martes, 6 de marzo de 2018

Reseña de Koundara por Héctor Daniel Olivera Campos

Conozco a Héctor Daniel Olivera Campos a través de Facebook. A veces comenta algunos de mis estados en esta red social. Me dice que le gusta cómo comento libros.
En algún momento, decidió comprar mi libro de relatos Koundara, lo leyó y escribió sobre él una generosa reseña que publicó en su Facebook. Me gustaría compartir aquí:



KOUNDARA O LA TRAGEDIA DE LA GENERACIÓN LOW COST
Malos tiempos para la lírica. Bertolt Brecht tituló con la frase que precede un poema en el que exponía la imposibilidad del artista para crear, más allá de la denuncia, cuando el horror –en su caso, el ascenso del nazismo- lo acapara todo. Hoy siguen siendo malos tiempos para la lírica, pero son aún peores para la épica. Creo, en mi humilde opinión, que de eso va, entre otras cosas, el libro de relatos Koundara (Baile del Sol) de David Pérez Vega.
Si tuviera que definir con una sólo adjetivo el libro de David Pérez, este sería: generacional. Los siete relatos que compila Koundara conforman, a modo de retablo, la imagen de una generación, de forma análoga a la que Cela cinceló la postguerra en el imaginario colectivo con “La Colmena”, aunque se trate de dos escritores muy distintos. David, a modo de notario, ha sabido calibrar eso que los alemanes denominan Zeitgeist, el espíritu de su tiempo.
Hablamos de la que los políticos no se cansan de recordarnos que es la generación más preparada de la Historia de España, aunque también sea la más estafada. Hablamos del precariado, la gelatinosa clase social que lo engulle todo y que no distingue entre licenciados universitarios o ágrafos. La generación de los hijos del baby boom, de los hijos de los obreros que masificaron los campus universitarios. Una generación de JASP (Jóvenes Aunque Sobradamente Preparados) que viven y vivirán peor que sus padres; que sufren, no sólo la avería del ascensor social, sino su exclusión de un mercado de trabajo dual en el que el barrendero municipal cincuentón cobra más que ellos, tiene seguridad de permanencia en su puesto de trabajo y le ampara su convenio colectivo y el sindicato. Jóvenes que estudiaron la carrera, su respectivo Máster, son políglotas y, sin embargo, encadenan un contrato parcial tras otro con la espada de Damocles gravitando sobre sus cabezas de que les renueven o no, se embarran en trabajos chatarra con contratos basura que no tienen nada que ver con sus estudios o se ven obligados a emigrar al extranjero a currar de machacas a cambio de subsistir y mejorar su inglés. Jóvenes que han descubierto que la meritocracia no existe, y que casi da lo mismo que hayas ido a la Universidad o no y te hayas quemado las pestañas estudiando porque vas a acabar bregando de reponedor en un supermercado igual que el menda que se pasó la juventud fumando porros y haciendo botellón en el parque suburbial, eso, si este último sobrevive a un patético y estúpido accidente de tráfico tras una noche de colocón.
Gravita en todo el libro un agrio determinismo. El libro es la sociedad líquida descrita por Bauman (movilidad, incertidumbre, relatividad de valores) hecha literatura. No es sólo que estos jóvenes asisten de espectadores al banquete del mercado, excluidos de pisar la tierra prometida del paraíso consumista, es que su vida entera, sus caracteres y expectativas, anidan en el viento. Así, sus relaciones amorosas parecen estar dotadas de serie con dispositivos de obsolescencia programada, incluso en el caso de Jaime y Cristina, la típica parejita de toda la vida del relato de “Koundara”, en que el hombre camina cogido de la mano de su novia, pero que no se corta en bañar con su mirada lasciva el escote de la mejor amiga de su chica, quien les acompaña en un periplo “humanitario” por África occidental; quien, por cierto, entiende el sexo como algo puramente lúdico y se atreve a practicar el turismo sexual de riesgo para resarcirse del horror vacui que le ha dejado su unión velcro con su último novio español. Hay personajes que buscan los ligues en el altar de los chats de internet, infidelidades conyugales con polacas macrobióticas y relaciones de aquí te cojo, aquí te mato con esnobs deprimidas que leen a Sylvia Plath. Ya no hay oscuridad, transgresión, vicio o pecado en el territorio de los cuerpos, follar es poco más que gimnasia sueca. Adocenados hasta lo más íntimo por un mercado omnipotente que, no obstante, les ha dado la espalda, han abdicado de su personalidad para convertirse en consumidores. Y como tales, el amor y el sexo no son más que vitrinas en el supermercado de la vida en las que escoger lo que creen que más les conviene o satisfará. Da lo mismo que se casen o formen una familia, todo es contingente y provisional y la paternidad/maternidad la viven como una amenaza –como la Claudia de “Acrópolis”- o como un fracaso cierto –tal es el caso de Álvaro, el niño obsesionado con los acuarios en “Tetras de ojos rojos”-. Jóvenes que en su grado extremo, exhiben una innegable alienación, como ese que se hace selfies con sus macetas de maría, o Ruth, la gótica-punk colgada que alimenta a su serpiente con los ratones muertos que extrae del congelador y que casi mata con un chuchillo a su compañero de apartamento.
Me ha resultado imposible no acordarme, al leer Koundara, de aquellas parrafadas que soltaba Brad Pitt en “El club de la lucha”: “Veo aquí a los hombres más fuertes y listos que hayan existido. Veo un gran potencial. Y lo veo desperdiciado. Maldita sea, una generación entera vendiendo gasolina, sirviendo mesas, esclavos de oficina. La publicidad nos hace codiciar autos y ropa, conseguimos trabajos que odiamos para comprar basura que no necesitamos. Somos los hijos medianos de la historia. Sin propósito ni lugar. No tenemos la gran guerra, ni la gran depresión, nuestra gran guerra es espiritual, nuestra gran depresión son nuestras vidas. Crecimos frente al televisor creyendo que un día seríamos millonarios, estrellas de cine y rock, pero no es así; y lentamente nos damos cuenta de eso, y estamos muy enojados!”. Fukyama no nos advirtió, en su libro “El final de la Historia y el último hombre”, que la globalización occidental también conllevaría la globalización del desasosiego.
No deja de ser una ironía que se le denominara Lost generation a la de entreguerras del siglo XX. Aquella que chapoteó en el barro de las trincheras de la Primera Guerra Mundial, disfrutó la era del jazz, gozó los felices años veinte, asistió a la irrupción del cine como espectáculo de masas, burló la ley seca, se arruinó en el crack del veintinueve, combatió el ascenso de los fascismos, se sintió atraída por Stalin y el marxismo, se alistó a la causa de la República española y luchó en la Segunda Guerra Mundial ¿Generación perdida? ¡Las narices! Tenían tantas razones para vivir, luchar y morir. La generación que describe David Pérez en su libro sí que está perdida, sin ningún lugar al que huir para escapar de su angustia y alienación, ni siquiera, a una remota aldea africana llamada Koundara en la que los críos de la escuela te sorprenden cantándote la alineación del Real Madrid, el equipo de la ciudad de la que huyes.
No, ya no podemos aspirar a una muerte gloriosa formando parte de las Brigadas Internacionales y defendiendo un Madrid, tumba del fascismo, o desembarcando en una playa normanda bajo el fuego nazi. Los personajes de Koundara no mueren, están condenados a cadena perpetua por su autor. David les niega la tragedia, no tienen derecho a ella. Ni Eduardo en “Acrópolis” es asaltado por la banda de albano-kosovares chungos que anda desvalijando almacenes por los polígonos del extrarradio madrileño, ni el jevi protagonista de “La Balada de Upton Park” sucumbe por el chuchillo que empuña Ruth o a manos de Cecilia, su otra compañera de piso, la boliviana que está loca de atar. Por no pasar, tampoco el protagonista de “Maestro” es acusado falsamente de cometer actos de pederastia con sus alumnos, algo que el lector sospecha que va a constituir el desenlace del relato. No, los personajes de Koundara, en su intrascendencia, no tienen ni derecho a disputarse un mísero y sórdido hueco en las páginas de sucesos.
Los personajes viven angustiados por unas tragedias a las que el nombre de tragedia les viene grandes –como Eduardo y Claudia en “Acrópolis” en que la subida del Euribor de la hipoteca amenaza con destrozarles-. Los padres de la generación de Koundara vivieron la Transición; los abuelos se mataron a trabajar durante el desarrollismo; los bisabuelos combatieron en la batalla del Ebro y capearon la postguerra. ¿De qué se pueden quejar estos niñatos que crecieron leyendo a Tolkien y jugando a la Play Station? Pero como cada uno cuenta la feria como le va, los protagonistas del libro viven con desazón sus tragedias, aunque éstas sean tragedias low cost. Creo que el autor es consciente de ello cuando inicia su relato “Maestro” con una provocación en toda regla. El protagonista evoca el poema de Martin Niemöller, “Ellos vinieron”, comparando el exterminio nazi con la no renovación de su contrato temporal en una escuela privada.
De los siete relatos, el que más me ha gustado es, precisamente, el de “Maestro”, en el que la crítica social es más clara y mordaz. Una escuela privada gestionada por una cooperativa de maestros superprogres, pero que se comportan como empresarios explotadores sin escrúpulos. El relato muestra una arista afilada del mamoneo patrio y ubicuo. Esa Dirección de la escuela de progres antifranquistas extremeños que abominan del caciquismo que sufrieron en su tierra, pero que lo reproducen miméticamente en su empresa con los docentes contratados y desechables. Delicioso ajuste de cuentas con la generación coñazo del 78, tan hipócrita, tan dada a hablarnos desde el púlpito y la superioridad moral; tan tabarrosa ella; con su Transición de los cojones, su carreras delante de los grises y sus biografías de luchadores antifranquistas más falsas que un billete de tres euros y el dominical de “El País” bajo el brazo. ¡Chapeau, David!
Ya en lo formal, recalcar que se nota que David Pérez Vega ha leído mucho y bien –es reseñista habitual de la revista Eñe-. Escribe con solidez, los personajes transitan a través del tiempo y del espacio de forma adecuada y la multitud de detalles que incluye son verosímiles y no recurre a tópicos. Me ha gustado mucho el tono que emplea, que es absolutamente acertado. En la literatura realista contemporánea española que he podido leer hasta ahora -no así en este libro de David Pérez-, el tono suele fallar; se pretende salvar la inanidad y la debilidad argumental con un tono forzado de tragedia y eso hace empeorar el texto al convertirlo en pretencioso. Por el contrario David nos narra sus historias como si no pasara nada, aunque pasa y mucho. Encuentro en su prosa trazas de Hemingway –aunque creo que David escribe con mayor recorrido literario-, Bolaño y, sobre todo, Carver. Hay un distanciamiento con respecto a los personajes en los distintos relatos que me recuerda mucho a los cuentos de Raymond Carver. Una frialdad que se mitiga con ese jevi casi tontorrón y algo tierno de “La Balada de Upton Park” y, sobre todo, con el protagonista de “Maestro” con el que el lector se involucra y empatiza en su defensa numantina de su dignidad profesional.
Puesto a buscarle pegas a Koundara, detecto un cierto “madrileñismo” cuando cita ciudades de la periferia de Madrid y barrios de la capital sin añadir nada al respecto, dando a entender que el lector debe estar familiarizado con el paisaje urbano y humano al que alude con sólo hacer constar los topónimos. Y, ya rizando el rizo, y buscando tres pies al gato: En el relato que da título al libro he echado de menos una prosa más demorada en los pasajes introspectivos y descriptivos.
Dicho esto, recalcar que el libro me ha gustado mucho. Y creo que se trata de una propuesta valiente y una disección magistral y descarnada de una determinada generación. Un libro candidato a ser una obra de culto. Muy recomendable.


No hay comentarios:

Publicar un comentario