Conozco a Héctor Daniel Olivera Campos a través
de Facebook. A veces comenta algunos de mis estados en esta red social. Me dice
que le gusta cómo comento libros.
En algún
momento, decidió comprar mi libro de relatos Koundara, lo leyó y
escribió sobre él una generosa reseña que publicó en su Facebook. Me gustaría
compartir aquí:
KOUNDARA O
LA TRAGEDIA DE LA GENERACIÓN LOW COST
Malos tiempos para la lírica. Bertolt Brecht
tituló con la frase que precede un poema en el que exponía la imposibilidad del
artista para crear, más allá de la denuncia, cuando el horror –en su caso, el
ascenso del nazismo- lo acapara todo. Hoy siguen siendo malos tiempos para la
lírica, pero son aún peores para la épica. Creo, en mi humilde opinión, que de
eso va, entre otras cosas, el libro de relatos Koundara (Baile del Sol) de David Pérez Vega.
Si tuviera que definir con una sólo adjetivo
el libro de David Pérez, este sería: generacional. Los siete relatos que
compila Koundara conforman, a modo de
retablo, la imagen de una generación, de forma análoga a la que Cela cinceló la
postguerra en el imaginario colectivo con “La Colmena”, aunque se trate de dos
escritores muy distintos. David, a modo de notario, ha sabido calibrar eso que
los alemanes denominan Zeitgeist, el
espíritu de su tiempo.
Hablamos de la que los políticos no se cansan
de recordarnos que es la generación más preparada de la Historia de España,
aunque también sea la más estafada. Hablamos del precariado, la gelatinosa
clase social que lo engulle todo y que no distingue entre licenciados
universitarios o ágrafos. La generación de los hijos del baby boom, de los hijos de los obreros que masificaron los campus
universitarios. Una generación de JASP (Jóvenes Aunque Sobradamente Preparados)
que viven y vivirán peor que sus padres; que sufren, no sólo la avería del
ascensor social, sino su exclusión de un mercado de trabajo dual en el que el
barrendero municipal cincuentón cobra más que ellos, tiene seguridad de
permanencia en su puesto de trabajo y le ampara su convenio colectivo y el
sindicato. Jóvenes que estudiaron la carrera, su respectivo Máster, son
políglotas y, sin embargo, encadenan un contrato parcial tras otro con la
espada de Damocles gravitando sobre sus cabezas de que les renueven o no, se
embarran en trabajos chatarra con contratos basura que no tienen nada que ver
con sus estudios o se ven obligados a emigrar al extranjero a currar de
machacas a cambio de subsistir y mejorar su inglés. Jóvenes que han descubierto
que la meritocracia no existe, y que casi da lo mismo que hayas ido a la
Universidad o no y te hayas quemado las pestañas estudiando porque vas a acabar
bregando de reponedor en un supermercado igual que el menda que se pasó la
juventud fumando porros y haciendo botellón en el parque suburbial, eso, si
este último sobrevive a un patético y estúpido accidente de tráfico tras una
noche de colocón.
Gravita en todo el libro un agrio
determinismo. El libro es la sociedad líquida descrita por Bauman (movilidad,
incertidumbre, relatividad de valores) hecha literatura. No es sólo que estos
jóvenes asisten de espectadores al banquete del mercado, excluidos de pisar la
tierra prometida del paraíso consumista, es que su vida entera, sus caracteres
y expectativas, anidan en el viento. Así, sus relaciones amorosas parecen estar
dotadas de serie con dispositivos de obsolescencia programada, incluso en el
caso de Jaime y Cristina, la típica parejita de toda la vida del relato de
“Koundara”, en que el hombre camina cogido de la mano de su novia, pero que no
se corta en bañar con su mirada lasciva el escote de la mejor amiga de su
chica, quien les acompaña en un periplo “humanitario” por África occidental;
quien, por cierto, entiende el sexo como algo puramente lúdico y se atreve a
practicar el turismo sexual de riesgo para resarcirse del horror vacui que le ha dejado su unión velcro con su último novio
español. Hay personajes que buscan los ligues en el altar de los chats de
internet, infidelidades conyugales con polacas macrobióticas y relaciones de
aquí te cojo, aquí te mato con esnobs deprimidas que leen a Sylvia Plath. Ya no
hay oscuridad, transgresión, vicio o pecado en el territorio de los cuerpos,
follar es poco más que gimnasia sueca. Adocenados hasta lo más íntimo por un
mercado omnipotente que, no obstante, les ha dado la espalda, han abdicado de
su personalidad para convertirse en consumidores. Y como tales, el amor y el
sexo no son más que vitrinas en el supermercado de la vida en las que escoger
lo que creen que más les conviene o satisfará. Da lo mismo que se casen o
formen una familia, todo es contingente y provisional y la
paternidad/maternidad la viven como una amenaza –como la Claudia de
“Acrópolis”- o como un fracaso cierto –tal es el caso de Álvaro, el niño
obsesionado con los acuarios en “Tetras de ojos rojos”-. Jóvenes que en su
grado extremo, exhiben una innegable alienación, como ese que se hace selfies
con sus macetas de maría, o Ruth, la gótica-punk colgada que alimenta a su
serpiente con los ratones muertos que extrae del congelador y que casi mata con
un chuchillo a su compañero de apartamento.
Me ha resultado imposible no acordarme, al
leer Koundara, de aquellas parrafadas
que soltaba Brad Pitt en “El club de la lucha”: “Veo aquí a los hombres más
fuertes y listos que hayan existido. Veo un gran potencial. Y lo veo
desperdiciado. Maldita sea, una generación entera vendiendo gasolina, sirviendo
mesas, esclavos de oficina. La publicidad nos hace codiciar autos y ropa,
conseguimos trabajos que odiamos para comprar basura que no necesitamos. Somos
los hijos medianos de la historia. Sin propósito ni lugar. No tenemos la gran
guerra, ni la gran depresión, nuestra gran guerra es espiritual, nuestra gran
depresión son nuestras vidas. Crecimos frente al televisor creyendo que un día
seríamos millonarios, estrellas de cine y rock, pero no es así; y lentamente
nos damos cuenta de eso, y estamos muy enojados!”. Fukyama no nos advirtió, en
su libro “El final de la Historia y el último hombre”, que la globalización
occidental también conllevaría la globalización del desasosiego.
No deja de ser una ironía que se le denominara
Lost generation a la de entreguerras
del siglo XX. Aquella que chapoteó en el barro de las trincheras de la Primera
Guerra Mundial, disfrutó la era del jazz, gozó los felices años veinte, asistió
a la irrupción del cine como espectáculo de masas, burló la ley seca, se
arruinó en el crack del veintinueve, combatió el ascenso de los fascismos, se
sintió atraída por Stalin y el marxismo, se alistó a la causa de la República
española y luchó en la Segunda Guerra Mundial ¿Generación perdida? ¡Las
narices! Tenían tantas razones para vivir, luchar y morir. La generación que describe
David Pérez en su libro sí que está perdida, sin ningún lugar al que huir para
escapar de su angustia y alienación, ni siquiera, a una remota aldea africana
llamada Koundara en la que los críos de la escuela te sorprenden cantándote la
alineación del Real Madrid, el equipo de la ciudad de la que huyes.
No, ya no podemos aspirar a una muerte
gloriosa formando parte de las Brigadas Internacionales y defendiendo un
Madrid, tumba del fascismo, o desembarcando en una playa normanda bajo el fuego
nazi. Los personajes de Koundara no
mueren, están condenados a cadena perpetua por su autor. David les niega la
tragedia, no tienen derecho a ella. Ni Eduardo en “Acrópolis” es asaltado por
la banda de albano-kosovares chungos que anda desvalijando almacenes por los
polígonos del extrarradio madrileño, ni el jevi protagonista de “La Balada de
Upton Park” sucumbe por el chuchillo que empuña Ruth o a manos de Cecilia, su
otra compañera de piso, la boliviana que está loca de atar. Por no pasar,
tampoco el protagonista de “Maestro” es acusado falsamente de cometer actos de
pederastia con sus alumnos, algo que el lector sospecha que va a constituir el
desenlace del relato. No, los personajes de Koundara,
en su intrascendencia, no tienen ni derecho a disputarse un mísero y sórdido
hueco en las páginas de sucesos.
Los personajes viven angustiados por unas
tragedias a las que el nombre de tragedia les viene grandes –como Eduardo y
Claudia en “Acrópolis” en que la subida del Euribor de la hipoteca amenaza con
destrozarles-. Los padres de la generación de Koundara vivieron la Transición; los abuelos se mataron a trabajar
durante el desarrollismo; los bisabuelos combatieron en la batalla del Ebro y
capearon la postguerra. ¿De qué se pueden quejar estos niñatos que crecieron
leyendo a Tolkien y jugando a la Play
Station? Pero como cada uno cuenta la feria como le va, los protagonistas
del libro viven con desazón sus tragedias, aunque éstas sean tragedias low cost. Creo que el autor es
consciente de ello cuando inicia su relato “Maestro” con una provocación en
toda regla. El protagonista evoca el poema de Martin Niemöller, “Ellos
vinieron”, comparando el exterminio nazi con la no renovación de su contrato
temporal en una escuela privada.
De los siete relatos, el que más me ha gustado
es, precisamente, el de “Maestro”, en el que la crítica social es más clara y
mordaz. Una escuela privada gestionada por una cooperativa de maestros
superprogres, pero que se comportan como empresarios explotadores sin
escrúpulos. El relato muestra una arista afilada del mamoneo patrio y ubicuo.
Esa Dirección de la escuela de progres antifranquistas extremeños que abominan
del caciquismo que sufrieron en su tierra, pero que lo reproducen miméticamente
en su empresa con los docentes contratados y desechables. Delicioso ajuste de
cuentas con la generación coñazo del 78, tan hipócrita, tan dada a hablarnos
desde el púlpito y la superioridad moral; tan tabarrosa ella; con su Transición
de los cojones, su carreras delante de los grises y sus biografías de luchadores
antifranquistas más falsas que un billete de tres euros y el dominical de “El
País” bajo el brazo. ¡Chapeau, David!
Ya en lo formal, recalcar que se nota que
David Pérez Vega ha leído mucho y bien –es reseñista habitual de la revista
Eñe-. Escribe con solidez, los personajes transitan a través del tiempo y del
espacio de forma adecuada y la multitud de detalles que incluye son verosímiles
y no recurre a tópicos. Me ha gustado mucho el tono que emplea, que es
absolutamente acertado. En la literatura realista contemporánea española que he
podido leer hasta ahora -no así en este libro de David Pérez-, el tono suele
fallar; se pretende salvar la inanidad y la debilidad argumental con un tono
forzado de tragedia y eso hace empeorar el texto al convertirlo en pretencioso.
Por el contrario David nos narra sus historias como si no pasara nada, aunque
pasa y mucho. Encuentro en su prosa trazas de Hemingway –aunque creo que David
escribe con mayor recorrido literario-, Bolaño y, sobre todo, Carver. Hay un
distanciamiento con respecto a los personajes en los distintos relatos que me
recuerda mucho a los cuentos de Raymond Carver. Una frialdad que se mitiga con
ese jevi casi tontorrón y algo tierno de “La Balada de Upton Park” y, sobre
todo, con el protagonista de “Maestro” con el que el lector se involucra y
empatiza en su defensa numantina de su dignidad profesional.
Puesto a buscarle pegas a Koundara, detecto un cierto “madrileñismo” cuando cita ciudades de
la periferia de Madrid y barrios de la capital sin añadir nada al respecto,
dando a entender que el lector debe estar familiarizado con el paisaje urbano y
humano al que alude con sólo hacer constar los topónimos. Y, ya rizando el
rizo, y buscando tres pies al gato: En el relato que da título al libro he
echado de menos una prosa más demorada en los pasajes introspectivos y
descriptivos.
Dicho esto, recalcar que el libro me ha
gustado mucho. Y creo que se trata de una propuesta valiente y una disección
magistral y descarnada de una determinada generación. Un libro candidato a ser
una obra de culto. Muy recomendable.
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