domingo, 2 de junio de 2013

Algo que nunca debió pasar, por Juan M Velázquez

Editorial AA ediciones narrativa. 159 páginas. 1ª edición de 2012.

Hace unos meses leí Seguro que esta historia te suena, la poesía completa del donostiarra Karmelo C. Iribarren, y cambié con él algunas impresiones por facebook, espacio virtual donde somos amigos, y donde Iribarren mantiene una actividad muy interesante, con continuas anotaciones sobre la vida diaria o muestras de sus poemas (lo que viene a ser casi lo mismo). Iribarren me escribió que le había comentado a su amigo, el también donostiarra Juan M Velázquez (San Sebastián, 1964) que me enviara su novela, Algo que nunca debió pasar, publicada el año pasado, para que yo hablara de ella en Desde la ciudad sin cines. Juan M Velázquez se puso en contacto conmigo y me envió su libro con una amable dedicatoria. No mucho antes había leído algunas impresiones sobre este libro en el blog Tu cita de los martes, que lleva mi amigo el poeta Javier Cánaves; a quien imagino que Velázquez también había enviado su novela, ya que ambos han participado en el proyecto común de una antología de poesía.

Normalmente no leo novela negra, aunque he conocido a más de una persona entusiasta del género (recuerdo a una profesora del colegio donde trabajo que sólo leía novela negra) y la verdad es que no me disgustan los convencionalismos del género: el policía investiga un asesinato y en su búsqueda deja al descubierto los rincones más turbios de una sociedad. Tengo en mente leer todas las novelas de Raymond Chandler (del que he leído una) o las de Dashiell Hammett (del que he leído dos) o las de Jim Thompson (del que no he leído ninguna); y además de esta vertiente más norteamericana y callejera del género, en algún momento me he acercado a la versión cerebral y metafísica de los ingleses: Arthur Conan Doyle, G. K. Chesterton o Wilkie Collins.

Algo que nunca debió pasar se sirve de los códigos del género negro (detective ex policía, corrupción, prostitutas, violencia, drogas...) para hablar de un tema polémico: el mundo terrorista de ETA y el de la policía de choque encargada de torturar a etarras para conseguir información. Nadie podrá decir que Juan M Velázquez no ha arriesgado en cuanto a temática en Algo que nunca debió pasar, su segunda novela.

Ramírez (como tantos personajes de la novela con apellidos terminados en -ez) es uno más de los jóvenes policías foráneos (él ha nacido en Madrid) que el Estado envía al País Vasco a finales de los setenta. Llegará acompañado del Rubio (natural de un pueblo de Salamanca), amigos desde el servicio militar. Desde la primera página del libro el lector entrará en un mundo regido por la violencia: asesinatos, torturas, represión policial en las calles, más asesinatos: el País Vasco de la Transición o al menos la fracción de País Vasco que Velázquez ha decidido mostrar en su novela.

La trama de esta historia bascula entre dos espacios temporales: una primera que iría desde finales de los 70 y la década de los 80 hasta otra fecha más próxima a la actual, que quedaría emplazada en torno al 2010.
En la época actual Ramírez (ex policía que ejerce de detective privado) va a recibir una llamada inesperada. Su amigo el Rubio le pide que regrese a San Sebastián para ayudarle con un asunto turbio: la pequeña nieta de la mujer con la que vive ha desaparecido. Ramírez se había prometido a sí mismo no regresar a San Sebastián, pero incumplirá su promesa cuando el Rubio le recuerda las deudas que tiene con él.

La narración es profusa en saltos temporales y las escenas evocadas están narradas con un ritmo rápido, nervioso: comisarías, celdas donde se comenten torturas, bares sórdidos, escenas de atentados.
Quizás el gran acierto de esta novela sea que Velázquez en ningún momento establece una línea divisoria entre buenos y malos; nunca juzga a los personajes. De hecho, es como si en Algo que nunca debió pasar la esencia del hombre fuese simplemente perversa y nunca hayan existido los buenos. A pesar de ello, Ramírez vive convencido de que él se encuentra en el lado de los buenos: “Pegar a alguien o hacerle lo que sea para que diga o dé cualquier pista sobre dónde está un secuestrado era lo único que se le ocurría. En esos momentos, la línea estaba muy clara para Ramírez. El fin justificaba con creces los medios que empleaba” (pág. 57).
Y a pesar de que Velázquez no juzga a sus personajes, creo que (paradójicamente) el punto débil de esta novela es que explica de forma reiterada sus motivaciones, y esto es notorio sobre todo en el caso del personaje principal, Ramírez. Éste afirma (cuando el lector ya conoce a Ramírez porque le ha visto en acción) acerca de sí mismo en la página 75: “Yo era un policía que creía en lo que hacía. Uno más. Yo, en aquel tiempo, pensaba que todos hacíamos lo correcto. Ahora sé que no. Para mucha gente éramos como apestados. Perros, nos llamaban. He visto a compañeros descuartizados por una bomba en pedazos tan pequeños que no los podíamos recoger y se quedaron pudriéndose en la cuneta. He sacado de agujeros cadáveres de personas que han llorado durante días mientras esperaban que les pegaran un tiro. He visto padres y madres llorar por sus hijos muertos y demasiadas viudas abrazadas a ataúdes cubiertos con la bandera española y una medalla encima antes de salir de vuelta, rumbo al sur. He llevado a personas hasta los límites del dolor y de la humillación. No lo volvería a hacer, aunque no me arrepiento porque sabíamos que era la única manera de que otros volvieran a casa. Algunas veces lo conseguimos, otras muchas no. Nadie nos lo aplaudió ni nos lo agradeció, simplemente preferían no saber cómo lo hicimos. He hecho otras cosas terribles y he visto más miedo, horror y degradación en las comisarías de lo que muchos que pedían mano dura hubieran podido aguantar. Demasiado. Me ha costado aprender a vivir con estos recuerdos. No soy un hombre bueno pero siempre he querido estar con los buenos. A su lado. Ya no miento pero he mentido mucho y he herido para siempre a personas que me querían y no lo merecían. Me fui de aquí desquiciado, ebrio de violencia y confundido. He sido un drogadicto, un borracho y un putero”.
En algunas descripciones de hechos me ha parecido que Velázquez no contiene su prosa y añade epítetos innecesarios, que restan impacto a lo contado. Esto, por ejemplo, ocurre en las páginas 62-63, donde se describe un atentado con coche bomba y muertos: “los demás aún estaban inmovilizados por el dolor y la pena” (pág. 62), “la gente corría horrorizada” (pág. 63), “la horrible certeza se confirmó” (pág. 63).

Algo que nunca debió pasar habría ganado en consistencia narrativa si Velázquez –siguiendo los preceptos del género negro de, por ejemplo, Dashiell Hammett– hubiese narrado su novela sin explicar tanto la psicología de los personajes, dejándoles que se definieran por sus actos; y también si hubiera aligerado la carga de epítetos en la descripción de algunas escenas.

A pesar de esto Algo que nunca debió pasar contiene más de un pasaje notable, que me ha hecho recordar el aire sórdido que se respiraba en algunos de los telediarios de mi infancia en los años 80; y es de celebrar, también, lo atrevido de elegir una temática tan controvertida como la que se presenta aquí.

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