domingo, 9 de septiembre de 2018

Mañana nunca lo hablamos, por Eduardo Halfon


Editorial Pre-textos. 138 páginas. Primera edición de 2011.

Ya he comentado que en la pasada Feria del Libro de Madrid compré los tres libros que a Eduardo Halfon (Ciudad de Guatemala, 1971) le ha publicado la editorial Libros del Asteroide. En cuatro días, he leído los tres seguidos. El lunes que iba a acabar Duelo estaba ya de vacaciones y decidí irme de librerías. Compré tres libros más de él: Mañana nunca lo hablamos, Biblioteca bizarra y De cabo roto. Ese mismo lunes que acabé Duelo, por la noche leí los dos primeros cuentos de Mañana nunca lo hablamos. Creo que me estoy convirtiendo en un adicto a la prosa de Halfon. No sé si hacía falta señalarlo. Mañana nunca lo hablamos y Biblioteca bizarra los compré en la librería La Central y De cabo roto en una librería de segunda mano, cerca del metro de Alfonso XIII.

Mañana nunca lo hablamos está formado por diez relatos, y se abre con una cita de Virginia Woolf que dice: «Ese gran espacio de catedral que fue la infancia.». La contraportada del libro está redactada por el propio Halfon y resulta muy significativa. En ella podemos leer: «Toda infancia tiene sus puertas de salida. En toda infancia hay momentos –a veces magnánimos, a veces prolijos, a veces breves y volátiles– que son como pórticos hacia la grandeza del futuro. Los atravesamos con pasos inocentes, llenos de ímpetu y curiosidad, sin entonces lograr comprender, por supuesto, que esos precarios pasos son irrevocables, que no tienen marcha atrás. A veces pienso que por eso escribo. Para intentar regresar a la ilusoria y frágil pureza de mi niñez, en la Guatemala de los turbulentos años setenta.»

Como el propio autor nos cuenta, los diez cuentos de Mañana nunca lo hablamos nos acercan al Halfon que fue un niño en la década de 1970, antes de irse a vivir a Miami (como sabremos por otros libros; por ejemplo, se habla de esto en Duelo) en 1981, cuando va a cumplir diez años. La voz narrativa de cada cuento es la misma, y por tanto este libro puede leerse como una colección de cuentos o bien como una novela, en la que cada capítulo (o relato) es una estampa que evoca la niñez del autor en su país natal. Al finalizar el volumen, el lector comprenderá que este libro es, en gran parte, una despedida de la infancia y también de un territorio físico.

El primer cuento se titula El baile de la marea y se desarrolla en las playas de Iztapa, un lugar que también aparecía en uno de los cuentos de Signor Hoffman. Es un cuento breve y bello sobre el misterio de la vida captado por un niño. «Quería preguntarle a mi padre quién sería yo sin mi padre.» (pág. 17) El tema narrativo de la búsqueda de la identidad aparece ya en estas páginas iniciales.

Polvo retrata la experiencia de un niño en 1976, cuando Guatemala sufrió un terremoto que acabó con 30.000 vidas. El comienzo de este cuento es muy similar al del comienzo de la novela Formas de volver a casa, que el chileno Alejandro Zambra publicó en 2011, el mismo año que Mañana nunca lo hablamos. Dos niños viviendo el terremoto de asola sus ciudades hispanoamericanas como si tratase de una aventura que rompiera con la rutina. En el cuento de Halfon, el niño será obligado por su tío a mirar a los más desfavorecidos y a tomar conciencia de las tragedias ajenas.

El poder de la euforia nos habla del miedo a decepcionar a los adultos en la infancia –en este caso por unas posibles malas notas del colegio–, de la euforia infantil por salvarse de esa situación, y finalmente de la incapacidad de saber qué hacer con esa euforia y la posibilidad de convertirla, por ejemplo, en crueldad hacia los animales. Todas estas sensaciones están muy bien captadas aquí, sin subrayados innecesarios.
En la página 39, la primera de este cuento, se habla del «abuelo polaco» del narrador. Este dato concordaría con los otros que conozco –gracias a las lecturas anteriores–, de la biografía del personaje y narrador llamado Eduardo Halfon. En Mañana nunca lo hablamos no aparece nunca el nombre del narrador, pero su voz y su biografía son concordantes con las de Monasterio, Signor Hoffman y Duelo. Quizás me ha parecido detectar una pequeña diferencia: en este tercer cuento se habla de un hermano pequeño del padre del narrador, y si no recuerdo mal (que puede ser) en Duelo se nos informa de que el padre no tiene hermanos.

El cuarto cuento –Muerte de un cácher–, como el tercero, recrea algunos de los miedos más reconocibles de la infancia: el miedo a hacer el ridículo en el colegio y a no ser creído; en este caso, al profesor le cuesta creer que al narrador le duele de verdad la cabeza. El niño acabará en el hospital y se hará real para él la idea de la propia muerte, un concepto del que parecía sentirse totalmente a salvo cuando vivió de cerca las consecuencias del terremoto del segundo cuento.
El cierre de este relato es muy sutil, con la idea de la muerte que acabará desviándose desde el cuerpo del niño hasta la muerte del ídolo deportivo. Al leer este cuento, y los anteriores, el lector atento pensará en la forma de componer relatos de los escritores norteamericanos. Estos cuentos de Halfon están influidos por Raymond Carver, Tobias Wolff, Ernest Hemingway, Bernard Malamud o J. D. Salinger. Y por esta influencia de autores norteamericanos de relato breve, pero trasladados a los escenarios hispanoamericanos, he sentido a los cuentos de Halfon cercanos a las propuestas de otros autores americanos de habla española como Edmundo Paz Soldán o Rodrigo Hasbún.

El cuento Quieto a la orilla del lago, en el que Halfon recuerda a un joven trabajador de veinte años de la casa de sus padres, quien le habla de su infancia en las orillas del lago Amatitlán, me ha recordado al final de la novela Duelo. Y no sólo porque aparezca el lago Amatitlán, sino porque se da aquí espacio a la narración oral y a la naturaleza mágica de las tradiciones de los indígenas guatemaltecos.

La señora del gabán rojo, el sexto cuento, abre el libro de forma clara a una segunda mitad, en la que va a predominar, cada vez con más fuerza, el tema de la violencia en la Guatemala de la época. Aquí se habla del secuestro que sufrió uno de los abuelos de Halfon, un asunto del que ya he leído en otros de sus libros. Para el niño es difícil asumir la cotidianidad de la violencia, y esta idea está muy bien captada en el relato.

Si hasta ahora estaba pensando que Halfon aún no considera, en este libro, el tema de su pasado judío como uno de sus grades tema narrativos, ahí está el cuento El último café turco para desmentirme. Aunque es cierto que en este cuento se habla de los orígenes de los abuelos, pero todavía no se insiste en el tema del judaísmo, las persecuciones y los conflictos de identidad. Aún no hay conflictos de identidad, parece decirnos Halfon aquí, porque el niño asume cualquier realidad que le rodea como la más lógica y la única posible. De nuevo, en este cuento aparecen los militares como una presencia ominosa.

Mujeres buenas y mujeres malas guarda relación con la composición de los relatos El poder de la euforia y Muerte de un cácher. Aquí se habla de otra de las sensaciones más reconocibles de la infancia: el brote de los primeros deseos sexuales y la sensación de no conocer cuáles son los límites sociales entre lo que es aceptable y lo que no.

Corazón, no moleste nos vuelve a hablar de la extrañeza ante las reglas del mundo de los adultos que los niños no saben cómo asumir. Aquí se habla de la posible desaparición (violenta o no) de un empleado de la fábrica del padre de Halfon.

El último cuento, Mañana nunca lo hablamos, me ha parecido un gran cierre al libro. Un relato muy logrado. Si acabé la reseña de Duelo diciendo que sentía curiosidad por saber qué caminos narrativos iba a seguir Halfon en sus próximos libros y que a mí me gustaría que hablara de la violencia de la que fue testigo en su país, durante la década de los setenta, no me estaba dando cuenta, entonces, que le estaba pidiendo a Halfon que escribiera Mañana nunca lo hablamos. De hecho, comenté que me gustaría saber más cosas sobre el día que pasó encerrado en el colegio porque en la calle se enfrentaban la guerrilla y los militares. Bien, esa historia, que yo reclamaba, está contada en este último relato. De hecho, es el suceso que va a hacer que sus padres decidan dejar el país y trasladarse a Miami, experiencias que son narradas en Duelo. De lo que nunca hablará mañana el narrador con su padre es de quiénes son los guerrilleros y los militares, de quiénes son los indios, los blancos, los ricos, los pobres de su país. El libro acaba cuando el niño Halfon ya puede plantearle a su padre preguntas incómodas.
Y, así, uno cierra este libro, pensando que para Halfon queda atrás su país natal, igual que queda atrás la infancia.

En Mañana nunca lo sabremos Halfon aún no utiliza el recurso estilístico de repetir palabras al comienzo de las frases de un mismo párrafo para conseguir una cadencia poética y, de forma tradicional, los diálogos se muestran con guiones y no insertos en el discurso narrativo como ocurre en los libros publicados en Libros del Asteroide. En Mañana nunca lo sabremos aún no está presente, como ya he comentado, el gran tema para el autor del pasado judío, las persecuciones, los conflictos con el judaísmo y la memoria. Pero diría que el narrador de estos cuatro libros que he leído seguidos de Halfon es básicamente el mismo, aunque la unidad temática es más fuerte entre el tríptico que forman Monasterio, Signor Hoffman y Duelo.
Mañana nunca lo hablamos es un conjunto de relatos muy uniforme, de corte clásica y poso norteamericano, que se puede leer como una novela y que gustará, sin duda, a aquellos lectores que leyeron los tres libros comentados anteriormente, y que me parece que se han vendido más que este otro libro. Y si alguien empieza a leer la obra de Halfon por Mañana nunca lo hablamos no creo, en ningún caso, que quede decepcionado, porque éste es un gran libro de relatos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario