domingo, 27 de noviembre de 2011

Las correcciones, por Jonathan Franzen

Editorial Seix Barral. 734 páginas. 1ª edición de 2001, ésta de 2002.
Traductor: Ramón Buenaventura.

Ya comenté hace unas semanas -en la entrada sobre Libertad- que me parecía extraño que una editorial como Seix Barral, perteneciente al grupo Planeta, y por tanto sin aparentes problemas de solvencia, no hubiera aprovechado el tirón publicitario que ha supuesto la publicación del último libro de Jonathan Franzen (Chicago, 1959) para reeditar Las correcciones, que publicó en 2002. El rostro de Franzen en numerosos suplementos y revistas culturales ha provocado la presencia de montañas de ejemplares de Libertad en las librerías; montañas de libros que conviven con el extraño vacío -en los anaqueles de la F y narrativa extranjera- que deja, al buscarla, la novela que esos mismos suplementos y revistas culturales citaban como la que le dio a Franzen prestigio y le catapultó al éxito, Las correcciones.

Esta novela estaba, sin embargo, en la biblioteca municipal de Móstoles que suelo frecuentar, y la he estado leyendo durante las tres últimas tres semanas.
Si Libertad, publicada en 2010, usaba el desmontaje psicológico de los miembros de una familia, los Berglund, para analizar a la sociedad norteamericana durante la primera década del siglo XXI; Las correcciones toma a la familia Lambert para explicarlos qué ocurrió en los Estados Unidos durante la última década del siglo XX.

Los elementos que unen a ambas familias son notables: tanto los Berglund como los Lambert son del Medio Oeste norteamericano; y en Las correcciones se expone con más fuerza que en Libertad qué significa ser un ciudadano del Medio Oeste, un territorio en el que múltiples escritores estadounidenses sitúan sus ficciones (estoy recordado a Richard Ford, Charles Baxter, Tom Drury…). Franzen escribe en la página 526 de Las correcciones: “(…) era «del Medio Oeste». Con lo cual quería decir optimista o con espíritu comunitario” , pero al leer este libro uno también percibe que ser del Medio Oeste quiere decir vivir obsesionado con lo que los demás piensan de uno o ser una persona aparentemente alegre a la que le cuesta mucho mostrar sus sentimientos o debilidades, con todo el sufrimiento que esto conlleva. Para un norteamericano, el Medio Oeste simboliza los valores tradicionales del país.
Enid, como Walter en Libertad, proviene de una familia que regentaba un motel en un pueblo; e intuyo que esta ficción tiene que guardar, de algún modo, una relación directa con la biografía del propio Frazen.

En Las correcciones, Franzen articula su novela en torno a las vidas de 5 miembros de la familia Lambert: los padres, que ya han superado los 70 años, viven en St. Judes, y Alfred, ingeniero del ferrocarril retirado, empieza a sufrir parkinson y demencia senil; Enid, su mujer, acapara todos los valores comunitarios del Medio Oeste y su obsesión principal, en el tiempo que dura la novela, será que sus 3 hijos se reúnan con ellos durante la semana de Navidad en St. Judes; quizás las últimas navidades que puedan pasar allí todos juntos.
Gary, de 43 años, el hijo mayor de los Lambert, es, al menos en apariencia, el exitoso directivo de un banco de inversión. En la página 240 leemos sobre él: “su vida entera estaba estructurada como corrección o enmienda de la de su padre”. (También en esta página se nos informa de que la mujer de Gary, Caroline, está leyendo un libro editado en 1998; por tanto la acción del libro seguramente se sitúa en 1999).
Chip, de 39 años, es profesor universitario,pero la relación con una alumna hace que pierda su trabajo y se traslade a Nueva York, donde colabora con una revista marginal hasta que, sorpresivamente, recibe una oferta de trabajo para organizar una página web en Lituania, con la intención de timar a inversores norteamericanos.
Denise, de 32 años,  dejó sus estudios universitarios para dedicarse a algo tangible y, gracias a su esfuerzo y espíritu de sacrificio, se convertirá en una chef de éxito mientras intenta definir su identidad sexual.

Las correcciones está narrada en tercera persona y, siguiendo la técnica del estilo indirecto libre, se acerca a los puntos de vista de los cinco protagonistas principales, tomando su visión del mundo y expresiones que les son propias. Cuando los personajes están físicamente separados no se acaba de percibir, pero la fuerza de esta técnica narrativa queda patente al desarrollarse escenas en las que los miembros de la familia se han reunido: durante todo el tiempo narrativo correspondiente a un personaje la historia está narrada desde su punto de vista.
Recuerdo, por ejemplo, que en Vía revolucionaria de Richard Yates -también narrado con estilo indirecto libre- el punto de vista pasaba de un personaje a otro en la misma escena; y diría que el hecho de que no lo haga en Las correcciones incide en que resalte la sensación de aislamiento de los personaje y hace hincapié en la incomprensión del punto de vista de los otros.

Y creo que me ha venido a la cabeza Richard Yates porque durante una parte de Las correcciones bastante extensa, la correspondiente a la presentación del personaje de Gary, la relación de rivalidad que se establece entre él y su mujer, Caroline, es casi tan triste y desangelada como la de Frank y April Whleer en Vía revolucionaria.

Siguiendo con las comparaciones entre Las correcciones y Libertad podría apuntar que al igual que en esta última novela el personaje de Patty leía Guerra y Paz de Tolstói, en la primera Denise también lo hace. En Las correcciones está presente el interés de Franzen por la novela psicológica del ruso; pero también se percibe, de una forma patente, la admiración por su compatriota Don Delillo. Podría afirmar que, dentro de su clasicismo, Las correcciones es una novela que se aproxima, aunque sea tangencialmente, a los postulados del postmodernismo de Delillo, ya que son constantes las alusiones a empresas que parecen comerciar con la idea de modificar los miedos y las ansiedades del ciudadano medio mediante fármacos, como hacía Delillo en su mítica Ruido de fondo. En Las correcciones son continuas las alusiones a los estados mentales de los personajes: parkinson, depresión… y la posibilidad de cambiar la percepción humana de la realidad mediante fármacos o drogas. De hecho, en un momento de la novela Alfred y Enid hacen un crucero por el Atlántico y Enid, al visitar al médico de a bordo, mantiene con él una conversación que parece superar los parámetros realistas del libro y adentrarse en otros más expresionistas y más propios de Delillo. En la página 422 un médico que se parece a John Travolta le dice a Enid: “Créeme que te comprendo muy bien, Edwina. Todos nos apegamos de un modo irracional a unas determinadas coordenadas químicas de nuestro carácter y temperamento. Es una variante del miedo a la muerte, ¿cierto? Ignoro cómo sería dejar de ser lo que soy ahora. Pero, ¿sabes qué? Si «yo» ya no está ahí para notar la diferencia, a «yo» qué más le da. Estar muerto es problema si uno sabe que está muerto, lo cual es imposible, precisamente por estar muerto”.

También en Las correcciones se presta una atención que podríamos llamar postmoderna a la aparición de las nuevas tecnologías. En la página 254 se describe así a un joven broker: “El chaval llevaba un mini ordenador con las cotizaciones de Bolsa, tenía un cable saliéndole de la oreja y lucía la mirada esquizofrénica de los móvilmente ocupados.” Y Chip y Denise, cuando el primero está en Lituania, se comunican mediante e-mails, que nosotros leeremos, asistiendo al resurgimiento postmo de la novela epistolar. Todo esto está ya asimilado en la narración de Libertad de un modo más natural, como si un Franzen más maduro como escritor se hubiera percatado de que, tan sólo después de una década, a nadie le iba a sorprender un comentario sobre la aparición de los teléfono móviles sin manos, y este tipo de apreciaciones son las que hacen que una novela pase mal el rasero del tiempo, y que lo que perdura –parece decirnos Franzen en Libertad- es la fuerza de las psicologías creadas, la interacción de los personajes; y su toma de decisiones y posicionamientos, que al final, si la novela tiene fuerza, actuarán como arquetipos descriptores de una época.

Además, en Las correcciones, al cederle el punto de vista narrativo a Alfred, la novela también toca el expresionismo o el surrealismo (cercano de nuevo a Delillo), puesto que la demencia senil del padre le hace tener alucinaciones terroríficas en las que, por ejemplo, personifica su miedo a defecarse en la cama, y, así, acabará conversando con su propia mierda.

Si en Libertad Franzen critica, de la primera década del siglo XXI, la política de Bush y su desastrosa gestión de la invasión de Iraq y la sobreexplotación de recursos en Norteamérica; en Las correcciones la crítica de la última década del siglo XX se centra en poner de manifiesto los peligros de una economía basada en la especulación bursátil, en la economía no sustentada en la realidad.
Alfred, orgulloso trabajador de una compañía ferroviaria, verá como se amarga su última etapa de carrera laborar cuando su empresa, que ha mantenido cohesionados a muchos pueblos pequeños del Medio Oeste, es vendida a unos inversores que se dedicarán a desmantelar la parte del negocio menos rentable (la que unía a esos pequeños pueblos del Medio Oeste) en aras de la rentabilidad económica y los dividendos para los accionistas.

Una de las partes más sorprendentes de Las correcciones es la correspondiente a la vida de Chip en Lituania. La caída del comunismo en los países del Este europeo ha marcado la alegre avanzadilla sin red del neoliberalismo hacia la pura especulación de mercado (que desembocará, como sabemos nosotros pero no Franzen en 2001, en la crisis de 2008 que se extiende hasta nuestros días, y por tanto la vigencia de esta novela en la actualidad es sorprendente); y, dentro de su crítica, Franzen apunta en las páginas 576-577: “Sorprendió mucho a Chip la similitud que percibía, en términos generales, entre el mercado negro de Lituania y el mercado libre de los Estados Unidos. En ambos países, la riqueza se concentraba en manos de unos pocos; se había desvanecido toda distinción significativa entre el sector público y el privado; los capitanes de industria vivían en un estado de permanente ansiedad que los empujaba a la despiadada expansión de sus imperios; los ciudadanos de a pie vivían en la permanente inquietud de perder sus trabajos y en la permanente confusión en cuanto a qué poderosos intereses privados eran dueños, en un momento dado, de qué antiguas instituciones públicas; y el principal carburante de la economía era la insaciable demanda de lujo por parte de las élites. (…) La principal diferencia entre Lituania y los Estados Unidos, en lo que a Chip le alcanzaba, era que en Norteamérica los pocos ricos sojuzgaban a los muchos no ricos por medio de diversiones y cachivaches y productos farmacéuticos capaces de embotar la mente y matar el alma, mientras que en Lituania los pocos ricos sojuzgaban a los muchos pobres mediante amenazas de violencia.”
Si en Libertad la novela se centraba en el significado de esa idea abstracta, que parecía ser la antesala de la equivocación; en Las correcciones Franzen parece decirnos que nos equivocamos y el camino hacia la enmienda o la corrección es casi inalcanzable. Personificando esta idea, Chip, como metáfora de su vida, dedica mucho tiempo a corregir una obra de teatro que piensa que le hará abandonar su sensación de fracaso, y de este modo su obra de teatro nunca puede ser finalizada, nunca puede acabar de corregirla.

Quizás los recursos literarios de Las correcciones me han parecido más arriesgados que los usados en Libertad: recuerdo, sobre todo, la parte en la que el narrador se ha de acercar a Denise y, para llegar hasta ella, nos empieza a hablar de un matrimonio que no había aparecido nunca en la novela, que, gracias a un golpe de fortuna, puede dejar de trabajar; el marido acabará interesándose por montar un restaurante y decide contratar a una chef, que no es otra que Denise, y así, de esta forma sorpresiva, nuestra mirada termina sobre ella.
En Libertad la aproximación a los personajes (salvo en la primera parte) era mucho más directa, quizás buscando conquistar un público más amplio de lectores.

Las correcciones, si nos centramos en el acercamiento a los personajes, me ha parecido una novela más redonda que Libertad, ya que en esta última parecía extraño que el narrador, a través de su estilo indirecto libre, se aproximara a los dos padres y al hijo, pero no a la hija; la importancia narrativa de los 5 miembros de la familia Lambert está en Las correcciones más equilibrada.
El final de Libertad tenía lugar de una forma elegante y nos íbamos despidiendo de los Berglund de forma progresiva, hasta unas últimas páginas en las que, posiblemente buscando la complacencia de ese público más amplio del que hablaba antes, la historia se resolvía del modo menos dramático posible. En Las correcciones la historia va caminando con paso firma hasta un final en el que la intensidad dramática se va acumulando hasta que termina por estallar, y cerramos el libro con una sensación de largo viaje y de tristeza ante el mundo.
La ironía, como en Libertad, también está presente en Las correcciones, pero en esta novela es una ironía más desolada, al analizar los conflictos irresolubles de una familia en la que sus miembros no son lo que se espera de ellos.

Por el párrafo anterior podría parecer que considero que Libertad es una novela inferior a Las correcciones debido al intento de Franzen de buscar un público más amplio, pero en realidad no esta mi conclusión; ya que por el contrario me parece que en Libertad, Jonathan Frazen está tan seguro de quiénes son sus personajes y de qué quiere contarnos, que no necesita hacer uso de ningún alarde narrativo para acercarnos a su historia.
No sabría, en realidad, con cuál de las dos quedarme sin me hicieran la pregunta directamente, y me parece que ambas novelas tienen tanto en común que la tendencia, al responder a una eventual encuesta entre lectores de los dos libros, sería la de contestar que el mejor es el primero que leyeron, por habérseles hecho entonces este libro más original y el segundo haberlo leído bajo el foco de la comparación.
En cualquier caso, me parece que tanto Libertad como Las correcciones son grandes novelas, dos obras maestras, y que Jonathan Franzen se está convirtiendo, desde las últimas semanas, en uno de esos nombres referenciales que uno a mi lista de escritores norteamericanos preferidos.

lunes, 21 de noviembre de 2011

Reseña de Siempre nos quedará Casablanca

Estoy acabando de leer Las correcciones de Jonathan Franzen (más de 700 páginas) y aún me quedan unos cuantos días para poder colgar la entrada.

Quería hoy agradecerle al blog La tienda de Lope la entrada que muy amablemente dedicó a mi poemario Siempre nos quedará Casablanca. Dicha entrada empieza así:

Blog La tienda de Lope: “Por fin me animo a escribir sobre el último libro publicado de David Pérez Vega. Hace algún tiempo que lo leí, de vuelta a Olmedo desde el domingo de clausura de la feria del libro de Madrid. Se trata de una colección de treinta y cuatro poemas dividida en cuatro partes. Su estilo es casi narrativo y su lectura resulta ligera además de reconfortante. (Seguir leyendo AQUÍ)

Gracias Peri.

domingo, 13 de noviembre de 2011

Basura, por Ben Clark

 
Editorial Delirio. 108 páginas. 1ª edición de 2011.

Lo de leer poesía va por rachas. Puedo estarme meses, incluso años, leyendo prosa y, sin embargo, en algún momento impostergable siento su llamada. Me ocurrió en mayo de 2008: me apeteció leer algún libro de poesía joven española, entré en Internet buscando información y en la página web de algún suplemento cultural destacaban como uno de los mejores poemario de 2006 Los hijos de los hijos de la ira, escrito por un ibicenco, de origen inglés, llamado Ben Clark (Ibiza, 1984), y que en el momento de publicación de su poemario, que fue el premio Hiperión de 2006, contaba tan sólo con 21 ó 22 años. Así que los poemas de Los hijos de los hijos de la ira están escritos cuando Clark tenía 20 ó 21 años.
Los hijos de los hijos de la ira me pareció un poemario de una madurez sorprendente, y me causó una agradable impresión ver cómo el autor se cuestionaba los parámetros bajo los que había crecido («”hijos de la bonanza” nos llamaban», pág. 15) y sentía como propias la angustia existencial y el desamparo de su generación, otra más como cualquier otra.

En mayo de 2011, el poeta mallorquín Javier Cánaves me convocó a la presentación de su nuevo poemario Limpieza y absorción que tendría lugar en Madrid el 2 de junio, publicado con la salmantina editorial Delirio. La presentación tuvo lugar en una agradable librería cercana a la plaza de Tirso de Molina, y como en esto de la poesía nadie es profeta donde no es su tierra estuvimos francamente cómodos y en familia (no llegábamos a las 10 personas). Entre los asistentes se encontraban el editor de Delirio, el divertido Fabio de la Flor (que ofició de maestro de ceremonias) y el amigo de Cánaves, doblemente publicado en Delirio, Ben Clark. Si hubiese sabido que iba a estar allí habría acudido a la librería con Los hijos de los hijos de la ira para que me lo firmara (ya saben ustedes de mis mitomanías), como no lo tenía compré su nuevo libro, Basura (2011) y me lo firmó sobre la barra de un bar de Tirso de Molina.

Y hace unas semanas volví a sentir la llamada de la poesía.

Basura es un poemario que por su propuesta -la denuncia de la sociedad de consumo, analizando su capacidad para generar desechos- me atrevería a englobar dentro de la llamada poesía de la conciencia, de la que ya hablé al comentar el libro Oxígeno en lata de Alberto García-Teresa (AQUÍ la entrada sobre la poesía de la conciencia de la wikipedia). (El editor Fabio de la Flor difiere de esta inclusión en la poesía de la conciencia para Basura, su opinión puede leerle en el primer comentario de esta entrada)

El tomo dolido y lírico de Los hijos de los hijos de la ira ha dado paso en Basura a un desapego desencantado e irónico; el intimismo de aquel poemario se ha transformado en éste en versos expositivos más directos, y a veces cercanos al microrrelato. Pondré un ejemplo (los poemas no van titulados):

Abdullah Samuels quema neumáticos en África.
La nube es negra y densa y el poblado
cierra (cuando es posible) sus ventanas.
Vende hierro.
Lleva así veinte años. Vende hierro.
El gobierno le ha dicho que no puede.
Le ha dicho un periodista que no debe.
Le ha dicho una ONG que se envenena,
que envenena al poblado y a sus hijos.
Pero cada mañana Abdullah Samuels
Se levanta temprano y busca ruedas.
Lleva así veinte años. Vende hierro.

Como podemos observar en el poema anterior (pág. 24) el yo poético de Los hijos del los hijos de la ira se difumina en la creación de personajes de Basura; personajes que a veces son recreaciones de personas reales, relacionadas con la basura, y de los que el autor ha recopilado información en los periódicos o en internet, como los hermanos Homer y Langley Colleyer, habitantes de Nueva York y aquejados del síndrome de Diógenes, a los que se dedica toda una serie de poemas de Basura.

La generación de detritus por parte de las sociedades modernas hace que el poemario nos acerque a cuestiones sociales relacionadas con la soledad y el abandono, tocando así tangencialmente temas como la indigencia o la inmigración. Veamos el poema de la página 42:

Ser inmigrante no es fácil,
pero he comprendido pronto
que si uno se hace pasar
por italiano (aunque es algo
muy odioso para un griego)
los abusos se reducen
casi a la mitad respecto
a que te crean rumano.
Es así. Cuento, además,
con la suerte de saber
que vuestro italiano es más escaso
incluso que el mío.

En los poemas de basura se prescinde de la rima, pero en la mayoría de los versos no de contar las sílabas; como podía observarse en el poema anterior, formado por octosílabos.

En la primera parte del poemario, titulada Historia de la lluvia, me ha dado la impresión de que Ben Clark aún no tenía decidida del todo la evolución temática del libro, puesto que aquí, si bien nos encontramos ya con el retrato de algún personaje, como el capitán Charles Moore -descubridor del continente de plástico del Pacífico-, o Abdullah Samuels -del que hablamos antes-, aún existe una pulsión más lírica e intimista, en la que se va infiltrando también el desencanto. Veamos el poema de la página 22:

Pero si hablo de amor, si llegados a este punto hablo de amor,
es porque todavía me permito cierto engaño;
sobre la tierra fértil y cruel, cuerpo yermo de mercurio,
prometo amar al hijo que no tengo
(y que nunca podré tener)
con el mejor regalo de ese siglo:
permanecer así, materia oscura.

En el poema de la página 21, Clark regresa a Los hijos de los hijos de la ira, con una visión irónica, citando aquí como apertura uno de los versos más representativos de aquel poemario:

«Llovía en todo el sigo XXI»
leíste y sonreí porque te amaba.
«Lo hubiera escrito hoy de otra manera»
te dije y el Retiro era un incendio
de palabras y vasos desechables
y latas de refrescos en la sombra.
«Hoy son libros de viejo y hace apenas
Unos años que…» «¡No! –te interrumpí-.
Lo que importa es que pronto serán sólo materia».


Si bien he leído Basura con agrado, he de decir que me gustó más Los hijos de los hijos de la ira. Y prefiero este poemario porque la suma de la fuerza lírica de cada poema individual me parece superior a la fuerza de denuncia de los poemas de Basura, que actúan más como un conjunto interdependiente.
Teniendo en cuenta la juventud de Ben Clark, su entusiasmo hacia la poesía y su capacidad para reciclarse, es lógico pensar que va a escribir en el futuro, además de los que ya ha escrito, muchos más poemarios interesantes.

Si los poemas de Basura son en general más cortos que los de Los hijos de los hijos de la ira (llegando en algunos casos al poema de un verso, como el de la página 58: “Escribir poco en un país de excesos”), trascribo, para acabar, el que más me ha gustado, que coincide con el más largo (pág. 59, 60, 61):

Nací sin nada y llevo así, sin nada,
unos ochenta y nueve años. Bastante
como para poder desvariar
sobre este banco junto a un Tetra Brick
sin que nadie me escuche ni me crea.
Pero atended –o no; me da lo mismo–.
Hay consenso en creer que tras la Guerra
(que empezará en la costa de Israel)
dominarán las ruinas las manadas
de perros. Las mascotas
adorables de un día crecerán
hasta alcanzar tamaños nunca vistos
(los perros más pequeños serán carne
o quizá incluso esclavos de otros perros).
La basura heredada
será de quien merezca poseerla
(cucarachas y ratas siempre ha habido
y siempre habrá: su mundo es el subsuelo);
la lucha será entonces entre el Hombre
y su fiero mejor amigo. «Es triste»
diríais si estuvierais escuchando
pero yo os diré ahora que es hermoso,
que es un momento bello de la Historia.
Sólo entonces podrá el hombre medirse
con su idioma paupérrimo y ambiguo.
Si los perros actúan como creo
que harán (pues yo soy perro y perro viejo),
esperarán el tiempo que haga falta:
diez años, veinte, treinta, cien ¿quién sabe?
El caso es que algún día los humanos
se encontrarán terriblemente solos
sin saber el motivo.
Vagarán
por las ruinas de centros comerciales,
por escuelas sin techo,
por gimnasios roídos por el óxido,
por piscinas vacías, discotecas
enfangadas y plazas sin palomas.
Se darán cuenta al fin del lodazal
de ismos vacuos y eslóganes que hicieron
y por el cual lucharon.
Y verán los espacios destruidos
sintiendo una nostalgia más antigua
que aquella pantomima de hormigón.
Un arrepentimiento duro y áspero
los sobrecogerá
y por primera vez no habrá poeta
capaz de traducir el sentimiento.
Porque será imposible.
Y saldrán esa noche de las sombras
los perros como ángeles de dientes
y en silencio.
No encontrarán ninguna resistencia.
Y empezará otra cosa para el mundo.
Y empezará otra cosa. Ya sin nombre.


domingo, 6 de noviembre de 2011

Ejército enemigo, por Alberto Olmos

Editorial Mondadori. 279 páginas. 1ª edición de 2011.

(Para lectores con prisa: la reseña de Ejército enemigo empieza debajo de la foto de Alberto Olmos, lo anterior es una introducción sobre la obra de este autor)

Pensaba que había leído a Alberto Olmos (Segovia, 1975) antes que a Roberto Bolaño, pero no fue así; lo acabo de comprobar en el archivador donde voy apuntando lo que leo desde los 12 años: leí Estrella distante y Los detectives salvajes de Bolaño en el verano de 1999, y A bordo del naufragio de Olmos también en el verano de ese mismo año, pero después de a Bolaño.
Recuerdo haber cogido de la estantería de novedades en la biblioteca de Móstoles A bordo del naufragio, y haberme sorprendido de que una persona tan joven entonces –en 1998 Alberto Olmos tenía 23 años– hubiese quedado finalista del premio Herralde y se hubiese publicado su libro en Anagrama, entonces la meta más alta, para mí (y posiblemente ahora también, aunque con algún matiz), a la que debería desear llegar un aprendiz de escritor en España. Es posible que al leer A bordo del naufragio en 1999 leyese por primera vez el libro de alguien más joven que yo.
Y recuerdo que sin que me pareciera ninguna obra maestra –el libro debía de estar escrito cuando Olmos tenía 21 ó 22 años– me gustó porque sentí una conexión inmediata con el personaje, alguien que se acercaba todas las mañanas con desgana a su facultad de periodismo en la misma Universidad Complutense de Madrid a la que yo me acercaba por las mismas fechas con igual o mayor desgana (una desgana la mía llena de angustia y dudas sobre mí mismo), que tenía unos referentes (recuerdo por ejemplo la serie Doctor en Alaska) similares a los míos, y que reflejaba a una juventud con la que yo pude sentirme más identificado que la que mostraban libros como Historias del Kronen de José Ángel Mañas o Lo peor de todo de Ray Loriga.

Después, durante los años siguientes, esperé la segunda novela de Olmos, que pensaba que aparecería en Anagrama. Y esto no ocurría.
Creo que fue en un suplemento cultural donde leí que Olmos había publicado un libro titulado Así de loco te puedes volver en una editorial que dependía de la Caja de Ahorros de Segovia o algo así; pero no llegó a las librerías, lo dejé pasar y me olvidé.

Bastantes años más tarde, paseando entre los anaqueles de la biblioteca de Móstoles, descubrí por azar un nuevo libro de Alberto Olmos, Trenes hacia Tokio, publicado por la editorial Lengua de Trapo, novela ganadora de un premio organizado por la Comunidad de Madrid. No lo podía creer, estoy hablando ya de 2008, habían pasado muchos años desde que me había cansado de esperar la siguiente novela de Olmos. Leí la contraportada y me enteré de que Alberto Olmos se había ido a vivir a Japón, y de que este libro, Trenes hacia Tokio, reflejaba esa experiencia.
Lo saqué de la biblioteca, lo leí, y me gustó el reencuentro. Si bien Trenes hacia Tokio carecía de una estructura interna muy sólida, mostraba unas estampas de Japón que me interesaron, unas estampas que huían de una visión estereotipada del país, y que mostraban la vida de los inmigrantes hispanoamericanos, de aburridas amas de casa, de niños en un colegio… Luego supe que los capítulos de Trenes hacia Tokio provenían de un blog en el que Olmos había narrado su experiencia japonesa de tres años, y así se explicaba su estructura impresionista.
También me percaté de que Alberto Olmos había publicado en 2007 otra novela con Lengua de Trapo, El talento de los demás. Busqué información sobre ella y encontré en Internet un gran número de reseñas elogiosas. Deseé comprarlo y por poco me echa para atrás la única reseña negativa con la que me topé, firmada por un tal Juan Mal-herido, que escribía en un blog llamado Lector mal-herido. No hice caso a la reseña del tal Mal-herido y compré el libro. Y, además, me enganché a aquel blog de reseñas donde en vez de aparecer la portada del libro reseñado o una foto del autor, los comentarios sobre los libros iban acompañados normalmente de la foto de una chica en actitud sexy.
Leí El talento de los demás y leí las críticas del Lector mal-herido. Y El talento de los demás me pareció la mejor novela de Alberto Olmos hasta la fecha, una obra ambiciosa y muy bien perfilada para la juventud del autor en ese momento, que acababa de sobrepasar los 30 años. En El talento de los demás Olmos juega a ser diferentes escritores, y me convenció con su despliegue de recursos: novela expresionista y novela realista polifónica. Y leí las reseñas que hacía el tal Lector mal-herido y en algunos momentos me sonreí por la provocación que suponían sus opiniones, a veces delirantes, políticamente incorrectas, muchas veces certeras, y pensé que quien escribía detrás de la careta de ese blog sabía de literatura y también, más de una vez, que no estaba muy cuerdo; en más de una ocasión también me partí abiertamente de la risa.

En algún momento el Lector mal-herido empezó a comentar los cambios que el autor Alberto Olmos deseaba hacer sobre la portada de su libro, Tatami, que también iba a publicar con Lengua de Trapo. Y aquí fue cuando me di cuenta de que Alberto Olmos y el Lector mal-herido eran la misma persona.
Pedí que trajeran Tatami a la biblioteca de Móstoles, y leí su escaso centenar de páginas apenas de una sentada. Olmos regresaba a su temática japonesa, y me pareció que estaba todo bastante bien medido. Además ahora utilizaba un nuevo recurso: el uso de diálogos, con una gran solvencia. Y estamos ya en febrero de 2009.

Me recuerdo comentando (cuando el blog mal-herido admitía comentarios) en la entrada de El tercer Reich de Roberto Bolaño, para decir que a mí no me había parecido tan malo el libro como la reseña insinuaba. Y allí me vi en un terrible fuego cruzado con otros comentaristas (la mayoría anónimos) que querían hacerme ver que Bolaño era, básicamente, una mierda de escritor; y a mí, básicamente, no me parecía que Los detectives salvajes lo escribiese cualquiera una mañana y tal… pero al parecer me faltaba a mí mucho por saber de eso llamado literatura, me decían los anónimos.
Aunque el día que más me molestó leer un comentario de Mal-herido fue cuando apareció allí el libro Los boys del escritor norteamericano de origen dominicano Junot Díaz. Creo que Mal-herido no estaba muy de acuerdo con que a Díaz le hubiesen concedido el premio Pulitzer por La maravillosa y breve vida de Oscar Wao, y leyendo su anterior libro de relatos, de una década antes, tuvo que desmontarlo. Cuando salió en esa década anterior fue cuando lo leí yo, un libro que me encantó y que leí más de una vez y compré de saldo para regalarlo otras tantas. Pero de nuevo lo mejor esta vez fueron los comentaristas, que no habían leído el libro pero abogaban por que a Junot Díaz había que darle, y darle fuerte además: qué se había creído ése, ¿qué nos la iba a dar con unos cuentitos de inmigrantes a nosotros, a nosotros…?

Después, cuando el hecho de que El lector mal-herido y Alberto Olmos eran la misma persona fue público, los comentaristas acabaron volviéndose contra el autor del blog, ya que algunos de ellos empezaron a pensar que Olmos estaba haciendo concesiones dentro de su, hasta entonces, inmaculado reparto de tralla. Se acabaron los comentarios.

En julio de 2009 fui de visita a Segovia, como cada verano, y en la librería Punto y línea, cercana a la plaza Mayor, me apeteció comprar la nueva novela de Olmos en Lengua de Trapo: El estatus; una novela que me pareció bien escrita, pero su desubicación y temática fantástica me descolocó: me pareció extraño que tras escribir El talento de los demás y Tatami Olmos escribiera El estatus; me desconcertaba esa evolución. Por estas fechas ya había abierto este blog de reseñas e hice un comentario sobre El estatus (pinchar AQUÍ), lo que me llevó a contactar, a través del correo electrónico, con Alberto Olmos, y luego lo conocí en persona. Él mismo, tomando un café, me comentó que El estatus no estaba escrito después de Tatami sino antes: había sido una novela rechazada en su momento, que al publicarla fue el Premio Ojo Crítico.
Desde entonces me he visto con Alberto en unas pocas ocasiones, y lejos de la imagen que podría desprenderse de Lector mal-herido en persona es un agradable y educado conversador (aunque, eso sí, al hablar con él, e imagino que en mayor proporción si sabe que eres admirador de Roberto Bolaño, como yo, en la conversación dirá al menos una vez: “¡Bolaño es una mierda de escritor!” y algunas variantes más de esa aseveración).




Tuve en las manos Ejército enemigo semanas antes de que saliese en librerías (aunque este ejemplar no fue el que leí; el mío lo acabé comprando en la Fnac de Callao).
Antes de acercarme a él pude leer dos reseñas: la de Antonio J. Rodríguez, quien afirma que Ejército enemigo es “la mejor historia de 2011” (ver AQUÍ) y la de Patricio Pron, que dice que “es técnicamente pobre y argumentalmente fallida” (ver AQUÍ).
Y lo curioso de estos dos puntos de vista tan diversos es que ambos proceden de autores de la misma editorial en la que ha sido editada esta novela, Mondadori. El primero, Rodríguez, un autor muy joven (1987) y amigo de Olmos, que pronto sacará libro con esta editorial; el segundo, Pron, es un autor de la misma quinta de Olmos (1975) y compañero suyo en la selección que la revista Granta hizo de los 22 mejores autores menores de 35 años de la lengua española. Pron, ante la pregunta que le hicieron en su blog de reseñas sobre por qué no hacía críticas negativas de los libros que leía, contestó (cito de memoria): “Porque leo más de tres libros por semana y prefiero dedicar tiempo y resaltar los buenos libros que leo antes que los malos”. (En el caso de Ejército enemigo parece que se olvidó de su axioma).

He leído Ejército enemigo con creciente curiosidad, tras las dos reseñas anteriores, y tras la desorbitada introducción anterior aquí está mi opinión:

Ejército Enemigo está narrado en primera persona por Santiago, un publicista de segunda fila de 35 años, y ya en la primera frase nos introduce, acercándose al existencialismo francés, en el núcleo argumental de la novela:
“Dijo que tenía algo para mí, por eso estaba aquel día de camino hacia la casa de mi amigo muerto. / Su madre me lo dijo” (pág. 9).

El amigo, Daniel, es más joven que Santiago y más idealista, colaborador habitual de ONGs y asiduo en manifestaciones; también pertenece a una clase social más alta que él. Cuando quedan, suelen discutir de política y de solidaridad. Santiago trata de minar la confianza de Daniel en su compromiso: a pesar de toda la solidaridad del primer mundo y de las ONGs, la pobreza mundial ha aumentado en los últimos 20 años. “La solidaridad ha fracasado”, afirma Santiago. Meses más tarde, Daniel aparecerá muerto violentamente en un descampado –a sus 28 años–, y Santiago recibe una curiosa herencia: la clave del correo electrónico de Daniel. Lo que le permitirá acceder a la intimidad de su amigo sin que nadie más lo sepa.
Santiago se desvela pronto como un ser cínico y un tanto amargado, al que le gusta fisgar en las vidas de los demás, y por tanto la clave del correo de Daniel será para él un vicio y un tesoro. Este rasgo humano, el deseo de penetrar en la intimidad ajena, ya lo exploró Olmos en Tatami, y profundiza en ello aquí desde un punto de vista muy actual, a través de las múltiples posibilidades de Internet.

Santiago es además un gran consumidor de pornografía en la red y le gusta participar en un chat donde el azar le hace encontrarse con otras personas y poder verse, o tener sexo, a través de las webcam.

Santiago se relacionará, después de la muerte de Daniel, con Fátima, la concienciada y joven hermana de este último, y con otros amigos del muerto; encuentros que forzará para poder reconstruir los últimos días de la vida de su amigo. Un hilo argumental que hace que el libro adquiera visos de novela negra, hasta que, siguiendo una investigación centrada en Internet, Santiago creerá haber dado con el asesino de Daniel.

Ejército enemigo está escrita con distintos registros literarios: con una prosa donde resuenan ecos del lenguaje cuidado de Paco Umbral o Javier Marías, y una temática que pretende provocar la polémica y que se acercaría a Michel Houellebecq (Plataforma, Las partículas elementales…) y también a Frédéric Beigbeder, por sus comentarios del mundo publicitario en la novela 13,99 euros; con algún toque del existencialismo francés: en un momento de la novela se reflexiona sobre el yo, evocando, sin nombrarlo, La náusea de Jean Paul Sartre.
También se usa el formato del diario: Santiago va anotando los acontecimientos de su vida en cuadernos, con una prosa muy escueta y casi vacía de sentimiento.
A través del correo electrónico de Daniel la novela se acerca al género epistolar en su versión cibernética.
Se usan las citas, leídas en correos electrónicos, que un amigo enviaba a Daniel: David Fincher, Thomas Bernhard, Jack London, Henry Fielding… (Comentario metaliterario: muchas de ellas provienen de libros que aparecieron comentados en Lector malherido).
Se usa el ensayo: la narración se detiene, y Santiago reflexiona sobre la evolución de la pornografía en Internet y la idea de intimidad; o sobre la evolución mercantilista del concepto de solidaridad.
Se usa el cuadro costumbrista: Santiago vive en un barrio deprimido de Madrid (¿Usera?), y se describe su deterioro y la convivencia entre nativos e inmigrantes. Es interesante el contraste creado con los barrios pijos de la ciudad, de donde proceden los amigos de Daniel.

Como ya he apuntado, Olmos quiere escribir con un lenguaje cuidado, que intenta evocar a sus admirados Umbral o Marías. Muchas páginas me han gustado y en otras me parecía que se hacía difícil la coherencia entre el cinismo desapegado del narrador y su tendencia a un lirismo excesivo y no siempre acertado: “Desde hacía años, el centro de la ciudad se había llenado de esta suerte de propuesta artística [zapatos colgados en cables]. En numerosas calles, numerosos cables mostraban ese inopinado fruto zapatero” (la cursiva es mía).
En muchos casos me he descubierto leyendo el libro como si el narrador de Ejército enemigo fuese el mismo que el de A bordo del naufragio, pero más de una década después, convertido aquel chico dolido y de mirada sensible en un cínico un tanto amargado. Hay un nexo que los une: A bordo del naufragio termina cuando el protagonista roba un libro de Fernando Pessoa en la Fnac de Callao y le atropella un coche; en Ejército enemigo, Santiago ya ha leído a Fernando Pessoa y lo ha reducido a un triste eslogan publicitario para vender refrescos.

(Nota personal: en la página 87 leemos: “En un intento estimable de dar al internauta solitario y enrojecido gato por liebre”. ¿Gato por liebre?, ¿una frase hecha, un cliché? ¿No han sido defenestrados en Lector mal-herido muchos libros, entre ellos los de Bolaño (“más pobre que una rata”), por menos que esto?)

Lo que más me ha gustado de Ejército enemigo han sido las reflexiones de Olmos sobre la evolución de la privacidad y la pornografía en Internet, y el cuestionamiento de la solidaridad como un elemento de márketing para vender cualquier producto (entre ellos los discos del cantante Miguel Basó, muy divertido esto, como otros momentos de la novela, en los que se me ha escapado más de una sonrisa o incluso carcajada).
Destacaría también la captación costumbrista de la vida del barrio de Santiago.

Y efectivamente, como se ha apuntado en alguna crítica, el hilo argumental en más de una ocasión se tambalea, llegándose a casi perder en algún caso la verosimilitud narrativa. Eso me lleva a concebir Ejército enemigo como una novela de corte expresionista: así se justificaría el giro de Daniel y sus amigos hacia un posible terrorismo (algo que seguramente tenga que ver con El club de la lucha de Chuck Palahniuk, pero estoy hablando de oídas, porque yo sólo he visto la película) y la presencia y razón de ser del supuesto asesino. Y salvarse en esta cuerda floja puede que sea un logro y no un demérito de la novela.

Sin ser una novela redonda, Ejército enemigo es más que interesante por sus reflexiones tan contemporáneas sobre la privacidad, el sexo, la solidaridad; por su capacidad para incomodar y generar debate; y por la exploración de caminos narrativos (vinculados a las nuevas tecnologías), unidos a otros más tradicionales, como la novela negra y la costumbrista.

Si la anterior novela de Alberto Olmos, El estatus, era una narración desubicada y con tendencia al escapismo fantástico, su nuevo libro no puede ser más de actualidad; y me sigue sorprendiendo la capacidad de Olmos para reinventarse en cada nueva obra.
Esperaremos las siguientes obras de un autor que aún tiene mucho que decir.