domingo, 30 de junio de 2013

Intemperie, por Jesús Carrasco

Editorial Seix Barral. 223 páginas. 1ª edición: enero de 2013; ésta es la 7ª impresión de marzo de 2013.

No tenía intención de leer Intemperie de Jesús Carrasco (Badajoz, 1972). Desconfío de los fenómenos literarios instantáneos, de los libros que son el más leído incluso antes de que se hayan publicado, que se publican en el extranjero antes que en su propio país; y se publican en su país debido al clamor extranjero sobre él (una prueba más del provincianismo patrio). Desconfío de las campañas de marketing desmesuradas, porque soy profesor de economía y sé que nadie pone sobre la mesa mucho dinero para promocionar algo que no piense que va a ser fácil vender; y para vender muchos libros en España (un número suficiente como para justificar la inversión en marketing) el libro ha de ajustarse a los gustos de la masa mayoritaria; es decir, ha de ser un bestseller, un libro que pueda satisfacer al público de Arturo Pérez-Reverte o de Almudena Grandes. ¿Alguien ha visto una campaña de marketing desmesurada para promocionar un libro de Ricardo Piglia, por ejemplo? No la ha visto porque sus editores saben que no pueden atraer al público de El maestro de esgrima a Respiración artificial.
Por otro lado, también sé que a veces ocurre que, de repente, de modo imprevisto triunfa un libro profundamente literario y se convierte en un bestseller a posteriori sin por ello perder su esencia literaria, y conquistando a un amplio colectivo de lectores. Pienso en algunos libros del boom hispanoamericano, por ejemplo.
El primer caso descrito parece más frecuente que el segundo.

He terminado leyendo Intemperie porque me la prestó un compañero del colegio donde trabajo. Yo le había dejado algún libro, él me había querido dejar algún otro, y me pareció una grosería rechazar todos los que me ofrecía. Él, además, es profesor del departamento de Lengua y su criterio me parece fiable. Él se leyó Intemperie de un tirón y le gustó bastante.

Intemperie sitúa su acción en un lugar indeterminado, al que se denomina “el Llano”; un lugar que podríamos identificar con la meseta central española. El tiempo narrativo parece el de la posguerra; el mejor párrafo para poner fecha a la acción de la novela sería uno que aparece en la página 22: “Sólo el alguacil disponía de un vehículo a motor en la comarca y, que él supiera, sólo el gobernador poseía un vehículo de cuatro ruedas”. Una persistente sequía ha llevado a que muchos pueblos de la región estén casi deshabitados, y este hecho, sin ser fantástico, sí que le da a la novela un regusto apocalíptico, que podría entroncarse con La carretera de Cormac McCarthy, como señala la solapa del libro.
En Intemperie nadie tiene nombre propio (aunque a un ayudante del alguacil se le designa con el apodo de Colorao), y en sus páginas nos encontraremos con un niño, un cabrero, un alguacil, un padre, y algunos animales, unas cabras, un burro, un perro… En la primera página aparece el niño huyendo de su casa (un niño que nunca antes había salido de su pueblo). “La estampa del padre, solícito y servil, volvió a su mente en compañía del alguacil”, se afirma en la página 12, y en esta frase se recoge el drama que mueve a los personajes de la novela: el alguacil está abusando sexualmente del niño bajo la connivencia del padre y el niño ha tomado la decisión de huir. Su huida por un Llano inclemente, perseguido por una partida de hombres al mando del alguacil, vertebra la novela. Al niño le ayudará un cabrero que conoce los trucos necesarios para sobrevivir a la intemperie en el Llano.

Mucho se ha hablado del lenguaje de esta novela, un lenguaje repleto de arcaísmos del campo; más abundantes, apuntaría, que los arcaísmos contenidos en una novela rural de Miguel Delibes. Creo que era Borges el que afirmaba que un escritor no debe escribir usando un lenguaje diferente al que usan sus lectores. Si el lenguaje de esta novela es el propio del autor, el lenguaje con el que habla habitualmente a sus amigos, porque se da la circunstancia de que habita en un entorno rural desconocido para un urbanita, entonces me parece que tiene sentido usar esas palabras en la narración como un argot propio, pero me resulta más extraño cuando son palabras que el autor, dado su contexto vital, no puede usar de forma natural.
Los escritores de bestsellers suelen estudiar una época y en ella sitúan a esos personajes tan nobles que siempre luchan por restablecer la justicia y el amor en un mundo sucio y corrupto. Los escritores de bestsellers, ya que se han tomado la molestia de estudiar una época, nos la cuentan; y así el lector tendrá la grata sensación de que, además de entretenerse cuando el amor joven triunfa tras vencer al malvado, está aprendiendo. El lector de bestsellers aprende mucho leyendo: sabe cómo se construye una catedral, sabe cómo es la organización territorial romana, sabe qué malo era el esclavismo… frente a los lectores de literatura, que leen sobre cucarachas gigantes que horrorizan a su familia (no quiero ser un plagiador: estoy parafraseando un artículo de Javier Cercas). Más de una vez, leyendo Intemperie da la sensación de que Carrasco también ha estudiado una época y nos la cuenta: ha estudiado sobre el tiempo en el que la gente viajaba en burro y ha aprendido sobre ello. Por supuesto no se resiste a contarnos cómo se “monta un burro” para salir de viaje: “El viejo agarró al burro por la cabeza y tiró de ella hasta que el asno se puso de pie. Sin destrabarlo, colocó sobre su lomo un albardón largo de lona armada. Encima dispuso un ropón de arpillera raída y luego una albarda de centeno cuyo ataharre el viejo pasó por debajo de la cola. Antes de cargar al animal, redistribuyó el relleno de paja, que con el trasiego se había acumulado en las partes bajas del aparejo. Lo aseguró todo con una cincha de esparto gruesa que apretó bajo la panza de la bestia. Encima de la albarda extendió el mandil, lo que hizo al chico recordar el momento de la misa en el que el cura volvía al altar después de haber dado la comunión. Con la ayuda del monaguillo, iba apilando sobre el cáliz el corporal, la patena, el purificador y la llave del sagrario. Por último, el viejo cruzó sobre el mandil cuatro aguaderas de esparto unidas entre sí, acomodando dos en cada flanco. El burro, que hasta el momento se había mostrado tranquilo, hizo ademán de iniciar la marcha. El viejo le acarició la frente y le metió los dedos por el tupé que asomaba entre las orejas y el asno volvió a la calma” (págs. 55-56). Cuando leí la escena anterior me pareció que resultaba narrativamente innecesaria y que era el afán de mostrar lo aprendido lo que llevaba a Carrasco a incluirla en su novela.
En todo caso, si usted tiene un ipad y juega al Apalabrados le será muy útil leer Intemperie: si consigue encajarle a alguien palabras como serijo o taray seguro que consigue más de 30 puntos de golpe.
Resulta raro pensar cómo será la traducción a otros idiomas de este vocabulario tan específico.

A pesar de lo comentado, del abuso de un vocabulario rural extraño al uso habitual del autor, he de apuntar que Carrasco escribe bien, con unos juegos metafóricos, siempre dentro del contexto elegido, ricos y originales. También el ritmo de la novela es bueno, si tenemos en cuenta que lo que se narra aquí es una historia bien sencilla: un malvado alguacil persigue a un niño desamparado que recibirá la bienhechora ayuda de un cabrero noble. En realidad, esta narración parece la adaptación para adultos de un cuento infantil. Lo más original es el escenario sobre el que la persecución tiene lugar: ese Llano brutal y desértico, que acaba cobrando un protagonismo tan fuerte.

Sé que mi percepción de una novedad literaria varía según la repercusión inmediata que ésta haya tenido, y que me gusta ir a contracorriente: si me están diciendo que el libro es excepcional entonces lo leeré con escepticismo, y si el libro que leo no ha tenido ninguna repercusión, entonces tenderé a reivindicarlo.

¿De la reseña que he escrito se puede deducir que no me ha gustado Intemperie? En realidad, no. Me ha entretenido leerla, pero desde luego no creo que sea la excepcional obra maestra que el marketing nos están diciendo que es. Diré más: hace unas semanas comenté la novela El peor de los guerreros del joven escritor chileno Rodrigo Díaz Cortez, y gracias a facebook pude intercambiar unas palabras con el autor, quien me dijo que en tres años la de mi blog era la segunda reseña que recibía su novela. Una novela que no ha tenido ninguna traducción a ningún idioma, ni ha alcanzado una segunda edición. Intemperie se publicó en enero de 2013 y la edición que me ha dejado mi amigo es la séptima (editada en marzo) y se está comercializando en trece países.

No entiendo por qué unos tanto y otros tan poco, cuando El peor de los guerreros es una novela, dada la complejidad de su trama y su acervo de personajes, superior a Intemperie.

jueves, 27 de junio de 2013

Eloy Sánchez Rosillo, unos poemas

Sigo con mi sección de homenajes poéticos. Quería hablar hoy de Eloy Sánchez Rosillo (Murcia, 1948). Supe de este poeta hace relativamente poco; Tusquets editó un volumen con sus cinco primeros libros de poemas más algún poema inédito, titulado Las cosas como fueron y lo hojeé más de una vez en las mesas de novedades de las librerías, hasta comprobar que la poética de este autor me gustaba y comprarlo. De los cinco libros, el primero, Maneras de estar solo (1977), fue el que menos me gustó, porque era más abstracto y lejano, pero los otros cuatro acabaron por conquistarme con una línea de poesía clara y honda, amorosa y celebrativa de los instantes de felicidad. Una poesía muy humana.
Después Tusquets ha editado más libros de Sánchez Rosillo, como Oír la luz o Sueño del origen, que están en la biblioteca que frecuento en Móstoles y que tengo pendientes de leer.



Dejo aquí unos poemas de Eloy Sánchez Rosillo:


El viajero

A veces me pregunto qué habría sido de mí
sin los recuerdos que tan celosamente guardo:
aquella callejuela que olía a madera y a fruta
en un húmedo barrio de París,
los árboles dormidos bajo el sol
en una plaza antigua de Florencia,
el órgano que hacía vibrar la catedral de Orvieto
en un amanecer lejano,
la lluvia golpeando en la ventana
de una habitación en la que yo sufrí,
los ojos oscuros que me miraron
en un crepúsculo de no sé dónde...

Cuando la inmediatez de los oficios cotidianos
se filtra hasta mis huesos y me impide
respirar con amor los olores espesos,
fríos, sin luz, de la costumbre,
cierro los ojos, regreso lentamente
a las tierras que en otro tiempo recorrí,
a los lugares en los que el olvido no impuso su silencio.
Acaricio los días que pasaron,
las horas que brillan en la distancia
como ciudades recostadas a la orilla de la noche.

Y pienso con tristeza que fue hermoso andar tantos
                                                                                 caminos,
aunque sepa que ya sólo podré pisarlos
con una pobre ayuda: la memoria.


La ciudad presentida

La ciudad los ungió con las luces del alba
y extendió ante su asombro el viejo laberinto de sus calles.
Traspasaron el umbral de la mañana. Los ojos
se habituaron pronto a la belleza de este día.
Porque en otro lugar y en horas menos plenas
supieron intuir lo que ven hoy:
ese reloj que hace vibrar la plaza
cuando deja caer trozos de tiempo sobre el mundo,
el rincón soleado donde un hombre muy viejo
vende objetos inútiles y hermosos...

Ellos saben muy bien que las cosas que crecen
bajo este cielo ajeno no son suyas.
                                                          Y querrían
tenderse para siempre sobre la hierba del verano
y engañarse olvidando lo que fueron
antes de estar aquí, antes de haber vivido
de acuerdo con la vida, con arreglo a la luz.

Piensan que pronto, en otra tierra, lejos,
cuando de nuevo vuelvan a sus viejas costumbres
y otra vez el invierno los habite y los venza,
recordarán, oscuros, este sol, este sueño
¡1 de libertad que quiso regalarles la vida.
Pero deciden aplazar las sombras.
                                                             Ahora
no dicen nada. Están aquí. Se miran.
La mañana transcurre. Y son dichosos. 


Las sombras anteriores

Aquel brillo asustado de tus ojos, cuando la tarde
derramaba su cansancio sobre la ciudad.
Aquella impotencia del deseo, del amor amenazado,
oprimido por un peso ajeno
a nosotros, a nuestra fuerza, a nuestra
capacidad para arrodillarnos ante el dolor.

La luz cayó sobre tu piel, dejando
en ella un sabor dorado, un halo de dulzura sin historia.

Pero luego el recuerdo aproximó sus redes
y el pasado alzó sus voces enterradas.

No había nadie. Sin embargo,
una impensada presencia, un implacable
mandato de regreso a los orígenes
se impuso de repente.

                                        Cuando llegó la noche
se nos hizo difícil avanzar por las calles,
dirigir nuestros pasos hacia el lecho
en el que convivían el fuego y el olvido.
No era posible decir las palabras de siempre,
pronunciar los augurios de cada día.
Porque tu país nos llegaba a través del olor de la lluvia,
y el tiempo se negaba a ser piedra sin fecha,
camino detenido, huella leve.

Las tierras lejanas que yo había visto
se agolparon de pronto delante de cualquier sonrisa,
y se detuvo el aire de la madrugada,
y comenzaron a despertarse en mi memoria
las temidas imágenes, los avisos
de una costumbre que no me había abandonado,
que defendía su antigua conquista.

Tuvimos que olvidar los círculos recientes,
las aproximaciones asumidas, los sabores
de la oscuridad deseada, de las cálidas luchas.
Y vimos cómo iba creciendo la sombra junto a nuestro
                                                                             abrazo.
Y cerramos los ojos porque teníamos miedo.



Supón que aún es agosto y que no estás tan lejos...

                      ...aunque el ser amado esté ausente, a mano están sus imágenes
                        y su dulce nombre resuena en nuestros oídos.
                                                                                                                                         Lucrecio

     Supón que aún es agosto y que no estás tan lejos
de esta ciudad que todavía guarda
los últimos vestigios de aquella altiva llama del verano
que lentamente fue, como todo, muriéndose;
imagina que aun estas aquí, conmigo,
en la paz de esta casa que la luz hace hermosa,
y busca en tu memoria el esplendor dorado
de los días perfectos que en ella -porque así
lo deseó algún dios de mirada propicia-
hemos vivido, ajenos a todo aquello que no fuera
nuestra propia alegría de estar juntos.

     Recuerda.
                       Mira. Mira esas gloriosas
mañanas: hace un rato que tú te despertaste,
y esperas en silencio a que yo abra los ojos
para darme los buenos días y decirme -hoy también-
que eres dichosa.
                               Y me señalas luego
ese rayo de sol que entra por la ventana
y aquí, junto a la cama, en el suelo, dibuja
un dulce charco de oro.

                                         No dejes que se borren
de tu alma las risas de ese tiempo,
las palabras ardientes que sonaban
como un cristal finísimo y llenaban de música
las horas del amor: el espacio inocente
de la pasión cumplida en las radiantes noches
que nuestros cuerpos conquistaron.

                                        Contempla estas imágenes,
y olvídate de ese lugar que ahora
a tu pesar y a mi pesar habitas:
calles llenas de otoño, gentes que desconocen
nuestra historia, tierras que no son tuyas,
y ese río que en nada se parece
a éste nuestro de aquí, que bajo el sol discurre
a través de los huertos.

                                         Ojalá lleves siempre
contigo, a cada instante, mi recuerdo,
y estas palabras que en la noche escribo
pensando en ti, para que tú las leas,
te ayuden a estar sola,
                                       y te acompañen.



Tarde  de junio

     Ahora, juntos,  vivimos la hermosura
de esta tarde de junio,
el fulgor de las horas en que nos entregamos
al conocimiento de la verdad del amor,
a la gran llamarada del encuentro.
Ahora sabemos que toda la alegría
cabe en el mundo breve de esta habitación,
en el espacio ardiente de este lecho.
La luz cansada del atardecer
dibuja sobre el tiempo islas doradas.
En un rincón del cuarto
brilla la enredadera de la música.
Un viento súbito sacude nuestros cuerpos.
y lo olvidamos todo.
Después regresan las miradas lentas,
los gestos satisfechos, las sonrisas.
Y luego contemplamos en silencio
con qué dulzura va cayendo la noche
sobre la indiferente ciudad que nos rodea.

domingo, 23 de junio de 2013

Dos crímenes, por Jorge Ibargüengoitia

Editorial RBA. 203 páginas. 1ª edición de 1974, esta de 2010.

Hace unos meses, tras volver de mi viaje a California, ya hablé de la sorpresa tan agradable que supuso encontrar en una librería de segunda mano de San Francisco la mayoría de la obra narrativa de Jorge Ibargüengoitia (1928, Guanajuato, México-1983, Mejorada del Campo, Madrid), de la que leí cuatro libros seguidos, que fueron ya comentados en el blog. Me quedaban aún sin leer Los relámpagos de agosto y Los pasos de López, pero al pasear por el centro de Madrid durante las últimas navidades y entrar en la librería de segunda mano Ábalo de Raimundo Fernández Villaverde, no pude resistirme a comprar la novela Dos crímenes, en la edición de RBA, prácticamente nueva, por 4,5 euros. Quizás me habría gustado más tener toda la obra narrativa de Ibargüengoitia en las bonitas ediciones de Joaquín Mortiz, pero creo que me iba a resultar difícil encontrar este libro en Madrid, y la edición de RBA está muy bien. De hecho, creo que éste es el primer libro de Ibargüengoitia que reeditó RBA cuando inició el rescate de este valioso autor, y fue la primer vez que yo supe de él al hojear en la Fnac de Callao esta edición y toparme con esta escueta cita de Javier Marías en la solapa: “Extraordinario”.

Según mi amigo el escritor mexicano Federico Guzmán Rubio, Dos crímenes es la mejor obra de Ibargüengoitia; superior a Las muertas, que para mí es una novela magnífica. Así que un viernes de hace unas semanas empecé a leer Dos crímenes, en el bar de la calle Narváez donde últimamente me tomo el café de por la tarde, con altas expectativas. El café se terminó y me lo estaba pasando tan bien leyendo que quise alargar el momento y me acabé pidiendo otra consumición. Leí 50 páginas seguidas en la barra del bar, y habría seguido, pero tenía que irme. Al día siguiente, sábado, tenía una comunión y por la tarde-noche el acto de despedida de los alumnos de 2º de bachillerato del colegio donde trabajo, así que me levanté con tiempo para poder leer antes de enfrentarme al largo día. Me parecía un crimen romper el ritmo lector de la novela dejando un día sin acercarme a ella. El comienzo de esta novela –o más bien toda ella– tiene un ritmo impresionante. Es una novela que engancha desde la primera frase: “La historia que voy a contar empieza una noche en la que la policía violó la Constitución”.

El narrador y protagonista de Dos crímenes es Marcos González, de treinta y dos años, apodado “el Negro” y militante de izquierdas, que tiene que huir de México DF cuando la policía pretende cargar sobre su grupo de amigos un crimen que no ha cometido. Marcos decide esconderse en un pueblo del estado del Plan de Abajo llamado Muérdago, donde reside un tío político al que hace mucho que no ve. Pero su llegada al pueblo, y su plan para sablear amablemente a su tío y poder refugiarse con su novia (huida a otra parte del país) se verá enturbiado por la recelosa bienvenida que le van a brindar sus primos, sobrinos carnales del tío, quienes parecen estar esperando que su viejo e impedido pariente muera para heredar sus haciendas y su dinero; y esta plácida espera podría verse en peligro si el tío decide ceder parte de su herencia al sobrino recién llegado de la capital.
Marcos González –en más de un momento– señala que está narrando hechos pasados y se adelanta a lo contado: “Me asombra lo lejos que estaba entonces de imaginar que aquella noche era la última que íbamos a pasar en la casa” (pág. 14); “Así acabó esta parte de mi vida” (pág. 19).

Como es común en su obra, Ibargüengoitia vuelve a situar la acción de su novela en el imaginario estado mexicano de Plan de Abajo –un trasunto de su natal Guanajuato–, y vuelven a aparecer lugares ya conocidos para sus lectores, como la ciudad de Cuévano, donde Marcos tiene que desplazarse a realizar gestiones en más de una ocasión, e incluso llegará a entrar en el café La Flor de Cuévano, un establecimiento muy visitado por los protagonistas de Estas ruinas que ves.

Como en otras ocasiones, el lenguaje de Ibargüengoitia es rico en mexicanismos; tan escueto y tan rítmico como la estructura de novela negra usada, pero también sabe ser lírico en las breves y precisas escenas descriptivas que aparecen. He señalado este ágil párrafo descriptivo que encontramos en las páginas 31-32: “No muy lejos se oía un pleito de gorriones. El cielo azul cobalto de la cuaresma colgaba sobre Muérdago. A nuestra izquierda podían verse las torres color de rosa de la parroquia, las casas de dos pisos y los laureles de la Plaza de Armas. En el resto del campo visual se extendía la ciudad plana, de azoteas, amenizada en trechos por una torre, una cúpula o un fresco aislado. A lo lejos estaban los campos sembrados y al fondo la sierra”.

Dos crímenes es una novela con mucho encanto; también es una novela política por su crítica a la burocracia y a la policía, ambas corruptas; es una novela de costumbres, por su descripción de la vida en el pueblo de Muérdago; es una novela negra, porque la relación entre los primos cada vez se va volviendo más turbia; y no deja de ser una novela social: así se describe a sí mismo Marcos en la página 67: “Nací en un rancho perdido, mi padre fue agrarista, me dicen el Negro, estoy jodido”. Frase esta última que se irá complicando a lo largo de la novela, según el narrador va enfangándose cada vez más en la realidad que le rodea y descubriendo más misterios sobre su pasado; en la página 91: “Nací en un rancho perdido, mi padre fue agrarista, me dicen el Negro, la única parienta que llegó a ser rica empezó siendo puta: estoy jodido”; y en la página 114: “Nací en un rancho perdido, mi padre fue agrarista, me dicen el Negro, la única de mi familia que llegó a ser rica empezó siendo puta y con sólo echar una firma perdí catorce millones de pesos. Decir que estoy jodido es poco”. Y no deja de ser una novela de humor, basta para ello releer las citadas frases.

Las sorpresas y los giros narrativos son constantes en la trama de la novela; y la estructura también guarda una inesperada sorpresa, porque ya pasado el ecuador de la novela se produce un cambio de narrador. Prefiero no desvelar quién será el nuevo narrador de Dos crímenes.

No lo he dicho antes, pero como en otras ocasiones, la novela también tiene un ligero encanto de enredo sexual. En la página 75, Lucero, la hija de su prima y una de las posibles amantes de Marcos, está leyendo La casa verde de Mario Vargas Llosa, lo que en cierto modo, dada la complejidad formal de esta novela peruana, parece una broma.


En una charla en la Casa de América de Madrid a la que acudí hace dos años el día del libro, el escritor Jorge Volpi habló de Jorge Ibargüengoitia como de uno de los grandes escritores olvidados del boom. Recuerdo una frase que me hizo sonreír del final de Estas ruinas que ves: cuando el narrador por fin confía en sí mismo y se lanza tras la chica de la que está enamorado, que mantenía una relación con un joven, seguro de sí mismo y atildado ingeniero de la capital, dice (cito de memoria): “Él era más guapo pero yo era más simpático”. Traslado el símil de su novela al campo literario: un escritor como Vargas Llosa ha escrito obras importantes, ha innovado en la estructura, ha sido el atildado ingeniero novelístico de la capital, pero Ibargüengoitia, en muchos casos, sin ser un escritor tan deslumbrante, tiene más encanto; es decir: Vargas Llosa es un escritor más guapo, pero Ibargüengoitia es más simpático.

jueves, 20 de junio de 2013

Carnet, un poema de El bar de Lee



Mis editores de Baile del Sol, Ángeles Alonso y Tito Expósito, comenzaron el año 2013 con una interesante iniciativa en su blog: cada día del año colgarían una poesía de un poeta de su editorial. Y no sé si hay más días que poetas o se han confundido, pero míos ya han colgado dos. El primero era del libro Siempre nos quedará Casablanca, hace unos meses, y en segundo ha sido hace pocos días, de mi nuevo libro El bar de Lee. Ya he contado que este último libro está formado por dos poemarios; y Carnet –el poema seleccionado- forma parte del segundo, El calvo del Sonora, escrito en 2008. (Ver AQUÍ enlace al blog de Baile del Sol) Carnet pertenece a la primera sección de este libro, titulada En mi territorio, un conjunto de ocho poemas en el que indago sobre la vocación literaria. Que gusta Carnet, quizás sea uno de mis poemas favoritos de este libro.
El Bronxtoles es uno de los apelativos con lo que siempre se ha conocido a mi ciudad, Móstoles. Digamos que tengo el privilegio de que a mí no me hace falta ser Robert de Niro para contar una historia del Bronx. Dejo aquí el poema:



CARNET

¿Le gustan los videojuegos?, finalizaba la clase,
y acuchillando al tiempo les hablé del Spectrum,
de sus cintas para cargar la esperanza
-tras media hora de ruido y rayas el callejón
sin salida del error-, de las figuras pixeladas,
de las pantallas inmóviles… y mis alumnos
sonrieron ante el burdo atraso de la época
no vivida.
                   Pero no les hablé, sin embargo,
de los meses de ahorro en el colegio -propinas
de los abuelos, regalos de cumpleaños…- meses
para llegar a la deseada posesión de los 64 kas.

Ni les hablé, aunque golpeó las puertas
de la memoria, del Salva, inventor del top manta
en Móstoles, flautista de Hamelín que arrastraba
tras la mesa de camping de su tenderete –móvil
según el viento de la policía- a un enjambre
de ávidos consumidores de sus cintas piratas.
(¿Para cuántos de esos chicos supuso el Salva
el primer camello de sus vidas, el precursor
de otros vendedores de sueños más duros?)
Al anochecer vacías las llenas cajas de cartón.
      
Pero sobre todo no les hablé de los juegos
que imaginaba antes de dormirme, complejas
aventuras durante los meses del ahorro, fascinado
con esa palabra: ORDENADOR, pensaba
que sus juegos habrían de superar con creces
a los de las máquinas de los salones recreativos
y los bares de entonces. Posiblemente soñaba
las aventuras gráficas con las que ellos
se evaden ahora de una realidad más gratuita,
y lo más probable es que aquellos meses
de anhelante espera configurasen lo mejor
que me ofreció el artefacto negro del Spectrum.
Después la búsqueda del Salva por los rincones
de Móstoles, la adicción temporal que decayó
hasta una decepcionante insuficiencia. 
                                                               Yo fui uno
de esos chicos que necesitaban drogas más duras
para darle esquinazo a la realidad, otro mundo
de estímulos más fuertes, más allá de esquemas
repetitivos. La necesidad compulsiva estaba allí,
al acecho, presta a devorarme, y pronto me olvidé
del Spectrum y del Salva. A cambio de una foto
los camellos apostados en las puertas de la biblioteca
    me dieron un carnet.

domingo, 16 de junio de 2013

Fabulosas narraciones por historias, por Antonio Orejudo

Editorial Lengua de Trapo. 393 páginas. 1ª edición de 1996.

Mi amigo el escritor mexicano Federico Guzmán Rubio llevaba tiempo animándome para que leyera a Antonio Orejudo (Madrid, 1963), ya que para él es uno de los escritores españoles actuales más destacados y le extrañaba que yo aún no lo hubiera leído. El año pasado, paseando por la Feria del Libro de Madrid, nos acercamos hasta la caseta de Lengua de Trapo y saludamos a sus editores. Allí estaban las primeras ediciones de los libros de Orejudo. Ahora los derechos de venta de Fabulosas narraciones por historias los tiene la editorial Tusquest, pero Lengua de Trapo puede vender los ejemplares que editó en su día y que no se vendieron. Lengua de Trapo sigue, igual que en los años 90, realizando la valiosa tarea de descubrir a nuevos autores, que cuando tienen éxito y reconocimiento suelen mudarse a editoriales más grandes. La edición que compré es extraña: no encuentro su imagen en internet. Al final del volumen tiene una nota que afirma que se acabó de imprimir en octubre de 1996 en Madrid, pero en la parte de atrás de la cubierta se afirma también que este libro ganó el premio Tigre Juan a mejor primera novela en 1997. Es como si el cuerpo del libro no se hubiera modificado para una supuesta segunda edición, pero sí la cubierta. La foto que he tomado de internet es la de la primera edición; la mía, con unas plumas estilográficas con la cabeza de Ortega y Gasset o Gómez de la Serna le extraño verla al propio Antonio Orejudo con el que crucé dos palabras en la feria del libro de este año. Fui a su caseta para que me firmara este libro y compré el de Ventajas de viajar en tren.

En todo caso, compré el libro y he tardado un año en leerlo. Lo he tomado de mi estantería de inleídos durante el pasado mes de mayo, en que extrañamente he leído seguidos unos cuantos libros escritos por españoles.

Fabulosas narraciones por historias nos lleva al Madrid de 1923 y al entorno de la Residencia de Estudiantes dirigida por José Moreno Villa. Los protagonistas principales son tres jóvenes: Patricio Cordero, sobrino del novelista José María de Pereda, Martiniano, sobrino de Azorín, y Santos, un joven de origen rural, cuya familia se dedica a la cría de cerdos. Una constante en el libro será la mezcla de personajes reales con otros inventados; así por estas páginas desfilarán Ortega y Gasset, Juan Ramón Jiménez, García Lorca, Neruda, Vicente Huidobro… En una nota final Orejudo afirma que esta novela “bautiza con nombres verdaderos a personajes imaginarios”.

El tono de farsa irónica queda establecido desde la primera página del libro (o incluso desde la primera frase: “¿Y si después de todo no era un genio?”), narrado en tercera persona; una tercera persona omnisciente, que a menudo, guiada por su afán caricaturesco, dirige una mirada de superioridad condescendiente y de burla sobre sus personajes; así, por ejemplo, habla de Santos en la página 335: “Pasaba las tardes de invierno con la Chari frente al fuego, que le provocaba pensamientos que a él le parecían profundos”. Las caricaturas de Juan Ramón Jiménez, convertido en un maniático del silencio y del orden, y la de Ortega y Gasset, convertido en un sátiro intrigante, son especialmente divertidas. Las famosas tertulias literarias de la época tampoco se van a escapar al escarnio burlesco de esta mirada novelística que parece ridiculizar todo lo que describe.

La Residencia de Estudiantes era un caos de señoritos, nos cuenta Orejudo en esta novela, un caos de juventud bullente como era el Madrid de la época. Ya sabía por novelas como La calle de Valverde de Max Aub que Madrid era una ciudad más moderna en 1923 que en 1943 o 1953, una ciudad que miraba a Europa con una cercanía que iba a quedar cercenada por la autarquía de años venideros. Así, al recrear el lenguaje de 1923 (una recreación muchas veces falsa, pues los jóvenes de esta novela hablan como los de la década de 1990) Orejudo emplea el uso de términos en inglés: race, leader, off-side…, y los nombres de los personajes aparecen, a menudo, transformados en diminutivos de sonido anglosajón: Pátric, Martini…
 Me ha llamado poderosamente la atención una imagen: “Las races de autos ilegales que Teuco Salas, el hijo del embajador argentino, organizaba viernes y sábados, a partir de las tres, al final de la Castellana.” (pág. 37).
En todo caso, existe una diferencia clara entre un libro como La calle de Valverde de Aub y Fabulosas narraciones por historias de Orejudo, éste último recrea la vida madrileña de la década de 1920 con la visión desenfadada y desprejuiciada de 1990; así el sexo explícito será frecuente en esta novela, mientras que en la Aub una realidad como ésa se mostraba muy elípticamente.

En la página 297 he marcado el párrafo que posiblemente justifica el título del libro: “Nos pasamos toda la vida tomando las narraciones fabulosas por historias y, cuando por fin conseguimos entrever la historia verdadera, ésta nos suena tan fantasiosa que no nos la creemos.”

El todo burlesco de la primera parte del libro (con su abultado humor escatológico y brutal, tan español: pedos, golpetazos…) empieza a dejar entrever una realidad más turbia, como el juego a través del cual la Generación del 27 fue fruto de una conspiración que pretendía canalizar el gusto popular hacia la poesía o la novela de prosa poética en contra del realismo (conspiración dirigida por José Ortega y Gasset), que acabará conduciendo –sin abandonar el tono burlesco- hasta el asesinato.
La novela gana en altura cuando la narración nos conduce hasta la Guerra Civil y la posguerra, y veamos la evolución de Patricio o Santos bajo el nuevo régimen, cuando aquellos años locos de la juventud han quedado tan atrás.

Otro elemento destacado de esta novela es que en la narración se van intercalando páginas de memorias, de entrevistas o de ensayos publicados ya en la democracia o cerca de la democracia (años 1970-1990), donde las palabras de personajes reales (por ejemplo, aparece alguna página real de Ortega y Gasset) se van intercalando con las de otros inventados. También la novela recoge artículos de la revista pornográfica de la época La Pasión, que al final descubriremos que están escritos por algunos de los personajes del libro.

El tono burlesco, de condescendiente farsa, y el lenguaje irónico y sonoro, tan cervantino, me han recordado también al empleado por Luis Landero en su primera novela, Juegos de la edad tardía.

La lectura de Fabulosas narraciones por historias ha hecho que me apetezca leer más novelas españolas, novelas que reflejen como era este país hace décadas. Tengo que acercarme a Benito Pérez Galdos, por ejemplo; y he estado a punto de leer otro de mis inleídos clásicos: Lola, espejo oscuro de Dario Fernández Flórez.
En todo caso, he descubierto por fin a Antonio Orejudo, y su primera novela, publicada el año en que el autor cumplía treinta y tres años, y por tanto, posiblemente escrita con unos treinta, me ha parecido verdaderamente ambiciosa y conseguida.

Seguro que repetiré con Orejudo.

martes, 11 de junio de 2013

El bar de Lee en la Feria del Libro de Madrid



Canción del optimista
Por si alguien se pasa por la Feria del Libro del Madrid, ubicada en el parque de El Retiro, y le interesan mis libros, los puede encontrar en las siguientes casetas:

Caseta 118
Librería La Marabunta
El bar de Lee.

Caseta 37
Distribuidora Maidhisa
El bar de Lee
Siempre nos quedará Casablanca
Acantilados de Howth.


Voy a dejar aquí los dos poemas que justifican el título del poemario. El primer pertenece a Móstoles era una fiesta y está escrito en 1998 y el segundo pertenece a El Calvo del Sonora y está escrito en 2008. Creo que es fácil apreciar las diferencias de estilo:



EL BAR DE LEE

                        Te ruego que no hagas preguntas
                          ésta es la Tierra Dorada.
                                                          Henry Roth

Imagínate
espesos goterones de pintura sin pupilas
como los síntomas de la escalera de mano,
la puerta de cartón piedra agujereada
a patadas para ver si hay alguien meando,
la espalda negligente apoyada en la pared,
estibando la carga de ginebra barata
las manos ejercen movimientos crispados

mientras el alivio y la geometría del arco surge
y con vapor
lees los eddings de los baldosines:
                                                  Mas porros pa mis morros
                                                  mas farla pa yo fliparla.
los haikus expresionistas
te dicen que la poesía
es como la vida:             deseos, miedos y ansiedades
                                        detenidos en una pared húmeda

como yo no tengo edding mi haiku
en verso libre            (libre como el viento
                                     libre como yo en este váter)
se enrosca en el vapor dorado
                  ésta es la Tierra Dorada:
                               Si alguien encuentra a mi juventud perdida
                               que llame a este baldosín. Se gratificará.

 La música se filtra en hebras por los agujeros
de la puerta como en un cuadro de Munch.




EL BAR DE LEE II

Ahora son gestorías o sucursales bancarias,
aunque a veces persisten bajo el gobierno
de otros dueños que impusieron las voces
y la música de sus estridentes decorados.
                    Esto lo sabíamos
y aún así nos empeñamos en recorrer
de nuevo los bares donde trasnochó
la inquietud de entonces. En el mejor
de los casos reírnos tratando de conquistar,
con el regreso físico, el imposible viaje
al pasado, el revivir de unos años
ni tan siquiera demasiado felices.

Camuflada bajo otro nombre empujé
la puerta del Tuburio, el bar de Lee,
donde, atraídos por la música y los precios,
desgastamos tantas horas de fin de semana.
Recordé entonces la noche postrera
en que Lee nos contó que había alquilado
el Tubu y pretendía venderlo. Tras la insostenible
prórroga de sus estudios de Informática
una oficina le reclamaba.
          Y en esas palabras,
insidiosas entre los nuevos inquilinos
del bar, adolescentes de huidizas sudaderas
con capucha, zombis de música quebrada,
sentí que moría una parte de mi juventud.

Empujé el frío metal. Ningún sonido,
ninguna luz, vinieron a saludarnos.
Pensé confundido que debía enfrentarme
a una segunda puerta, y, en ese instante,
gracias a la débil iluminación que proyectaban
las farolas, me encaré con mi propia sombra.
Carcomida silueta sobre el fondo de un local
a oscuras, abandonado, fantasmagórico
y aún así expuesto a la derrota del tiempo
sin la censura amable de ningún candado.

Y me adentré en la penumbra incrédulo,
hasta que chocó mi pie contra un obstáculo.
Entonces un bulto se agitó en la oscuridad.

domingo, 9 de junio de 2013

La luz y el frío, por Joan Payeras

Editorial Vitrubio. 83 páginas. 1ª edición de 2013.

Conocí a Joan Payeras (Palma de Mallorca, 1973) hace un par de años. Me lo presentó mi amigo el poeta Javier Cánaves una noche que quedé con él en el paseo de Palma de Mallorca, donde viven los dos. Yo estaba allí de viaje de fin de curso con los alumnos del colegio donde trabajo. Pasamos una noche agradable hablando de libros.
El año pasado me presenté con mi último poemario al premio convocado por el Café Comercial, que editaba la madrileña Vitrubio. Era la primera convocatoria de este premio sin dotación económica y resultó (como le escuché contar a sus organizadores meses después) un éxito en cuanto al número de participantes. No gané ese premio, pero me alegró ver que el ganador era aquel Joan Payeras que me había presentado Cánaves, que tan bien me cayó, con el que había intercambiado después algunas palabras por facebook, y cuya presencia como ganador acreditaba que el primer premio del Café Comercial no había estado amañado (sospecha habitual que recae sobre la mayoría de premios de poesía de este país).

El pasado 15 de marzo, cuando el libro se presentó en el Café Comercial, me apeteció pasarme a saludar a Joan. Me gusta el Café Comercial; con los precios por las nubes del Café Gijón, el Comercial es el café literario más emblemático de la capital. Sin embargo, nunca había subido a su segunda planta, al llamado Rincón de don Antonio, con su gran vista sobre la glorieta de Bilbao.

Hace unas semanas me acerqué a los poemas de La luz y el frío, unos poemas normalmente cortos, tanto que algunos caben en un tuit (que frase más posmoderna acabo de escribir).

Es éste un libro que bascula entre dos conceptos o dos imágenes fuertemente connotadas: la luz y el frío. El frío simboliza a la muerte, una muerte contemplada con la angustia del ateo, del hundimiento en la inexistencia y en la desaparición de la propia consciencia. La luz simboliza la vida, en muchos casos fragmentada en frágiles instantes inaprensibles, bellos momentos retenidos por la memoria, una memoria que inevitablemente se va diluyendo en la nada.

Ahora voy a mostrar algunos poemas del libro en los que se pueden apreciar los temas señalados en el párrafo anterior.

Sobre los instantes que se nos escapan (la luz) y la insuficiencia de la memoria para retenerlos, destaco este poema alegórico de la página 19:

El paseo

Recuerda: todo lo que queda entre un
momento y otro, cogidos ambos al azar y
sea cual sea la distancia que haya entre los
dos, sólo es polvo y quizás, memoria.
Mientras el viento apenas acaricia las
hojas de los árboles, y tú me das la mano
después de colocarte bien el abrigo, y en
algún lugar alguien tararea la canción que
suena en mi cabeza. Los coches se
detienen y arrancan, se detienen
y arrancan: se detienen. Prende una luz
enferma, amarilla y breve, en las farolas.
Hace frío.
Recuerda: al final del paseo ya habrá
caído la noche, y todo lo que quedará será
polvo y tu modo de colocarte el abrigo y,
quizás, el eco de una canción lejana
perdiéndose entre los ecos del tiempo.


Algunos de los poemas poseen un carácter bastante conceptual. Destaco este de la página 53:

Música de fondo

Durante el día, la canción
sonando una y otra vez
como si todo se escondiera en ella:
dando fe de la luz y del terror,
siendo el centro donde todo converge,
de donde todo parte y adonde todo llega.

Y durante la noche, la canción
sonando una y otra vez
como si alrededor de ella
no hubiera nada, y su eco
fuera el eco del centro de la nada
al desaparecer sobre sí misma.


En algunos casos el poema se vuelve un tanto críptico, por lo que algunas composiciones de este libro me gustan menos que otras, como este poema que aparece en la página 22:

Habitación del solitario

La línea azul del horizonte
cruza el espejo.
Nunca hay rastro de huellas
en las baldosas de la cripta.
Nadie es capaz de descifrarte.

La línea azul del horizonte
cruza el espejo.
Sobre la mesa están tus credenciales.
Sólo una ley: tu apuesta.
Sólo un amor: tu vuelo.

Sin embargo, existe un gran número de poemas muy claros en su exposición y de gran belleza formal; destaco éste (tan a lo Juan Ramón Jiménez) de la página 70, que además sirve de paradigma de los temas principales del libro:

Tarde de enero

Pasará nuestro tiempo.

Otro invierno vendrá a cubrir de blanco
los mismos montes,
y en un día de sol que se parecerá a éste
unas manos tan frías como las que sostienes
estrecharán el hueco de otras manos.
En las paredes blancas que ahora nos rodean
golpearán las voces de otros hombres,
y dejarán pasar la corta tarde
entre estos almendros.
Entonces muchos pisarán
la sombra última
de aquel arco de medio punto,
y un perro ladrará
antes de que la noche clara anuncie
otro día de sol para el día siguiente,
pero nosotros no,
nosotros ya no estaremos entonces,

ya no estaremos nunca.

En uno de los últimos poemas se muestra de forma explícita el por qué del título, el contraste entre la luz y el frío (o lo que lo es lo mismo: la vida y la nada). Página 77:

La respuesta

Pensaste primero que la clave estaba en la
arena, y en tu modo de huir siempre, en la
aparente imposibilidad de apresarla.
Después pensaste en la nieve y en el
blanco absoluto indefinible, la ausencia de
mácula, la claridad doliente hasta el
silencio, hasta la ceguera.
Pero era la luz: el modo definitivo que
tiene la nada de llegar y desaparecer, de
haber sido y dejar de ser, sin existir
siquiera.




Me ha gustado La luz y el frío, me ha parecido un poemario elegante y maduro, sabio y bello en su exposición del camino hacia la inexistencia, de la fragilidad de la memoria para retener lo que fuimos. Así que la primera convocatoria del premio de poesía Café Comercial no sólo resultó ser un éxito en cuanto al número de participantes, también lo ha sido al comenzar su andadura con un destacado poemario como es éste.

viernes, 7 de junio de 2013

Prólogo de El bar de Lee





Canción del optimista
Por si alguien se pasa por la Feria del Libro del Madrid, ubicada en el parque de El Retiro, y le interesan mis libros, los puede encontrar en las siguientes casetas:

Caseta 118
Librería La Marabunta
El bar de Lee.

Caseta 37
Distribuidora Maidhisa
El bar de Lee
Siempre nos quedará Casablanca
Acantilados de Howth.


Dejo aquí el prólogo que escribí (y que aparece en las primeras páginas) para El bar de Lee:


El bar de Lee está formado por los poemarios Móstoles era una fiesta y El calvo del Sonora. El primero está escrito entre diciembre de 1997 y septiembre de 1998, y el segundo entre enero y agosto de 2008. Una década los separa, y sin embargo supuso para mí una gran satisfacción que la editorial Baile del Sol aceptase la idea de publicarlos conjuntamente, ya que considero ambos libros fuertemente ligados. El acercamiento que supone El calvo del Sonora a los mismos lugares, y en algunos casos a los mismos temas, ya planteados en aquel primer poemario de hace quince años –Móstoles era una fiesta–, potencia las ideas inaugurales, reformulándolas una década después.
Me resulta extraño pensar que la primera obra que escribí –y que puedo considerar adulta– fuese un poemario, cuando yo lo que siempre había deseado era ser novelista. A finales de 1997 yo quería escribir una novela autobiográfica al estilo de las de Charles Bukowski –autor al que leía con fruición por aquellos meses– pero no sabía cómo evitar susceptibilidades en mi entorno ni cómo enfrentarme a los límites de mi propio pudor.
Si no hubiera descubierto por esos días el libro Poesía completa (1968-1996) de Juan Luis Panero quizás no hubiese conseguido encontrar un cauce de expresión adecuado para trasladar al papel las emociones que me invadían entonces. Los poemas de Panero me calaron: eran hondos y cada uno de ellos contenía una historia, eran en su mayoría extensos y narrativos. Y yo seguía tratando de escribir el borrador de una novela que no acababa de cuajar hasta que 10 un día de diciembre de 1997 nevó en Móstoles y desde la terraza contemplé la nieve. Volví a la habitación a por un bolígrafo y un papel, y escribí –apoyado en el marco de una ventana– un borrador sobre lo que aquel momento evocaba en mí; borrador que sería el germen del primer poema de Móstoles era una fiesta y del que surgió el tono –y la forma– de todo el libro.
En aquellos versos puedo encontrar el poso que dejó en mí la lectura de Juan Luis Panero, así como la de la  poesía narrativa de Cesare Pavese, Fernando Pessoa o Jaime Gil de Biedma, que a día de hoy siguen figurando entre mis poetas preferidos. Y también encuentro, por supuesto, rastros de las páginas de los prosistas que admiraba por esos días, como el citado Charles Bukowski; cuyo nombre, sin embargo, no aparece ni una sola vez en Móstoles era una fiesta (por eso escribí en El calvo del Sonora un poema dedicado a él). Fue como si mi mirada literaria usurpara la de Bukowski y tomara de ella la relación de amor-odio que mantenía con Ernest Hemingway (otro de mis autores predilectos entonces). Yo, realmente, como se afirma en Móstoles era una fiesta, bajaba a los cafés de mi ciudad de los suburbios para escribir emulando al Hemingway de París era una fiesta, un libro cuya lectura me impresionó unos años antes.
Cuando empecé a escribir los poemas que luego formarían el libro El calvo del Sonora tuve bastante presente la relectura de Móstoles era una fiesta. Una de las cosas que en 2008 me llamaba la atención del libro que escribí una década antes era que no había en él ni una sola referencia directa a mi paso por la facultad de Ciencias Físicas, hecho que constituía uno de los pivotes ocultos de aquel poemario. Por eso decidí incluir en El calvo del Sonora una sección en la que rememoro mis años de físico (como me llamaban en la facultad de Administración y Dirección de Empresas a la que me cambié), titulada En el tiempo de Einstein
Muchos son los puntos en común entre un poemario y otro; además de la fuerte unidad de lugar, más de uno de los poemas de El calvo del Sonora vendría a ser una segunda parte o una reformulación de alguno de los de Móstoles era una fiesta. En un libro y en otro existe un poema llamado El bar de Lee, y esto hizo que lo tomase como título del conjunto. 
Me queda dar las gracias al poeta Alejandro Céspedes –uno de los primeros lectores de Móstoles era una fiesta– por el aclaratorio prólogo que ha escrito para este libro.
También me gustaría agradecerle las sugerencias que me propuso para mejorar alguno de sus versos, aunque acabé declinando su generoso ofrecimiento. Móstoles era una fiesta me muestra al creador que era yo entonces –en 1997 o 1998–, brusco, intuitivo, informal... Las correcciones acabarían borrando la frescura de aquellos primeros poemas.


David Pérez Vega
Madrid, enero de 2013