
Quería para ese momento leer los Cuentos completos de Di Benedetto y alguna novela más; pero me pasó lo mismo que a los malos estudiantes: la fecha parecía muy lejana y lo fui dejando, hasta finales de octubre que me puse con Sombras, nada más, la última de las novelas de este autor.
No había, en realidad, problema: a finales de octubre también escribí a Mauricio Runno para preguntarle cómo iba la organización del evento, y me comunicó que la municipalidad de Mendoza había recortado los fondos públicos para cultura y el homenaje a Di Benedetto en su ciudad por el 90 aniversario de su nacimiento se había cancelado. Que se caiga por falta de presupuesto un proyecto en el que ibas a participar gratis creo que define el futuro que hemos de aguardar para la cultura, o al menos para la cultura literaria.

Como ya he contado en el blog compré Sombras, nada más en La Central de Callao el día de su inauguración. La había visto por primera vez en la Casa del Libro de Gran Vía, en verano, antes del viaje a San Francisco, y decidí posponer su compra a la vuelta de este viaje, pensando que un libro de Di Benedetto impreso en el barrio bonaerense de Avellaneda y traído hasta la Gran Vía de Madrid sólo me interesaba a mí y que iba a durar años, si no lo compraba yo, en los anaqueles de la Casa del Libro. Pero afortunadamente me equivoqué: si la persona que compró ese ejemplar lee esto (al final somos cuatro los que nos interesamos por estas cosas), por favor que me deje un comentario en esa entrada y que me lo cuente (me haría ilusión).

Sombras, nada más fue publicada en 1985, poco antes de la muerte del autor, y aquel año recibió el premio Boris Vian, uno de los más prestigiosos del campo literario argentino, como leo en la contraportada del libro.

El protagonista es Emanuel, un maduro periodista argentino que al comienzo de la novela está dejando Madrid para irse a vivir a una isla norteamericana del Atlántico (como leemos en la contraportada del libro), y que, en la página 296 (a 9 páginas de la última), se dice que es New Hampshire, donde hay una colonia para artistas, presumiblemente becados.

En una pequeña introducción al libro, Di Benedetto nos advierte: “La palabra sombras vale tanto como sueños”; “Los delirios oníricos en estas páginas se producen en tres épocas y en sitios bien diferentes”; “El autor ha cuidado, poco menos que unánimemente, que todo el texto guarde la fisonomía o un perfil de los sueños, como la incoherencia y los episodios de aparición repentina sin solución ni epílogo propio” (pág. 5).
En la Colonia de New Hampshire, Emanuel evoca o sueña con su pasado –las diferencias entre evocar o soñar se borran en el texto–, y el tema principal de la novela se convierte en una reflexión desencantada sobre la profesión del periodismo, a la que Emanuel llega con una fuerte vocación pero sin formación de ningún tipo: “No lo indico para alentaros, muchachos, sino para que os deis cuenta del tamaño de nuestra profesión y que así nomás es, cosecha su gente entre los que saben escribir porque son escritores natos o porque han cursado Letras. Por eso la bohemia –añade como conclusión don Federico– y por eso el acostumbramiento a la pobreza” (pág. 30).

Emanuel sueña o evoca una visita a unos pobres pueblos laguneros de la sierra, y el joven periodista empezará a comprender que ser honesto y ecuánime en la profesión que ha elegido no es tarea fácil.
En la segunda mitad del libro un Emanuel maduro, pero todavía vigoroso, ha conseguido ascender puestos en el periódico donde trabaja y situarse a la diestra de los patronos. Ya su deseo no es hacer justicia para los más necesitados sino contratar a jóvenes periodistas femeninas con las que poder acostarse amparado por el poder que le otorga su puesto, mientras esquiva a la desconfiada de su mujer.

Voy a hacer hincapié ahora en las últimas palabras que antes copié del prólogo: “Episodios de aparición repentina sin solución ni epílogo propio”.
Las escenas descritas en Sombras, nada más se suceden eludiendo el orden lógico compositivo (la consecución de secuencias movidas por una relación de causa-efecto) que yo como lector esperaba de una novela. Por ejemplo, al llegar a la Colonia, Emanuel se fija en una atractiva mujer a la que llama Caperucita, después comienza la evocación de su pasado y ese camino narrativo, la conquista de Caperucita, queda sin continuidad.
Los personajes aparecen en la novela, se van en cualquier momento, y aparece otro de la nada que deja al anterior en una nueva vía muerta narrativa, y así sucesivamente.

La sensación de sueño o sombra que quería crear Di Benedetto se acaba convirtiendo en una barrera frente a las expectativas del lector, o al menos de mis expectativas como lector. Yo también conozco a personas en mi vida que salen de ella sin continuidad, pero uno espera algo diferente de una novela, espera –me percato ahora que me obligo a reflexionar sobre lo leído– un orden dentro del caos, una coherencia compositiva en la que las escenas expuestas lleguen a resolverse, no escenas que no sabemos de dónde vienen ni cómo continúan. Porque el riesgo de escribir una novela así es que el lector avance a través de ella sin acompañar realmente a los personajes, sintiendo la lectura como un camino gélido y desdibujado, incómodo. A menudo volvía hacia atrás pensando que me había perdido algo de información, y a veces era así, no había prestado suficiente interés a una línea, y a veces no, a veces ese personaje había aparecido y la relación de él con Emanuel era un sobreentendido del libro.

Leemos también en la contraportada: “Experiencia real y ficción se entrecruzan; autor, personaje y narrador se contaminan y por momentos se fusionan”. Esto ocurre una vez en el libro, en las páginas 50-51 se abandona por un momento la narración en tercera persona y se pasa a la primera: “Ahora soy el simio colgado del árbol, con una agitación interior que por su resonancia parece que zumba” (pág. 50); “Señor, yo no querría enredarlo en estas situaciones de mi historia, sí, pase con el libro, ya que lo tiene en las manos, pero no con mis fantasmas. No entiendo por fantasmas una aparición que ondea en un velo, no digo que sea un fantasma un cadáver con la nariz roída, digo fantasma sin poder indicarle de qué se trata, nos entenderemos si usted lo ha sentido alguna vez. Le explico lo que yo siento como algo físico que está ante mí y es invisible, gravita, veo una sombra, la sombra de qué, porque todo es sombra, digamos es noche cerrada” (pág. 51); y este juego entre la tercera persona y la primera, entre narrador y personaje, en realidad no vuelve a repetirse: de nuevo tenemos aquí otro camino abandonado.

En Sombras, nada más hay momentos brillantes, sin duda; destacaría la relación del Emanuel maduro con el atormentado joven Maldonor, un personaje de marcado carácter dostoievskiano.
Y el lenguaje es nítido y preciso, hermoso. Pero la propia esencia del tipo de escritura que Di Benedetto elige para desarrollar esta novela hace que su lectura se me haya hecho menos atractiva que los libros ya leídos de él: Zama, El silenciero y Los suicidas, la llamada Trilogía de la espera. Así que volveré a recomendar estos libros, publicados recientemente en España en un volumen por la editorial El Aleph, y sobre todo Zama, una auténtica obra maestra.

jueves, 20 de diciembre de 2012

Reseña de Acantilados de Howth en el blog Cuentos de Barro



Dentro de la lectura conjunta de Acantilados de Howth, organizada por Francisco Portela, del blog Un lector indiscreto, quería enlazar hoy la reseña que escribió sobre mi novela Antonio Báez, del blog Cuentos de barro.

En ella Antonio Báez escribe: “El gran acierto de esta novela, a mi modo de entender, no es el retrato de un individuo, sino de la mentalidad de una época.”
Ver reseña completa AQUÍ.

domingo, 16 de diciembre de 2012

La estación baldía, por Javier Serena


Editorial Gadir. 182 páginas. 1ª edición de 2012.

Conocí a Javier Serena (Pamplona, 1982) hace poco más de un año, la noche de un viernes en la que yo había quedado con mi amigo el poeta y narrador mallorquín Javier Cánaves en la Casa de América. Cánaves se encontraba en Madrid con la intención de participar en un evento poético llamado 2011 poetas por Km2. Allí estuvimos charlando con los poetas Ben Clark o Andrés Catalán, el narrador Víctor Balcells Matas y el editor de la mayoría de los anteriormente citados, Fabio de la Flor, de la editorial Delirio. Entre este grupo de personas también se encontraba Javier Serena, quien, cuando la conversación se trasladó a alguno de los bares de la calle del Pez, me sorprendió al contarnos que escribía novelas y que en algún momento su nombre había estado entre los de la long list (o short list, no estoy seguro) de una de las convocatorias del premio Herralde.

El mes pasado Javier me escribió un mensaje en Facebook para decirme que había publicado una novela en la editorial Gadir, y me proponía enviarme un ejemplar para que, sin ningún compromiso, si me apetecía, la comentara en Desde la ciudad sin cines. Como sabía que Javier vive en Madrid, me parecía un poco frío que me mandase el libro por correo, así que le propuse quedar en el café Comercial (cada día me parece más bonito este sitio). Quedamos allí un jueves y fue una tarde agradable de hablar de libros.

Con La estación baldía Javier Serena ha quedado finalista del Premio Joven 2011 de Narrativa de la Universidad Complutense de Madrid, y el libro ha sido editado gracias al entusiasmo que hacia él ha mostrado su editor.

Javier Serena nos acerca en su novela a Ángela, joven de 23 años atrapada entre las ruinas de la posguerra española, y no precisamente por pertenecer al bando de los que perdieron, puesto que su familia es una de las más influyentes de Ávila; sino, más bien, por su condición de mujer sensible. No parece casual que la ciudad en la que Serena sitúa la acción principal de la novela sea Ávila. Los largos paseos solitarios de Ángela por la ciudad, encorsetada entre sus muros medievales, parecen actuar como metáfora tangible de la cárcel en la que se ha convertido todo el país.
Será sin embargo en Riofrío, donde la familia tiene una residencia veraniega, que usan el padre y el tío para cazar (otra metáfora sobre la situación de violencia soterrada de la época), donde Ángela tomará contacto con Gabriel, un soldado del bando republicano que sobrevive, junto a otro compañero, escondido en el monte. La escena en la que se produce el encuentro, en el sótano de la casa, parece propia de una novela de Gabriel García Márquez: “Entonces se apagó otra vez la fuerza de la luz, adensándose en la noche, y aún en la súbita negrura Ángela se sintió reconfortada, como si la hubiera tranquilizado la presencia intrusa de Gabriel. A él le sucedió lo mismo, no exigió palabras, sabedor de pronto y con total clarividencia de que habían quedado entreverados para siempre, confabulados por su mutua sensación de huérfanos bajo el cataclismo de los truenos” (pág. 23).

El aislamiento frustrante de Ángela, en medio de una familia por la que no parece sentir demasiado apego, con unas expectativas pobres sobre su futuro, me han hecho pensar en algunos de los destinos tristes de las mujeres de la narrativa española del siglo XX: en Colometa de La plaza del Diamante (Mercé Rodoreda), en Andrea de Nada (Carmen Laforet) o en Elvira y Natalia de Entre visillos (Carmen Martín Gaite). Y dentro de la tradición que marcan las obras citadas se podrían englobar las intenciones narrativas de La estación baldía: mostrar el clima de pobreza moral de una sociedad, la de la posguerra española, en la que la mujer es doblemente vencida, por su condición de superviviente de una guerra y más sangrantemente por su condición de mujer, ya que tendrá menos acceso a la formación intelectual o profesional, y cuyas expectativas de vida parecen quedar reducidas a resignarse a la boda que convenga; convencionalismo que Ángela desea saltarse tras conocer a Gabriel o a otros jóvenes sensibles (y republicanos) que aparecen en la novela, cuya personalidad más adelantada a la época será cruelmente contrastada con el carácter brutal o estúpido de los jóvenes familiares de Ángela.

El lenguaje que usa Serena en su novela es denso en metáforas y en vuelos poéticos; aunque su loable ambición estilística le ha llevado en algunos momentos a caer en el exceso; sobre todo al cuajar el texto de epítetos, que en muchos casos se daban en ternas de dos; sólo en la página 21 encontramos: “una de esas tempestades (...) tan rápida y tan imprevisible”; “un viento súbito y caliente”; “las primeras gotas, gordas y espaciadas”; “masa burbujeante, blanca y espumosa”; “cortinas (...) magníficas y fantasmagóricas”; “relámpagos, quebrados y refulgentes”.

Quizás algo que lastraba la intensidad de lo contado en algunos tramos de la novela es que Serena no aislaba escenas claves de la historia narrada, escenas que el lector uniría con las demás en su mente para, a partir de una parte de lo mostrado, deducir un todo; en algunos momentos las escenas marcaban una repetición de días; es decir, no se narra un paseo en concreto sino muchos paseos en los que ocurrían invariablemente cosas similares (como los correspondientes al acoso del primo Bernardo), lo que puede ser un recurso estilístico, enfocado a mostrar el tedio repetitivo de los días, pero también crea una distancia entre el lector y los personajes de la obra.
En este sentido no me convenció la resolución de una escena que tiene lugar en la página 117: Gabriel y Ángeles al fin van a consumar su pasión carnal: “Ella, derrotada en esa larga batalla de la espera, libre ya de la necesidad de defenderse, se dejaba abrazar y acariciar sin resistencia, sin que él se viera obligado a derribar de nuevo las barreras ya abolidas del recato y la vergüenza, por lo que su mutua urgencia del deseo no exigía ahora más protocolo que el de arribar lo antes posible a los muros arruinados de molino abandonado”. Y en la frase siguiente la escena particular, aislada, desaparece y otra vez se narra, desde la distancia, la sucesión de días repetidos: “En ocasiones, en su apremio por llegar allí, Gabriel trataba de colaborar descendiendo de la silla y avanzando por su propio pie, sin muestras de dolor y de cojera, pues hacía varios días que el vendaje no cumplía ya otra función que la de estricto carácter decorativo. Así pues, en cuanto se adentraban en las estancias interiores del edificio, se estrechaban con alivio y ansiedad, con calma y compulsión, zarandeados al mismo tiempo por dos sensaciones muy distintas, alegres por el hecho de encontrarse otra vez a solas, al calor de la penumbra, e intranquilos por saber que esa situación no podía prolongarse así durante muchas jornadas más”.
Quizás en esta escena me ha parecido que Serena pecaba de recato: que una novela retrate una época no quiere decir que el narrador del siglo XXI deba tomar el punto de vista de esa época.

Sin embargo, en el tramo final de la novela, en las 50 últimas páginas, lo narrado sí que se centra en escenas aisladas y la historia gana en ritmo e intensidad, hasta llegar a un final en coherencia con el tono de lo contado.

Cuando Javier Serena escribió esta novela aún no había cumplido 30 años, y aunque estoy seguro de que con el tiempo acabará puliendo los excesos de su estilo algo barroco, los logros presentados en ella –la ambición estilística y sobre todo la creación de una atmósfera opresiva, que constituye el puntal de La estación baldía– no los considero menores. 

miércoles, 12 de diciembre de 2012

Acantilados de Howth en digital


Si alguien es lector habitual del blog ya sabrá que yo por ahora me resisto a leer en e-book, sin embargo entiendo que a otros les guste (e imagino que con el tiempo yo también acabaré con un e-book). 

Los editores de Baile del Sol han sacado al mercado la versión digital de mi novela Acantilados de Howth. El precio ha bajado desde 12,40 hasta 3,45 euros.

Existen dos versiones: Google Play y Kindle Amazon (desconozco las diferencias).
He entrado para curiosear y veo que la versión de Google Play tiene un preview que permite leer las primeras 15 páginas (casi está el primer capítulo completo).

Dejo aquí el enlace por si a alguien le interesa:

domingo, 9 de diciembre de 2012

El cojo y el loco, por Jaime Bayly


Editorial Alfaguara. 146 páginas. 1ª edición de 2010.

Me interesé por esta novela de Jaime Bayly (Lima, 1965) después de leer algunas críticas favorables, aparecidas en prensa o Internet durante los dos últimos años. Entre ellas, una de las que más me llamó la atención –por inesperada– fue la que en enero de 2011 le dedicó el blog Lector Mal-herido (ver AQUÍ) tildándola de obra maestra. Estuve a punto de comprar la edición norteamericana de Alfaguara de El cojo y el loco en el verano de 2011 cuando viajé a Nueva York, para al final decirme: para qué lo voy a comprar aquí y cargar con él cuando este libro sé que está en la biblioteca de Móstoles. Casi caí en la tentación en la cuesta de Moyano, meses después, donde lo vi a mitad de precio... y pensé otra vez: que no, que no, que está en la biblioteca de Móstoles... Al final, le pedí a mis padres que me lo sacaran de la biblioteca de Móstoles (a mí me venía mal pasarme por allí en unas semanas), pero no sin antes comprar La noche es virgen, como comenté la semana pasada.

Y con la agradable sensación dejada por La noche es virgen inicié la lectura de El cojo y el loco, la primera –según he leído en internet y en la solapa del libro– de las novelas del autor en la que no está presente ningún alter ego.
Es cierto que ni el cojo ni el loco se parecen al Gabriel Barrios de la novela comentada el otro domingo –ni, por tanto, a Jaime Bayly–, pero el autor no se aparta del todo de una de sus temáticas principales: la de mostrarse sarcástico con la clase alta limeña a la que él mismo pertenece. Además la acción se sitúa principalmente, de nuevo, en el privilegiado barrio de San Isidro (aunque también aparece esta vez el barrio de Miraflores).

En realidad, El cojo y el loco está formada casi por dos novelas cortas, que se van sucediendo, en capítulos de unas cuantas páginas, con el recurso de dejar una línea entre un texto y otro; y diría que la historia correspondiente al cojo es algo más larga que la correspondiente al loco. Sólo en un momento, hacia la mitad del libro, el cojo y el loco llegan a tener un encontronazo (que en el contexto de la novela se produce entre dos extraños, aunque el lector conozca sus vidas desde la cuna).

Los dos historias, la del cojo y la del loco, que transcurren paralelas para el lector, tienen más de un punto en común: ambos personajes nacen dentro del seno de la clase privilegiada limeña y ambos son apartados del amor familiar por sus defectos físicos. Así comienzan sus dos andaduras por el mundo: “El cojo no nació cojo. Nació jodido, pero eso no lo sabían sus padres ni, por supuesto, él mismo” (pág. 11). “El loco no nació loco. Nació feo y tartamudo y eso le jodió la vida y terminó por volverlo loco” (pág. 16).
El cojo, a los 8 años, enferma de osteomielitis y su pierna derecha pierde 8 centímetros de longitud respecto a la izquierda. Lo que provoca que sus padres quieran ocultarlo del resto de la sociedad y apartarlo de sus hermanos y de la escuela (recibirá clases en la casita al final del jardín en la que será recluido, y de la que no debe salir cuando haya invitados en la casa). Posteriormente será enviado a un internado inglés, al que sus padres nunca irán a visitarlo.
El loco, además de feo, es tartamudo. Lo que llevará a sus padres a tomar la decisión de que no vaya al colegio, y más tarde la de enviarlo al campo, a trabajar en una de sus propiedades en la provincia peruana.

Las dos historias son crueles y brutales; pero, a pesar de todas las vejaciones que los dos personajes, el cojo y el loco, van a sufrir, el narrador tampoco es amable con ellos, porque acabarán siendo dos hombres estúpidos, movidos por las más primitivas pasiones (una pulsión sexual desenfrenada los caracteriza como personajes de un modo enfermizo), además del afán de venganza y de someter a los demás, en el caso del cojo, y de la pura vagancia y la torpeza, en el caso del loco.

El lector tampoco sentirá simpatía por ninguno de los dos personajes; ni por éstos, ni por ningún otro de los que aparece en el libro, en realidad. Aunque Bayly ha abandonado la primera persona para dar fuerza a su narración, su personalidad explosiva domina toda la composición. No tenemos aquí a un narrador en tercera persona anodino y que sólo funciona al servicio de la historia; la voz narrativa vuelve, como ya ocurría en La noche es virgen, a dominar el corpus novelístico. Y este corpus es principalmente una farsa, una historia en la que domina el tono burlesco; ante la clase social a la que retrata –la clase alta del Perú– pero también ante la falsedad de los convencionalismos sociales; por ejemplo, en la novela aparecen dos curas, en dos momentos muy diferentes (un cura en la historia del loco y otro en la del cojo), y los dos quedan retratados por su deseo homosexual oculto. En realidad a todos los personajes de esta novela –al menos a los masculinos– la pulsión sexual los domina por encima de cualquier otra. En cuanto a las mujeres, la pulsión que las domina suele ser el fanatismo religioso, como en el caso de Dorita, que, violada y humillada por el cojo, se casará con él porque así –considera– lo desea su dios. La religión tampoco sale muy bien parada en esta novela. Ni la clase alta limeña, ni la Iglesia, ni el Perú en sí mismo: así se comenta, por ejemplo, la reforma agraria que se lleva a cabo en el país desde el punto de vista de unos gringos que habían comprado allí unas tierras: “Jodidos, humillados, despojados de su patrimonio más valioso, esas tierras que habían comprado y trabajado por años en un país que no era el suyo y que ellos habían elegido para ganarse honradamente la vida, los Hudson Brown no tuvieron más remedio que aceptar la brutal injusticia y abandonar el Perú como quien abandona a un enfermo que sabe que va a morirse pronto” (pág. 38).

El lenguaje que emplea Jaime Bayly en El cojo y el loco no es tan coloquial como el de La noche es virgen, pero tampoco se trata de un lenguaje aséptico; los peruanismos están, pero ahora la narración contiene menos localismos idiomáticos.
El ritmo se marca en muchos casos por repeticiones –por ejemplo “el cojo había nacido jodido...”–, que actúan como estribillos recurrentes en la narración, como suele hacerlo el austriaco Thomas Bernhard, escritor que seguramente tenía en mente Bayly al escribir una obra tan políticamente incorrecta como es El cojo y el loco.

El sentido del ritmo es poderoso, y ésta, junto con el humor descarnado, son las dos grandes bazas del libro.
No voy a unirme al Lector Mal-herido y decir que esta novela es una obra maestra –tal valoración se me hace un poco exagerada si pienso en las grandes novelas cortas de la narrativa hispanoamericana–, pero, desde luego, sí que puedo afirmar que El cojo y el loco es una gran novela corta, irreverente, divertida, incómoda, y con un gran sentido del ritmo. Características que me hacen tener en gran consideración a Jaime Bayly a la hora de elegir nuevas lecturas hispanoamericanas.

jueves, 6 de diciembre de 2012

Reseña de Mónica Sobrido sobre Acantilados de Howth




Siguiendo con las reseñas que sobre Acantilados de Howth está dando la lectura conjunta organizada por Francisco Portela, del blog Un lector indiscreto, le llega el turno ahora a las palabras que Mónica Sobrido le decida a mi libro. Como Mónica no mantiene un blog, su reseña aparece en el de Un lector indiscreto. En ella, Mónica Sobrido escribe sobre Acantilados de Howth comentarios como éste: “Ciertamente ha sido una lectura muy interesante y recomendable, poder descubrir por boca de otro que la vida cotidiana que nos rodea puede dar lugar a reflexiones sobre nuestros actos, tanto presentes y como pasados.” (Reseña completa AQUÍ)

Muchas gracias por tu atenta lectura, Mónica.

domingo, 2 de diciembre de 2012

La noche es virgen, por Jaime Bayly



Editorial Anagrama. 189 páginas. 1ª edición de 1997.

(Nota: al publicar las entradas sobre libros suelo respetar el orden cronológico de lectura; pero la semana pasada adelanté la reseña de Será Mañana de Federico Guzmán, porque al ser mi amigo quise tener la deferencia de que el comentario de su novela apareciese en el blog previamente al día de la presentación en la que nos íbamos a ver. Así que esta novela de Jaime Bayly en realidad sigue a la lectura de Las asombrosas aventuras de Kavalier y Clay, y de ahí las comparaciones con este libro.)

Nunca hasta ahora había leído a Jaime Bayly (Lima, 1965), aunque más de una vez había estado a punto de hacerlo. Recuerdo las buenas críticas que recibían sus libros en los suplementos literarios durante los años 90; y yo tenía a Bayly anotado como posible autor hispanoamericano que leer desde hace ya muchos años. En varias ocasiones ha faltado poco para que comprara éste de La noche es virgen, premio Herralde de novela de 1997. Por ejemplo, un 23 de abril, el día del libro de hace unos años, Bayly daba una charla en la Casa de Correos de Sol después de otra de César Aira. Acudí a escuchar a Aira, con su libro Cumpleaños para que me lo firmara; y pensé también en quedarme a escuchar a Bayly, y comprar antes la primera edición de La noche es virgen en la Casa del Libro de Gran Vía –que lo ha tenido durante muchos años– para que me la firmara también. Pero después acabé pensando que se iba a hacer muy tarde. La charla iba a acabar cerca de las 11 de la noche y por aquel entonces yo aún vivía en Móstoles, y tenía que regresar a casa y levantarme al día siguiente a las 6 de la mañana. Así que me fui después de la charla de Aira, sin ver a Bayly y sin comprar su libro.

Al fin me hice con él hace un mes en una de las casetas de la Feria del Libro Antiguo y de Ocasión que se celebra dos veces al año en el paseo de Recoletos de Madrid. Era la primera edición, estaba nuevo y costaba 8 euros. Me dio algo de rabia ver el libro otra vez unas cuantas casetas después, con las mismas características, a 6 euros. Pero daba igual: por el camino había tenido suerte, había encontrado uno de los pocos libros que me faltan de Rodrigo Rey Rosa para completar la colección de sus obras completas, al inopinado precio de 2 euros.

Después del cansancio con el que acabé leyendo Las asombrosas aventuras de Kavalier y Clay de Michael Chabon, como comenté hace dos semanas, entre otras cosas por el uso narrativo de una tercera persona anodina, creo que la elección de la siguiente lectura –La noche es virgen– ha sido un acierto: aquí la voz narrativa en primera persona es el sustento de toda la novela, ya que los hechos contados quedan totalmente en un segundo plano ante el torrente que supone la voz de Gabriel Barrios, el protagonista de este libro.

Gabriel es un joven veinteañero peruano que reside en el barrio de Miraflores en Lima; de hecho la descripción de la Lima narrada parece identificarse plenamente con este barrio.
Las correlaciones entre el personaje de Gabriel Barrios y la vida de Jaime Bayly parecen claras: ambos son blancos, pertenecen a la clase alta limeña y trabajan en la televisión nacional haciendo entrevistas a cantantes, artistas... ambos son bisexuales u homosexuales, y ambos acabarán emigrando a Miami; lugar desde el que se narra –aunque al principio parece que la prosa evoca una realidad muy inmediata– La noche es virgen, con importantes dosis de nostalgia.
Como he leído en Internet, todas las novelas de Jaime Bayly –con la excepción de la última, El cojo y el loco, que también he leído, tras acabar ésta, y de la que hablaré la semana que viene– tienen un fuerte trasfondo autobiográfico.

La anécdota es mínima: Gabriel conoce en el local El Cielo al cantante de un grupo musical aficionado llamado Mariano, que podría ser homosexual o al menos bisexual, como acaba ocurriendo; y Gabriel, desde Miami, evoca cómo fue aquel amor y desamor que tuvo con Mariano.
En la novela se nos narran algunos encuentros y desencuentros de Gabriel con Mariano, su hermana y unos pocos personajes más en unas noches locas de la Lima de los años 90, con el trasfondo histórico de los atentados de Sendero Luminoso: “A quién se le ocurre vivir en esta desangelada avenida donde tanto ruido hacen las combis asesinas y revienta por lo menos un coche bomba a la semana” (págs. 41-42).

La relación con Lima es ambigua: Gabriel siente que tiene que abandonarla, que en Lima la horrible –como se refiere siempre a ella– no va a poder mostrar nunca abiertamente su homosexualidad, para a continuación añorarla desde Miami. En cierto modo, el tema del abandono del país hispanoamericano –en este caso Perú– por parte de la clase social alta ya apareció también en el blog cuando comenté las obras de la nueva narrativa boliviana.

Hay un detalle que no me gusta de la presentación del texto: Bayly escribe sin usar ninguna mayúscula, lo que me llevaba más de una vez a tener que repasar lo leído para comprobar si se acababa la frase o regía una coma, volviendo la lectura menos natural.

Como ya he comentado, lo mejor de este libro es la potencia de la voz narrativa: Gabriel es un personaje frívolo, que no puede llevar ropa comprada en Lima, y a quien su alto sueldo en la televisión le permite ir de shopping a Miami varias veces al año, alguien que escribe cosas como “feos a mi casa no entran, a menos, claro, que vengan a hacerme la limpieza” (pág. 126); así que queda claro que además de frívolo también es clasista; y por qué no añadir el calificativo de racista: “Tampoco vas a salir a la calle a llamar de esos teléfonos públicos que apestan a serrano piojoso” (pág. 97); tampoco le importa citar como referente cultural a Julio Iglesias o presumir del día que conoció a Ricky Martin. Y lo curioso es que consigue hacerse un personaje entrañable, porque en el fondo es un débil, un infeliz, una persona que sufre y que trata de poner una barrera de frivolidad entre él y la realidad que le rodea. Y esta voz literaria también tiene una intención narrativa: Bayly nos quiere mostrar cómo es la clase social alta de Lima a la que pertenecen él y su personaje, hasta qué punto son clasistas, racistas, frívolos y han de mantenerse continuamente bajo las constricciones de unas formas sociales en las que la homosexualidad o cualquier crítica a la Iglesia, por ejemplo, no están permitidas.

La novela es divertida, y esto se consigue en gran parte gracias al siguiente recurso: por un lado están las palabras que usa Gabriel cínicamente al conversar con los otros personajes y, por otro, está lo que de verdad está pensando sobre esos personajes.
El sentido del ritmo tampoco es desdeñable.

Me ha atraído también de La noche es virgen algo que en principio podría ser tomado como una dificultad para acercarse al texto: el vocabulario que usa Bayly es profundamente peruano, pero no con un registro culto sino con un peruano de los jóvenes de la calle. Es como leer Historias del Kronen de José Ángel Mañas –que refleja el lenguaje callejero de los jóvenes madrileños de los años 90– pero con la jerga lingüística de otro país. Así que había palabras –como, por ejemplo, coquero– que he tardado en entender y que conseguí saber lo que significaban tras varias apariciones y ayudado por el contexto (por si alguien tiene curiosidad: coquero = consumidor de cocaína).

Si en la literatura peruana moderna existen dos caminos: el comprometido, político y solemne de Mario Vargas Llosa y el nostálgico, entrañable y divertido de Alfredo Bryce Echeniche, me parece claro que Jaime Bayly ha elegido el segundo. Aunque es cierto que la prosa de Bryce Echenique es más elegante y de una ironía más fina y el sarcasmo de Bayly es en la mayoría de los casos de trazo más grueso. Además, lo que en Bryce Echenique eran simpáticos diminutivos, en Bayly se convierte en omnipresentes superlativos (coquerazo, pichanguerazo, etc).

Una última reflexión: una novela como Las asombrosas aventuras de Kavalier y Clay de Michael Chabon, comentada la semana pasada, parecía estar pensada directamente para su adaptación cinematográfica, y una novela como La noche es virgen no creo que diese para una buena película, porque en ella los acontecimientos no son tan interesantes como el lenguaje empleado, la ironía, la sutilidad y el juego entre lo que el personaje dice a los demás y lo que piensa de verdad sobre ellos.
En otras palabras, me parece que La noche es virgen de Jaime Bayly, premio Herralde de 1997, es una obra literaria superior a Las asombrosas aventuras de Kavalier y Clay de Michael Chabon, premio Pulitzer de 2001.