Durante el verano de 2017 pasé quince días de vacaciones en México.
Volví a encontrarme con mi amigo Federico
Guzmán Rubio, y él me llevó a más de una de las estupendas librerías de
Ciudad de México. En el barrio de Coyoacán visitamos la librería Elena Garro, realmente hermosa. Allí me dediqué a husmear
en las baldas de literatura mexicana y Federico llamó mi atención sobre unos
estantes en los que se mostraban los libros de la colección Fondo Editorial Tierra Adentro. En ella publicaban sus
primeras obras muchos de los nuevos escritores de México. Tanto la librería
Elena Garro como la colección Tierra Adentro son propiedad del Estado.
Federico me recomendó el libro de relatos Cosmonauta de Daniel Espartaco Sánchez (Chihuahua,
México, 1977). Lo compré, costaba sólo sesenta pesos (tres euros). Al volver de
México, lo primero que leí de lo que había comprado fue Nueva historia mínima de México,
donde varios autores de El Colegio de
México resumen la historia de su país; el segundo fue Cosmonauta. Es un libro corto: en dos tardes de piscina en Collado
Mediano me lo acabé.
Con Cosmonauta, Sánchez ganó un premio en 2009 y el
libro se publicó definitivamente en 2011. Es un libro corto, formado únicamente
por seis cuentos, que suman en total 82 páginas. En la contraportada leemos:
«Los seis cuentos reunidos en Cosmonauta
nos trasladan a momentos congelados de una época ‒la que vio el cenit y la
caída del bloque socialista‒, donde los personajes vuelven con nostalgia para
recuperar, y en cierta manera revisar, sus recuerdos.»
El primer cuento se titula Cosmonauta, precisamente. Es el más
corto (no llega a las tres páginas) y el que menos me ha gustado del conjunto.
En él, el protagonista se llama Ilich, un nombre que se repite en los cuentos
del libro. Un nombre que nos lleva a un mundo en el que los padres, al poner un
nombre a sus hijos, se acordaban de su militancia comunista y homenajeaban a
Lenin a través del hijo. Ilich se encuentra con Miriam en el Hotel Princesa.
Los dos son adúlteros. La fuerza del relato reside en la condensación del
lenguaje poético y este sentido (en la descripción poética de las vidas
agotadas) me ha recordado a los relatos cortos de Juan Carlos Onetti. «A Ilich algunos de esos vestidos de falda
abierta le recordaban a las esposas de los astronautas en los documentales
sobre la carrera espacial que veía de niño», escribe Sánchez en la página 12.
Un poco más abajo, cuando se lo comenta a Miriam y ésta le apunta que entonces
él es el astronauta en el espacio, Ilich contesta: «Yo soy un cosmonauta. Los
astronautas soviéticos de llamaban cosmonautas.» Este tipo de detalles acaban
constituyendo un lazo de unión entre los relatos del libro, esa evocación (como
prometía la contraportada) de un mundo soviético en extinción.
En la primera frase del cuento aparece una referencia espacial a la
«calzada de Tlalpan», que yo tomé más de una vez en mi estancia en México; este
detalle puramente personal hizo que entrara con gran disposición en el relato. Cosmonauta es el único cuento del libro
que he leído dos veces. Ya he escrito arriba que es el que menos me gustaba. No
es un mal relato, en realidad, pero los cinco que quedan me parecen mucho
mejores. Ya he comentado también alguna vez que a mí no me acaban de convencer
los relatos tan cortos, que prefiero los que tienen quince-veinte páginas.
Los cuatro relatos que siguen están muy unidos entre sí. En ellos un
hijo (o hija) habla de la figura de su padre (o de su madre).
El segundo relato se titula América y me encanta. Nada más
leerlo supe perfectamente por qué Federico Guzmán me había recomendado el
libro. En América, un hombre joven
evoca un episodio de su infancia en los años noventa. A su padre le llama así,
«padre» y a su madre por su nombre de pila, «Julia», lo que en las primeras
páginas me generó algún malentendido. Con su coche nuevo (los coches de los
padres están bastante connotados en estos cuentos), la familia se dispone a
hacer un viaje al extranjero. Visitarán la ciudad norteamericana de El Paso,
cerca de la frontera mexicana. El padre parece decepcionado en la frontera
porque nadie le impide su paso a territorio norteamericano, ya que se suponía
que la CIA tenía el nombre de todos los fichados por comunistas (su padre había
militado en este partido) en los países de Hispanoamérica. El niño queda
fascinado por la opulencia de los centros comerciales del país vecino. Aquí se
producirá un contraste entre la mirada del padre y del hijo, que se saldará con
toda una lección de dignidad (en aparente desfase histórico) por parte del
padre.
La familia del relato inicia su viaje desde una ciudad indeterminada
del norte de México (que yo he supuesto que podría ser Chihuahua, en la
provincia del mismo nombre, de donde es originario el autor), y ésta podría ser
una de las características del libro: la única ciudad que se nombra de forma
explícita es Ciudad de México y el resto quedan desdibujadas.
América es un relato muy
bello.
El hielo se derrite lentamente habla de la mirada de una hija
sobre su padre. La hija ya es adulta y ha volado desde Ciudad de México, donde
vive, a la ciudad de la que es originaria para acudir al entierro de su padre.
En el propio cementerio descubre, con sorpresa y estupor, que su padre fue un
simpatizante del comunismo. Su desprecio hacia esta tendencia política queda
reflejado en lo desagradable que le resulta la música de La internacional. La voz narrativa de este cuento es más dura (y
violenta) que la del anterior. Siendo parecidos, América me parece un cuento más logrado. El nivel es alto, en
cualquier caso.
En África, un niño nos habla de su madre, una mujer que además de
trabajar estudia y es, por tanto, bastante más dinámica que el resto de mujeres
del barrio. Bajo el cuidado de estas mujeres, debe dejar a nuestro narrador su
madre mientras está trabajando. El paradero del padre es un misterio. La madre
le dice que está en África, pero el lector intuye que no es verdad. Las visitas
de un amigo del padre, de vida aparentemente clandestina, multiplicarán los
ecos del misterio en torno al padre (¿Un delincuente?, ¿un militante político
de vida escondida?).
Estación espacial Mir tiene un tono muy poético. En este cuento,
un adolescente que no puede dormir en la cálida noche de verano sale por la
ventana de su habitación y recorre los tejados de su calle. «Mi padre dice que
cuando él era niño no sólo se podían ver las estrellas, sino también los
satélites artificiales; me contó que vio el Sputnik, a Yuri Gagarin, a Laika, y
yo le creí» (pág. 54). «Una mirada de desaprobación de mi padre puede hacerme
sentir verdaderamente mal, lleno de vergüenza, estúpido; tiene ese poder» (págs.
56-57). Estas dos citas recogen ideas que se repiten en los cuatro relatos que
forman el cuerpo central del libro. Hay un mundo ido que tuvo sentido para el
padre, pero ya no para el hijo. El padre, además, siempre lleva barba, otro
símbolo del pasado.
La ciudad blanca es el último cuento y aquí tenemos una
variante respecto a los cuatro anteriores: está escrito en tercera persona y
contado desde la perspectiva del padre y no del hijo. Eme, diputado federal, se
encuentra cansado a sus sesenta y dos años, y pese a que su mujer cubana Minnie
le ha preparado una fiesta de cumpleaños, él prefiere encerrarse en su
despacho, de forma algo grosera, para redactar sus memorias. En ellas evoca su
pasado como miembro del Partido Comunista Mexicano, cuando pudo viajar por muchos
de los países comunistas: Corea del norte o Yugoslavia. Sobre todo evoca los
años que pasó en Belgrado con Dara, la intérprete con la que convivió una
temporada. Su hijo ha sido una decepción para él, y al final de la noche, sabe,
por fin, que sólo puede contar con Minnie, una exdeportista cubana que huyó de
la isla.
La ciudad blanca es un
relato magnífico. De los mejores que he leído últimamente. Éste y América son los dos mejores cuentos del
libro. Un libro que no ha aparecido en España. Sé que Daniel Espartaco Sánchez
ha publicado alguna novela en Random
House, pero tengo la impresión de que sólo en la división de México. A
veces es sorprendente comprobar que escritores tan buenos no consiguen
traspasar la barrera de los países del mundo hispano, cuando la comunicación
debería ser mucho más fructífera y fácil. Es posible que si usted es un lector
español de esta reseña y le interesa el libro lo pueda encontrar en la librería
Juan Rulfo de Madrid, que al fin y al cabo pertenece al Fondo de Cultura Económica,
y ésta al Estado mexicano. No sé si Fondo Editorial Tierra Adentro pertenece al
FCE, pero imagino que sí y, en cualquier caso, no estaría mal tratar de
averiguarlo.
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