domingo, 9 de febrero de 2020

La tentación del fracaso, por Julio Ramón Ribeyro


La tentación del fracaso, de Julio Ramón Ribeyro

Editorial Seix Barral. 678 páginas. 1ª edición de 1992-1995; esta de 2019.
Prólogo de Enrique Vila-Matas

Seix Barral me mandó La palabra del mudo, La tentación del fracaso y Prosas apátridas de Julio Ramón Ribeyro (Lima 1929-1994) a principios del verano de 2019. Después de leer entre agosto y septiembre La palabra del mudo, empecé dos libros más cortos y regresé a Ribeyro y a su diario La tentación del fracaso. Tras terminarlo he de decir que me alegro de haber leído estos libros casi seguidos, porque La tentación del fracaso es un magnífico complemento a la lectura de los cuentos de La palabra del mudo.

La tentación del fracaso comienza con la sección titulada Primer diario limeño (1950-1952), anotaciones de un jovencísimo Ribeyro a los veintiún años. La primera anotación del diario es significativa y marca en gran parte el tono de las entradas correspondientes a los siguientes años: «Se ha reabierto el año universitario y nunca me he hallado más desanimado y más escéptico respecto a mi carrera» (pág. 5). Ribeyro trabajó brevemente en un bufete de abogados, siendo aún estudiante, y nunca llegaría a tomarse la abogacía tan en serio como para ganarse la vida gracias a ella. «Para la actividad y las cosas prácticas soy hombre perdido» (pág. 7).
En estas primeras páginas, el lector atento se percatará de que algunas alusiones a anotaciones supuestamente contenidas en el propio diario no podrá leerlas. Más adelante, en años venideros, leerá sobre el proceso de depuración que Ribeyro lleva a cabo en sus propios escritos primerizos, de los que acabará quitando muchas páginas que considera irrelevantes.

Al principio, los bloques que dividen el diario tienen que ver con lugares en los que el autor va viviendo. Ribeyro es un hombre que, desde muy joven, se ha visto tentado por la idea de viajar, o al menos de salir de Lima y establecerse en alguna ciudad extranjera, siendo París la predilecta. Cuando acabe estableciendo su residencia en esta última ciudad, las partes del diario dejarán de aludir a lugares (Lima, París, Madrid, Múnich, Berlín…) para organizarse por años (periodo de 1960-1978).
Desde las primeras páginas de La tentación del fracaso, Ribeyro empieza a cultivar su gusto por el aforismo. Todavía no lo he leído, pero sé que hay confluencias entre este libro y sus Prosas apátridas. Así, por ejemplo, en la página 34 del diario podemos leer: «La felicidad consiste en la pérdida de la conciencia. Los estados de éxtasis que producen el amor, la religión, el arte, al desligarnos de nuestra propia conciencia reflexiva, nos aproximan a la felicidad absoluta. La conciencia: horrible enfermedad que le ha sobrevenido al género humano. ¿La suprema felicidad la constituye la muerte? Conclusión ilógica. El hombre necesita de la conciencia para darse cuenta de que ha carecido de ella, vale decir para comprender que ha sido feliz. Necesitamos tener conciencia de nuestra felicidad para que esta tenga alguna significación. Pero apenas nos percatamos de nuestra felicidad esta desaparece, pues el solo pensar en ella es como un conjuro que desvanece su presencia. La contradicción es irresoluble. Conciencia y felicidad se excluyen y sin embargo no pueden comprenderse la una sin la otra».

Desde el comienzo, Ribeyro deja constatada la lucha por levantar una obra literaria que considere digna. «Me causa sorpresa enterarme por recortes que me envían de Lima que la crítica de casa me considera como el mejor cuentista joven del Perú» (pág. 40). A pesar de alguna anotación positiva y halagüeña como esta, Ribeyro es un autor exigente y crítico con su propia obra. Así, no muchas páginas después, nos encontramos con esta apreciación: «Cada vez tengo más dudas acerca del éxito que pueda tener en Lima mi volumen de cuentos. Creo que hay tres o cuatro que están verdaderamente logrados. Los demás me inspiran desconfianza» (pág. 47). Está hablando de la publicación de Los gallinazos sin plumas.

Cuando deja Lima y empieza a vivir en diversas ciudades europeas, el diario de Ribeyro deja constancia de su vida, encuentros, desencuentros, salidas, trabajos eventuales para ganar dinero, trabajos literarios, amores… El 23 de abril de 1955 anota: «Debo confesar una vez más que soy incorregible. En cuatro días he gastado íntegramente el dinero que recibí de Lima, ese dinero que he esperado durante tantos meses y cuya sabia administración me había tantas veces jurado. Ropa, mujeres y libros… La única constante que advierto en mi naturaleza es una fría pasión por el desorden» (pág. 60). La incapacidad para ahorrar y administrar el dinero será uno de los principales problemas de Ribeyro, que, en gran medida, vive todo esto como si se tratase de una aventura: tener que pedir dinero a casa, a amigos, vivir de fiado… mostrándose en general optimista (a la vez que desesperado) con este tema: de algún modo la providencia vendrá a rescatarlo.

Aunque Ribeyro parece tener muchos amigos, se considera alguien incapacitado para la vida social. Además, sospecha desde el principio que no tiene dotes para escribir novelas, que sus impulsos literarios solo se adaptan al género del cuento. Esto es algo que le angustiará de forma periódica, porque siente que los grandes escritores de su generación han creado alguna obra maestra de la novela (Mario Vargas Llosa con La casa Verde, Gabriel García Márquez con Cien años de soledad, Augusto Roa Bastos con Yo, el supremo o José Donoso con El obsceno pájaro de la noche) y que él solo puede escribir cuentos, que es un género con pocos lectores y cada vez más irrelevantes. Como muchos grandes escritores (Cervantes con el teatro o la poesía, o Philip K. Dick con las novelas realistas), Ribeyro vivirá con la angustia de no sentirse un gran creador porque no se considera bueno en un género que le crea demasiadas dificultades (la novela) y sin saber valorar aquello para lo que tiene más facilidad. La palabra del mudo es uno de los libros de cuentos más notables del español, y es posible que la gran novela que Ribeyro buscase sin éxito fuesen las páginas de La tentación del fracaso. Ribeyro publicó tres novelas (Crónica de San Gabriel, Los geniecillos dominicales y Cambio de guardia), pero no se sentía satisfecho con ellas.

«Mis 29 años cumplidos sin ninguna gloria, rico en virtudes, pero con las manos vacías, sin biblioteca, sin hijos, sin profesión, sin diplomas, sin títulos, sin porvenir…», leemos en una anotación del 7 de septiembre de 1958. No conseguir ganarse la vida será una de las obsesiones del diario: al principio, cuando vive en Europa a salto de mata, y también más tarde, cuando se instale en París, se case, tenga un hijo y consiga un trabajo (sin demasiadas complicaciones) para la Unesco.

«Cuando era más joven me decía: “Antes de cumplir los 30 años debo hacer algo importante.” Mañana los cumplo y no he realizado nada que valga la pena» (pág. 203).

En las páginas del diario relativas a su juventud se suceden los amores y las conquistas. Sin embargo, en algún momento notaremos que ha dejado de salir y trasnochar tanto como antes. Ribeyro se ha casado, pero no existe la constatación previa de haber conocido a su mujer o de la boda en sí misma. No sé si no escribió sobre ello o si lo eliminó de la versión publicada.

«Creo que mi diario, de aquí a algunos años, será probablemente la más importante de mis obras» (pág. 210).

En 1961 empieza –en París– a trabajar en el equipo de redacción de France-Presse, donde coincide con Mario Vargas Llosa, que (junto a Alfredo Bryce Echenique) pasará a formar parte de su círculo de amigos. Ribeyro y Bryce pensarán que la estrella es Vargas Llosa y no ellos, pero esa idea no parece incomodarles en ningún momento.

En la página 231 leemos: «¿Por qué esta maldita costumbre de beber mientras escribo? Ayer, que me levanté temprano, me senté a la máquina con una botella de coñac por delante: a mediodía estaba completamente borracho. Es verdad que culminé el primer capítulo (de “Los geniecillos dominicales”) en forma brillante: vomitando como Ludo. ¡Y por la tarde tener que ir a trabajar! La bebida me es necesaria durante el acto, no solo porque aumenta mi inventiva gramatical, sino porque suprime la fatiga, o mejor dicho, la va guardando para más tarde. Además no creo que beber sea una rareza entre los escritores. Creo que es la ley, por el contrario (Flaubert, Faulkner, Hemingway, Steinbeck, Beckett, etc.)». Ribeyro también es un fumador compulsivo y no parece alimentarse muy bien.

En 1973, a la edad de cuarenta y cuatro años, será ingresado en un hospital y sufrirá más de una intervención grave en los siguientes meses. No sabrá (o no querrá saber) hasta más tarde que la enfermedad que ha sufrido ha sido cáncer de esófago. Este hecho marcará su vida y los restantes años que quedan por constatar en este diario (1973-1978). Empezarán para él los problemas para dormir y para comer (llegará a pesar solo 46 kilos), un dolor casi constante le acompañará en los siguientes años, y el agotamiento físico le obligará a hacer más vida en casa. Gran parte de este proceso quedó registrado en su magistral cuento Solo para fumadores.

Uno de los mayores placeres de acercase a La tentación del fracaso, teniendo aún fresco La palabra del mudo, es que Ribeyro nos habla del proceso creativo de algunos de sus cuentos. Así, por ejemplo, sabremos que Silvio en el Rosedal le parecía su cuento más logrado y el que más le representaba. En otros casos, en vez de hablarnos directamente de la creación de un cuento en particular, Ribeyro constata una experiencia vital que el lector sabe que en el futuro se convertirá en cuento. En el diario se menciona, por ejemplo, un desencuentro con un casero alemán amante de los pájaros, que será el germen del gran cuento Los cautivos.

En el prólogo, Enrique Vila-Matas opina que La tentación del fracaso es uno de los grandes diarios del siglo XX. Como ya he apuntado, resulta llamativo que Julio Ramón Ribeyro, uno de los grandes escritores en lengua española del siglo XX, pensase que vivía a la sombra artística de otros grandes escritores (Vargas Llosa, García Márquez, Roa Bastos) por no tener una incontestable obra larga, cuando en realidad tenía dos: La palabra del mudo y La tentación del fracaso.

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