domingo, 23 de febrero de 2020

La tierra es para siempre, por Javier Vela


Editorial Maclein y Parker, 125 páginas. Primera edición de 2019

En esta novela corta (124 páginas) el lector se enfrentará a una ligera distopía ecológica: en la Europa que dibuja Javier Vela ha dejado de llover desde hace unos años y los países del sur –Portugal, España, Italia o Turquía– están sufriendo las consecuencias más devastadoras del cambio climático. Muchos de sus ciudadanos tratan de huir a los países nórdicos, convertidos ahora en una suerte de habitables zonas tropicales, donde proliferan los grupos de extrema derecha que abogan por el cierre de fronteras. Pese a las dificultades, Hugo –un niño español sin acompañantes– ha conseguido llegar a un pueblo de Suecia, donde va a ser acogido por la pareja que forman Argus y Emma. El hombre, que se dedicaba a la instalación de aparatos de calefacción, ha perdido su trabajo a causa del cambio climático, y la mujer, que es traductora del español, perdió a su hijo Matt por una enfermedad, que podría tener que ver con las nuevas condiciones atmosféricas. Esto último hará que se sienta más dispuesta a ayudar a Hugo.
La novela está compuesta por capítulos cortos, en los que se barajan distintos tiempos narrativos, que muestran la convivencia entre Argus, Emma, su vida con Matt y posteriormente con Hugo. Estos capítulos se alternan con otros en los que se nos describe, sin ataduras de personajes concretos, el escenario apocalíptico en el que se desarrolla la ficción. En estas últimas páginas es donde, principalmente, Vela da rienda suelda a su bagaje como poeta. La tierra es para siempre es su primera novela y antes –además de un libro de relatos y de aforismos– había publicado ocho poemarios, ganando con ellos algún premio destacado. Las descripciones de la naturaleza en descomposición y los desastres climáticos están escritas como si se tratase de un poema en prosa, con abundancia de juegos metafóricos y un vocabulario poco usual (“pulverulentas”, “varganales”, “apersogados”, “rodrigones”, etc.). Estas páginas, en las que se describe el escenario en el que ha de transcurrir la historia, acabarán siendo lo mejor de la novela, páginas que destacan por encima de los conflictos creados para los personajes, que tal vez se le pueden hacer al lector algo distantes y poco desarrollados. De tal forma, el cambio climático se termina por convertir en el personaje principal de la narración, algo que podía ocurrir, por ejemplo, en algunas novelas de J. G. Ballard (estoy pensando en El mundo sumergido; una novela a la que La Tierra es para siempre debe bastante).
Una de las intenciones creativas de Javier Vela en su novela es social, ya que trata de hacerle tomar conciencia al posible lector español de la situación de los emigrantes africanos que llegan a nuestro país, huyendo de la pobreza y ya, en muchos casos, de las consecuencias de las sequías y los cambios climáticos. En La Tierra es para siempre España no es un lugar de posible acogida, sino de huida; y Hugo tendrá que sufrir el acoso escolar y la xenofobia en el pueblo de Suecia al que ha llegado. Hugo es un “mena” español en Suecia, con toda la triste carga emocional que ha cobrado esta palabra en nuestro país durante los últimos meses.
La Tierra es para siempre es la interesante novela de un poeta sobre los miedos al futuro más arraigados en nuestro presente.

Esta reseña apareció en la revista en papel de Librújula, por eso es más corta de lo habitual.

domingo, 16 de febrero de 2020

Prosas apátridas, por Julio Ramón Ribeyro


Prosas apátridas, de Julio Ramón Ribeyro

Editorial Seix Barral. 148 páginas. 1ª edición de 1975 y 1982; esta de 2019.
Prólogo de Fernando León de Aranoa

Entre mi lectura de La tentación del fracaso y Prosas apátridas de Julio Ramón Ribeyro (Lima 1929-1994) he dejado pasar unos meses, pero no quería terminar 2019 sin leer el tercer libro de este autor que me envió Seix Barral.

Ribeyro escribe en el prólogo que sus «prosas apátridas» contienen «textos que no han encontrado sitio en mis libros ya publicados y que erraban entre mis papeles, sin destino ni función precisos» (pág. 17).

En La tentación del fracaso habla de la elaboración de estas composiciones: las llama ya así, Prosas apátridas, y describe el impacto que causaban cuando se las leía, por ejemplo, a sus amigos en una fiesta. Así que, aunque en un principio eran textos que no encontraban acomodo en otro sitio, en algún momento (y es lógico suponer que ese momento se sitúa en 1982, cuando Ribeyro amplía este libro de 1975), ya escribe estas composiciones de forma consciente y autónoma.

Dice Ribeyro en el prólogo que sus prosas apátridas no son poemas en prosa. Pero me gustaría matizar que, si bien algunas son reflexiones de carácter filosófico o finas observaciones sobre las personas que le rodean, el impulso de algunos de estos textos sí es eminentemente poético. Por ejemplo el texto que abre la segunda parte del libro:

«Nos paseamos como autómatas por ciudades insensatas. Vamos de un sexo a otro para llegar siempre a la misma morada. Decimos más o menos las mismas cosas, con algunas ligeras variantes. Comemos vegetales o animales, pero nunca más de los disponibles, en ningún lugar nos sirven el Ave del Paraíso ni la Rosa de los Vientos. Nos jactamos de aventuras que una computadora reduciría a diez o doce situaciones ordinarias. ¿La vida sería entonces, contra todo lo dicho, a causa de su monotonía, demasiado larga? ¿Qué importancia tiene vivir uno o cien años? Como el recién nacido, nada vamos a dejar. Como el centenario, nada nos llevaremos, ni la ropa sucia, ni el tesoro. Algunos dejarán una obra, es verdad. Será lindamente editada. Luego curiosidad de algún coleccionista. Más tarde la cita de un erudito. Al final algo menos que un nombre: una ignorancia».

Diría que este texto sí es un poema en prosa. De hecho, lo podría haber escrito dividiéndolo en versos. Suena a esos poemas melancólicos y cerebrales de Jorge Luis Borges.

La relación entre Prosas apátridas y el diario La tentación del fracaso es estrecha. De hecho, apunto desde ya que ambas lecturas se complementan muy bien. Alguna reflexión de Prosas apátridas la recordaba del diario; por ejemplo aquella en la que la desaparición de un amigo significa la muerte de una parte de nosotros mismos, porque con cada amigo nos relacionamos de un modo diferente y al desaparecer ese amigo se cierra una gaveta escondida de nuestro ser en la que guardábamos la forma de relacionarnos con él (Prosa apátrida nº 39).

Estos textos están escritos en París, y por tanto se corresponden con la fase de madurez creativa del autor. En ellos aparecen reflexiones sobre su hijo o su gato, de los que ya hemos leído en el diario.
También me gustaría apuntar que algunas «prosas apátridas» se pueden relacionar con los cuentos más autobiográficos de La palabra del mudo, sobre todo cuando habla de su enfermedad y su hospitalización, tema central de Solo para fumadores.

Como bien apunta Fernando León de Aranoa en su prólogo, muchas «prosas apátridas» parten de ejercicios modestos: el autor mira por la ventana y comenta algo de lo que ve («al mirar por mi ventana», pág. 40), u observa a diferentes personas y de ahí surge una reflexión («Observando jugar a los niños en el parquecito de la Rue de la Procession»: comienzo de la Prosa apátrida nº 34).
En la mayoría de los casos, las reflexiones comienzan con una observación trivial que, gracias a la aguda mirada de Ribeyro, se convierte en símbolo. El texto se remata con una reflexión general. La «prosa apátrida» nº 52 es un buen ejemplo de esto:

«Viajar en un tren en el sentido de la marcha o de espaldas a ella: la cantidad física de paisaje que se ve es la misma, pero la impresión que se tiene de él es tan distinta. Quien viaja en el buen sentido siente que el paisaje se proyecta hacia él o más bien se siente proyectado hacia el paisaje; quien viaja de espaldas siente que el paisaje le huye, se le escapa de los ojos. En el primer caso, el viajero sabe que se está acercando a un sitio, cuya proximidad presiente por cada nueva fracción de espacio que se le presenta; en el segundo, solo que se aleja de algo. Así, en la vida, algunas personas parecen viajar de espaldas: no saben adónde van, ignoran lo que las aguarda, todo los esquiva, el mundo que los demás asimilan por un acto frontal de percepción es para ellos solo fuga, residuo, pérdida, defecación» (pág. 55).

Más de una «prosa apátrida» está recorrida por la vena del humor: por ejemplo cuando Ribeyro critica a la burocracia; o bien en las anotaciones más sencillas sobre lo más próximo, como la «prosa apátrida» nº 161: «Costumbre de tirar mis colillas por el balcón, en plena Place Falguière, cuando estoy apoyado en la baranda y no hay nadie en la vereda. Por eso me irrita ver a alguien parado allí cuando voy a cumplir este gesto. “Qué diablos hace ese tipo metido en mi cenicero?”, me pregunto» (pág. 130).

En otras «prosas apátridas» Ribeyro da rienda suelta a su tristeza y a su crueldad; por ejemplo cuando muestra la repugnancia que le causa un romance de oficina entre dos compañeros casados sin ningún atractivo físico.

En general, Prosas apátridas es un libro lleno de frases afortunadas. Por ejemplo, podemos leer en la página 37: «La madurez es una impostura inventada por los adultos para justificar sus torpezas y procurarle una base legal a su autoridad»; o en la página 38: «La cultura no es un almacén de autores leídos, sino una forma de razonar. Un hombre culto que cita mucho es un incivilizado».

Prosas apátridas es un libro hermoso y difícil de clasificar, un libro lleno de certeras reflexiones sobre lo minúsculo que –como apunta León de Aranoa– rescata la forma de mirar de la niñez; un libro que complementa de forma estupenda el universo de Ribeyro, al que había llegado gracias a los cuentos de La palabra del mudo y el diario La tentación del fracaso. Hacía tiempo que quería leer a Julio Ramón Ribeyro, lo he hecho en 2019 y ha sido una de las experiencias lectoras más satisfactorias de este año. Ribeyro es todo un clásico de la literatura en español del siglo XX y es de agradecer que Seix Barral haya decidido reeditarlo en 2019, por el 90 aniversario de su nacimiento.

domingo, 9 de febrero de 2020

La tentación del fracaso, por Julio Ramón Ribeyro


La tentación del fracaso, de Julio Ramón Ribeyro

Editorial Seix Barral. 678 páginas. 1ª edición de 1992-1995; esta de 2019.
Prólogo de Enrique Vila-Matas

Seix Barral me mandó La palabra del mudo, La tentación del fracaso y Prosas apátridas de Julio Ramón Ribeyro (Lima 1929-1994) a principios del verano de 2019. Después de leer entre agosto y septiembre La palabra del mudo, empecé dos libros más cortos y regresé a Ribeyro y a su diario La tentación del fracaso. Tras terminarlo he de decir que me alegro de haber leído estos libros casi seguidos, porque La tentación del fracaso es un magnífico complemento a la lectura de los cuentos de La palabra del mudo.

La tentación del fracaso comienza con la sección titulada Primer diario limeño (1950-1952), anotaciones de un jovencísimo Ribeyro a los veintiún años. La primera anotación del diario es significativa y marca en gran parte el tono de las entradas correspondientes a los siguientes años: «Se ha reabierto el año universitario y nunca me he hallado más desanimado y más escéptico respecto a mi carrera» (pág. 5). Ribeyro trabajó brevemente en un bufete de abogados, siendo aún estudiante, y nunca llegaría a tomarse la abogacía tan en serio como para ganarse la vida gracias a ella. «Para la actividad y las cosas prácticas soy hombre perdido» (pág. 7).
En estas primeras páginas, el lector atento se percatará de que algunas alusiones a anotaciones supuestamente contenidas en el propio diario no podrá leerlas. Más adelante, en años venideros, leerá sobre el proceso de depuración que Ribeyro lleva a cabo en sus propios escritos primerizos, de los que acabará quitando muchas páginas que considera irrelevantes.

Al principio, los bloques que dividen el diario tienen que ver con lugares en los que el autor va viviendo. Ribeyro es un hombre que, desde muy joven, se ha visto tentado por la idea de viajar, o al menos de salir de Lima y establecerse en alguna ciudad extranjera, siendo París la predilecta. Cuando acabe estableciendo su residencia en esta última ciudad, las partes del diario dejarán de aludir a lugares (Lima, París, Madrid, Múnich, Berlín…) para organizarse por años (periodo de 1960-1978).
Desde las primeras páginas de La tentación del fracaso, Ribeyro empieza a cultivar su gusto por el aforismo. Todavía no lo he leído, pero sé que hay confluencias entre este libro y sus Prosas apátridas. Así, por ejemplo, en la página 34 del diario podemos leer: «La felicidad consiste en la pérdida de la conciencia. Los estados de éxtasis que producen el amor, la religión, el arte, al desligarnos de nuestra propia conciencia reflexiva, nos aproximan a la felicidad absoluta. La conciencia: horrible enfermedad que le ha sobrevenido al género humano. ¿La suprema felicidad la constituye la muerte? Conclusión ilógica. El hombre necesita de la conciencia para darse cuenta de que ha carecido de ella, vale decir para comprender que ha sido feliz. Necesitamos tener conciencia de nuestra felicidad para que esta tenga alguna significación. Pero apenas nos percatamos de nuestra felicidad esta desaparece, pues el solo pensar en ella es como un conjuro que desvanece su presencia. La contradicción es irresoluble. Conciencia y felicidad se excluyen y sin embargo no pueden comprenderse la una sin la otra».

Desde el comienzo, Ribeyro deja constatada la lucha por levantar una obra literaria que considere digna. «Me causa sorpresa enterarme por recortes que me envían de Lima que la crítica de casa me considera como el mejor cuentista joven del Perú» (pág. 40). A pesar de alguna anotación positiva y halagüeña como esta, Ribeyro es un autor exigente y crítico con su propia obra. Así, no muchas páginas después, nos encontramos con esta apreciación: «Cada vez tengo más dudas acerca del éxito que pueda tener en Lima mi volumen de cuentos. Creo que hay tres o cuatro que están verdaderamente logrados. Los demás me inspiran desconfianza» (pág. 47). Está hablando de la publicación de Los gallinazos sin plumas.

Cuando deja Lima y empieza a vivir en diversas ciudades europeas, el diario de Ribeyro deja constancia de su vida, encuentros, desencuentros, salidas, trabajos eventuales para ganar dinero, trabajos literarios, amores… El 23 de abril de 1955 anota: «Debo confesar una vez más que soy incorregible. En cuatro días he gastado íntegramente el dinero que recibí de Lima, ese dinero que he esperado durante tantos meses y cuya sabia administración me había tantas veces jurado. Ropa, mujeres y libros… La única constante que advierto en mi naturaleza es una fría pasión por el desorden» (pág. 60). La incapacidad para ahorrar y administrar el dinero será uno de los principales problemas de Ribeyro, que, en gran medida, vive todo esto como si se tratase de una aventura: tener que pedir dinero a casa, a amigos, vivir de fiado… mostrándose en general optimista (a la vez que desesperado) con este tema: de algún modo la providencia vendrá a rescatarlo.

Aunque Ribeyro parece tener muchos amigos, se considera alguien incapacitado para la vida social. Además, sospecha desde el principio que no tiene dotes para escribir novelas, que sus impulsos literarios solo se adaptan al género del cuento. Esto es algo que le angustiará de forma periódica, porque siente que los grandes escritores de su generación han creado alguna obra maestra de la novela (Mario Vargas Llosa con La casa Verde, Gabriel García Márquez con Cien años de soledad, Augusto Roa Bastos con Yo, el supremo o José Donoso con El obsceno pájaro de la noche) y que él solo puede escribir cuentos, que es un género con pocos lectores y cada vez más irrelevantes. Como muchos grandes escritores (Cervantes con el teatro o la poesía, o Philip K. Dick con las novelas realistas), Ribeyro vivirá con la angustia de no sentirse un gran creador porque no se considera bueno en un género que le crea demasiadas dificultades (la novela) y sin saber valorar aquello para lo que tiene más facilidad. La palabra del mudo es uno de los libros de cuentos más notables del español, y es posible que la gran novela que Ribeyro buscase sin éxito fuesen las páginas de La tentación del fracaso. Ribeyro publicó tres novelas (Crónica de San Gabriel, Los geniecillos dominicales y Cambio de guardia), pero no se sentía satisfecho con ellas.

«Mis 29 años cumplidos sin ninguna gloria, rico en virtudes, pero con las manos vacías, sin biblioteca, sin hijos, sin profesión, sin diplomas, sin títulos, sin porvenir…», leemos en una anotación del 7 de septiembre de 1958. No conseguir ganarse la vida será una de las obsesiones del diario: al principio, cuando vive en Europa a salto de mata, y también más tarde, cuando se instale en París, se case, tenga un hijo y consiga un trabajo (sin demasiadas complicaciones) para la Unesco.

«Cuando era más joven me decía: “Antes de cumplir los 30 años debo hacer algo importante.” Mañana los cumplo y no he realizado nada que valga la pena» (pág. 203).

En las páginas del diario relativas a su juventud se suceden los amores y las conquistas. Sin embargo, en algún momento notaremos que ha dejado de salir y trasnochar tanto como antes. Ribeyro se ha casado, pero no existe la constatación previa de haber conocido a su mujer o de la boda en sí misma. No sé si no escribió sobre ello o si lo eliminó de la versión publicada.

«Creo que mi diario, de aquí a algunos años, será probablemente la más importante de mis obras» (pág. 210).

En 1961 empieza –en París– a trabajar en el equipo de redacción de France-Presse, donde coincide con Mario Vargas Llosa, que (junto a Alfredo Bryce Echenique) pasará a formar parte de su círculo de amigos. Ribeyro y Bryce pensarán que la estrella es Vargas Llosa y no ellos, pero esa idea no parece incomodarles en ningún momento.

En la página 231 leemos: «¿Por qué esta maldita costumbre de beber mientras escribo? Ayer, que me levanté temprano, me senté a la máquina con una botella de coñac por delante: a mediodía estaba completamente borracho. Es verdad que culminé el primer capítulo (de “Los geniecillos dominicales”) en forma brillante: vomitando como Ludo. ¡Y por la tarde tener que ir a trabajar! La bebida me es necesaria durante el acto, no solo porque aumenta mi inventiva gramatical, sino porque suprime la fatiga, o mejor dicho, la va guardando para más tarde. Además no creo que beber sea una rareza entre los escritores. Creo que es la ley, por el contrario (Flaubert, Faulkner, Hemingway, Steinbeck, Beckett, etc.)». Ribeyro también es un fumador compulsivo y no parece alimentarse muy bien.

En 1973, a la edad de cuarenta y cuatro años, será ingresado en un hospital y sufrirá más de una intervención grave en los siguientes meses. No sabrá (o no querrá saber) hasta más tarde que la enfermedad que ha sufrido ha sido cáncer de esófago. Este hecho marcará su vida y los restantes años que quedan por constatar en este diario (1973-1978). Empezarán para él los problemas para dormir y para comer (llegará a pesar solo 46 kilos), un dolor casi constante le acompañará en los siguientes años, y el agotamiento físico le obligará a hacer más vida en casa. Gran parte de este proceso quedó registrado en su magistral cuento Solo para fumadores.

Uno de los mayores placeres de acercase a La tentación del fracaso, teniendo aún fresco La palabra del mudo, es que Ribeyro nos habla del proceso creativo de algunos de sus cuentos. Así, por ejemplo, sabremos que Silvio en el Rosedal le parecía su cuento más logrado y el que más le representaba. En otros casos, en vez de hablarnos directamente de la creación de un cuento en particular, Ribeyro constata una experiencia vital que el lector sabe que en el futuro se convertirá en cuento. En el diario se menciona, por ejemplo, un desencuentro con un casero alemán amante de los pájaros, que será el germen del gran cuento Los cautivos.

En el prólogo, Enrique Vila-Matas opina que La tentación del fracaso es uno de los grandes diarios del siglo XX. Como ya he apuntado, resulta llamativo que Julio Ramón Ribeyro, uno de los grandes escritores en lengua española del siglo XX, pensase que vivía a la sombra artística de otros grandes escritores (Vargas Llosa, García Márquez, Roa Bastos) por no tener una incontestable obra larga, cuando en realidad tenía dos: La palabra del mudo y La tentación del fracaso.

domingo, 2 de febrero de 2020

La palabra del mudo, por Julio Ramón Ribeyro


La palabra del mudo, de Julio Ramón Ribeyro

Editorial Seix Barral. 1.038 páginas. 1ª edición de los textos 1949-1994; esta de 2019.
Prólogo de Sara Mesa

Durante la lectura de La palabra del mudo de Julio Ramón Ribeyro (Lima 1929-1994), me he estado preguntando cuándo fue la primera vez que oí hablar de este escritor peruano. Cuando estaba estudiando ADE en la Carlos III me apunté a unas clases sobre el cuento por el que se otorgaban dos créditos de los llamados «de libre configuración». Creo que en ellas leímos la narración Silvio en el Rosedal y éste supuso mi primer encuentro con Ribeyro. En enero de 2004 leí París no se acaba nunca de Enrique Vila-Matas, en el que volvía a aparecer el nombre de Ribeyro. Quizás desde entonces, los cuentos completos de Ribeyro han sido para mí una lectura aplazada. Más de una vez he hojeado en alguna biblioteca La palabra del mudo o La tentación del fracaso y he sentido el deseo de leerlos.

Cuando me llegó al mail el anuncio de que Seix Barral sacaba una edición conmemorativa de los libros de Julio Ramón Ribeyro por el 90 aniversario de su nacimiento, sentí que había llegado el momento y solicité estos libros a la editorial. He empezado con La palabra del mudo, que reúne sus cuentos completos (en total 97).

El primer libro de cuentos que publicó Ribeyro es el titulado Los gallinazos sin plumas (1955), pero en La palabra del mudo existe una sección inicial llamada Cuentos olvidados, en la que se reúnen cinco narraciones que aparecieron en revistas. La primera de ellas ­–La vida gris– es de 1949, así que se publicó cuando Ribeyro tenía veinte años, y hay críticos que lo consideran una declaración de intenciones creativas. En él se recrea la vida de un hombre irrelevante, que no destacó nunca ni para bien ni para mal, y que cuando muere deja escasos recuerdos en otras personas, recuerdos que serán pronto olvidados. Se le nota ya cierta maestría a Ribeyro, pero aún le queda mucho recorrido a su talento. En gran medida, sus historias dan voz a personas poco notables, que pertenecen a la clase media o baja, aunque también podemos encontrar a un profesor universitario y otras personas de clase social más alta. En general, son personas que no van a alcanzar sus sueños, y no porque Ribeyro sea así de pesimista, sino porque la vida es así.
En los Cuentos olvidados, Ribeyro está tratando de averiguar qué clase de escritor quiere ser. ¿Realista? ¿Fantástico? ¿De terror? En ellos se pueden encontrar huellas de Franz Kafka, Edgar Allan Poe o incluso de H. P. Lovecraft. Son cuentos correctos, aunque un tanto ingenuos, propios de un escritor en formación.

Con el primer cuento de Los gallinazos sin plumas (1955), titulado igual que el libro, ya nos encontramos con una obra maestra. Dos niños han de buscar comida en un basurero de Lima para alimentar al cerdo con el que su abuelo quiere hacer negocio. Es un cuento social demoledor.
Este primer libro está formado por ocho relatos realistas y sociales. Su factura es buena, aunque tras el impacto del primer cuento, hay que decir que el nivel de los siguientes es algo más bajo. Son cuentos buenos, pero su intencionalidad de denuncia está demasiado marcada y el lector recibe el impacto final de un modo rotundo, pero demasiado remarcado. De ellos destacaría La tela de araña por la modernidad de denunciar los abusos sobre las mujeres más indefensas.
Diría que Los gallinazos sin plumas de 1955 es una de las influencias más claras de la primera obra cuentística de Mario Vargas Llosa, Los jefes, que apareció en 1959.

El siguiente libro es Cuentos de circunstancias, de 1958. Si bien había tenido la sensación, tras los titubeos de Cuentos olvidados (que se movían entre el realismo y lo fantástico), de que en Los gallináceos sin plumas Ribeyro elegía claramente el camino del realismo, en este otro libro, Cuentos de circunstancias, vuelve a incursionar en el mundo del relato fantástico. La insignia, por ejemplo, es un cuento de corte borgiano.
Al final de los cuentos de estos libros suele haber una nota en la que se indica el año de su escritura y el lugar. Así, se puede observar que los relatos de Cuentos de circunstancias, publicado tres años después de Los gallinazos sin plumas, no están necesariamente escritos después de los del primer libro. Lo que está claro es que Ribeyro decidió que su primer libro oficial (Los gallinazos sin plumas) iba a ser realista y social, y eligió para él los cuentos que había escrito que mejor encajaban en esa temática. Pero se guardó otros, de corte más experimental, que verían la luz en Cuentos de circunstancias. Doblaje, por ejemplo, es un cuento abiertamente fantástico, que podría recordarnos a algunos de Cortázar. El libro en blanco es un cuento de terror correcto, pero algo ingenuo. La molicie, sobre el calor de Lima, parece un texto existencialista de Onetti. Los eucaliptos, sobre los cambios que el tiempo y la presión demográfica ejercen sobre un barrio de Lima, es un cuento nostálgico y bello. Los merengues, sobre los deseos de un niño, también es un cuento destacado.

Aunque entre los cuentos que he comentado hasta ahora ya hay piezas notables (y alguna obra maestra), considero que la verdadera madurez narrativa de Ribeyro empieza en el libro Las botellas y los hombres, de 1964. Así, el primer cuento (que da título al conjunto), sobre un joven que se reencuentra con su padre que le abandonó, me parece un texto realista (y también social) más rico y sutil que los cuentos de Los gallinazos sin plumas. En estos cuentos se habla de las diferencias sociales («Se daba cuenta de que en Lima no se podía ser pobre, que la pobreza era aquí una espantosa mancha, la prueba plena de una mala reputación», pág. 211) en cuentos como (El profesor suplente o El jefe); y también se habla de racismo, como en La piel de un indio no cuesta cara o Un color modesto. Otro tema podría ser el de la frustración y la soledad, presente en Una aventura nocturna.
En alguna lista de «los mejores libros de Perú» me encuentro con La palabra del mudo, lo que me parece totalmente lógico, pero también con Los gallinazos sin plumas en vez de los cuentos completos, y esto ya no me parece correcto. Para mí, Las botellas y los hombres es un libro más valioso y maduro que el primero, que tiene –por supuesto– la virtud de señalar el comienzo de la carrera de un escritor muy destacado.

El siguiente libro es Tres historias sublevantes de 1964, un libro que leí de un tirón. Está formado por tres relatos largos, que son casi novelas cortas. En las listas de los mejores cuentos de Ribeyro se suele incluir el primero de los relatos aquí presentes, Al pie del acantilado, un cuento sobre personajes muy marginales, aunque los otros dos me han parecido también muy buenos: El chaco y Fénix. Este último casi abandona el realismo para incursionar en el expresionismo. La tarde de verano que leí los tres seguidos y luego salí a pasear me resulta memorable.

Los cautivos (1972) es uno de los libros más destacados y modernos del conjunto. Digo que es moderno porque –ahora que está tan de moda la autoficción– en muchos de sus cuentos el narrador podría ser él mismo, una figura muy próxima al escritor Ribeyro que habla de sus experiencias en Europa. En algunos de estos cuentos el narrador dice abiertamente que es un escritor latinoamericano en Europa y nos habla de sus dificultades económicas. Por ejemplo, el cuento La estación del diablo amarillo me ha recordado a algunas de las narraciones de Charles Bukowski.
Roberto Bolaño, en su cuento Vagabundo en Francia y Bélgica (2001), rinde un homenaje claro (para mí, aunque no he encontrado nada sobre ello en internet) a las dos primeras páginas de Ridder y el pisapapeles, un cuento escrito en 1971 por Ribeyro. En realidad, es como si toda la poética de Bolaño se pudiera condesar en estas dos páginas del cuento de Ribeyro. No hay ningún comentario en Entre paréntesis de Bolaño sobre Ribeyro, pero el libro Los cautivos me parece una lógica influencia para la obra del chileno. El cuento Los cautivos es una maravilla, un incondicional de las listas de «mejores cuentos de Ribeyro». Los españoles, cuento en que Ribeyro hace algunas bromas sobre el carácter español (o el carácter español del franquismo) me ha parecido muy divertido (y también triste).

El libro El próximo mes me nivelo (1972) guarda relación, en su composición y en la forma de abordar personajes, con Las botellas y los hombres. Este libro empieza con dos notables narraciones sobre mujeres (Una medalla para Virginia y Un domingo cualquiera), algo que no es común en estos cuentos, donde los narradores y los personajes principales son normalmente hombres. En este sentido, estos cuentos los siento conectados con La tela de araña (de Los gallinazos sin plumas), también un cuento cuyo personaje principal era una mujer.
El relato que da nombre al libro es de una brutalidad y contundencia ejemplares.

El libro Silvio en El Rosedal (1977) es uno de los más famosos de Ribeyro. Curiosamente, el cuento que le da título es una versión extendida (y muy mejorada) del primer cuento que aparece en este volumen, La vida gris, pues trata de un hombre solitario que intenta encontrar sentido a su vida en lugares donde no está, o en los que no tiene sentido que busque. En muchos de los cuentos de este libro el tema de fondo pasa a ser el de la decadencia personal, la vejez y la muerte. Así, por ejemplo, en el primero, Terra incognita, un profesor de universidad bien asentado sale a recorrer la ciudad y casi no la reconoce, lo que le lleva a pensar en la pérdida de la juventud.
Tristes querellas en la vieja quinta es un cuento demoledor sobre la vejez.
El cuento Alienación, sobre un negro peruano que aspira a convertirse en un blanco norteamericano, es otra de las obras maestras del libro.
El cuento La señorita Fabiola, donde un narrador muy cercano a Ribeyro evoca a una vecina de su niñez, es un adelanto de la temática del libro Relatos santacrucinos.

El libro Sólo para fumadores (1987) comienza con un relato largo excepcional, el que da título al conjunto. En él, Ribeyro nos habla de su adicción al tabaco, que además de placer le causó serios problemas de salud.
En este libro hay una serie de relatos donde la escritura o el deseo de escribir se convierten en protagonistas, pero a diferencia de Los cautivos, su narrador no es alguien similar a Ribeyro. Aquí se suele ridiculizar la idea de querer ser escritor sin escribir, simplemente adquiriendo la pose del artista (Ausente por tiempo indefinido) o bien la literatura como adorno social (Té literario).
Hay algunas piezas que hacen pensar que el genio de Ribeyro se halla un tanto agotado: los cuentos Escena de caza, Conversación en el parque o Nuit caprense cirius illuminata están por debajo del nivel medio de este volumen (nivel que, dicho sea de paso, es francamente alto).

Esta sensación de agotamiento se supera en el que será el último libro de cuentos de Ribeyro, Relatos santacrucinos de 1992. Se trata de un libro muy uniforme, unido por una misma voz narrativa muy cercana a la de Ribeyro. En cada cuento se evoca a alguna persona de la niñez o juventud del autor (o narrador) en Lima. Algunos personajes saltan de un libro a otro, lo que nos lleva a pensar en una novela. Es cierto que cada texto funciona de forma independiente como un cuento, pero un editor que considerase que las novelas se venden mejor que los cuentos no habría tenido escrúpulos en vender este libro como novela y no como conjunto de cuentos. Sin embargo, Ribeyro ha llegado a ser un escritor mucho más considerado en el mundo del cuento que en el de la novela, así que no era necesaria, en ningún caso, esta maniobra. Relatos santacrucinos es un texto nostálgico y crepuscular maravilloso.

El libro acaba con un apartado titulado Cuentos desconocidos, que contiene tres relatos. El primero, Los huaqueros, es un descarte de Los gallinazos sin plumas, que bien podría haber aparecido en ese libro, porque su calidad es pareja a la de aquellos relatos.
El abominable es el comienzo de una novela y no un relato, y no deja de ser una curiosidad.
Juegos de infancia, más que un relato es un capítulo de una biografía que el autor no tuvo tiempo de escribir.

Hay un cuento más, bajo el epígrafe de Cuento inédito. El relato se titula Surf y es un buen cuento sobre la ambición literaria, el arte y la muerte.

Cuando empecé con las 1.038 páginas de La palabra del mudo imaginé que iba a intercalar algún otro libro entre medias, porque pensé que eran demasiados cuentos seguidos y que me iba a cansar. En realidad no ha ocurrido: lo he leído entero (en unas tres semanas) sin acercarme a ningún otro libro. El nivel de estos relatos es realmente alto y, en más de un caso, excepcional. Julio Ramón Ribeyro quedó –en gran medida por voluntad propia– algo alejado del epicentro del boom latinoamericano, pero por la calidad de su obra me parece un escritor fundamental de la segunda mitad del siglo XX. Los cuentos de Ribeyro no tienen nada que envidiar a los de Borges, Cortázar o Rulfo. La palabra del mudo es, en definitiva, un libro maravilloso.