Editorial Random House. 137 páginas. 1ª edición de 2018.
Cuando vi anunciado en internet que César Aira (Coronel Pringles,
Argentina, 1949) iba a presentar una nueva novela en el edificio Telefónica de
Gran Vía en Madrid, me apeteció ir. Escribí a los representantes de prensa de Random House para ver si les parecía
bien enviarme la nueva novela, Prins, para escribir una reseña, y
tenerla el día de la presentación, con la idea de que me la firmara Aira. Quedé
en que me enviarían el libro, aunque desafortunadamente no llegó a tiempo para
el día de la presentación. Estuve a punto de comprarlo allí para tenerlo
firmado, pero me contuve y me compré el de Relatos reunidos. También llevaba de
casa la primera edición de El tilo y Las noches de Flores. Así
que al final me fui a casa con tres libros de Aira dedicados, y al llegar los
junté con Cumpleaños, que me firmó en otra ocasión.
El primer capítulo de Prins me parece magistral. Un escritor
de novelas góticas nos cuenta que está aburrido de escribir libros, con los
convencionalismos propios de un género muerto, para un público al que no
respeta. «Condenado de toda la vida a la laboriosa redacción de novelas
góticas, encadenado al gusto decadente de un público inculto…», así empieza el
libro. Nuestro escritor ha tenido tanto éxito de ventas con esta literatura que
desprecia vivir en una enorme mansión, llena de adornos y elementos propios de
un castillo gótico. Algo que hizo por publicidad y por una ironía que su
público no llegó a captar.
Como uno de los Bartlebys de los que
habló Enrique Vila-Matas en su novela
Bartleby
y compañía, conocemos a nuestro narrador justo en el momento en que ha
decidido dejar de escribir, porque continuar con una farsa que considera
absurda no le satisface. Ahora debe valorar a qué va a dedicar su tiempo libre.
Se decidirá por el consumo de opio.
«Como se verá en esta narración, las
vacilaciones abundaron. El camino del opio fue una verdadera prueba de fuego
para mi perseverancia», leemos en la página 19.
Prins empieza
presentándonos a un personaje peculiar (un escritor de novelas góticas que vive
en un castillo gótico kitsch a las afueras de Buenos Aires), pero con un
discurso coherente y unas críticas hacia la mala literatura punzantes y
divertidas: «Llegué a supeditar mi supervivencia en el mercado editorial al uso
de las palabras en su acepción más corriente y llana, y si debía optar entre
dos palabras me quedaba con la que tuviera una única acepción. La mera idea de
que entendieran algo distinto de lo que yo había querido decir me producía
escalofríos», pág. 19.
Por supuesto, si uno ha sido
previamente lector de César Aira (creo que ésta es la séptima novela que leo de
él), sabe que el libro que tiene entre las manos no va a transcurrir en los
carriles de la coherencia narrativa, que precisamente la apuesta de Aira es
dinamitar la lógica del discurso. De este modo, la salida del narrador de su
castillo para comprar opio será presentada como una aventura casi fantástica,
al estilo de una novela gótica o de aventuras. Pero a diferencia de la férrea
coherencia de este tipo de novelas populares (A va a consultar a B para que le
diga cómo llegar a C, etc.), aquí se narra desde el puro descreimiento irónico en
la construcción convencional de una novela.
«Para algo debería servirme mi
experiencia de escritor de géneros populares, que tienen lectores exigentes con
el realismo, el verosímil, las explicaciones completas (mientras que los
lectores de literatura pretenciosa se los puede conformar con metáforas o
juegos de palabras» (pág. 56): como podemos ver en esta cita, Aira puede ser
punzante con muchos convencionalismos literarios.
La apuesta por el absurdo y la
incoherencia es seria: por ejemplo, nuestro narrador (del que no debemos
fiarnos en ningún momento) nos ha explicado que las novelas góticas le dan
mucho trabajo, para pasar a decirnos que le dedicaba a su escritura media hora
al día y, finalmente, contarnos que tenía un equipo de siete escritores que las
escribían por él. Así que su decisión de dejar de escribir novelas góticas y
cubrir ese vacío con otra actividad es delirante, puesto que, de entrada, ya no
escribía novelas góticas cuando comienza la novela.
Tras una serie de aventuras sin
explicación (encuentro con el Armiño, viaje en el autobús 126, donde conoce a
Alicia, y llegada a La Antigüedad –lugar donde se vende la droga– y conocer al
Ujier, el vendedor), regresará a su casa con una enorme cantidad de opio. El
Ujier le acompaña y se quedará a vivir con él, ya que no puede regresar a La
Antigüedad. La llave para volver a abrir la puerta se encuentra atrapada dentro
del gran bloque de opio y tendrá que ser consumido todo para llegar a ella. De
este modo, el Ujier pasará a vivir en el castillo gótico, junto con Alicia, una
mujer a la que el escritor ha conocido en el autobús 126 y que se convertirá en
su sirvienta y amante. Para Alicia, el narrador inventará un pasado común, un
encuentro de juventud y una pérdida. «No quiero ponerme a hacer teorías de las
que afeaban mis libros interrumpiendo a cada página la continuidad narrativa,
así que lo diré brevemente, sin desarrollar: creo que me había hecho la idea de
que toda aventura era mental» (pág. 22).
Estos planteamientos categóricos (como,
por ejemplo, que el Ujier no pueda volver a La Antigüedad hasta que no recupere
su llave) me han parecido, hasta cierto punto, una parodia de las relaciones
establecidas en las novelas de Franz
Kafka. Por ejemplo, ante la situación descrita he pensado en algunas
escenas de América: el sobrino desobedece una vez a su tío al llegar al
nuevo continente y éste le dice que ya no puede vivir con él nunca más, y
emprende su viaje por los caminos del nuevo país. Si en Kafka estas relaciones
causales se constituían en símbolo de una realidad superior (posiblemente
religiosa), en Aira son pura burla de los convencionalismos narrativos. Aunque,
sin embargo, tampoco es la suya una apuesta en el vacío, porque su narración sí
que transmite una idea del absurdo de la vida y de soledad, una idea de mundo
propio, autónomo del real; además, en su prosa podemos encontrarnos con
reflexiones que no son banales: «Por escapar de lo obvio la humanidad se
extravió en esa insensata acumulación de sofismas que es la civilización. Si se
hubieran dado por satisfechos con las simples verdades que les salían al paso
sin tener que ir a buscarlas se habría evitado la guerra de los bóeres. O las
guerras civiles» (pág. 25); «Las mentes brillantes, que despliegan sus alas en
el vuelo majestuoso de las ideas, tropiezan y se paralizan en los senderos
pedregosos de la vida práctica, y las más de las veces quedan a merced de los
brutos» (pág. 98); «Me daba cuenta de que siempre había pensado que todo en la
vida era un fin en sí mismo, y de ahí la elección del opio, al que veía como la
consumación de ese estado de cosas en el que no había medios sino sólo fines»
(pág. 121).
Al leer Prins he pensado en Las
noches de Flores, que Aira publicó en 2004, y que también parte de un
comienzo peculiar, pero realista, para ir avanzando hacia la incoherencia y el
absurdo. Como entonces, me he reído con Prins;
cuando me percataba de la información contradictoria vertida en el texto me
sonreía, me parecía divertido, entraba en el humor de Aira y me lo tomaba como
una broma. Entiendo también que este tipo de apuestas puedan exasperar a muchos
lectores desconcertados.
Aira también juega aquí al narrador
políticamente incorrecto, haciendo algún comentario racista o desconsiderado
hacia las clases bajas, que he entendido como una nueva ruptura de los
convencionalismos de cierto tipo de lectores, que exigen un narrador con el que
puedan identificarse cómodamente.
Me percato también de que en los
catorce años que han pasado entre Las
noches de Flores y Prins, los
planteamientos de Aira son similares, su ruptura de los convencionalismos narrativos
rompe las costuras en los mismos puntos, y me pregunto si no habrá encontrado
ya Aira un camino cómodo para ser anticonvencional, y no será que, dentro de su
curiosa apuesta, repite planteamientos y su anticonvencionalismo se ha
transformado en una nueva forma de ser convencional, aunque sea para sí mismo.
Mi pregunta es la siguiente: Aira
puede hacer bromas sobre los convencionalismos literarios, pero ¿podría
olvidarse de las bromas y escribir una novela en serio, con personajes
coherentes y una narración que incida, por ejemplo, en lo social? Sé que la
literatura no tiene por qué ser social (podría haber usado otro término) y no
tiene que cumplir con ninguna idea de orden establecido, pero si tu cometido
artístico es burlarte de X, ¿serías capaz de llegar a X? Creo que Aira no
quiere escribir X y es posible que yo no haya leído mucho de su ingente obra
(con más de cien novelas publicadas) para conocer todas las variantes y los
caminos de su apuesta.
Sin embargo, en Prins (como en Las noches de
Flores), sí que encontramos un trasfondo social, ya que el narrador de Prins nos habla de las malas condiciones
de los barrios bajos y por estas páginas desfilan mendigos y nos encontramos
con peligros callejeros.
Me he divertido con Prins, que –como suele ser habitual en
Aira– tiene un arranque superior a su conclusión. El mismo Aira ha declarado en
alguna entrevista que se cansa de sus novelas y no sabe, a veces, cómo
terminarlas. No sé si podría leer, muy de continuo, libros escritos bajo las
premisas que escribe Aira, pero sí sé que, de vez en cuando, acercarme a su obra
me resulta estimulante.
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