jueves, 29 de enero de 2015

El calvo del Sonora, poema de El bar de Lee

Hacía tiempo que no mostraba aquí alguno de mis poemas. Me apetece hacerlo hoy. Selecciono para ello un poema que ya ha aparecido en el blog. Le tengo especial cariño, fue el primero que escribí para el segundo libro incluido en El bar de Lee, y que da título al poemario.




EL CALVO DEL SONORA
                Pero aunque sea un boxeador golpeado
                    Voy a dar mis últimas peleas.
                                            Jorge Teillier

Mecido por el oleaje de la música y la batuta
de una copa en la mano, se acercaba
a las chicas. A su alrededor bailaba, y ellas,
a veces, le seguían brevemente el juego.
Al inclinarse sobre sus oídos los rechazos
no le hacían mella, no cambiaba el compás
ni el semblante, sostenido en el ritmo,
imperturbable a su inmóvil derrota, bailaba.
Siempre iba solo, siempre estaba borracho,
entraba en aquel único pub: el Sonora.

En el andén de Atocha, sólo un día le vi
en otra parte, como yo, esperaba el tren, al fin
sobrio –chándal y bolsa de deporte, escapado
del presidio de cualquier polígono industrial-.
Tras sentarse, su mirada hundida se dispersó
por las paredes de márgenes secos del vagón.
Tal vez, nuestro Tony Manero de los suburbios,
el Calvo del Sonora, soñase ya en ese instante
con su particular fiebre del sábado noche,
embebido de turbios escenarios propicios:
tequilas y cactus, desierto y mariachis.

Pasaba de los treinta y nosotros no alcanzábamos
los veinte. Nos sonreíamos observándole,
espectadores cruentos de sus bailes sin pareja.
Siempre estaba solo, siempre iba borracho.
Había algo patético en él y también, pienso
ahora, algo poderoso como el hierro ardiente
de la vida. Nos sonreíamos divertidos, pero,
quizás –inconfesable, subterráneo- temerosos
ya del paso del tiempo y los destinos posibles.

Fundido, otra figura más, en el mural
de folclore mexicano del Sonora y el rebullir
de aquellos días inciertos (porque yo también
tuve veinte años…) le recuerdo esta noche
como una terca imagen del fracaso, pero,
porque así lo quiere el tiempo y la memoria,
irrumpe en mí además como un icono
de cierta voluntad temeraria –boxeador
sonado que sigue en pie con las costillas
rotas-, ensalzado al fin por todas las ocasiones
en que la vida nos obligó más tarde
a nosotros, que aún podíamos comernos
el mundo, a tener que ser, persistentes
y en vano, iguales

                                 al Calvo del Sonora.

domingo, 25 de enero de 2015

Principios de economía política y de tributación, por David Ricardo

Editorial Hora h. 355 páginas. 1ª edición de 1817, ésta de 1973.
Traducción, notas e introducción de Valentín Andrés Álvarez

El curso académico pasado me propuse leer algunas de las obras fundamentales de la historia del pensamiento económico. En total leí cuatro libros sobre economía, dos de los albores de esta ciencia social: La riqueza de las naciones (1776) de Adam Smith y Primer ensayo sobre la población (1798) de Robert Malthus; además de dos obras más modernas, una de John K. Galbraith y otra de Paul Krugman.

Si quería seguir con la historia del pensamiento económico, el siguiente libro que debía leer, tras los de Smith y Malthus, era Principios de economía política y de tributación de David Ricardo (Londres, 1772 – 1823), publicado en 1817. Ya conté en el blog que me encontré el libro en uno de los puestos de la cuesta de Moyano al precio de un euro. Algunas semanas después me apeteció visitar la librería del Economista situada en Conde Duque. No me importaba volver a comprar el libro si tenían una edición que me pareciera más legible: la que compré por un euro tiene una letra muy pequeña y me daba la impresión de que se iba a desmontar si la empezaba a leer, a subrayar y a hacer anotaciones en sus márgenes (algo que al final no ocurrió, la edición pese a su modestia es extrañamente sólida). Me sorprendió que el librero de la librería del Economista me dijera que no existía ahora mismo disponible ninguna edición de los Principios de economía política y tributación de Ricardo, el libro está descatalogado, y me recomendaba la edición que ya tenía. En la librería del Economista o en cualquier sección económica de una librería menos especializada es fácil encontrar libros sobre la crisis actual, pero mucho más difícil dar con los libros clave en la historia de la economía.
Me encontré entonces pensando en el gran número de universidades que hay en España en las que se imparte Económicas y Empresariales y en que ni siquiera los profesores de esas universidades, que explican una asignatura llamada Historia del pensamiento económico, parecen estar demasiado interesado en leer los libros fundamentales de la ciencia que enseñan. Más tarde me encontré pensando en todos los tertulianos de televisión y radio que parecen hablar de la corriente liberal de la economía como si no existiera otra y que tampoco parecen (teniendo en cuenta la no existencia del libro que debería ser la biblia liberal) interesados en profundizar en las ideas que promulgan.

Ya comenté el año pasado que me sorprendió al leer La riqueza de las naciones de Adam Smith el hecho de que el supuesto padre del liberalismo económico no abogaba por propuestas tan radicales como las que yo pensaba que habría propuesto. Smith opinaba, por ejemplo, que sería mejor que la tierra, dividida en pequeñas parcelas, la cultivasen los dueños, y no que hubiera grandes arrendadores; arremetía contra los empresarios y su deseo de manipular los mercados tirando a la baja los sueldos de los trabajadores; y, en definitiva, su obra estaba escrita en gran parte en contra del poder de las grandes empresas y los monopolios, abogando –y sentando las bases- por el modelo de competencia perfecta: muchos oferentes y demandantes, existencia de información perfecta, libertad de entrada y salida para empresas, bienes homogéneos y empresas precio-aceptantes.

En realidad, cuando usted se sienta tentado a pensar que las propuestas más radicales del liberalismo económico son debidas a Adam Smith debería saber que se deben a la obra de David Ricardo, publicada cuarenta años después que la de Smith.

La riqueza de las naciones era un libro optimista, escrito con el vigor y el deseo de comunicación de un profesor de filosofía; un libro plagado de ejemplos y de grandes ideas intuitivas. El método de Smith para sentar las bases del pensamiento económico era inductivo: a través de su observación de la realidad histórica y de ejemplos concretos llegaba a conclusiones generales. David Ricardo cambió el enfoque de trabajo de la incipiente ciencia económica, sus conclusiones van a deberse al método deductivo: a través del pensamiento abstracto, definiendo un importante número de hipótesis de partida, trabajaba hasta llegar a conclusiones en apariencia inapelables.

Para poder comentar el libro de Ricardo con propiedad he consultado el libro Historia del pensamiento económico de Harry Landreth y de David C. Colander. Leo aquí:  “La manera de formular una buena política, utilizando a Ricardo de modelo, es dejar de lado todo lo que no es esencial y construir un modelo sumamente teórico que revele las relaciones causales entre la variables.” “La dificultad de esta formulación teórica y contextual de la política económica estriba en que en el mundo real estas variables «congeladas» a menudo se descongelan y producen efectos inintencionados.” (pág. 113). En la página 128 del libro de Landreth y Colander, cuando se habla de la teoría del valor de Ricardo que critica la propuesta de Smith, también leo: “En la literatura que se encuentra entre la más difícil de comprender de toda la economía, Ricardo intentó demostrar su teoría del valor basada en el coste del trabajo.” Esto de la dificultad me tranquilizó un poco porque me había encontrado perdido más de una vez al leer en el transporte público algunas de las páginas de Ricardo. En la librería La Central, hojeando el libro Historia del pensamiento económico escrito por John Galbraith leí que éste denominaba a Ricardo: “economista oscuro”. Lo cierto es que no es muy recomendable leer a David Ricardo cansado o en el transporte público, porque requiere grandes dosis de concentración (lo que tampoco va a impedir que, en más de una ocasión, el lector se acabe perdiendo entre la maraña teórica y abstracta de la mente del economista, sin formación universitaria reglada pero muy avispado, al parecer, para el negocio de la compra venta de acciones bursátiles).

En sus Principios de economía política y tributación David Ricardo da la réplica a la obra de diversos economistas como Buchanan, Say o Malthus, pero definitivamente con quien conversa es con Adam Smith. En el prólogo de su obra, Ricardo nos habla de la admiración que le produce la obra de Smith, y en su libro se dedicará a revisar algunas de las conclusiones de éste. De hecho, Principios de economía política y tributación comienza así: “Fue observado por Adam Smith que…”. En la primera parte del libro Ricardo nos recuerda la teoría del valor de Smith, cuando éste definía el valor de uso y el valor de cambio de un bien, dice Smith: “Las cosas –sigue diciendo- que tienen mayor valor de uso tienen, con frecuencia, un valor de cambio pequeño o nulo; por el contrario, aquellas que tienen mayor valor de cambio, tienen un valor reducido de uso o carecen de él.” Es decir, la paradoja clásica del agua y los diamantes. Para Ricardo el valor de cambio de las cosas que poseen utilidad tiene dos orígenes: “su escasez y la cantidad de trabajo requerido para obtenerlas.” Para desarrollar sus ideas, Ricardo apunta que él está hablando de bienes cuya cantidad puede ser aumentada por efecto de la actividad humana. Para Ricardo no existe la diferencia propuesta por Smith entre valor de uso y de cambio, y apunta que el valor de un bien viene determinado por la cantidad de recursos (o de tiempo de trabajo) que se emplea en su producción. “Son las relaciones entre las cantidades de mercancías que produciría el trabajo lo que determina sus relaciones de valor con el presente y el pasado, y no las cantidades relativas de ellas que son dadas al trabajador a cambio de su trabajo.” (pág. 24). Para entender mejor hacia dónde se dirige Ricardo podríamos citar el capítulo XXX, en el que afirma: “Lo que regula, en definitiva, el precio de las mercancías es el coste de producción, y no, como se ha dicho frecuentemente, la regulación entre la oferta y la demanda.” (pág. 318).

Así que los precios de mercado de los bienes se encuentran en relación directa con su coste de producción, y como coste de producción más importante debemos considerar el de la mano de obra de los trabajadores.
Cuando leí Primer ensayo sobre la población de Malthus cité en el blog algunas de las ideas de Keynes sobre la obra de Malthus y Ricardo. Allí escribí, tomando las palabras de Keynes, que Malthus reprochaba a Ricardo que para sus análisis tomaba los salarios de los trabajadores como constantes. Algo que me extrañó. Ahora, tras leer el libro de Ricardo, comprendo los matices de ese pensamiento. Lo que Ricardo afirma que es constante es lo que denomina el “fondo de los trabajadores” o “fondo de mantenimiento de los trabajadores”, que sería la parte que paga el capitalista a los empleados tras invertir su dinero en la empresa y restarle su beneficio. Y en realidad lo define como “casi constante”, porque apunta también que puede subir y bajar; por ejemplo, leemos en la página 228: “Siempre resultaría una ventaja de un precio relativamente bajo del trigo; y es que con la nueva distribución del producto se aumentaría probablemente el fondo de mantenimiento de los trabajadores”.
En definitiva lo que viene a decir Ricardo es que el fondo de mantenimiento de los trabajadores (pese a modificaciones temporales) tiende a ser constante, y esto es independiente del número de trabajadores que existan en ese momento. Ricardo toma por correcta la hipótesis malthusiana del crecimiento de la oferta de alimentos por debajo del crecimiento de la población. Así que un fondo de mantenimiento de los trabajadores mayor (o un abaratamiento de los bienes básicos -como alimentos o ropa-, lo que viene a ser lo mismo que un incremento de salarios) lo que va a provocar es que éstos tengan, de forma temporal, salarios más altos, lo que conducirá a que se casen antes y a que tengan más hijos. La siguiente generación de trabajadores, al ser más individuos, tendrán que dividir entre un número mayor de personas el fondo de mantenimiento de los trabajadores que tiende a ser constante. Es decir: salario real = fondo de salarios / población trabajadora. Esta es la llamada ley de hierro de los salarios.

La idea que más se repite en este libro, llegando a ser casi el mantra ricardiano, es la siguiente: “Cualquier incremento de los salarios supone una disminución de los beneficios.” (por ejemplo, leemos en la página 108: “Me he esforzado por demostrar en el curso de esta obra que el tipo de los beneficios no puede aumentar jamás como no sea por una reducción de los salarios”). Con los beneficios, se sigue deduciendo, el empresario puede acumular capital y hacer que la sociedad prospere. Si cayésemos en la trampa de pensar que los trabajadores se merecen salarios más altos lo único que se conseguiría sería elevar el precio de los productos básicos (lo que en términos reales no supondría en verdad ningún incremento salarial) y que los trabajadores tuvieran más hijos y que en consecuencia los salarios volviesen a bajar. Para David Ricardo, el salario de los trabajadores ha de mantenerse de forma constante en el nivel de subsistencia. Este nivel de subsistencia debería cubrir para ellos la capacidad de alimentarse, vestirse, vivir en una casa y poder criar a sus hijos; es decir, a la siguiente generación de trabajadores. La movilidad de las clases sociales no parece ser una idea que se pase por la mente de Ricardo.
“El precio natural del trabajo es aquel necesario, por término medio, para que los trabajadores subsistan y creen una familia en que se reproduzcan sin aumento ni disminución.” (pág. 75)
También apunta Ricardo que según el grado de progreso de un país ese nivel de subsistencia puede variar, ya que un trabajador inglés no podría tolerar las condiciones de subsistencia de otro país más pobre. “Con el progreso de la sociedad, el precio natural del trabajo muestra siempre tendencia a subir.” (pág. 75)

Si lo he entendiendo bien, para Ricardo que los salarios se mantengan al nivel de subsistencia en un país más que recomendable parece algo tan inevitable como una ley física. Pero si la acumulación de capital hace que la sociedad progrese la situación del trabajador puede mejorar: “En aquellos países donde las clases trabajadoras tienen poquísimas necesidades y se contentan con alimentos más baratos, el pueblo está expuesto a las mayores visicitudes y miserias. No hay allí lugar de refugio frente a una calamidad; no pueden buscar la salvación en un nivel de vida más bajo, pues ya lo tienen tanto, que no puede descender más.” (pág. 81)

Ricardo prueba, con sus métodos abstractos, llenos de hipótesis de partida que podrían ser discutibles, que “cualquier incremento de los salarios supone una disminución de los beneficios”. Dudo que esta afirmación se pueda sostener desde un punto de vista macroeconómico, pero desde la microeconomía empresarial me parece claro que no es cierto en todos los casos. Propongo un contraejemplo: Henry Ford para conseguir bajar el precio del coche Ford T en su fábrica de Detroit, además de mejorar el funcionamiento de su famosa cadena de montaje, pagaba el doble de salario a sus trabajadores que el que se pagaba en las fábricas de la competencia. Llegó a haber disturbios en Detroit porque todos los obreros querían trabajar en las fábricas de Ford. Éste sabía que el trabajo que pedía a sus obreros en la cadena de montaje era duro, y para llevarlo a cabo necesitaba a personas con verdaderas ganas de trabajar, que temieran perder su puesto de trabajo o, mejor aún, que supieran valorarlo. De esta forma, trabajando en el perfeccionamiento de su cadena de montaje e incrementado  los salarios a sus trabajadores, Ford consiguió abaratar su producto, y en consecuencia incrementar sus ventas, su producción y sus beneficios (en contra de la idea de Ricardo). Ford, como capitalista, tenía algo claro: sus trabajadores tenían que ganar un salario que les permitiera comprar uno de los coches que estaban fabricando. O contado de otra forma: Ford creía en la motivación en el trabajo a través del salario (escuela científica de la psicología industrial) y podemos deducir también que creía en las políticas de demanda.
Al leer los Principios de economía política y tributación he tenido la impresión de que Ricardo en ningún caso toma en consideración las políticas de demanda (desarrolladas un siglo después por Keynes). Es decir, no piensa que un salario mayor para los trabajadores -e incluso, por seguir sus ideas, un incremento del número de los trabajadores- va a llevar a un incremento de la demanda y por tanto de la producción y de los beneficios industriales, como podríamos deducir observando cualquier esquema sencillo del flujo circular de la renta. Y esto es así, porque como ya hemos apuntado, toma como hipótesis incuestionable la de la limitación malthusiana de los recursos. Más obreros trabajando para él no conducirá a más producción y por tanto a más dinero en circulación y a la posibilidad de que las empresas puedan producir y vender más, incrementando en consecuencia sus beneficios y el bienestar social (y teniendo la posibilidad, además, de abaratar costes gracias a los rendimientos de escala).

Además de la hipótesis malthusiana, Ricardo, a pesar de criticar algunos aspectos de la obra de Smith, toma en consideración como reales sus supuestos del modelo de competencia perfecta; que como ya he dicho serían: considerar mercados con un gran número de oferentes y demandantes, bienes homogéneos, información perfecta, libertad de entrada y salida en los mercados para las empresas y empresas precio-aceptantes. En este contexto, apunta por ejemplo en la página 72: “Este deseo incesante, por parte de todos los capitalistas, de abandonar un negocio poco provechoso por otro más ventajoso, ocasiona una fuerte tendencia a igualar el tipo de beneficios en todas las inversiones.” En este enunciado, Ricardo toma como válidos al menos los supuestos de competencia perfecta de información perfecta, libertad de entrada y salida y gran número de empresas. En consecuencia las empresas no controlan los precios de mercado y han de ser precio-aceptantes.
Estas hipótesis pueden ser discutibles en los mercados reales. Por ejemplo, el economista moderno Joseph Stiglitz recibió el premio Nobel de Economía en 2001 por demostrar la falta de información perfecta (o presencia de información asimétrica) en los mercados reales. Podríamos apuntar también que en una sociedad en la que el modelo de crecimiento planteado por Ricardo es el de la acumulación de capital empresarial las empresas van a ir creciendo tanto que se hará muy difícil la entrada de nuevos competidores en los mercados más rentables, y esto considerando que las empresas realmente estén compitiendo y no que se asocien (como apuntaba Smith que podía ocurrir) y lleguen a la formación de monopolios, en ningún caso precio-aceptantes.

Como ya he comentado antes, Ricardo no cree en el crecimiento de los mercados como consecuencia de un estímulo de la demanda agregada (en contra de la teoría de Keynes). Ricardo acepta la llamada Ley de Say: toda oferta crea su propia demanda, o lo que es lo mismo: los mercados tienden al pleno empleo en el largo plazo y la venta de todo lo producido. Para que esto ocurra debe fomentarse la libertad de mercado: “Como todos los demás contratos, los salarios deben abandonarse a la leal y libre concurrencia del mercado, sin someterla nunca a la intervención del poder público”. Con esta cita de la página 85 creo que queda claro lo que opina Ricardo de los salarios mínimos. En esta misma página, habla de las leyes de pobres, que podrían ser un equivalente a las leyes del paro actuales. Dice: “La tendencia manifiesta de las leyes de beneficiencia está en directa oposición a estos principios evidentes (…): en vez de hacer rico al pobre, están proyectadas para hacer pobre al rico.” “La tendencia perniciosa de estas leyes no es ya un misterio, puesto que ha sido desarrollada completamente por el experto Mr. Malthus; y todo amigo de los pobres debe desear ardientemente su abolición.”

En el mundo que dibuja, en el que el fondo de mantenimiento de los trabajadores puede permanecer constante a pesar del incremento de la población, no duda Ricardo en hacer responsable al trabajador de su bienestar: “Una verdad que no admite duda es que el bienestar del pobre no puede asegurarse de un modo permanente si él mismo no se toma algún cuidado de su parte, o sin algún esfuerzo por parte de la legislación para evitar que el número de ellos aumente y para hacer menos frecuentes los matrimonios jóvenes y faltos de previsión. Los efectos del sistema de las leyes benéficas han sido completamente opuestos a éstos. Han hecho superflua la moderación e invitado a la imprevisión, ofreciendo al pobre una parte de los salarios del hombre previsor y laborioso.” (pág. 86).

Hay algunos párrafos de David Ricardo que parecen réplicas al programa electoral de Podemos (el de las europeas). Veamos algunos mensajes de David Ricardo desde 1817 a Pablo Iglesias en 2015:

1) Esto es lo que opinaría Ricardo sobre la idea de una “renta mínima”: “Si todos los hombres que carecen de sustento tuviesen la seguridad de obtenerlo por disposición de la ley y lo obtuviesen en grado tal que pudiesen llevar una vida tolerable, por consideraciones teóricas podríamos esperar que todos los demás impuestos serían pequeños al lado de ese solo impuesto para la asistencia de los necesitados. El principio de la gravitación no es más cierto que la tendencia de esas leyes a transformar la riqueza y energía en miseria y debilidad; a apartar la aplicación del trabajo de todo objeto que no sea la provisión de mera subsistencia; a borrar toda distinción intelectual; a ocupar, sin descanso, el espíritu con la satisfacción de las necesidades del cuerpo, hasta que todas las clases estuviesen, a la postre, infectadas con la plaga de pobreza universal.” (pág. 87).
2) Esto es lo que opinaría Ricardo de la fuga de capitales a Andorra y Suiza: “Un país que ha acumulado una deuda grande se encuentra en una situación muy ficticia; y aunque la cuantía de sus impuestos y el mayor precio de la mano de obra no le coloquen, y creo que no, con ninguna otra desventaja frente a los países extranjeros más que la inevitable de pagar aquellos impuestos, llegará a constituir un gran interés para cualquier contribuyente apartar su hombro de la carga y trasladar su propio pago a otro; así, la tentación de emigrar con su capital a otro país, donde está exento de tales cargas, llegará a hacerse irreprimible y a vencer la resistencia natural que todo hombre siente a abandonar el lugar de su nacimiento y de sus primeras relaciones.” (pág. 209).

En este segundo punto Ricardo habla de los impuestos, un tema que ocupa gran parte del libro. En un gran número de páginas analiza sobre quién recae en última instancia un impuesto sobre la tierra, el trabajo o los beneficios del capital. Su conclusión suele ser que casi siempre recaen sobre el trabajador, empeorando sus condiciones de vida. Podemos resumir su postura con esta cita: “la sabia máxima de Say: «Que el mejor de todos los planes financieros es gastar poco, y el mejor de todos los impuestos, aquel que recauda una suma más pequeña.»
Sobre el tema de la escasez del gasto, ya expuse AQUÍ la opinión que tenía un economista keynesiano como Paul Krugman (premio Nobel de 2008): el gasto de alguien paga el trabajo de otro; lo que se ahorra (sin que este dinero entre en el circuito de inversión a través de las empresas) provocará paro, ya que, por el porcentaje ahorrado de su renta, el trabajo de una persona no va a pagar el trabajo de otra.
Sobre el tema de los impuestos: para Ricardo el mejor impuesto es el más pequeño y en el límite el que no existe, porque según él lo recaudado por los impuestos se malgasta por el Estado (entre otras cosas pagando a trabajadores no productivos a través de las leyes de beneficiencia).
No hay en las 355 páginas de letra apretada de Principios de economía política y tributación ni una sola referencia a la educación, la sanidad o a la construcción de obras públicas. Cuarenta años antes, cuando Adam Smith desarrolla su modelo de liberalismo económico apunta que el Estado debería ocuparse principalmente de tres asuntos: un sistema jurídico y policial que haga respetar la propiedad privada y las normas de convivencia, un ejército para defender el país, y la construcción de obras públicas necesarias para el país, pero que no quiera ocuparse de ellas la iniciativa privada. Y añade que sería positivo que el Estado aportase una educación básica para que los obreros tengan algún tipo de conocimientos, lo que beneficiaría a la sociedad en su conjunto.

Para Ricardo la sociedad progresa si los salarios de los trabajadores se mantienen a su nivel natural (el de subsistencia) y así pueden aumentar los beneficios de las empresas, que podrán ser usados para acumular capital. De esta forma mejoraría la inversión en maquinaria y en tecnología y la sociedad progresaría. La pregunta sería ¿para quién progresaría? Si consideramos que los trabajadores de una economía pueden ser el 90%  de la población ¿debería este 90% de la población vivir siempre al nivel de subsistencia, sin educación, sin sanidad, sin infraestructuras, para que la sociedad progrese? Parece una extraña paradoja que el progreso social esté basado en el no progreso del 90% de la población. Tampoco existe en este libro ningún análisis sociológico: ¿realmente piensa Ricardo que ese 90% de la población no va a protestar nunca por tener que vivir siempre al nivel de subsistencia?
Como ya he apuntado antes, parecía que el progreso resultante de la acumulación de capital llevaría a que ese nivel de subsistencia subiera y de este modo la vida de los trabajadores mejoraría. Pero, hacia el final del libro, en el capítulo XXXI, titulado Sobre la maquinaria, Ricardo nos dice que él pensaba que la introducción de la maquinaria en cualquier sector contribuía al bien general: en las fábricas se produciría más con menos trabajadores, y estos se desplazarían a otras industrias emergentes; pero en este capítulo concluye: “la opinión mantenida por la clase trabajadora de que el empleo de la maquinaria es frecuentemente perjudicial para sus intereses no está fundado en un prejuicio ni en un error, sino que se ajusta a los principios más correctos de la Economía política.” (pág. 327).
Así que en definitiva, siguiendo las tesis expuestas en su propio modelo, el que los trabajadores (a los que yo considero, de forma arbitraria, el 90% de la población) permanezcan en el nivel de subsistencia para que el país prospere puede que tampoco conduzca a ninguna mejora para ellos. Por tanto ¿qué entiende Ricardo por prosperar?

Aunque los temas que más me han llamado la atención del libro son que ya he expuesto, no quiero dejar de comentar aquí los que posiblemente sean los grandes logros intelectuales de David Ricardo. El capítulo VII se titula Del comercio exterior y en él Ricardo expone su famosa teoría de la ventaja comparativa para el comercio. No me quiero extender en esto porque es algo que se puede consultar en cualquier manual de principios económicos, y yo lo expongo cada año en mis clases de economía de bachillerato (está explicado en la wikipedia, pinchar AQUÍ). En la página 111 del libro se encuentra su famoso ejemplo sobre la producción de tejidos en Inglaterra y de vinos en Portugal. Aunque Inglaterra sea más eficiente en la producción de ambos bienes, si atendemos a los costes de oportunidad de la producción nos percataremos de que si Inglaterra se especializa en la producción de tejidos y Portugal en la de vino y se lleva a cabo el intercambio, ambos países saldrán beneficiados. Esta teoría de Ricardo influyó de modo real en el avance hacia un mundo de comercio internacional sin aranceles. La influencia de esto en el mundo globalizado actual también podría ser digna de un comentario crítico.

Había leído en algún lugar que es David Ricardo el que define el famoso enunciado económico llamado “Ley de los rendimientos decrecientes”, que podríamos exponer así: “Cuando sobre un factor fijo (por ejemplo, una fábrica) se van añadiendo unidades de factor variable (por ejemplo, trabajadores) la producción total aumenta, pero cada vez en menor proporción.” Es decir, llegará un momento en el que la productividad marginal empiece a bajar hasta que se haga cero. Consultado la Historia del pensamiento económico de Landreth y Colander, éstos apuntan que la ley de los rendimientos decrecientes (o el principio de los rendimientos decrecientes, lo llaman ellos), fue descubierto por primera vez por el economista francés Turgot en 1765; pero fue redescubierto y difundido por Ricardo en esta obra, cuando habla de las rentas de la tierra.

Economista oscuro, llamaba John Galbraith a Ricardo. Oscuro por sus páginas de razonamientos complicados (una mente brillante la de Ricardo, sin duda) y oscuro por lo tétrico del mundo que propone: fábricas en las que la mayoría de la población se dedicaría a trabajar, siempre al nivel de subsistencia, sin educación, sin sanidad, sin obras públicas (a no ser que el progreso económico llevará a que esos concepto pasasen a formar parte del nivel de subsistencia del país, algo que Ricardo nunca llega a insinuar). Un 90% de la población que debe entender que su sacrificio no será en balde, gracias a él prosperará el país y ellos no morirán de hambre. Gracias a su sacrificio se alcanzará la deseada y teórica eficiencia de los mercados. Un 90% que Ricardo parece suponer que no va a quejarse, no va a protestar; en un mundo oscuro de fábricas humeantes (no habrá ningún Estado para decirle al capitalista que tal vez debería intentar reducir sus niveles de contaminación), con una clase rentista de la tierra en plena decadencia (Ricardo cuestiona la propiedad de la tierra: si no se paga por usar el sol, la lluvia o el viento que ayuda a las empresas a producir, ¿por qué se debe pagar por el uso de la tierra a un rentista del suelo?) ante el alza de la nueva clase social dominante: la burguesía capitalista.

Ya comenté al hablar de Primer ensayo sobre la población de Thomas Malthus, que Keynes ensalzaba las ideas económicas de Malthus, porque éste parece hacer un enfoque de demanda sobre la economía (de forma un tanto difusa, apuntan Landreth y Colander).“Yo diría que, en conjunto, emplear a los pobres en carreteras y otras obras públicas e impulsar a los terratenientes y a las personas acomodadas a mejorar y embellecer sus posesiones y a emplear obreros y sirvientes son los medios más a nuestro alcance y más directamente dirigidos a remediar los males que surgen de la perturbación del equilibrio de la producción y el consumo ocasionados por la súbita conversión de soldados, marineros y otras diversas profesiones que la guerra empleaba, en obreros productivos”, escribió Malthus en 1820 -una idea central en el pensamiento de Keynes-, y renegaba de la herencia de Ricardo: “¡Si Malthus y no Ricardo hubiera sido el tronco del que brotó la ciencia económica del siglo XIX, cuánto más sabio y rico sería hoy el mundo!”

Para finalizar este comentario de Principios de economía política y tributación de David Ricardo, voy a tomar una cita de Keynes del libro de Landreth y Colander, con la que me siento de acuerdo, de tal modo que las palabras de Keynes me sirven como conclusión de esta lectura ardua y desasosegante. Escribe Keynes en 1936, en su libro Teoría general del empleo, el interés y el dinero: “”La idea de que podemos dejar tranquilamente de lado la función de demanda agregada es fundamental en el análisis de Ricardo y está en la base de lo que se nos ha enseñado durante más de cien años. Malthus se opuso vehementemente a la doctrina de Ricardo de que era imposible que la demanda efectiva fuera insuficiente, pero fue en vano, pues como no fue capaz de explicar claramente (salvo su apelación a los hechos comúnmente observados) cómo y por qué la demanda efectiva podía ser insuficiente o excesiva, no fue capaz de ofrecer un análisis alternativo; y Ricardo conquistó Inglaterra casi en la misma medida en que la Santa Inquisición conquistó España. Su teoría no sólo fue aceptada por el mundo financiero, por los hombres de estado y por el mundo académico sino que la controversia cesó; el otro punto de vista desapareció casi por completo; dejó de debatirse. El gran enigma de la demanda efectiva con que había batallado Malthus desapareció de la literatura económica. No se encontrará mención alguna de él en toda la obra de Marshall, Edgeworth y el profesor Pigou, que son quienes más han conseguido que la teoría clásica alcance el estado de madurez. Sólo pudo perdurar furtivamente, bajo la superficie en los submundos de Karl Marx, Silvio Gesell o Major Douglas.
La rotundidad de la victoria ricardiana es un tanto curiosa y misteriosa. Tuvo que deberse a una serie de elementos de la doctrina que la hicieron idónea para el entorno en el que se proyectó. El hecho de que llegara a conclusiones muy distintas a las que esperaría una persona normal y corriente sin formación acrecentó, supongo, su prestigio intelectual. El hecho de que su enseñanza, llevada a la práctica, fuera austera y a menudo difícil de asimilar, la ungió de virtud. El hecho de que se adaptara para soportar una vasta y coherente superestructura lógica, le dio belleza. El hecho de que pudiera explicar una gran parte de la injusticia social y de la aparente crueldad como un incidente inevitable en el sistema de progreso y de que de ella se dedujera que intentar cambiar esas cosas sería más perjudicial que beneficioso la invistió de autoridad. El hecho de que justificara en parte las actividades libres del capitalista individual le dio el apoyo de la fuerza social dominante en la que se sustenta el poder político.”


Mención aparte me merece la labor de traducción de Valentín Andrés Álvarez. Un trabajo impecable, que (leo en wikipedia) fue un escritor, economista, humorista y físico español (Grado, 1891 – 1982) asociado a la Generación del 27. Ortega y Gasset definió así a Valentín Andrés Álvarez: «el hombre que siempre está dejando de ser algo».

domingo, 18 de enero de 2015

Inercia, por Ariadna G. García

Editorial Baile del Sol,  301 páginas. 1ª edición de 2014.

En la Feria del Libro de Madrid de 2014 los editores de Baile del Sol consiguieron que pudiera firmar mi nuevo libro, recién aparecido, –El hombre ajeno- en la caseta de la librería Atticus-Finch, junto a Ariadna G. García (Madrid, 1977), que debutaba en la editorial y en el género novelístico con Inercia. Ese día de la firma intercambiamos nuestros libros.

Ariadna, hasta la aparición de Inercia, se había dado a conocer en el mundo de la literatura como poeta; cosechando algunos premios importantes como el Hiperión de poesía con Napalm en 2001, o el Premio Internacional de Poesía Miguel Hernández con su poemario La guerra de invierno en 2013. También ha elaborado varias antologías de poesía española, y ha aparecido en más de una.

Ariadna sitúa la acción de Inercia en un futuro cercano, a principios de la segunda década del siglo XXI, en torno a 2023 o 2024; y su escenario principal es el del aeropuerto de Madrid, ampliadas sus zonas de embarque hasta la T7.
Como se presupone que ha de ser la buena ciencia ficción, la novela futurista de Ariadna es una proyección, a una década vista, de los miedos sociales del presente: en la década de 2020 que nos dibuja la autora, España ha vuelto a la peseta, expulsada del euro; el acuerdo de Schengen ha sido revocada y por tanto el tránsito de personas en los aeropuertos está mucho más restringido; y la sanidad y la educación pública del país no parecen ir tampoco por buen camino. En la página 40 podemos leer: “Thais hizo un repaso mental de las transformaciones producidas en España en los últimos años. Unión de los poderes ejecutivo y judicial para ahorrar presupuesto. Instauración de la Tercera República, por cuyo control pugnaban el partido en el gobierno (Partido Socialdemócrata de España) y la oposición (Partido de los Trabajadores). En cualquier caso, ninguno garantizaba la gratuidad de la justicia, pues se había demostrado que esta representaba un negocio lucrativo muy rentable; y el estado necesitaba liquidez para saldar su deuda. Desaparición de las autonomías. Abolición del estado de derecho. Descenso demográfico…”.

Según pude escuchar a Ariadna en la presentación conjunta de las novedades de Baile del Sol que se hizo en la librería El dinosaurio todavía estaba allí de Malasaña, ella trabajó en el aeropuerto de Madrid, y según leo en un epílogo del libro ha estado documentándose durante años para escribir Inercia. La experiencia personal y el estudio, hacen que el conocimiento sobre cómo funciona un aeropuerto sea apabullante: el vocabulario para describir las actividades de policías, guardias de seguridad, controladores de seguridad o maleteros; así como los espacios físicos o las características de los aviones; realmente convencen.

Uno podría esperar que alguien como Ariadna, que hasta ahora ha sido, durante más de una década, principalmente poeta, escriba una primera novela de tono lírico e intimista, donde la acción quede en segundo plano. No ha sido así. Ariadna ha escrito un libro repleto de acción y de prosa precisa y frase escueta (aunque tampoco exenta de juego metafórico). En Inercia nos encontraremos con mafias chinas o albanokosovares, tráfico de drogas o de personas, policías y guardias de seguridad entregados a su tarea o corruptos; siendo la novela un gran mosaico de personajes y caracteres.

En el día en el que transcurre el tiempo de la novela, en Inercia tendrán lugar asesinatos a sangre fría, atentados terroristas (o, tal vez ¿venganzas entre mafias por el control de tráfico de drogas y de personas?), asistiremos a estrategias de acoso laboral, a tomas de conciencia morales e incluso al florecimiento de historias de amor.

La novela –además de contar con un prólogo y dos epílogos- está organizada en trece partes, y cada una de ellas está dividida en capítulos, normalmente cortos. Inercia está escrita en tercera persona, pero en algún caso se recurre al diario íntimo. La diversidad de enfoques, al seguir a un gran elenco de personajes, es elevada: asesinos, corruptos, trabajadores que no pueden más, inmigrantes al borde del colapso…

Podría señalar que, sobre todo al comienzo de Inercia, el gran número de personajes que se despliegan sobre el papel hace que uno lea el libro sin tener muy claro hacia dónde se dirigen, perdido en la minuciosa descripción del grandioso escenario en el que se mueven. En algunos casos, la narradora, mediante el recurso de la analepsis, nos habla del pasado de más de un personaje. Pasado que en muchos casos tiene que ver con conflictos internacionales, como la guerra de la ex Yugoslavia, o la precariedad vital de los inmigrantes (chinos o expulsados de una Grecia donde triunfó el fascismo) que desean traspasar las fronteras con la esperanza de tener una vida mejor (en Estados Unidos). Aquí también –en la descripción de la vida en la China industrial o en la Yugoslavia de la guerra- se aprecia el hondo trabajo de documentación.
En la parte número X, la historia se focaliza más sobre Anibal, encargado del control de pasaportes, y podremos conocer, mejor que en el caso de los otros personajes, su pasado (procede de un hogar desestructurado por un padre violento) y sus motivaciones (tiene miedo al cambio y no le gusta comprometerse, aunque en el tiempo de la novela quizás pueda comenzar una prometedora historia de amor). Sus motivaciones psicológicas explicarán su comportamiento antiprofesional (pero ético) de ese día. Me ha parecido que quizás en esta parte número X, Ariadna se ha dejado llevar demasiado por el discurso moral (por el querer señalar qué es lo importante aquí, por si el lector no lo descubre por sí mismo a través de los actos narrados), y éste discurso moral ha preponderado sobre la creación de caracteres, con características morales demasiado remarcadas en el caso de Anibal. Y quizás también el mayor desarrollo de este personaje, transcurridos ya los dos tercios de la novela, quede un tanto descompensado frente al andamiaje que se estaba empleando -de novela coral- hasta ahora.

Teniendo puntos por mejorar, como los señalados, quisiera acabar esta entrada destacando los logros de esta ambiciosa primera novela: lejos de la historia mínima, detenida o intimista que me esperaba leer de una poeta de gran trayectoria, Ariadna se ha lanzado, asumiendo riesgos –y, por tanto, cayéndose a veces- a por todas en su primera novela: ha creado un escenario contundente y original –muy bien descrito- y ha dibujado un marco social muy inquietante, proyectando los miedos del presente sobre la década futura y ha sabido crear una trama que ponía en movimiento a un importante número de personajes.

Es difícil poder pedir más a una primera novela.

jueves, 15 de enero de 2015

Unos poemas de María José Mures

La poeta María José Mures me escribió al correo electrónico proponiéndome una colaboración para el blog. Dejo aquí de ella unos pequeños datos biográficos y unos poemas:


María José Mures  nace el 4 de Abril de 1970 en Fernán Núñez, Córdoba, España. Es diplomada en Educación Especial por la Universidad de Córdoba y habilitada en Educación Infantil por la UNED. Es Máster en logopedia “Rehabilitación de los trastornos del lenguaje y el habla” por la Universitat Politècnica de Catalunya. Sus libros editados son:
·         Antes del Amor, Fernán Núñez, 2001
·         Zahorí, Valencia, 2004. Libro de relatos.
·         Cambalache, Madrid, 2005. Libro de poesía erótica.
·         Está incluida en Antología de poetas de Fernán Núñez, 2006.

En  2002 gana el segundo premio de poesía en Alfafar, Valencia. En 2007 gana el primer premio del V Concurso Nacional de Poesía Caños Dorados, con el poemario Entre la espada y tú amor.
Ha colaborado en el libro Romances y Canciones de Amor II, edición patrocinada por la Diputación Provincial de Ciudad Real, 2006.

Blogs:



POEMAS:

Los lados del ecuador

Espera la piedra abierta
con el queroquero en cielo azul.

Un paisaje dentro de otro
¿fractal o matrioska?
La casa que calienta
es la de tus labios
o tu mano investigando
a los lados del ecuador
buscando latitudes.

 

Hilo de Vida
Con un hilo que me dio
hice mi tela de araña,
me dio vida,
a punto del precipicio.

Quiero amarte

Quiero amarte,
decir más es estropearlo
llegar a ti como tú imaginas.

Metida en mí
pero fuera de sí
así quiero amarte
con el gemido de la más valiente.

Cómo decir

Cómo decirte que sin ti...
el mundo...
los mapas...
los mapas del mundo,
los océanos...
la noche...
los océanos de la noche,
mi cuerpo...
la ausencia...
mi cuerpo en tu ausencia,
tu sexo...
mi boca...



Hilo de vida

Con un hilo que me dio
hice mi tela de araña,
me dio vida,
a punto del precipicio.

Tu presencia


En cada gesto
de tu presencia desnuda
robas mi suspiro,
dilatando las pupilas ciegas
que brotan de mis senos.

Yo, sensible de tu presencia
me vierto sobre ti
formando una silueta.
Sin palabras precisas
nacieron sentimientos llenos
que nos envuelven y atan,
sólo el amor del silencia
nos guía esta noche.

No dijimos nada
al oír el grito
de tu cuerpo y el mío.
Callamos...
gritos mudos surgidos
que cubrimos sin prisa
entre sábanas de seda.

                                               Arrabales


Para qué ver subir la luna
en las noches de verano.
Para qué escuchar
el último grillo
rojizo de la aurora.

Para qué pensar
en la voluptuosidad febril
de los arrabales lujuriosos
que nos envolvía.

Derrochamos la semilla de Onán
y me punza la belleza
en tu lánguido recuerdo,
mientras tocan lágrimas
en mi arpa desnuda






domingo, 11 de enero de 2015

La mala puta, por Miguel Dalmau y Román Piña Valls

Editorial Sloper. 257 páginas. 1ª edición de 2014.

Ha sido habitual que en las últimas semanas haya aparecido este libro, La mala puta. Réquiem por la literatura española en los blogs de reseñas que frecuento. Un libro que pretende reflexionar, sin tapujos, “sobre lo que podríamos llamar un estado lamentable de la literatura española actual”, escribe Román Piña (Palma de Mallorca, 1966), coautor y editor del libro en la página 169, “para unos pocos cientos de posibles interesados”. Ya que la lectura y la escritura es mi afición desde hace tanto tiempo, compré este libro considerando que yo formaba parte de esos pocos cientos de lectores a los que interpela Piña desde la primera página de su ensayo, compartido con su amigo el escritor Miguel Dalmau (Barcelona, 1957).

Este libro se divide en dos partes: la primera escrita por Miguel Dalmau, que llega hasta la página 164; y después la de Román Piña, hasta la página 257.

Me sonaba el nombre de Miguel Dalmau (Barcelona, 1957) por la publicación en 2009 de La noche del diablo (Anagrama), una novela sobre la Guerra Civil en Mallorca. No llegué a leer el libro, pero sí que recuerdo varias reseñas sobre él. Ha publicado otras novelas y las biografías de Jaime Gil de Biedma y los Goytisolo.
“En un país verdaderamente libre este libro jamás habría sido escrito”: con esta frase comienza el ensayo de Dalmau, seriamente enfadado porque la agencia literaria de Carmen Balcells no le ha permitido reproducir las citas que necesitaba para la biografía de Julio Cortázar que iba a publicar en 2014, año Cortázar, después de seis años de trabajo. Un libro que se ha quedado en un cajón. Sin embargo, Balcells sí que autorizó el uso de las citas en otra biografía de Cortázar con la que se debía de sentir más cómoda que con la de Dalmau.

Dalmau se ha propuesto analizar cómo hemos llegado a esta situación deplorable para el futuro de la literatura, y empieza a acercase a los posibles culpables (“Ella sola se murió y entre todos la matamos”). Los primeros agentes destructivos sobre los que Dalmau fija su mirada son los autores. Éstos, apunta, parecen haberse vuelto conformistas, plegados a las exigencias de un mercado cada vez más errático, más noqueado tras las bajadas continuas de las ventas, obsesionado con la publicación de bestsellers, aunque estos tengan poca enjundia literaria. Lo que se une a la desaparición de los grandes editores (como Carlos Barral) con proyectos personales, que anteponían la calidad literaria a la contabilidad, o que al menos compaginaban la publicación de libros de calidad inferior (escritos por famosos, por ejemplo) con la edición literaria. “Ya no hay espacio para los editores clásicos ni las causas románticas” (pág. 82). La búsqueda de la calidad y las políticas de autor parecen estar desapareciendo de los grandes grupos. A los autores les ha vencido el deseo de conseguir grandes sumas económicas, que cada vez parecen más inalcanzables, y para ello no les ha importado rebajar la calidad de sus propuestas estéticas. Los autores consagrados, como Antonio Muñoz Molina, Enrique Vila-Matas o Javier Marías, ya conocidos y sabedores de que los libros que presenten a sus editores se van a publicar, sean como sean, apunta Dalmau, han decidido no arriesgarse a perder su público y repiten constantemente las fórmulas con las que tuvieron éxito en el pasado. Las promociones de libros, las grandes inversiones en radio o el desembarco masivo en librerías son cada vez más para los libros sin ambiciones literarias; y aquí Dalmau no tiene reparos en citar a los que considera los cuatro fantásticos: Carlos Ruiz Zafón, Julia Navarro, Matilde Asensi e Idelfonso Falcones. Hace unas décadas, el lector medio sabía que las novedades literarias importantes eran las de autores como Camilo José Cela, Miguel Delibes, Gonzalo Torrente Ballester o Ana María Matute, capaces de renovar sus propuestas con más continuidad que las figuras consagradas actuales. Para un lector medio no hay ahora mismo distancia entre, por ejemplo, Ruiz Zafón o Javier Marías.
El lector medio ha bajado también el nivel de exigencia. Hace treinta años, apunta Dalmau, una persona cultivada, un médico o un arquitecto, estaba al tanto de las novedades literarias, de la última novela de Cela o Delibes, algo que en la actualidad ha ido desapareciendo. Ahora la persona más preparada y la que menos coinciden en dedicar su tiempo de ocio a los deportes: fútbol –sobre todo–, pero también a la Fórmula 1, por ejemplo.
Otro eslabón roto de la cadena literaria, apunta Dalmau, es el de la crítica: han desaparecido también los críticos de referencia como Rafael Conte o Miguel García Posada, que escribían reseñas de calidad y con rigor. Se analiza con profusión el caso de Ignacio Echevarría, serial killer de la crítica le llama Dalmau, que, según él, se dedicó a destruir la obra de sus colegas de generación. Hasta que, desde su púlpito de El País, empezó a disparar también contra los libros de la editorial Alfaguara (perteneciente al mismo grupo que El País), lo que acabó con su cese en Babelia. Y desde entonces los críticos han tomado nota y se muestran mucho más complacientes con los libros que han de reseñar.
Los premios (como el Nadal) ya no descubren nada. Para ser premiado y vender libros antes hay que ser conocido; presentador de televisión principalmente.

No estoy muy de acuerdo con algunos enunciados del ensayo de Dalmau, sobre todo cuando apunta que algo que perjudica a nuestros autores es su ego desmesurado. Sobre este tema nos cuenta algunas anécdotas jugosas, pero considero que, a pesar de ser divertido, esto del ego es algo común a los escritores de cualquier país y época.
Un capítulo que comentar es el titulado Tocador de señoras (breve incursión machista), en el que Dalmau habla de las mujeres de los escritores (considerando, como broma, que sólo hay escritores hombres), sufridoras de los egos desmesurados de sus parejas. Igual que el anterior, me ha parecido éste un capítulo divertido, pero que no añadía nada a la tesis argumentativa principal: “Esposas, compañeras, amantes… Obviamente no las considero responsables del hundimiento de nuestra literatura, pero sin duda son cómplices de su mediocridad” (pág. 43). En realidad, este tipo de consideraciones las leía como si formaran parte de una novela; como si estuviese leyendo, por ejemplo, El premio Herralde de novela de Jordi Bonells. Son páginas divertidas, subjetivas, pero que se alejan de la tesis de búsqueda propuesta en el ensayo.
Tampoco estoy de acuerdo con una idea que apunta Dalmau: la distinción entre los escritores “llamados” y los “elegidos”. Para él, el escritor ha de ser capaz de dejarlo todo y escribir sin ataduras. Algo que no deja de ser paradójico dentro del panorama que ha dibujado: si no hay editores literarios, ni críticos que puedan encumbrar la obra, ni lectores para recibirla, ¿cómo va a alguien a hacer la apuesta suicida de dejarlo todo para intentar vivir de lo que apunta que no se puede vivir? Intentar vivir de la literatura parece más bien el principio de la claudicación: vivir de ello exige escribir el bestseller que quiera el editor, pactar con la agente literaria y el editor para ganar un premio suculento, etc. En realidad, me siento más identificado con la idea que apunta Román Piña (Palma de Mallorca, 1966), la de la literatura como hobby. Así, el escritor debe tener otro trabajo que le permita escribir con apreturas de tiempo, sin duda, pero sin presiones económicas.

El estilo literario de Dalmau es muy fluido, coloquial muchas veces, lleno de frases hechas e interjecciones muy directas al lector, como “esto no es así, colega”. En más de un caso los males de la literatura española parecen deberse precisamente a ser española, según se desprende de comentarios como este: “Esto es España: si fracasas nadie te echará una mano, y si triunfas harán lo imposible para amargarte la fiesta” (pág. 120), y otros alusivos al ego superlativo de los españoles.

La parte de Román Piña es menos visceral que la de Miguel Dalmau. Piña apuesta, como ya he señalado, por una literatura no profesionalizada, por la literatura como hobby. Para escribir su parte del libro ha entrevistado a algunos de los escritores que surgieron con fuerza en los años 90. Toma como paradigmático el caso de Pedro Maestre, que con veintinueve años ganó el premio Nadal con su novela Matando dinosaurios con tirachinas, firmó con Planeta un contrato millonario para la publicación de sus dos siguientes novelas, y ahora mismo lleva ocho años sin publicar nada y once obras inéditas. En los años 90 aún parecía (yo como aspirante a escritor lo recuerdo bien) que alguien joven podía despuntar en el mundo de la literatura y vivir de ello, algo que ahora mismo parece imposible.

La mala puta es un ensayo doble que deberían leer todos los interesados en la escritura que quieran conocer de primera mano opiniones y anécdotas que, si están pendientes del mundo de la cultura en España, es posible que conozcan. Realidades, como las de los premios literarios concedidos a dedo, que todo el mundo que conoce el medio sabe, pero de las que rara vez se habla. Este libro es desolador para un lector que, por ejemplo, tenga veinte años y quiera dedicarse a la literatura, pero para mí, que lo he leído a los cuarenta, es en realidad alentador. No me ha dicho nada que no supiera, pero me he encontrado con opiniones sobre muchos temas que comparto (la bajada del nivel medio de la literatura, de los editores, de los lectores…). Además, está contado de una forma divertida y ocurrente (me he reído mucho con algunos pasajes, como el referente a la existencia de las agentes literarias, que siempre, apunta Dalmau, son mujeres, y que sirven para contrarrestar el peso del editor, que siempre suele ser un hombre, formando así la figura freudiana del editor-padre y la agente-madre). El texto está plagado también de anécdotas sabrosas sobre el mundillo literario. Ya he apuntado la de Carmen Balcells y la biografía de Cortázar, pero hay aquí también historias jugosas sobre Pere Gimferrer (una pura contradicción de Dalmau: después de cargar contra los escritores que buscan favores en vez de tratar de escribir bien, ataca a Gimferrer porque no le publicó su novela, pese a todas las recomendaciones del joven Dalmau gracias a sus contactos familiares. Me reí mucho con esto. ¿Gimferrer villano o héroe?), Enrique Vila-Matas o Pedro Maestre, pero no quiero contarlas todas aquí para no estropear la sorpresa a los lectores.


Un libro valiente, en definitiva –visceral, subjetivo, divertido y contradictorio, también–, que se atreve a afirmar, en voz alta y con nombres propios, lo que normalmente se dice en voz baja en los cada vez más mermados círculos literarios. Cuando escribo esta reseña, leo en facebook que ya ha aparecido la tercera edición de este libro. Me alegro y espero que La mala puta sea motivo de reflexión y debate.

miércoles, 7 de enero de 2015

La pasión de leer, por Federico Guzmán

Me apetece hoy dejar aquí un texto que escribió mi amigo Federico Guzmán Rubio (en el blog están comentados Los andantes y Será mañana, los dos libros que ha publicado en la editorial Lengua de Trapo) para un estado de facebook. 
Me parece un escrito muy emocionante sobre la pasión de leer.



LEER, por Federico Guzmán


Pasarse la vida apurándose para tener tiempo de leer. Madrugar o desvelarse, dependiendo de la fisiología y el temperamento, para leer. Cuidar el número de copas para que la cruda no impida leer o, por el contrario, dejarlas correr para que a la mañana siguiente la cruda no permita hacer nada, salvo leer. Terminar lo más rápido que se pueda un libro para empezar el siguiente: si es excelente, porque es excelente y pide ser leído de una sentada; si es malo (pero legible), para despacharlo y poder empezar algo bueno. Si se quiere demorar la lectura de una novela, entonces no se lee más lento, sino que se lee algo entremedias, de preferencia poesía o cuento. Si se lleva un libro a mano, alegrarse al constatar de que la cola del banco es enorme, de que tres pacientes esperan ya turno con el dentista, de que se llegó veinte minutos antes a la cita. Enterarse de que a uno lo van a operar, y pensar antes que nada en qué libro llevar al hospital. Viajar a sitios lejanos y exóticos para acabar encerrado en una pensión de Sarajevo, en una cabaña de una playa tailandesa o en un hotel de Cuzco, leyendo. Darse cuenta en el taxi de que con las prisas de la partida a uno se le olvidaron los libros en casa, y ponerse feliz, pues así podrá comprar dos o tres ejemplares impunemente en la librería del aeropuerto, sin el menor cargo de conciencia. Ver las estantería con las docenas de libros comprados y no leídos, y fingirse escandalizado y prometerse no volver a comprar ni uno solo, pero en el fondo sentirse aliviado, tranquilo. Aprender a deshacerse de los libros sin mayores tragedias, pues con el tiempo se aprende que, si es necesario, esos títulos regresarán a uno mediante caminos inescrutables, como dicen los creyentes que obra el Señor. Leer rápido y mal lo que se tiene que leer por trabajo para poder leer lo que a uno le da la gana, sin importar que más de una vez la lectura obligatoria pudiera ser la elegida, y viceversa. Dejar sin leer algún título de un escritor admirado para un momento de desesperación que nunca llega; negarse a releer un libro que allá lejos y tiempo atrás resultó mágico como quien decidió no volver al lugar donde se fue feliz; resistirse a leer algo que todos recomiendan, quién sabe por qué. Sentirse triste al ir a una librería y darse cuenta de que ya ninguno de los ejemplares en la mesa de novedades representan un misterio, una invitación, y regresar a casa para descubrir que uno tiene el misterio, arrumbado, en el buró de la recámara o en la tapa del excusado. Agradecerles a los seres queridos su inmensa paciencia, resignación, ante nuestra desastrosa afición por la lectura. Establecer metas, llenarse de buenas intenciones, confeccionar listas ordenadas de lecturas con el fin de drenar lagunas, todo para destruirlas a los dos días por culpa de una novela policiaca de moda o de una ganas irrefrenables de releer el Decamerón. Reconocer de inmediato a un verdadero lector, que pocas veces es escritor, crítico, editor o algo parecido, y sentir lástima por él, al tiempo que uno percibe la lástima que él está sintiendo por uno, pues ambos sabemos que el otro no tiene remedio y está jodido para siempre. Reírse de esos lectores exigentes a los que no les gusta nada y reírse, pero menos, de esos lectores generosos a los que les gusta todo. Leerlo todo. Agradecer que la memoria es frágil, pues así se puede volver a abrir un libro leído hace veinte años y leerlo como la primera vez. Mirar con azoro los propios subrayados de un volumen viejo y preguntarse cómo es posible que en tan pocos años uno sea una persona tan diferente, y el libro, otro libro. Entender que los demás son felices, viven plenamente, no son ni más sabios ni más tontos que uno, se van de este mundo sabiendo e ignorando lo mismo que todos, sin haber leído el Quijote. Aceptar que escribir es una pérdida de tiempo, pues roba tiempo a la lectura. Entender que leer no hace mejor a nadie, pero sí peor. Sentir lástima por quien afirma, con una satisfacción arrogante, que no tiene tiempo para leer. Ser consciente de que los libros no cambian la vida, ni el mundo, ni a uno mismo; simplemente son parte de ellos, una de las mejores partes, claro. Nunca haber sabido lo que es el aburrimiento, nunca haberse lamentado por estar solo. Saber que cien años de ocio maravilloso no alcanzan para leer un carajo, y sentirse feliz ante la evidencia de que la literatura y la vida siguen siendo mucho más grandes que cualquiera de nosotros.