lunes, 26 de marzo de 2018

El vol de la cendra (El vuelo de la ceniza), por Joan Payeras


Editorial Sloper. 73 páginas. 1ª edición de 2016.

Hasta ahora había leído tres poemarios de Joan Payeras (Palma, 1973): Modos de ver un horizonte (2009), Calle del mar (2010) y La luz y el frío (2013). Conozco a Joan desde hace unos cuantos años ya. Nos hemos visto en Palma de Mallorca o en Madrid en más de una ocasión. Payeras es amigo del también poeta mallorquín Javier Cánaves, y fue él quien nos presentó. Además Payeras ha publicado su último poemario en la editorial Sloper, a cargo de Román Piña. Con la mallorquina Sloper yo he publicado una novela, Los insignes. Así que, además de vernos, en alguna ocasión en Madrid, pero sobre todo en Palma, Payeras y yo hemos acabado siendo compañeros de editorial.

Cuando se acababa el verano de 2016, Payeras me envió a casa su nuevo libro, El vol de la cendra. He tardado más de un año en acercarme a él, aunque ­­–eso sí–, una vez que empecé a leerlo lo acabé de una sentada. Cada vez me doy más cuenta de que mi relación con la poesía se está haciendo más distante, cuando en el pasado leía bastante y además llegué a practicarla (tengo algún libro publicado de poesía). Creo que he detectado el fondo del problema: desde que empecé con el blog en 2009 me propuse reseñar todos los libros que leyera, un propósito que he cumplido con una fidelidad cercana al 100%, y cuando leo poesía me doy cuenta de que tengo más problemas a la hora de reseñarla que si tengo que hacerlo con la narrativa. Con la poesía encuentro menos términos comparativos y me encuentro algo más perdido a la hora de comentarla. O bien debo empezar a leer poesía sin la presión de tener que reseñarla, o bien empiezo a dejar de tener miedo a reseñar poesía. Además, me he dado cuenta de que el formato digital, permite, frente a la reseña de revista tradicional, mostrar algunos de los poemas del libro y de este modo la lectura de la reseña de hace más atractiva y clara para el posible lector.

El vol de la cendra (El vuelo de la ceniza) es un poemario bilingüe, escrito originalmente en catalán y versionado en castellano por el propio Payeras, que normalmente ha usado esta segunda lengua para escribir su obra, pero que en esta ocasión decidió servirse de la primera. Los poemas aparecen en catalán en la página de la izquierda y en castellano en la de la derecha. Lógicamente yo leía las páginas impares, más de una vez como es lo habitual para paladear un libro de poesía, pero, también, de vez en cuando, cuando ya conocía la versión castellana del texto, me acercaba a la versión catalana para empaparme de su musicalidad original y para tratar de aprender algo de catalán. Yo mismo, sin saber catalán, me he dado cuenta de que en más de una ocasión la traducción no es directa, sino que Payeras adapta expresiones entre un idioma y otro.

El libro se abre con el siguiente poema:

Primero

¿Y qué haremos con tanta ceniza? Como sin un sol
negro se fundiese sobre nuestras cabezas, como una llu-
via negra y calienta en nuestros labios, una lluvia pesada
que nunca termina, un agua negra y caliente que no
moja, mientras nuestra lengua seca parece una piedra
de sal, y nos miramos las manos llenas de sol negro, de
lluvia caliente, de mundo que se va, que se ahoga.
            ¿Y qué haremos con tanta ceniza?

Los elementos que aparecen en este primer poema son significativos para entender la fuerza simbólica del libro: intensa presencia del color «negro» sobre elementos de la naturaleza (sol, lluvia…) y sobre todo la aparición, ya en el primer verso, de la  «ceniza», que nos va a hablar de lo que está sin vida, de los restos de la ilusión o de la pasión, de la muerte de la esperanza.

El vuelo de la ceniza es un poemario fuertemente simbólico, pero que, sin embargo, cuenta una historia más o menos reconocible: la voz narrativa se lamenta al recibir una mala noticia sobre la salud de un ser querido (posiblemente un hijo), lo que le conduce a un estado de desesperación y tristeza, y a la búsqueda de respuestas (la ausencia de respuesta de Dios ante el dolor del hombre es uno de los temas que aparecen también aquí). Al final, todo parece quedarse en un susto, que sin embargo, la mala experiencia ha movido los cimientos sobre los que se asienta la felicidad y seguridad sobre el futuro del poeta.


El segundo poema comienza con el siguiente verso: «Llega un nuevo soldado a las trincheras». La metáfora bélica del soldado que ha de dejar a su familia para adentrarse en el miedo y el barro se usa aquí como simbólica del nuevo territorio que pisa el poeta tras recibir la mala noticia.

Un recurso estilístico que usa Payeras en sus poemas, normalmente cortos, en el de repetir algún verso del comienzo al final de la composición para marcan un enfasis. Podemos verlo en este segundo poema:

1.

Llega un nuevo soldado a las trincheras.

La luna baña los uniformes,
las piedras negras y los fusiles callados.
Parece la escena de un viejo sueño,
como volver a un lugar
que ya conoces.
No hay viento,
ningún sonido dando bienvenidas.
.
Llega un nuevo soldado a las trincheras.
Que empiece la guerra.

Si ya he comentado que el primer poema aparece el adjetivo «negro», que se irá repitiendo con insistencia en el poemario, por contraste también aparece el término «luz». Así en la página 19 leemos: «En mitad de esta tierra negra / el río es un diamante que nunca se termina. / Una luz limpia llena el aire».

El poema de la página 31 tal vez sea uno de los más explícitos en cuanto a su nivel de significación:

9.

Hoy lo he entendido:
el miedo es una palabra.
No es como el barro,
la comida o la lluvia.

El valor no existe,
pasan los días
y lo que esperabas llega,
y eso es todo.

Y entonces, de repente,
sólo importa lo que está ocurriendo,
y no hay nada que decidir,
no hay más opciones
que estar vivo,

con todo lo que estar vivo conlleva.

En el poema siguiente aparecen las dudas metafísicas y religiosas, que ya comentaba, sobre el vacío del universo:

10.

Una idea en mente,
mientras todo sucedía:

¿Y si es Dios
el que nos dispara?

Me gustan los dos siguientes poemas:


13.
Pasamos la noche en un pueblo en ruinas.
El viento sortea violento
los edificios caídos,
las calles que ya no existen,
como quien conoce el camino
y no echa en falta
nada importante,
hasta llegar valiente
a la vacía expresión
de nuestras caras.

15.

Como el vuelo de la ceniza
que gira y gira
a las órdenes del viento
y de repente cae
quieta por unos instantes
como fundida con la tierra
antes de iniciar de nuevo el vuelo
ligero azaroso sutil
nuestro vuelo como el vuelo de la ceniza
con idéntica insignificancia
con idéntica belleza.

Como apunta al principio, el miedo a la pérdida parece quedarse al final de la aventura vital, o del poemario, burlado por esta vez: «Como nada ha pasado, el sol se ha fundido con la noche mientras silbaban excitados los pájaros escondidos.» (pág. 59)

El libro finaliza con una pregunta inquietante: «¿Y si el Dios que nos dispara es tan insignificante como la madera que maneja?» (pág. 71)

El poemario más antiguo que he leído de Joan Payeras es Modos de ver un horizonte, que ganó el certamen poético Ángel Martínez Baigorri en su edición de 2008. Entonces su poesía era más narrativa e influencia por la corriente llamada «poesía de la influencia», ahora en El vuelo de la ceniza, como ya se apuntaba en La luz y el frío, los versos de Payeras se han vuelto más íntimos y simbólicos. El vuelo de la ceniza es un poemario tan corto como intenso, bello en sus juegos de metáforas muy puras y desnudas, misterioso según se vacía de referentes cotidianos y apela a términos más universales (la luz, el frío, el sol, la oscuridad, el vacío…). Una lectura intensa y conmovedora.

domingo, 18 de marzo de 2018

Miedo en el cuerpo. 25 años de terror con Valdemar, por Varios Autores.


Editorial Valdemar. 848 páginas. 1ª edición de los textos: siglos XIX, XX y XXI. Esta edición es de 2012.
Varios traductores.

En el verano de 2015 leí Felices pesadillas. Los mejores relatos de terror aparecidos en Valdemar. Una antología de cuarenta cuentos que los editores de Valdemar habían seleccionado en 2003, buscando en sus libros publicados en los últimos veinticinco años (1987-2003). Como aquel libro funcionó y (según les pude escuchar a los propios editores en la Feria del Libro de Madrid) tuvieron que dejar fuera muchos relatos que merecían estar dentro de la antología (una de las premisas era que la antología sólo podía contener un cuento por autor), sacaron un segundo volumen titulado Malos sueños. Felices pesadillas 2. En mayo de 2017, por mi cumpleaños, mi novia ‒conocedora de mi afición por la lectura de cuentos de terror en verano‒ me regaló Miedo en el cuerpo. 25 años de terror con Valdemar, pensando que era el segundo volumen de las antologías de cuentos de Valdemar y no el tercero, como en realidad es. Esta situación me fuerza a leer el segundo volumen en algún momento, tal vez en el verano de 2018.

Entre julio y agosto de 2017 pasé quince días de vacaciones en México y decidí tomar de casa para el viaje Miedo en el cuerpo. Pensé que, si me llevaba una novela, más de un día no podría leer, y no me gusta acercarme a las novelas sin continuidad. Un libro de relatos era lo más adecuado. En el viaje me dio tiempo a leer la mitad de la antología. Ya en Madrid acabé el resto en unos cuantos días de vacaciones.

Si la gran mayoría de los cuentos de Felices pesadillas eran del siglo XIX, los de Miedo en el cuerpo son más bien del XX. En esta última antología, los cuentos están ordenados como en la primera: por la fecha de nacimiento del autor. Esto hace que, en más de un caso, no se lean cronológicamente. Me habría gustado que se indicara la fecha de publicación original de cada cuento, porque si un autor vive, por ejemplo, ochenta años, no es lo mismo que haya publicado su cuento con veinticinco años (en 1925, por ejemplo), que con setenta (en 1970, por tanto).

A mí, como admirador que soy del trabajo de Valdemar, me ha resultado muy interesante el prólogo de Miedo en el cuerpo, donde se habla de la historia de la editorial.
Si Felices pesadillas contenía cuarenta relatos, Miedo en el cuerpo tiene treinta y cinco.

Miedo en el cuerpo se abre con un cuento de Edgar Allan Poe, el titulado El hombre de la multitud. Ya lo había leído en la antología Pioneros. Cuentos norteamericanos del siglo XIX, editada por Menoscuarto. Éste es en realidad un cuento más de atmósfera misteriosa que de terror, que se lee con agrado.

El ojo invisible o El albergue de los tres ahorcados de Erckman y Chatrian es un cuento potente sobre los quehaceres de una bruja y el que será su vengador.

En esta antología también aparece Ambrose Bierce con Desapariciones misteriosas, un cuento formado con microrrelatos con una temática común, que es la que apunta el título. Me gustó más El clan de los parricidas que aparecía en Felices pesadillas. Y ésta podría ser una tónica general de lo que ocurre en Miedo en el cuerpo: cuando un autor aparece en las dos antologías, el cuento seleccionado para el primer libro suele ser mejor. Lo que significa que el criterio de los editores de Valdemar para elegir los cuentos de la primera antología era el más indicado, o al menos yo coincido con él.

La casa del juez de Bram Stoker, sobre un estudiante que, buscando un lugar tranquilo para preparar unos exámenes, acaba en una casa encantada por el espíritu de un juez malvado, es un cuento muy divertido (para mí lo terrorífico es, en la mayoría de los casos, simplemente divertido).

El Horla de Guy de Maupassant ya lo había leído en un librito de Alianza 100. Un cuento muy redondo sobre el terror a lo invisible y a la locura.

El sótano de la plaga de Robert Louis Stevenson me decepcionó bastante. Incluso diría (con dolor) que es el cuento que menos me ha gustado de Miedo en el cuerpo; su anécdota histórica queda muy perdida y su inclusión en esta antología parece algo forzada.

Me ha gustado El fabricante de monstruos de William Chambers Morrow. Su científico loco que desea realizar experimentos en humanos es divertido y desasosegante. Un relato que cae en lo gore de forma asombrosa para la época.

La sonrisa muerta de Francis Marion Crawford propone un misterio, pero el autor da demasiadas pistas y el lector puede descifrarlo antes de tiempo. Sus elementos góticos acaban siendo excesivos.

Historia verdadera de un vampiro, del Conde Stanislaus Eric Stenbock, es un cuento correcto, pero creo que no resulta novedoso frente a otros cuentos de vampiros que ya he leído, como por ejemplo Carmilla de Joseph Sheridan Le Fanu.

La mujer lobo de Clemence Housman es uno de los cuentos más largos de la antología. Me gusta más su comienzo que su resolución. Su ambientación inicial está muy lograda; después, el desarrollo y la conclusión resultan un tanto excesivos. Me recuerdo leyendo este cuento en un hotel de Puebla y la verdad es que es una imagen bastante agradable.

El conde Magnus de M. R. James ya lo había leído. Valdemar tiene un libro con los cuentos completos de M. R. James que es realmente muy recomendable. James es uno de los maestros del cuento de terror, y en este cuento queda demostrado su dominio del género. La historia no está contada de forma directa, sino a través de las anotaciones de un estudioso. Esta distancia entre narrador y protagonista de la historia hace que se acreciente el misterio de lo narrado y que la escritura sea más sutil que la de otros autores de terror, que acaban cayendo en el cliché y en lo pulp.

Tengo ganas de leer alguno de los libros de cuentos de Arthur Machen que ha publicado Valdemar, y empecé a leer La pirámide resplandeciente (el cuento de esta antología) con interés. Se plantea un misterio, con amigo detective del protagonista, que prometía, pero el final me ha resultado algo decepcionante.

El valle de la muerte de Ralph Adams Cram me parece un correcto cuento de terror que me sirve para reflexionar sobre varias cosas. En él, como en otros cuentos de la antología, un narrador cuenta a terceros (en torno a un café, por ejemplo) un suceso acaecido hace muchos años. El suceso es éste: en el pasado acabó encontrándose con un fantasma, un vampiro o un lugar maldito (como es el caso del presente cuento). El protagonista sobrevive al encuentro y por eso puede narrarlo en el futuro. La fuerza de este tipo de cuentos reside, en gran medida, en la atmósfera creada, porque el núcleo narrativo acaba siendo simple: en mi pueblo había una persona, un lugar extraño… y un día pude contemplarlo cara a cara. Lo vi y no me ocurrió nada. El valle de la muerte es un relato sencillo pero efectivo, la atmósfera y los detalles están bien captados y me gusta la técnica del protagonista que narra la historia a terceros muchos años después (una técnica presente en bastantes de los cuentos aquí reunidos).

De Robert W. Chambers se habló bastante cuando se puso de moda True detective, ya que se decía que la atmósfera de la serie estaba tomada de sus cuentos de él, en concreto de su serie sobre el Dios amarillo. Digo desde ya que El signo amarillo es uno de los cuentos que más me ha gustado de Miedo en el cuerpo. Su atmósfera inicial, con un pintor al que empieza a desasosegar la presencia de un extraño guardián de la iglesia que queda enfrente de su casa, está conseguida, y el cuento da un giro para entrar en un territorio inesperado cuando los protagonistas tengan que enfrentarse a la presencia de un libro extraño y maldito, que me ha recordado al Necronomicon de Lovecraft. Por este tipo de cosas apuntaba al principio que me habría gustado un orden cronológico de la publicación inicial de los relatos, para poder comprobar si realmente Chambers se vio influido por Lovecraft o fue al revés.

La marca de la bestia de Rudyard Kipling es otro de los mejores relatos del libro. Como ya ocurrió con el cuento de Kipling que contenía Felices pesadillas, este autor suele destacar en una antología de este tipo. Si en La extraña cabalgata de Morowbie Jukes (el cuento de Felices pesadillas) conseguía llevar al lector hacia el desasosiego sin usar elementos fantásticos, en La marca de la bestia elige directamente el tono fantástico, pero sin renunciar a una descripción verosímil y contenida de los personajes y el exótico ambiente de la India. Cada día tengo más ganas de leer el libro de Cuentos completos de Kipling de la editorial Acantilado.

Negotium Perambulans de Edward Frederic Benson, sobre una casa poseída por la presencia de un ser extraño en un pueblo, es un buen cuento en el mismo sentido en que lo era El valle de la muerte de Cram, pero desde luego no brilla tanto como La habitación de la torre, el cuento de Benson incluido en Felices pesadillas. También debería decir que La habitación de la torre es uno de los mejores relatos de terror que he leído nunca.

Un profesor de egiptología de Guy Boothby me ha parecido más un cuento fantástico que terrorífico. Un cuento sobre una chica a la que consiguen trasladar al antiguo Egipto transformada en un personaje histórico. No me acabó de convencer.

Cuando empecé a leer La nave abandonada de William Hope Hodgson tuve la impresión de que ya lo había leído en la antología Mares tenebrosos (también de Valdemar), pero en realidad no lo había hecho. Lo curioso es que La nave abandonada está ambientado en el mismo mundo de mares tormentosos y luego en calma, con pecios fungosos a la deriva de otros cuentos de Hodgson, como Una voz en la noche. Cada día estoy más convencido de que debería leer la antología de Hodgson de cuentos de terror en el mar que también sacó Valdemar.

Tigresa, de David H. Keller, lo leí el verano pasado. Formaba parte de la antología Los hombres topo quieren tus ojos y otros relatos sangrientos de la Era Dorada del pulp. Y sí, para qué negarlo; Tigresa es un relato muy pulp (y divertido también).

Muerte de un dios de Henry S. Whitehead, sobre un caso de magia negra en Haití, es un relato convincente y da color a una antología como ésta. Recuerdo que en Felices pesadillas también había un relato similar y me gustó bastante.

Me ha gustado La señora Lunt de Hugh Walpone. Es un cuento de fantasmas bastante bien escrito. En Felices pesadillas había otro cuento de Walpone titulado La máscara de plata que también me gustó bastante. Esto me hace pensar que tal vez debería leer La noche de todos los santos, el libro de Hugh Walpone publicado por Valdemar. «Todas las historias de este género dependen de su verosimilitud para conservar el interés», escribe Walpone en la página 507 y, por supuesto, tiene razón.

Creo que es la tercera vez (al menos) que leo El modelo de Pickman de H. P. Lovecraft. Lo cierto es que me gusta más el cuento La llamada de Cthulhu, incluido en Felices pesadillas, pero El modelo de Pickman también es un gran cuento. Uno de los mejores del libro, para mí que soy un gran seguidor de la obra de Lovecraft. Al leer su cuento no dejo de pensar que muchos de los otros cuentos de esta antología parecen un juego por parte de los autores, pero que Lovecraft parece creer de verdad en lo que escribe, y esta es una diferencia fundamental entre los demás autores y él.

En el cuento de Lovecraft se cita al siguiente autor incluido en esta antología: Clark Ashton Smith. Tengo ganas de leer a Smith desde hace muchos años, desde que sé que es uno de los integrantes del llamado Círculo de Lovecraft. El jardín de Adompha es uno de los cuentos más originales de Miedo en el cuerpo. En él, Smith crea un mundo fantástico que tiene que ver con una fantasía medieval (con reyes y magos) y en este escenario sitúa su eficiente historia macabra.

Frank Belknap Long es otro autor perteneciente al Círculo de Lovecraft. Por eso en su cuento Los perros de Tíndalo el personaje, gracias a una droga, consigue visitar un pasado de la Tierra muy anterior al hombre y descubre allí la presencia de seres Primigenios, muy al gusto de Lovecraft.

En la página 579 llegamos a uno de los maestros del pulp: Robert E. Howard. Su cuento El valle de lo perdido, incluido en Felices pesadillas, fue uno de los que más me gustaron de este libro, debido a su mezcla delirante de géneros. Los moradores bajo la tumba ‒el relato de Miedo en el cuerpo‒ tiene algún elemento en común con el anterior, pero su vuelo es a menor escala. Howard me parece un narrador pulp puro, y es otro de los autores de Valdemar de los que me apetece leer una antología.

Conocía a Fritz Leiber más como autor de ciencia ficción que de terror. Su cuento La chica de los ojos hambrientos me ha gustado porque los terrores que plantea me han resultado modernos, con la presencia de la publicidad en juego y la sutileza de no acabar de mostrar de qué clase de “monstruo” está hablando; aunque el lector intuye que se traba de un cuento de vampirismo.

En El horror de Salem, Henry Kuttner recrea algunos de los mitos de brujería de esta localidad. Es un buen cuento, en cierto modo entroncado temáticamente con El ojo invisible o El albergue de los tres ahorcados de Erckman y Chatrian, que es el segundo cuento de esta antología. Esto también hace, en cierto modo, que la propuesta de Kuttner suene a clasicismo un tanto impostado.

Me ha gustado leer El demonio negro de Robert Bloch (ya saben, el escritor de la novela en que se basa la película Psicosis de Alfred Hitchcock) porque es un cuento del que había oído hablar. En la Narrativa completa de Lovecraft (también publicada por Valdemar) existe un cuento en el que se narra la muerte de un nuevo joven amigo del autor, que se podría identificar con Bloch. Este cuento era una reacción a otro de Bloch en el que habla de su relación con un autor muy parecido a Lovecraft, que acaba muriendo de forma dramática. El demonio negro es ese cuento.

El pequeño asesino de Ray Bradbury me ha gustado porque el terror que se plantea en él está lejos de clichés. Un matrimonio joven tiene un bebé, y la madre empieza a tener miedo de él porque piensa que no es un bebé normal. Su miedo empieza a contagiarse. Me gusta cómo juega Bradbury con los miedos del hombre moderno. Además, mantiene la ambigüedad para el lector de saber si se trata de un cuento fantástico o psicológico.

Con Los hijos de Noah de Richard Matheson me ha ocurrido lo mismo que con el cuento anterior, que también me ha parecido muy moderno. Aquí el terror emana de unos policías de pueblo que detienen, por exceso de velocidad, a un hombre a las tres de la mañana.

El prodigio de los sueños de Thomas Ligotti lo había leído ya en el libro Noctuario. No es el cuento de este libro que más me gustó; me parece que había en él otros mejores. Sin duda, es un buen cuento de terror y Ligotti uno de los mejores defensores del género en la actualidad.

Me ha sorprendido para bien Compañeras de labor, del que, hasta ahora, pensaba que sólo era un dibujante y escritor de cómics, Alan Moore. El cuento habla de dos brujas condenadas por sus crímenes a ser quemadas en la hoguera. Los escenarios pueden ser tan antiguos como los de los cuentos de Poe, pero el tratamiento es mucho más moderno. Sobre todo es moderno en lo referente a la libertad sexual con la que expone sus temas.

No me ha acabado de convencer El pecio de la muerte de Simon Clark y John B. Ford, porque me parece que son dos escritores relativamente jóvenes (nacidos en 1958 y 1963) jugando a escribir un pastiche que no les corresponde. El pecio de la muerte es un texto sobrecargado, con una adjetivación excesiva. Los términos «maligno» o «misterioso» se repiten de forma impía.

Mucho más que el anterior, me gustan los dos cuentos con los que acaban la antología: ¡Levantaos! de Jay Alamares y El fin del mundo tal como lo conocemos de Dale Bailey. El primero sobre zombis y el segundo sobre el apocalipsis. Me gustan porque los dos escritores son conocedores de los convencionalismos del género, y juegan con ellos desde la ironía y el humor. En el primero, los zombis leen a Sartre, y en el segundo el autor le cuenta al lector que no piensa explicarle por qué el protagonista del cuento es el único que no muere cuando todos los hacen. ¿Quién da más?

No estaba seguro de ir a lograrlo, pero al final he hablado un poquito de cada uno de los treinta y cinco cuentos que componen Miedo en el cuerpo. Es posible que Felices pesadillas sea una antología de cuentos de terror más redonda que ésta, pero la que hoy traemos aquí, al elegir cuentos más modernos, también tiene grandes piezas y al final resulta un libro muy entretenido.

Ya lo he dicho muchas veces: me lo paso muy bien leyendo cuentos de terror en las vacaciones de verano y, en general, Miedo en el cuerpo no me ha defraudado en absoluto. En gran medida, me ha dado la diversión adolescente que estaba buscando. Imagino que el verano que viene leeré Felices pesadillas 2.

martes, 13 de marzo de 2018

Últimas palabras en la Tierra, por Javier Serena


Editorial Gadir. 196 páginas. 1ª edición de 2017.

De Javier Serena (Pamplona, 1982) había leído hasta ahora dos libros, La estación baldía y Atila. Un escritor indescifrable. Cuando hacia finales de 2017 publicó su nueva novela con la editorial Gadir (donde ya publicó La estación baldía) me escribió, a través de Facebook, para preguntarme si me apetecía leer su libro. Al final quedamos en Huertas y él me pasó Últimas palabras en la Tierra y yo a él mi libro de relatos Koundara. Javier y yo quedamos de vez en cuando para hablar de literatura.

Dejé Últimas palabras en la Tierra en mi montaña de libros por leer hasta que vi que Javier anunciaba la presentación de su novela en La Central de Callao el viernes 12 de enero. Me apeteció pasarme con el libro ya leído, así que lo empecé el domingo anterior, previo a mi vuelta al trabajo tras las vacaciones de Navidad.

El protagonista de Últimas palabras en la Tierra es Ricardo Funes, un escritor de origen peruano, que tras pasar su juventud en México DF emigró a España para instalarse definitivamente en el pueblo gerundense de Lloret de Mar. En México, junto a un amigo ­–el poeta Domingo Pasquiano– y otro grupo de jóvenes, fundó el movimiento literario de los negacionistas. Además, Funes se dedicó, durante sus turbios años de juventud, al tráfico ilegal de tabaco. En Cataluña, Funes (emigrado junto a su madre) trabajará primero como vendedor ambulante de productos de cuero y luego como vigilante de un camping. Cuando la joven Guadalupe Mora se convierte en su mujer, se instalará definitivamente con ella en Lloret de Mar. Aquí, ella tendrá un trabajo fijo en el ayuntamiento y él se dedicará a perseguir su sueño de ser escritor. Primero mandará sus relatos y novelas a concursos de provincia, a la vez que recibe el rechazo de todas las editoriales. En un periodo final de su vida (unos siete años), antes de su muerte prematura a los cincuenta, su talento (destapado a la vez que la enfermedad pulmonar que lo conducirá a la muerte) será al fin recompensado con la publicación de sus libros y el reconocimiento.

Imagino que el lector avezado habrá encontrado ya, tras leer mi resumen de la vida de Ricardo Funes, paralelismos muy marcados entre el protagonista de Últimas tardes en la Tierra y Roberto Bolaño.

El protagonista de Atila, la anterior novela de Serena, era Aliocha Coll, el único escritor de la agenda de Carmen Bacells que no consiguió alcanzar ningún tipo de éxito. Un escritor que iba para médico y que se perdió en el laberinto incomprensible de sus propias abstracciones literarias, lo que le acabó conduciendo a la depresión y al suicidio. En Atila, Serena especulaba sobre la vida y los pensamientos de este escritor –que fue amigo de Javier Marías, un autor muy admirado por Serena–, usando su nombre verdadero.

Últimas palabras en la Tierra guarda una relación muy clara con Atila. Las dos parten de la fijación de Serena por la vida de escritores que acaban siendo mártires obsesivos de su quemante deseo de perfección. Es cierto que el viaje de Coll acabó en el fracaso y que el de Bolaño (o Funes) en el éxito, y que este éxito podría haber sido perfectamente también fracaso, y perfectamente la historia de Funes (se insinúa en la novela) podía haber conducido al suicidio. Durante muchos años, para los dos el arte fue una calle empedrada de sufrimientos y frustraciones, un camino para ascetas y locos.

En esta nueva novela, especulo que para sentirse más libre creativamente, Serena ha decidido no utilizar el verdadero nombre del escritor que le inspira a escribir. Imagino también que en el primer caso quería reivindicar la figura perdida de Aliocha Coll, y en el segundo, a Bolaño, como todos sabemos, no hace falta que nadie le rescate de ningún olvido.

La técnica narrativa que usa Serena para hablarnos de Ricardo Funes empieza siendo muy similar a la que usaba para hablar de Coll. Un narrador testigo, llamado Fernando Vallés, nos habla de su relación con Funes, desde que lo conoció siendo casi un indigente que hablaba con fuerte vehemencia sobre literatura, hasta su gran éxito y su muerte. Vallés es un escritor que goza de cierto reconocimiento, con una columna semanal en un periódico importante, y por tanto, alguien asentado en la tierra firme del mundo cultural. Además proviene de una familia burguesa de Barcelona. Fernando Vallés se parece mucho al narrador innominado (que trabajaba como periodista cultural) de Atila, y que también actuaba como testigo de las desventuras de Aliocha Coll. Me estaba dejando seducir por el estilo elegante, construido con frases largas, ricas en adjetivos, al que ya me tiene acostumbrado Serena, cuando a la vez pensaba que existía cierta repetición de tonos y de estrategias entre Atila y Últimas palabras en la Tierra. Sin embargo, en la página 59 ocurre algo que me gusta mucho: cambia el narrador. Ahora será Guadalupe Mora, la mujer de Funes, la que narre sus desventuras.
Durante las primeras intervenciones de Fernando y Guadalupe (se intercalan sus voces otra vez más) se habla de los primeros tiempos de Funes en Cataluña (cuando era «más pobre que una rata», podría decir, imitando el estilo de Bolaño). Esto está contado desde un punto indeterminado del futuro, y por tanto, en la narración se va adelantando ya para el lector el conocimiento del futuro éxito del escritor y su prematura muerte.

En la página 135 empieza la segunda parte del libro (que ocupa más o menos un tercio del total), y se da paso a una nueva voz narrativa: la del propio Ricardo Funes, que habla sobre sí mismo una vez muerto. «En la muerte no hay nombres ni apellidos ni ninguna otra forma de identidad, pues no existe ni la expectativa del futuro ni la furia apasionada del momento, y uno habla apenas con un hilo de voz que viene desde lejos y se filtra por entre las grietas del vacío como un accidente inexplicable», leemos en la página 135, pensado –posiblemente– en el Pedro Páramo de Juan Rulfo.

Creo que esta última voz narrativa es el gran logro del libro. Funes nos habla de su pasado en México y de la tensa relación con su padre. Me gusta el episodio que se desarrolla en Acapulco, una versión tenebrosa del cuento Últimos atardeceres en la Tierra de Roberto Bolaño. En esta última parte cobra cada vez más importancia en los recuerdos de Funes la presencia de su amigo Domingo Pasquiano. Durante la novela los narradores van recordando los momentos en los que Pasquiano le envía, desde México, poemas a Funes, obras que han de ser destruidas una vez leídas. Por supuesto, Pasquiano está basado en la figura del poeta Mario Santiago Papasquiaro, el mejor amigo de Bolaño, y en quien se fijó para crear el personaje de Ulises Lima en Los detectives salvajes. Antes de que ocurriera en la novela de Serena, yo (que soy un gran admirador de Bolaño y de los alrededores de su obra) ya sabía que su personaje Pasquiano iba a morir en un accidente de tráfico en México DF, como murió Papasquiaro. Al final, Papasquiaro se convierte en el verdadero mito del artista perdido, en el Aliocha Coll de esta nueva novela de Javier Serena.

Últimas palabras en la Tierra empieza de forma muy similar a Atila, pero, gracias a su juego de voces narrativas, y a saltarse sus propios modelos (Serena, en sus libros anteriores, siempre usaba la técnica del narrador testigo), dando voz a la palabra del protagonista de la novela, consigue que ésta crezca en su último tramo, hasta dar alcance a un logrado y emotivo final para esta obra, su mejor novela hasta el momento.


martes, 6 de marzo de 2018

Reseña de Koundara por Héctor Daniel Olivera Campos

Conozco a Héctor Daniel Olivera Campos a través de Facebook. A veces comenta algunos de mis estados en esta red social. Me dice que le gusta cómo comento libros.
En algún momento, decidió comprar mi libro de relatos Koundara, lo leyó y escribió sobre él una generosa reseña que publicó en su Facebook. Me gustaría compartir aquí:



KOUNDARA O LA TRAGEDIA DE LA GENERACIÓN LOW COST
Malos tiempos para la lírica. Bertolt Brecht tituló con la frase que precede un poema en el que exponía la imposibilidad del artista para crear, más allá de la denuncia, cuando el horror –en su caso, el ascenso del nazismo- lo acapara todo. Hoy siguen siendo malos tiempos para la lírica, pero son aún peores para la épica. Creo, en mi humilde opinión, que de eso va, entre otras cosas, el libro de relatos Koundara (Baile del Sol) de David Pérez Vega.
Si tuviera que definir con una sólo adjetivo el libro de David Pérez, este sería: generacional. Los siete relatos que compila Koundara conforman, a modo de retablo, la imagen de una generación, de forma análoga a la que Cela cinceló la postguerra en el imaginario colectivo con “La Colmena”, aunque se trate de dos escritores muy distintos. David, a modo de notario, ha sabido calibrar eso que los alemanes denominan Zeitgeist, el espíritu de su tiempo.
Hablamos de la que los políticos no se cansan de recordarnos que es la generación más preparada de la Historia de España, aunque también sea la más estafada. Hablamos del precariado, la gelatinosa clase social que lo engulle todo y que no distingue entre licenciados universitarios o ágrafos. La generación de los hijos del baby boom, de los hijos de los obreros que masificaron los campus universitarios. Una generación de JASP (Jóvenes Aunque Sobradamente Preparados) que viven y vivirán peor que sus padres; que sufren, no sólo la avería del ascensor social, sino su exclusión de un mercado de trabajo dual en el que el barrendero municipal cincuentón cobra más que ellos, tiene seguridad de permanencia en su puesto de trabajo y le ampara su convenio colectivo y el sindicato. Jóvenes que estudiaron la carrera, su respectivo Máster, son políglotas y, sin embargo, encadenan un contrato parcial tras otro con la espada de Damocles gravitando sobre sus cabezas de que les renueven o no, se embarran en trabajos chatarra con contratos basura que no tienen nada que ver con sus estudios o se ven obligados a emigrar al extranjero a currar de machacas a cambio de subsistir y mejorar su inglés. Jóvenes que han descubierto que la meritocracia no existe, y que casi da lo mismo que hayas ido a la Universidad o no y te hayas quemado las pestañas estudiando porque vas a acabar bregando de reponedor en un supermercado igual que el menda que se pasó la juventud fumando porros y haciendo botellón en el parque suburbial, eso, si este último sobrevive a un patético y estúpido accidente de tráfico tras una noche de colocón.
Gravita en todo el libro un agrio determinismo. El libro es la sociedad líquida descrita por Bauman (movilidad, incertidumbre, relatividad de valores) hecha literatura. No es sólo que estos jóvenes asisten de espectadores al banquete del mercado, excluidos de pisar la tierra prometida del paraíso consumista, es que su vida entera, sus caracteres y expectativas, anidan en el viento. Así, sus relaciones amorosas parecen estar dotadas de serie con dispositivos de obsolescencia programada, incluso en el caso de Jaime y Cristina, la típica parejita de toda la vida del relato de “Koundara”, en que el hombre camina cogido de la mano de su novia, pero que no se corta en bañar con su mirada lasciva el escote de la mejor amiga de su chica, quien les acompaña en un periplo “humanitario” por África occidental; quien, por cierto, entiende el sexo como algo puramente lúdico y se atreve a practicar el turismo sexual de riesgo para resarcirse del horror vacui que le ha dejado su unión velcro con su último novio español. Hay personajes que buscan los ligues en el altar de los chats de internet, infidelidades conyugales con polacas macrobióticas y relaciones de aquí te cojo, aquí te mato con esnobs deprimidas que leen a Sylvia Plath. Ya no hay oscuridad, transgresión, vicio o pecado en el territorio de los cuerpos, follar es poco más que gimnasia sueca. Adocenados hasta lo más íntimo por un mercado omnipotente que, no obstante, les ha dado la espalda, han abdicado de su personalidad para convertirse en consumidores. Y como tales, el amor y el sexo no son más que vitrinas en el supermercado de la vida en las que escoger lo que creen que más les conviene o satisfará. Da lo mismo que se casen o formen una familia, todo es contingente y provisional y la paternidad/maternidad la viven como una amenaza –como la Claudia de “Acrópolis”- o como un fracaso cierto –tal es el caso de Álvaro, el niño obsesionado con los acuarios en “Tetras de ojos rojos”-. Jóvenes que en su grado extremo, exhiben una innegable alienación, como ese que se hace selfies con sus macetas de maría, o Ruth, la gótica-punk colgada que alimenta a su serpiente con los ratones muertos que extrae del congelador y que casi mata con un chuchillo a su compañero de apartamento.
Me ha resultado imposible no acordarme, al leer Koundara, de aquellas parrafadas que soltaba Brad Pitt en “El club de la lucha”: “Veo aquí a los hombres más fuertes y listos que hayan existido. Veo un gran potencial. Y lo veo desperdiciado. Maldita sea, una generación entera vendiendo gasolina, sirviendo mesas, esclavos de oficina. La publicidad nos hace codiciar autos y ropa, conseguimos trabajos que odiamos para comprar basura que no necesitamos. Somos los hijos medianos de la historia. Sin propósito ni lugar. No tenemos la gran guerra, ni la gran depresión, nuestra gran guerra es espiritual, nuestra gran depresión son nuestras vidas. Crecimos frente al televisor creyendo que un día seríamos millonarios, estrellas de cine y rock, pero no es así; y lentamente nos damos cuenta de eso, y estamos muy enojados!”. Fukyama no nos advirtió, en su libro “El final de la Historia y el último hombre”, que la globalización occidental también conllevaría la globalización del desasosiego.
No deja de ser una ironía que se le denominara Lost generation a la de entreguerras del siglo XX. Aquella que chapoteó en el barro de las trincheras de la Primera Guerra Mundial, disfrutó la era del jazz, gozó los felices años veinte, asistió a la irrupción del cine como espectáculo de masas, burló la ley seca, se arruinó en el crack del veintinueve, combatió el ascenso de los fascismos, se sintió atraída por Stalin y el marxismo, se alistó a la causa de la República española y luchó en la Segunda Guerra Mundial ¿Generación perdida? ¡Las narices! Tenían tantas razones para vivir, luchar y morir. La generación que describe David Pérez en su libro sí que está perdida, sin ningún lugar al que huir para escapar de su angustia y alienación, ni siquiera, a una remota aldea africana llamada Koundara en la que los críos de la escuela te sorprenden cantándote la alineación del Real Madrid, el equipo de la ciudad de la que huyes.
No, ya no podemos aspirar a una muerte gloriosa formando parte de las Brigadas Internacionales y defendiendo un Madrid, tumba del fascismo, o desembarcando en una playa normanda bajo el fuego nazi. Los personajes de Koundara no mueren, están condenados a cadena perpetua por su autor. David les niega la tragedia, no tienen derecho a ella. Ni Eduardo en “Acrópolis” es asaltado por la banda de albano-kosovares chungos que anda desvalijando almacenes por los polígonos del extrarradio madrileño, ni el jevi protagonista de “La Balada de Upton Park” sucumbe por el chuchillo que empuña Ruth o a manos de Cecilia, su otra compañera de piso, la boliviana que está loca de atar. Por no pasar, tampoco el protagonista de “Maestro” es acusado falsamente de cometer actos de pederastia con sus alumnos, algo que el lector sospecha que va a constituir el desenlace del relato. No, los personajes de Koundara, en su intrascendencia, no tienen ni derecho a disputarse un mísero y sórdido hueco en las páginas de sucesos.
Los personajes viven angustiados por unas tragedias a las que el nombre de tragedia les viene grandes –como Eduardo y Claudia en “Acrópolis” en que la subida del Euribor de la hipoteca amenaza con destrozarles-. Los padres de la generación de Koundara vivieron la Transición; los abuelos se mataron a trabajar durante el desarrollismo; los bisabuelos combatieron en la batalla del Ebro y capearon la postguerra. ¿De qué se pueden quejar estos niñatos que crecieron leyendo a Tolkien y jugando a la Play Station? Pero como cada uno cuenta la feria como le va, los protagonistas del libro viven con desazón sus tragedias, aunque éstas sean tragedias low cost. Creo que el autor es consciente de ello cuando inicia su relato “Maestro” con una provocación en toda regla. El protagonista evoca el poema de Martin Niemöller, “Ellos vinieron”, comparando el exterminio nazi con la no renovación de su contrato temporal en una escuela privada.
De los siete relatos, el que más me ha gustado es, precisamente, el de “Maestro”, en el que la crítica social es más clara y mordaz. Una escuela privada gestionada por una cooperativa de maestros superprogres, pero que se comportan como empresarios explotadores sin escrúpulos. El relato muestra una arista afilada del mamoneo patrio y ubicuo. Esa Dirección de la escuela de progres antifranquistas extremeños que abominan del caciquismo que sufrieron en su tierra, pero que lo reproducen miméticamente en su empresa con los docentes contratados y desechables. Delicioso ajuste de cuentas con la generación coñazo del 78, tan hipócrita, tan dada a hablarnos desde el púlpito y la superioridad moral; tan tabarrosa ella; con su Transición de los cojones, su carreras delante de los grises y sus biografías de luchadores antifranquistas más falsas que un billete de tres euros y el dominical de “El País” bajo el brazo. ¡Chapeau, David!
Ya en lo formal, recalcar que se nota que David Pérez Vega ha leído mucho y bien –es reseñista habitual de la revista Eñe-. Escribe con solidez, los personajes transitan a través del tiempo y del espacio de forma adecuada y la multitud de detalles que incluye son verosímiles y no recurre a tópicos. Me ha gustado mucho el tono que emplea, que es absolutamente acertado. En la literatura realista contemporánea española que he podido leer hasta ahora -no así en este libro de David Pérez-, el tono suele fallar; se pretende salvar la inanidad y la debilidad argumental con un tono forzado de tragedia y eso hace empeorar el texto al convertirlo en pretencioso. Por el contrario David nos narra sus historias como si no pasara nada, aunque pasa y mucho. Encuentro en su prosa trazas de Hemingway –aunque creo que David escribe con mayor recorrido literario-, Bolaño y, sobre todo, Carver. Hay un distanciamiento con respecto a los personajes en los distintos relatos que me recuerda mucho a los cuentos de Raymond Carver. Una frialdad que se mitiga con ese jevi casi tontorrón y algo tierno de “La Balada de Upton Park” y, sobre todo, con el protagonista de “Maestro” con el que el lector se involucra y empatiza en su defensa numantina de su dignidad profesional.
Puesto a buscarle pegas a Koundara, detecto un cierto “madrileñismo” cuando cita ciudades de la periferia de Madrid y barrios de la capital sin añadir nada al respecto, dando a entender que el lector debe estar familiarizado con el paisaje urbano y humano al que alude con sólo hacer constar los topónimos. Y, ya rizando el rizo, y buscando tres pies al gato: En el relato que da título al libro he echado de menos una prosa más demorada en los pasajes introspectivos y descriptivos.
Dicho esto, recalcar que el libro me ha gustado mucho. Y creo que se trata de una propuesta valiente y una disección magistral y descarnada de una determinada generación. Un libro candidato a ser una obra de culto. Muy recomendable.


lunes, 5 de marzo de 2018

Silencio tras el telón del sueño, por Mariano Antolín Rato


Editorial Pez de Plata. 399 páginas. 1ª edición de 2017.

Intercambié unos mensajes, a través del chat de Facebook, con Jorge Salvador Galindo, el editor de Pez de Plata, y quedé en que me iba a enviar dos libros de su editorial para poder reseñarlos: 2222 de P.L. Salvador y Silencio tras el telón del sueño de Mariano Antolín Rato (Gijón, 1943). Tenía curiosidad por conocer algo más a fondo (hasta ahora sólo había leído un libro de Pez de Plata) la labor editorial de Jorge Salvador.

A Mariano Antolín Rato le conocía, principalmente, por su labor de traductor. De él, por ejemplo, he leído algunos libros publicados en la editorial Visor con la poesía traducida de Raymond Carver, y ha sido un habitual de la traducción de libros para Anagrama. También en la cuesta de Moyano, en Madrid, me he encontrado más de una vez con alguna de las novelas que Antolín Rato publicó en Anagrama, con unas atractivas portadas pop, pero al final no me decidí a llevármelas conmigo. Me apeteció ahora, sin embargo, acercarme a este nuevo libro publicado por Pez de Plata.

Silencio tras el telón del sueño es una historia de amor. También tiene, por supuesto, otras lecturas, pero principalmente es una historia de amor, entre Pedro Velasco, pintor originario de Gijón, y Kay Quirós, niña bien madrileña, que acabará siendo directiva de una empresa de marketing. Se conocerán en el Madrid de 1966, en la fiesta de un exclusivo chalet del Viso; «aunque ellos eran ya mayores –o eso consideraba Kay Quirós a sus diecinueve años y a los veintitrés de Pedro Velasco–» (pág. 61). Pedro Velasco, por tanto, ha nacido en 1943, el mismo año que el autor, y sus inquietudes políticas y culturales, en gran parte, pueden coincidir con las de Antolín Rato, aunque éste juegue con la máscara del pintor, lo que le evita tener que declararse como escritor,  y así no se establece un paralelismo con su vida demasiado obvio.

La historia de amor (y también de desamor) entre Pedro y Kay se extiende durante unas cuantas décadas. A finales de los sesenta viajarán a Londres, donde vivirán unos años. Kay será una mujer demasiado libre como para convivir siempre con Pedro y le dejará y volverá a él de forma intermitente. Pedro tratará siempre de hacerse un nombre en el complicado mundo del arte, pasará por etapas de improductividad artística y pobreza, para acabar conociendo, también, el éxito. Pero el éxito artístico y económico no parecerá darle tampoco la calma que busca. En este sentido, destacan las páginas en las que se habla del gran mural que Velasco tiene que realizar para el aeropuerto de Archorage en Alaska, donde la gelidez del entorno parece trasladarse hasta su interior, hasta su retiro (acompañado por un gato) en su estudio de Villalba en Madrid.

Silencio tras el telón del sueño, además de ser una historia de amor, es una novela sobre las ambiciones artísticas. Las reflexiones sobre el arte pictórico están muy bien retratadas. Se nota que Antolín Rato conoce el tema sobre el que habla.
Como escenario de fondo, esta novela también pretende ser el reflejo de una época. Uno de los temas más atractivos del libro, para mí, ha sido el retrato de la España franquista, un periodo histórico que Antolín Rato no ha tenido que investigar puesto que su personaje, Pedro, es, igual que él, contemporáneo a los hechos narrados. En la novela aparece más de una referencia real. En la página 20 podemos leer sobre el momento en el que Pedro Velasco y Juan Gálvez, quien será su amigo y compañero de piso, se conocen en una manifestación, y aquí se dice también: «Ignoraban todavía que a García Calvo, Aranguren y otros los habían expulsado de sus cátedras por participar en aquella manifestación». Sobre el telón de fondo del franquismo más rancio (se habla, por ejemplo, de la reprimenda que Pedro y Kay reciben de un taxista por besarse en su vehículo), se describen aquí los deseos de una parte de la juventud por ser moderna, con muchas referencias culturales, sobre todo del mundo de la música, por el interés hacia las drogas (hachís, marihuana, cocaína y psicotrópicos) y por evitar cumplir con obligaciones como la del servicio militar.

El estilo de la novela –escrita en tercera persona, principalmente, pero no todas sus páginas– es rápido y apegado a la voz narrativa de los personajes. Es decir, los calificativos que usa Antolín Rato para sus descripciones están elegidos según el personaje del que esté hablando en ese momento. Sobre detalles como éste, el propio narrador informa al lector. Así en la página 191, por ejemplo, podemos leer: «Luego, ya en casa, echaron un buen polvo –expresión perteneciente, sin duda, a Velasco–». Además el narrador también adelantará para el lector hechos que tendrán lugar en el futuro de los personajes, añadiendo en el texto comentarios irónicos sobre su propia intervención narrativa: «Y como carecía de capacidad para adivinar lo que le deparaba el futuro –algo que no pasa en esta dimensión literaria– estuvo a punto de echarse a llorar.» (pág. 93)

La novela es prolija en saltos temporales, que suelen abarcar, normalmente, un periodo de tiempo comprendido entre 1966 y 1993. Antolín Rato muestra mucho oficio en el control temporal del material narrativa y en la dosificación de los detalles expuestos en las páginas de la novela, detalles sobre los que se volverá, con mayor o menor desarrollo, en más de un momento del libro. Así, por ejemplo, al capítulo en el que se describe la pobreza de Pedro y el abandono por parte de Kay en el Londres de 1970, le sigue otro en el que se habla de la presentación de Pedro a los padres de Kay en el Madrid de 1967.

Además de Pedro Velasco y Kay Quirós, en la novela aparecen otros personajes secundarios, entre los que destacaría Juan Gálvez. Además, en las primeras páginas de Silencio tras el telón del sueño se dedican unas páginas a describir las impresiones que sobre los personajes del libro tiene otro personaje llamado «Chino», de carácter más marginal y periférico en la narración, un personaje secundario que aparecerá de nuevo cuando el lector casi se haya olvidado de él.

Me han sorprendido las 60 últimas páginas que aparecen en la novela separadas del resto, y con el nombre de Coda. Unas páginas narradas en primera persona por uno de los personajes del libro (no quiero revelar cuál) y situadas en 2011. Aquí, de forma muy cervantina, los personajes de la novela que el lector ha tenido en sus manos podrán enfrentarse al mismo texto que se ha estado leyendo y que cuenta sus vidas, una novela titulada Silencio tras el telón del sueño y escrita por un tal ***. «El estilo seco y contenido con que se inicia lleva a un amplio movimiento de barrido sobre unos personajes y ambientes que, aunque literaturizados, me resultan próximos.» (pág. 363). De forma más irónica, el personaje que narra la Coda se permite criticar el estilo narrativo del autor: «La prosa plana y prolija –quizás voluntariamente– suele dispersarse en acontecimientos banales que distraen la atención. Y los diálogos suenan a los de personas que están hablando y, además, tienen tiempo para pensar lo que quieren decir.» (pág. 381)

En algún momento he tenido la sensación de que a Silencio tras el telón del sueño le faltaba algún núcleo dramático contundente. Es decir, la novela salta de escenas, lugares y tiempos narrativos de forma muy ágil, pero al acercarme a su primer final (el que acabaría en la página 334, antes de la Coda), tenía la impresión de que los últimos capítulos no terminaban de descubrir algún elemento nuevo en la novela y que ésta, por tanto, no finalizaba en un alto narrativo, sino en un aleteo sobre temas ya planteados en otras páginas. En algún momento la búsqueda de un posible núcleo dramático (elaboración de un secreto que el lector quiera conocer, por ejemplo) queda insinuada: se habla del pasado antifranquista del padre de Velasco, pero este tema no llega a cuajar en el texto con una fuerza definitoria.
Al acercarme a este primer final (repito: el de la página 334) he pensando en la forma de construir ficción de una novela norteamericana (o más bien, de una gran novela norteamericana, al estilo de las de Philip Roth): además de tener unos personajes atractivos y una historia de fondo interesante, has de plantear un núcleo dramático con la suficiente fuerza como para que el lector sienta verdadera emoción al acabar la lectura. En Silencio tras el telón del sueño nos encontramos con los «personajes atractivos y una historia de fondo interesante», pero, como apuntaba, quizás he echado en falta en su composición este núcleo dramático fuerte del que hablo. También considero que ahora mismo estoy tratando yo de aprender (reflexionando sobre la novela de Antolín Rato) en qué consiste la creación de una gran novela frente a la de una buena novela. Porque Silencio tras el telón del sueño me ha parecido una buena novela, y me he quedado con ganas de que su culminación la hubiera llevado a ser una gran novela.
Recapitulando, he leído este libro con interés. Salvo ese altibajo final que comentaba, y que, en parte, remonta en la Coda, que me ha parecido atractiva y no poco emocionante. El estilo de Silencio tras el telón del sueño me ha resultado ágil y he disfrutado con el hecho de que un testigo directo me hable de los últimos años del franquismo (me ha apetecido leer más libros sobre esta época). El mundo referencial de un joven de su tiempo, las reflexiones sobre el arte y el paso de los años están también logrados, y pese a la ligera dispersión temática, que el propio narrador insinuaba en su Coda, el fresco de la época y los personajes hacen de Silencio tras el telón del sueño una novedad narrativa perfectamente disfrutable.