domingo, 26 de abril de 2015

Lanzarote, por Michel Houellebecq

Editorial Anagrama. 109 páginas. 1ª edición de 2000, ésta es de 2013.
Traducción de Javier Calzada.

Después de la reciente lectura de El mapa y el territorio y mi renovado interés por la literatura francesa, además de sacar de la biblioteca de Móstoles Una novela francesa de Frédéric Beigbeder me llevé a casa Lanzarote de Michel Houellebecq (Saint-Pierreisla de La Reunióndepartamento de ultramar de Francia1958). Ya comenté aquí que después de leer Plataforma me acabé decepcionando un poco con Houellebecq y ya no me interesé por La posibilidad de una isla, que no se lo publicó Anagrama, ni por Lanzarote, que dada su corta extensión pensé que se trataba de una novela menor. Una intuición que podía ser cierta o no, puesto que la calidad literario no tiene que ver demasiado con la extensión de las obras.

De La posibilidad de una isla no me ha hablado muy bien mi novia, que es bastante seguidora de Houellebecq, y que no se leyó Lanzarote. Pero esta novela estaba en la biblioteca de Móstoles, y no me costaba nada echarle un vistazo. Tenía pinta de ser el típico libro que se lee en un día, como acabó siendo.

Lanzarote está escrita en primera persona, un narrador sin nombre nos informa de que el 14 de diciembre de 1999 entra en una agencia de viajes porque está convencido de que su fin de año va a ser de nuevo un fracaso y desea viajar al extranjero en enero. Dadas sus limitaciones económicas, se acaba decidiendo por Lanzarote.
Desde la primera página el tono del narrador es desencantado y un tanto nihilista. “No, no podía ayudarme; nadie podía.” (pág. 9 del libro y primera de la novela).

Me percaté de que en El mapa y el territorio no había ninguna referencia al islam o a la cultura árabe, un tema recurrente en Houellebecq, y que ha dado lugar a más de una polémica. En Lanzarote sí que está presente (en una pequeña dosis) este tema: “Los países árabes podían valer la pena, si uno conseguía que se desentendieran de su ridícula religión.”, apunta el narrador en la página 12, cuando está tratando de elegir destino turístico.

Lo cierto es que en Lanzarote están presenten todos los temas de Houellebecq, aunque desarrollados a una escala menor que en otras de sus obras. En esta novela corta se habla sobre las expectativas de las personas en sus vacaciones, y Houellebecq juega a hacer sociología sobre el tema analizando a los distintos tipos de viajeros por nacionalidades: “El inglés va a un lugar de vacaciones únicamente porque está seguro de que encontrará allí a otros ingleses. En esto se sitúa en las antípodas del francés, un ser vano y tan pagado de sí que no soporta encontrarse con un compatriota en el extranjero.” (pág. 22).
El narrador viaja en enero de 2000, tras lo que él siente como un cambio de milenio (aunque los expertos le aseguren que esto no ha ocurrido), a Lanzarote y no parece sentirse muy feliz en la isla de aspecto marciano. De hecho, casi cualquier manifestación de la vida natural se connota en la novela de forma negativa: “El Jardín de Cactus. Diferentes especies, elegidas por su morfología repugnante.” (pág. 24); “De entre todos los animales de la creación, el camello es, sin discusión, uno de los más agresivos y de los más malignos” (pág. 29); “Dentro de una jaula había un loro que observaba fijamente el mundo con un ojo redondo y furioso.” Así que el narrador ha viajado a una isla volcánica, en las que las únicas muestras de la naturaleza son cactus repugnantes, camellos malvados y loros furiosos. De la propia tierra, con sus fumarolas activas, emana también una fuerza negativa, amenazadora.

Pocos datos acabamos conociendo de nuestro narrador, un ser solitario que en ningún momento parece acordarse de ningún familiar o amigo, y que en ningún momento nos habla de su profesión, de su pasado o de sus gustos. Simplemente parece un ser deprimido, o al borde de una crisis.
Son tres las personas con las que va a relacionarse en su viaje: Rudi, un inspector de policía belga, de origen luxemburgués, que después de su divorcio de una mujer marroquí -que ha vuelto a su país con su hija en común- no parece estar atravesando su mejor momento vital; y con Pam y Bárbara, una pareja de lesbianas alemanas, no exclusivas… Esto llevará a que de un modo muy natural acaben manteniendo relaciones sexuales con nuestro narrador deprimido y nihilista.

Las páginas en las que se describen los encuentros sexuales entre el narrador y Pam y Bárbara son de las más convencionales del libro. Parecen la descripción de una película porno nada imaginativa, una de tantos cortes de película porno de los que se pueden ver en internet nada más teclear en google sobre el tema: “trío con lesbianas”, por ejemplo. Y creo que en esta reflexión radica gran parte de las limitaciones de Lanzarote: el propio Houellebecq ha ido de vacaciones a Lanzarote, seguramente en fechas similares a las que ha adjudica a su narrador, como así lo atestiguan unas fotos que aparecen en esta edición de bolsillo de Anagrama. Unas fotografías a todo color editadas en papel satinado sobre formaciones rocosas de la isla y tomadas por Houellebecq (en la primera se puede ver la sombra de nuestro autor sobre la tierra rojiza). Así que Houellebecq fue de vacaciones a Lanzarote, y esto le sirvió para realizar unas nuevas reflexiones sobre el turismo de masas, y crear una voz narrativa desencantada, que parece muy cercana a la suya propia. Para mover un poco la narración, hace que el personaje interactúe con el deprimido Rudi, quien se acabará uniendo a una secta que opera en Europa y que quiere montar uno de sus enclaves más importantes precisamente en Lanzarote. En cierto modo, la inclusión en la novela de esta secta hace que al final de sus escasas páginas el libro se proyecte hacia el futuro, recurso usado por Houellebecq en otras novelas como Las partículas elementales o El mapa y el territorio. Y el tema de la sexualidad abierta, también importante en libros anteriores, funciona aquí, en realidad, como la mera proyección de una fantasía masculina. Es decir, Houellebecq viajó a Lanzarote, se aburrió visitando las que dice que son las dos únicas atracciones turísticas de la isla, el Jardín de Cactus y el Parque Nacional de Timanfaya, y soñó con que podía liarse con dos lesbianas alemanas, atractivas y femeninas (por supuesto).
Houellebecq nos habla del aburrimiento burgués del turismo, y crea para su narración a Rudi y su secta, y las escenas sexuales de Pam y Bárbara, describiendo unas escenas tórridas posiblemente tomadas de una película porno vista en el hotel de Lanzarote.


Todos los temas que pueblan el universo creativo de Houellebecq están en Lanzarote, pero se presentan aquí a una escala menor que en otros libros. Dije al comienzo de la entrada que, de forma intuitiva, sopesando únicamente su extensión, había concluido que Lanzarote era una obra menor de Houellebecq. Después de haber leído el libro, confirmo que mi intuición era cierta. También es verdad que este libro se lee en un rato y que agradará a los seguidores del autor, sin aportarles nada nuevo.

miércoles, 22 de abril de 2015

La huida hacia delante, por Víctor Peña Dacosta

Editorial La isla de Siltolá. 79 páginas. 1ª edición de 2014.

Conozco a Víctor Peña Dacosta (Plasencia, 1985) de las redes sociales, principalmente de Facebook. Aunque también de twitter y sé que tiene un blog literario llamado Arrebatos alíricos (pinchar AQUÍ). Víctor me escribió a través de Facebook para ofrecerme su primer poemario publicado con La isla de Siltolá. Había leído algún poema de este libro gracias a internet y me pareció que era una poesía con la que conectaba. Al final quedamos en que él me hacía llegar La huida hacia delante y yo le envié (reciclando su propio sobre) mi poemario El bar de Lee.

Ya desde las citas iniciales sabemos que nos encontramos ante un poemario irónico y descreído, puesto que está colocando las palabras de Thomas Mann: «Me pregunto sí, a pesar de mis precauciones, no estaré hablando de mí» junto a las de Homer J. Simpson: «Intentar algo es el primer paso hacia el fracaso». El posmodernismo era esto.
Este juego de las citas se repite a lo largo del libro: desde mensajes de Windows («Error interno 2343», pasando por Michel Houellebecg, Leonard Cohen, Vicente Gallego, Manuel Vilas, Andrés Calamaro, Fidel Castro o incluso Mariano Rajoy («La vida es resistir y que alguien te ayude. Tampoco hacen falta muchos»). Creo, que la cita que más graciosa me ha parecido ha sido una de Mike Tyson: «Todo el mundo tiene un plan hasta que le das la primera hostia.»

El poemario se abre con un poema corto, compuesto en endecasílabos blancos:


Lo mejor del pretérito imperfecto
es su capacidad de convertir
hechos triviales en unas memorias
interesantes o en un poemario
confesional, a medio camino entre
las cosas que mi madre nunca supo
y las que mis nietos deberían saber.


El poemario, como avisa este poema, será confesional, y en la mayoría de los versos se rompe la unidad métrica del endecasílabo. La voz poética evoca, desde la perspectiva de estar acercándose a los treinta años, su juventud o su pasado más inmediato: amigos, juergas, alcohol, ligues, novias, pérdidas de tiempo, lectura, esccritura… El estilo, como ya apuntaban las citas, es irónico, a veces bromista y a veces más serio, desinhibido respecto al sexo, impúdico. Las referencias son muy cercanas: en numerosas ocasiones se compara la propia vida con la del equipo de fútbol, o se habla, por ejemplo, de estados de Facebook.
El lenguaje es en muchas ocasiones bastante coloquial, lo que potencia la sensación de cercanía: “Paso de cuidarme” (pág. 15), “Ese día, ¿recuerdas?, te corriste más que nunca” (pág. 23), “No me las folle” (pág. 27).
Sin embargo, estas composiciones no dejan de tener sentido del ritmo, y consiguen trascender lo meramente anecdótico hacia el campo de la reflexión, con un cierto poso de tristezas simpática.

Reproduzco aquí un poema de la primera mitad del libro, con un tono bromista:


Yo siempre he sido el niño que se aguanta la risa
en el segundo banco de la iglesia
antes de engullir la hostia consagrada.

Un subdelegado votado medio en broma
que reclama imparcialidad ante los exámenes.

Siempre he sido la mancha en la pared
con complejo de rueda de repuesto.

El bufón llorando en el entierro de un amigo.

Yo soy aquel que por las noches te describe.

Ya sobreviví a mi propio holocausto.

Confieso que escribo en verso por pura pereza.



Y aquí otro poema, con una intencionalidad similar, pero con un tono más melancólico:



No soy nada: apenas lo que aparento
y, a veces, ni tan siquiera eso:
pura fachada sin sustancia
de esporádico escritor sin talento
que levanta sus días con gomina,
se calza la cara de ir al trabajo,
bebe un poco y toma alguna pastilla
para paliar pequeños dolores cotidianos.

Soy lo que soy: apenas algo,
una mancha que se oculta a las sombras,
un borracho que lee de vez en cuando.
Un tonto más entre tantos que siguen
con emoción la Liga y frialdad el telediario.

Otro hombre de mediana edad temprana
que hace tiempo emprendió la cuesta abajo.

No soy casi: insisto, existo si acaso.

Ya ni Facebook se altera
con mis golpes de estado.


En algunos poemas el propio Víctor nos indica a quién está realizando el homenaje literario con mensajes como: (FEATURING ÁLVARO VALVERDE); hay otros poemas al estilo de Almudena Guzmán, María López Ponz o Luis Alberto de Cuenca.

Probablemente Luis Alberto de Cuenca sea una de las grandes referencias literarias de este libro, por su tono cercano e irónico frente a las relaciones amorosas. Otra sería la cercanía reflexiva y coloquial de Karmelo C. Iribarren. Y, por supuesto, otra de las influencias más claras sería la de Jaime Gil de Biedma. Sobre todo en el tono confesión y de autorreproche de sus versos. En este sentido destaca este poema, claro homenaje a Contra Jaime Gil de Biedma:

 Tú antes molabas.
Bart Simpson

No quiero ser duro contigo,
que bastante tienes con lo que tienes.
Mírate, esto no era lo pactado:
eres la publicidad engañosa
de lo que yo prometía. El reverso
caducado de una tapa dorada.

Eres Kennedy y Zapatero.
El casi pero al final no.

Eres la alergia de la primavera,
una oferta que sale cara.
El delirio sin aires de grandeza.
Eres la realidad tras la esperanza,
la resaca de las celebraciones
y las agujetas del sexo
mediocremente salvaje.

Eres Rod Stewart.
Guti.
Obama.
Tao Lin.
Eres peor que los Strokes.

Pero no quiero ser duro contigo.
Solo quería despedirme:
no te veré pagar una hipoteca
ni ponerte (aún) más gordo.
No veré cómo te casas y te largas
de luna de miel a un infierno carísimo.
No veré cómo te compras un coche
y malvendes tus discos de vinilo.

No te veré caer en el voto útil
ni en las rebajas de Ikea.
No pasaré la vergüenza
de oírte blasfemar pidiendo
una cerveza sin alcohol.

No te veré morir.


En La huida hacia delante podemos encontrarnos con poemas en prosa más extensos y con poemas cortos que parecen pensamiento o aforismos. Reproduzco algunos de estos últimos:


Algunas de las principales
obras de la literatura
han sido fruto del aburrimiento:
qué lástima de internet, fútbol
y de que no haya Premio Nobel
de Cibersexo.



Te quise desde el principio;
no me di cuenta hasta el final.



El poemario finaliza (además de con alguna reflexión política) proyectando la voz poética hacia el futuro. Después de enfrentarse a su pasado, imagina el poeta lo que le viene por delante en su treintena:


Acostumbrarse a las molestias diarias,
a que se mueran los abuelos.

Hacerse a la idea de que envejecen
los padres y maduran los amigos.

Andar un rato por las tardes.

Verse de pronto envuelto en un debate
sobre hasta cuándo es mejor dar el pecho.
Tener una teoría al respecto.

Apuntarse a cursos de idiomas
o al gimnasio, y actualizar los blogs
al menos una vez a la semana.

Hacer la cama siempre al levantarse
y fregar antes de que se acumule:
hacerse fuerte en la rutina.

Ser un hombre a la hora de hacer colas:
no dejar que se cuelen las marujas
ni nos venza el desaliento.

Medir la vida en estados de Facebook
y la aceptación social en “me gustas”.

Abrir un plazo fijo a un interés
razonable y defender que conviene
una reforma fiscal moderada.

Seguir los partidos sin pegar voces.

Hacerse chequeos de vez en cuando,
que total no cuesta nada. Enterarse
de cuáles son los mejores productos
para mantener limpia la piscina.

Irse de vacaciones con los suegros.

Atender cuando oyes “señor”
por la calle. Aprender a hacerse el nudo
de la corbata y a arreglar los enchufes.

Entender por qué sube la hipoteca.

Asumir que es cada vez más difícil
cumplir el sueño de hacer un trío.

Gastar mucho menos dinero en libros,
reducir el tiempo de siesta.

Hablar en las reuniones de vecinos.

Aprovechar los descuentos del súper,
preferir los conciertos en teatros,
elegir cortinas de seda blancas
que combinen con la mesa camilla,
buscar porno duro gratis, cervezas
negras y ginebras de marca, vinos
con un ligero regusto a manzana
de nombre extranjero. Decir que es suave
pero con mucho cuerpo. Fijarse
en cómo va resbalando la lágrima.

Usar reloj.

Adaptarse, como todos, al miedo.
Amortiguarlo con pastillas.

Apagar el despertador antes de que suene.

Ponerse camisa para ir a trabajar.




 Me ha gustado La huida hacia delante de Víctor Peña Dacosta. Me ha parecido un primer poemario sólido, en el que el autor tenía muy claro cuáles eran sus referentes (Luis Alberto de Cuenca, Jaime Gil de Biedma, Karmelo C. Iribarren y el Vicente Gallego de los primeros libros) y sus intenciones: escribir un poemario confesional, irónico, cercano, simpático, desinhibido, impúdico y antirretórico. Un poemario que consigue hacer sonreír con complicidad al lector.

domingo, 19 de abril de 2015

Una novela francesa, por Frédèric Beigbeder

Editorial Anagrama. 213 páginas. 1ª edición de 2009, ésta es de 2011.
Traducción de Fracesc Rovira; prefacio de Michel Houellebecq.

Tras leer El mapa y el territorio de Michel Houllebecq, y después además de que me acercara a esta lectura tras acabar Rojo y negro de Stendhal, me di cuenta que desde que empecé con el blog sólo tenía comentado un libro francés (Bouvard y Pécuchet, de Gustave Flaubert) cuando, en realidad, yo me formé como lector leyendo bastantes libros del país vecino. Así que tras las buenas sensaciones que había tenido con estas dos lecturas me apeteció seguir buscando a autores franceses. Estuve en la biblioteca de Móstoles y de Retiro hojeando más libros de Stendhal o de Balzac. Y entre los autores modernos, me guié por la selección hecha desde la editorial Anagrama y barajé la posibilidad de leer a Frédéric Beigbeder (Neuilly-sur-Seine, 1965), a Pierre Michon, a Patrick Modiano (a éste menos, la verdad, porque hace años leí un libro suyo y no me gustó mucho) y a Emmanuel Carrère. Me parecía una buena idea leer después de El mapa y el territorio de Houellebecq, el de Una novela francesa de Beigbeder, porque los dos escritores son amigos y aparecen en la novela de Houellebecq como personajes; de hecho, en más de una ocasión en El mapa y el territorio se habla de Beigbeder como el autor de Una novela francesa. Y tal vez, pensé, no sería una mala idea seguir con otro libro de Carrère que se titula Una novela rusa, por la similitud de los títulos y porque también aborda el conflicto de la escritura autobiográfica, algo que siempre me ha interesado. Pero al final me dije que seguramente de Carrére sería mejor leer Limónov, que es la novela que parece haberle consagrado. Y todos estos libros estaban ahí, al alcance de mi mano, en la biblioteca de Móstoles. Tras irme un día sin sacar nada, al siguiente decidí llevarme a casa Una novela francesa de Beigbeder y Lanzarote de Houellebecq.

Hace más de una década leí de Frédéric Beigbeder la novela con la que empezó a sonar su nombre en España: 13,99 euros. Lo saqué también de la biblioteca de Móstoles. Beigbeder trabajaba en una empresa de marketing y escribió este libro con la intención de destapar todos los trapos sucios de la industria, que le despidieran y con el dinero de la indemnización poder dedicarse a escribir a tiempo completo. El protagonista de esta novela parece, en gran medida, un trasunto del autor. Me interesan las novelas que hablan del trabajo, por entonces yo escribía una novela sobre mis experiencias como auditor de cuentas e imagino que esto me llevó a interesarme por 13,99 euros. Recuerdo de ella unas frases sentenciosas, escritas con la intención de epatar al lector, construidas con la contundencia aplastante de los eslóganes publicitarios. En más de una ocasión las páginas iniciales de este libro las he usado en alguna de mis clases de economía de segundo de bachillerato, cuando me toca dar el tema de la función comercial de la empresa y el marketing. Son unas páginas interesantes para fomentar un debate sobre los medios publicitarios. Recuerdo también que aquella novela que se leía con agrado en algún momento descarriló. Tuve la impresión de que, después de contar las anécdotas más sangrantes sobre las empresas que encargaban a la suya campañas publicitarias (“no quiero en mi anuncia tantos chicos negros, que creo que no representan a Francia…” etc.), Beigbeder no sabía qué hacer con su libro y metió de pronto un asesinato en la historia difícilmente justificable. De este modo, una novela que empieza de un modo bastante interesante, acaba perdiéndose en el disparate de la exageración.

Sabía, por comentarios leídos en internet, que era muy probable que Una novela francesa no me pareciera un gran libro. Se le acusa a Beigbeder en ella de ombliguista y banal. Aun así me apeteció leerla, tenía una buena disposición hacia ella. Después de su aparición como personaje en El mapa y el territorio quería saber qué fue de ese Beigbeder al que de vez en cuando leo en mis clases de economía. “La mayor cualidad de este libro es, sin duda alguna, su honestidad”, así empieza su prefacio Houellebecq; y en las dos páginas siguientes del prólogo también se atreve a sacarle los defectos (para esto están los prefacios y los amigos).

La noche del 28 de enero de 2008 Beigbeder es detenido por la policía parisina -junto con un amigo escritor al que llama el Poeta- por consumir cocaína sobre el capó de un coche en plena calle. Esto hace que pase dos días encerrado en un calabozo, hecho catalizador para que a sus cuarenta y dos años decida reflexionar sobre su vida. Sobre todo, lo que desea Beigbeder es reconstruir su infancia de la que se declara amnésico: “No me acuerdo de mi infancia. (…) En mí no queda nada de mí mismo; de los cero a los quince años, me enfrento a un agujero negro.” (pág. 20). A partir de un único recuerdo –su abuelo y él en una playa- irá recomponiendo su pasado; un pasado de niño de clase alta, con familia aristócrata y burguesa; un pasado de niño de clase alta de provincias que se acabará instalando en la capital.
“¿Y de qué me puedo quejar? Escapar al infortunio, la tragedia, el duelo y los accidentes es una suerte en la construcción de todo ser humano. En este caso, este libro sería una investigación sobre el tedio, el vacío, un viaje espeleológico al fondo de la normalidad burguesa, un reportaje sobre la banalidad francesa.” En este párrafo, que escribe el propio Beigbeder en la página 23 del libro, se encuentra posiblemente la crítica más fácil que se le puede hacer a esta novela, y el propio autor lo sabe; aunque también él parece saber (igual que este lector) que la literatura no es el espacio (o no es sólo el espacio) destinado a narrar las grandes aventuras de los hombres extraordinarios (para eso ya están los bestsellers), sino que uno de los grandes retos de la literatura, a partir del siglo XX, es la de acercarse al devenir urbanita del ciudadano de a pie (al fin y al cabo la grandeza del Ulises de Joyce se encuentra en ser una revisión irónica y peatonal de los mitos y los héroes griegos). Lo que parece irritar de este libro -en las críticas que he leído de él en internet- es el propio Beigbeder, su vida mundana de burgués afortunado que, por el espacio de dos noches, ha de dormir en un calabozo de París. Es cierto que alguna crítica que hace de la injusticia cometida sobre él (él no daña a nadie con su consumo de drogas, sólo a sí mismo) suena a lloriqueo de pijo al que nunca dieron un palo; y el propio Beidbeder lo sabe y todavía así nos narra sus cortas desventuras como grandes sufrimientos. Quizás la importancia que se da a sí mismo Beigbeder en este libro es exagerada: el fiscal que le condena se va a hacer inmortal porque él va a hablar de él en su libro. El nombre de Beigbeder queda ahora, tras su condena, nos dice, unido a la de los grandes escritores encarcelados injustamente: Cervantes u Oscar Wilde, nada menos.
A mí, como a otros comentaristas de esta novela en internet, el burgués niño pijo Beigbeder ha llegado a irritarme en más de una ocasión; pero también me ha gustado su honestidad: él es un burgués niño pijo y lo sabe, y te lo dice, y sospecha que el lector lo va a saber y se va a sentir irritado por ello. Beigbeder, como ya ocurría en 13,99 euros, sigue teniendo buena mano para la frase contundente que podría ser un eslogan publicitario (o un aforismo), y los cierres de capítulo suelen estar rematados con frases bastante buenas. “Los nostálgicos de la infancia son aquellos que añoran la época en la que se ocupaban de ellos.” Me gustó, por ejemplo, esta frase de la página 32.
Beigbeder nos habla del divorcio de sus padres o de su hermano mayor, y éstas son posiblemente las páginas más emotivas del libro, las más íntimas y con mayor valor literario. Beigdeber, como él mismo apuntaba, nos habla de la normalidad burguesa, de la banalidad francesa, pero lo hace con un lenguaje elegante y cuajado de referencias literarias, cinematográficas o musicales.


Sabía cuáles iban a ser los puntos flojos de esta novela y aun así me apeteció leerla, me sentía con buena predisposición hacia ella, como dije, y esto ha hecho que su lectura, pese a su ligereza, me haya resultado atractiva, elegante. Un tema aparte sería establecer una comparativa entre dos novelas como El mapa y el territorio y Una novela francesa, entre Houellebecq y Beigbeder. Amigos y escritores de éxito franceses. En El mapa y el territorio Houllebecq habla de sí mismo como del escritor de Las partículas elementales y de Beigbeder como del escritor de Una novela francesa. Sin duda, la prosa de Houellebecq es mucho más trascendente, su análisis social más incisivo y perdurable y Beigbeder es un autor más ligero, más mundano. Su amistad no deja de ser curiosa: los dos parecen el Borges y el Bioy Casares de la literatura francesa. Físicamente disminuido el uno, y atractivo y conquistador el otro; uno retraído y el otro el más sociable de la fiesta. Ese curioso encuentro, después de los años, entre el empollón con problemas sociales y el chico más popular de la clase, que, curiosidades del destino, se han acabado dedicando a lo mismo: uno pone en la relación el talento en bruto; y el otro te va a sacar de fiesta; aunque el talento no le acabe importando a nadie y la fiesta se acabe convirtiendo en un amanecer triste.

sábado, 18 de abril de 2015

Una cita literaria para El día del Libro

Me llega esta nota de prensa de parte de la librería Laie de Barcelona (Carrer de Pau Claris, 85).
Me parece una iniciativa simpática para promocionar el día del libro.
La comparto aquí.




Invitamos a los tuiteros lectores a una cita con la literatura

La librería Laie de Barcelona quiere fomentar la buena literatura desde que abrió sus puertas en Barcelona. Este Sant Jordi, día del libro, queremos que todo Twitter hable de buenos libros.
Para eso, hemos creado un hastag, #Tienesunacita que queremos lanzar desde ahora hasta el día 23 de abril. Invitamos a los lectores a que compartan en Twitter sus citas literarias favoritas acompañadas de #Tienesunacita y @laietana. Los tuits serán retuiteados por Laie y la revistawww.paseodegracia.com para amplificar el impacto.
Nuestra vocación es la lectura y estamos dispuestos a contagiar a Twitter. ¿Te apuntas? A los lectores que vivan en Barcelona y que pasen por Laie mostrando en el móvil un tuit con #Tienesunacita les haremos regalos y descuentos en libros.
¡Por un Trending Topic literario!

miércoles, 15 de abril de 2015

Poemas de El bar de Lee, Día Mundial del Arte

Hoy, 15 de abril, hemos celebrado en el colegio donde trabajo el Día Mundial del Arte. Se han organizado diversas actividades: pintar, tocar música, danzar, interpretar teatro y recitar poesía. La jefa del departamento de Lengua me pidió que recitara alguno de mis poemas, y yo acabé por decir que sí.
Lo cierto es que, a diferencia de las personas que publican libros de poesía (y en más de un caso parece ser una condición necesaria, más importante que la de la calidad, para que esto ocurra), yo no recito mis poemas en bares o en otros lugares parecidos.

Elegí de El bar de Lee (2013) dos poemas, uno de cada poemario que lo componen, Nieve de Móstoles era una fiesta (1998) y Llaves de El calvo del Sonora (2008). Lo que une a los dos es que hablan de la infancia, tema que podía tener en común con los chicos que iban a ser mi público (2º de bachillerato y 4º de la ESO).

Nieve es el primer poema de El bar de Lee, el único escrito en 1997. En un año en el que mi público de esta mañana no había nacido, y en el que yo no había navegado nunca por internet ni tenía teléfono móvil. En diciembre de 1997 yo quería escribir una novela, pero un sábado o un domingo nevó en Móstoles, me asomé a la terraza de mi casa, volví a mi habitación y cogí una carpeta para apoyarme y un folio para escribir. Tomé sobre el natural las primeras palabras del que iba a ser este poema, y del que –siguiendo el tono de esta primera tentativa- iba a salir todo el poemario.

Lo cierto es que me he puesto bastante nervioso al salir a recitar en el salón de actos. Al menos a la mitad de los alumnos (estaban los de todas las clases de 2º de bachillerato) les doy clase de Economía, lo que no me supone ningún problema. Pero recitar algo tan personal como mis poemas ya era otro asunto. En el segundo pase, para 4ª de la ESO, ya estaba más tranquilo.
Los alumnos han escuchado mis versos de una forma muy educada. Creo que tienen una curiosidad sincera por descubrir otras facetas de sus profesores. Otros chicos recitaban poemas de Luis Cernuda o de Blas de Otero. Me ha encantado ver cómo un chico de diecisiete años declamaba un poema propio, un desgarrado texto de desamor, siguiendo ritmos de rap, con bastante más soltura que yo. Y es que en esto del arte todos somos aprendices.



Dejo aquí estos dos poemas:


NIEVE
    
 Montevideo era verde en mi infancia                                                   
                absolutamente verde y con tranvías
                (...) era tan diferente, era verde.                                                                                                                  
                  MARIO BENEDETTI

Blanca, limpia sobre las capotas de los coches,
entre los dedos deshojados de los árboles,
leves puntadas amarillas en las copas
oscuras como un oro enlutado de tiempo
caído en el fango del invierno,
así ha caído esta noche la nieve de la infancia
sobre las capotas de los coches.

Parece ya una fotografía tan lejana,
coches antiguos, rojos desvaídos, camuflados por el esplendor
del blanco, resignados sobre el asfalto roto, enmohecido
sobre el que jugábamos al fútbol, cuando no había
tantos coches rojos cubiertos por la nieve.

Jugábamos en la calle. Veo la farola
escuálida que era un poste y el árbol
deshojado, descarnado, que era el otro, con nieve en sus horquillas
y la puerta verde que no estaba en mi infancia.

Yo era un Arconada de gomaespuma con mis guantes de gomaespuma
bajo los palos del mismísimo cielo;
a veces amanecía nevado, igual que hoy, 14 años atrás, y
nos lanzábamos bolas fulgurantes de risa, de latón y de agua
con la nieve recogida del capó de los coches
que hoy ha vuelto a caer entre los dedos huesudos
de los árboles, con pinceladas impresionistas de hojas
amarillas gastadas por el ladrido de los perros,
sobre el aparcamiento incesante de árboles marrones.
Cuando podaban esos árboles saltábamos sobre las
ramas apiladas, cavábamos túneles en ellas,
eran una cama elástica y un refugio de guerra.

Y ahora, estudiando Análisis Contable, esas ramas
vuelven a crecer igual que vuelve a caer la nieve.
Entre las nubes frías de la mañana lo observo
desde la terraza, esperanzado
de que así vuelva a crecer la infancia.

                                                                 5-12-97.




LLAVES

Como si en realidad fuesen tres hermanos
me sigue pareciendo complicado diferenciar
entre los cuentos de Andersen y los de los Grimn.
Yo aún no sabía leer, esperaba a que mi padre
regresara del trabajo y tras cambiarse de ropa
le hacía sentarse en el sofá. Como en la apoteosis
de un rito antiguo deseaba que cobrasen vida
los signos negros encerrados en el fino papel,
se abrirían para mí entonces, en aquellas tardes
primeras, las vertiginosas puertas de estos libros
que hoy conservo: La sombra y otros cuentos
de Andersen y Cuentos de Jacob y Wilhelm Grimn,
en las baratas y cuidadas ediciones de Alianza.

Se aclaraba la garganta y bajo el bigote la voz,
en ese momento el niño que era yo sucumbía
a la magia que invocaban las palabras,
magia que le conduciría a vigilar su sombra
de repente presentida como un ser autónomo,
a pensar en princesas verdaderas que detectaban
guisantes bajo una montaña de almohadas,
a interrogarse con ceño fruncido si de verdad
en algún lugar del mundo los sapos hablaban.

Ahora sé que sí: lo hacían en los estanques
de aquellas frases que mi padre conjuraba
en el sofá de casa tras su trabajo de ingeniero.
En una ocasión le pregunté si él escribía
cuentos. Yo no sabía leer pero pensaba
que quien leía cuentos debería también querer
escribirlos. Confuso, sorprendido, imaginaba.

Recuerdo entre todos uno: La llave de oro.
Un niño sale a buscar leña en un crudo
día de invierno, entre la nieve encuentra
una llavecilla de oro, después un cofre
y en él una cerradura. Y entonces le dio
una vuelta; y ahora hemos de esperar hasta
 que haya terminado de abrirlo y levante la tapa:
 entonces nos enteraremos de las cosas
 maravillosas que contiene el cofrecillo. Finalizó
mi padre abrupto la lectura. No podía creerlo,
me tomaba el pelo, tenía que saber
qué contenía el cofrecillo, necesitaba saberlo.
Insté a mi padre a que pasase el dedo
por las palabras según las repetía. Ni una más.
Éramos víctimas de un error. Llegué a coger
una lupa en busca de los restos de una supuesta
página arrancada donde, sin otra posibilidad,
tendría que encontrarse resuelto el misterio.

Puedo ver a mi padre: sonreía observando
a aquel niño que no sabía leer, su indagar
en el lomo esquivo de un libro de bolsillo.
Quizás él haya olvidado esta extraña escena
que regresa a mí con terquedad de símbolo,
porque, sin duda, lo más extraño de todo
es que tres décadas después
el niño que era yo, convertido en adulto,
aún sigue
buscando lo que había en aquel cofrecillo.


domingo, 12 de abril de 2015

El mapa y el territorio, por Michel Houellebecq

Editorial Anagrama. 377 páginas. 1ª edición de 2010, ésta es de 2011.
Traducción de Jaime Zulaika

Recuerdo la fuerte impresión que me causó la lectura de Las partículas elementales en agosto de 2002, justo un mes antes de que me fuese a convertir en profesor, profesión con la que sigo desde entonces. Dejaba ese verano atrás el traje de joven ejecutivo y el cambio me ilusionaba pero también me ponía nervioso. Tenía ya veintiocho años, había  leído unos cuantos libros fundamentales; y al acercarme a Las partículas elementales aquella historia de tristezas y frustraciones sexuales, que había escrito el que por entonces me estaba pareciendo un escritor del que cada vez de hablaba más en las revistas y los suplementos culturales, aquel Michel Houellebecq (Saint-Pierre, isla de La Reunión, departamento de ultramar de Francia, 1958), me impactó profundamente. Poco después leí Ampliación del campo de batalla, que fue su primera novela, y me pareció que este libro era, en gran parte, un banco de pruebas para escribir, algo más tarde, una novela mayor como Las partículas elementales. Al año siguiente leí Plataforma, y aquí ya tuve la impresión de que Houellebecq empezaba a repetirse. Todo lo que podía ofrecer al lector Plataforma (salvo algunas consideraciones sociológicas sobre el turismo) estaba ya escrito en Las partículas elementales. De hecho, me pareció que desde el pedestal del éxito Houellebecq se proponía epatar al burgués, lo que no deja de ser una concepción burguesa del arte. Me explico: en Plataforma el protagonista viaja a Tailandia como turista sexual; le superan las relaciones de pareja convencionales y se siente satisfecho con los placeres de la prostitución. El tema es interesante, aquí tenemos al occidental decadente y rico, importador de juventud y belleza del tercer mundo. El tema puede epatar al burgués, creando una controversia en una sociedad –la francesa- en la que aún la figura del escritor tiene cierta relevancia social, y la salida al mercado de una novela puede generar debate. Al leer Plataforma me percaté claramente de que Houellebecq se cuidaba mucho de evitar un tema: se reflexiona en el libro sobre el turismo sexual en Tailandia, pero no hay una sola referencia de ningún personaje, ni un solo comentario, al turismo sexual con menores. Recuerdo perfectamente que la primera vez que el protagonista se acuesta con una prostituta y se lo cuenta a la mañana siguiente, en el desayuno, al grupo de turistas con el que viaja se nos informa con claridad de que la prostituta tenía veintisiete años. Los turistas burgueses de la novela se escandalizan ante el comportamiento de su compañero de viaje, pero en el mundo de epatación al burgués de Houellebecq, en la Tailandia distópica de su Plataforma, no existe la prostitución infantil. Y si había pensado tras leer Las partículas elementales que Houellebecq era un escritor muy punzante, muy incisivo en sus análisis sociales, aquí me decepcionó, tuve la impresión de que calculaba perfectamente a quién quería epatar con su novela, sabía perfectamente quién era su público objetivo y qué personas iban a comprar su libro y escandalizarse con él. Su escándalo, por tanto, era controlado, medido, y su aire de nuevo enfant terrible de la literatura europea me pareció  en consecuencia una pose. Se me acabó el amor con Houellebecq, y ya no me acerqué a su siguiente novela, La posibilidad de una isla, que además no la publicó Anagrama sino Alfaguara. Y sé que si después del éxito de sus anteriores libros, Anagrama no publicó esta novela era porque consideraba que su calidad no estaba a la altura (aunque también cabe la posibilidad, claro, de que Alfaguara pagase más por esta nueva obra y Anagrama la dejara marchar).

Cuando en 2011 apareció El mapa y el territorio, de nuevo en Anagrama y avalada por el premio Goncourt (en Francia un premio como éste aún tiene prestigio), pensé en leerlo. Pero, a pesar que estaba recibiendo buenas críticas en la prensa o en los blogs, lo fui dejando pasar. Algún año después se lo regalé a mi novia, que ha sido una buena lectora de Houellebecq; y me he acercado a él, por fin, dentro de los parámetros de mi campaña personal a favor de evitar la compra temporal de libros y leer los que tengo acumulados en casa. Además acababa de leer Rojo y negro de Stendhal, y me pareció interesante comparar una obra francesa del siglo XIX con otra del XXI.

El protagonista de El mapa y el territorio es Jed Martin, un típico personaje houellebecquiano: su madre se suicidó siendo él un niño, y ha crecido bastante distanciado de su padre, un arquitecto de éxito. Jed Martin, niño sin amigos, adolescente retraído, estudiará Bellas Artes y conocerá el éxito siendo muy joven, debido a su trabajo fotográfico, un estudio del territorio francés a través de las guías Michelin. Gracias a la exposición de sus fotos conocerá a la bella rusa Olga. Este personaje femenino también me ha parecido típicamente houellebecquiano: la bella mujer joven, europea, independiente y con éxito, que toma la iniciativa para mantener una relación con un hombre tímido, apocado y retraído. Era así en Plataforma (en esta caso, la mujer era francesa) y vuelva a ser así en esta novela. Quizás la protagonista de Las partículas elementales tenía algo más de entidad –recuerdo la descripción de las inseguridades de la mujer bella, que me pareció un elemento narrativo logrado- pero en Plataforma (según recuerdo) y sobre todo aquí, en El mapa y el territorio, este personaje femenino actúa como una proyección de la fantasía del autor: la bella mujer joven, deslumbrante que se enamora del hombre apocado, del pusilánime (de él). Un personaje que acabará perdiendo entidad en el libro hasta desaparecer.

Imagino que Jed Martin, el pintor solitario que tiene éxito desde el principio en esta novela (el éxito de las fotografías acabará siendo sólo un preludio del gran éxito que le está aguardando con su serie de pinturas sobre los oficios) es un trasunto del mismo Houellebecq. Alguien que gracias a su arte consigue una posición muy cómoda en la sociedad, y que sin embargo con el dinero no alcanza la felicidad, sino un espacio propio en el que ir aislándose cada vez más de los hombres. Aunque lo curioso aquí es que si Jed Martin es un trasunto de Houellebecq, el autor juega en El mapa y el territorio al desdoblamiento, porque Jed va a entrar en contacto, para que le escriba el texto de su exposición pictórica, con un escritor francés afincado en Irlanda llamado Michel Houellebecq. La verdad es que éste me pareció un detalle bastante simpático. También aparece como personaje en el libro el escrito Frédéric Beigbeder, amigo de Houellebecq.

Después de haber estado unas tres semanas leyendo Rojo y negro de Stendhal no podía dejar de establecer algunos términos comparativos en mi lectura. La sutilidad para describir a los personajes en Stendhal –el cómo se ven unos a otros- es mucho más hábil y profunda que en Houellebecq. Éste dibuja unos personajes un tanto difusos en el caso de las mujeres, y los masculinos acaban siendo trasuntos de él mismo. Pero si la narración de Stendhal era lineal, Houellebecq sabe jugar con los saltos temporales con elegancia, casi como si pareciera que la novela se está escribiendo sin mucho esfuerzo, y, tras una reflexión, una mirada más atenta podrá descubrir que el autor controla a la perfección las capas del material narrativo desplegado. Stendhal hacía una crítica a la sociedad de su época, a su hipocresía y al afán de ascensión social de sus individuos, y Houellebecq más que una crítica hace un diagnóstico –“autopsia” lo llama el crítico José Martínez Ros- sociológico, y en cierto modo desapasionado de la Francia actual (actual y también ligeramente proyectada hacia el futuro. De hecho, el cuerpo principal de la novela parece situarse en torno a 2016, ya que apunta, por ejemplo, que Beigbeder tiene cincuenta y un años, y compruebo en internet que ha nacido en 1965).

Todo un aire de melancolía invade esta novela, una atmósfera crepuscular: una Francia, o una Europa en general, de la que están desapareciendo los oficios y la producción industrial. Una Europa envejecida en la que un centro que practica eutanasias en Suiza tiene más éxito comercial que un prostíbulo ubicado en la misma calle. Si en otras novelas de Houellebecq era el sexo uno de los temas y fuerzas motoras de la narración, aquí parece serlo más la pulsión de soledad y de muerte.

La tercera parte de la novela acaba en la página 237, y he tenido la sensación de que en este punto podría haberse acabado el libro. Aquí se proponía un final abierto lo suficientemente sugerente: el personaje femenino podía volver a entrar en la vida de Jed o no, Jed podía convertirse en amigo de Houellebecq, por el que siente una creciente afinidad. Pero no, de repente parece que empezamos a leer un nuevo libro, y en este caso se trata de una novela negra. Unos policías que aparecen por primera vez en la narración investigan el brutal asesinato de uno de los personajes de la novela. No será hasta sesenta páginas después que vuelvan a aparecer en la trama el resto de personajes.
Desde un punto de vista ortodoxo, este registro diferente y esta presentación de temas nuevos, con un cambio de ritmo importante, sería un error de construcción de la novela; pero está claro que Houellebecq conoce las técnicas novelísticas y se ha propuesto jugar con ellas. Este juego me ha desconcertado, pero he de decir que ha sido un desconcierto agradable. Se rompe la lógica de la novela, su simetría, pero Houellebecq arriesga aquí, con materiales inesperados, el resultado me ha parecido satisfactorio y el final definitivo más cerrado que el que podría haber sido en la página 237 (pese a la desaparición definitiva del personaje femenino).

El mapa y el territorio es una novela melancólica, sobre la decadencia de Europa, con finas reflexiones sociológicas (sobre los oficios, los objetos, las personas, el arte…), y a pesar de la tristeza que destila no está exenta de humor. Esta potente novela ha hecho que me reconcilie con Michel Houellebecq.

miércoles, 8 de abril de 2015

Unas fotos de Santa Fe, la ciudad narrativa de Juan José Saer

He cambiado algún comentario en el blog sobre las obras de Juan José Saer con el lector argentino Ignacio Luccisano, quien tiene familia en Santa Fe. Saer nació en Serodino, que pertenece al término de Santa Fe.
La obra de Juan José Saer se articula en su mayor parte en torno a un lugar que de forma genérica se llama en sus novelas y cuentos la ciudad. Esta ciudad es en realidad Santa Fe, aunque no aparezca nunca en sus libros con este nombre.

Estuve cambiándome correos con Ignacio y acordamos que me enviaría unas fotos de Santa Fe y sus alrededores para poder montar en el blog una entrada sobre los lugares en los que transcurren las narraciones de Juan José Saer.


Dejo aquí las fotos que me ha enviado. Espero no equivocarme al unir los nombres a los lugares.

Esta foto está tomada en Santa Fe, la calle es Juan de Campillo y Lavalle:


Santa Fe, calle Juan de Campillo y Lavalle


Santa Fe, calle de Chacabuco y Guemes


Santa Fe, calle Castellanos


Las siguientes fotos pertenecen a Colastiné, que aparece también en las novelas de Saer. De hecho, los indios que aparecen en la novela El entenado son los indios colastiné:






Este caballo que bebe en el río de Colastiné bien podría recordarnos a esos caballos que iban muriendo asesinados en la novela Nadie nada nunca.


Sobre Colastiné, Ignacio me cuenta la siguiente historia:
«En ese lugar, funciona un parque para niños, pero yo hace años filmé un documental sobre la leyenda de "El embolsadito".
La historia se remonta a 1800, cuando un marinero inglés, que llegó a estas tierras, comenzó a tener un romance secreto con la mujer de un carnicero. Cuando este último descubrió la infidelidad de la mujer, mató al marinero. Lo descuartizó y lo metió en una bolsa arpillera que colgó a la vera del río, donde ves al caballo tomando agua.
Desde esa época, los habitantes más antiguos de Rincón, un pueblo cercano,  veneran al "embolsadito" al que dicen, hace milagros.»






Esta es la nueva estación de trenes de Santa Fé, cuyo bar se llama Juan José Saer:


En la novela Glosa, Ángel Leto y el Matemático, caminan las 21 cuadras que van desde Boulevard y San Martín, por SAn Martín, hasta el Parque Sur. Durante esta caminata hablan de la fiesta de cumpleaños de Jorge Washington Noriega, a la que ninguno de los dos ha asistido. En Santa Fe se celebra el "Día de Glosa". Dejo unos enlaces a noticias que recogen este evento:


Las fotos siguientes son Boulevard Gálvez y Peatonal San Martín. Las calles de Glosa:








En muchas de las novelas de Saer, cuando sus personajes salen de la ciudad, y se dirigen a lugares costeros como Rincón, se dice que atraviesan un puente colgante. En alguna de las últimas novelas ya se insinúa que se está construyendo un nuevo puente colgante. Es éste:



Muchas gracias, Ignacio.