domingo, 4 de junio de 2017

La vaga ambición, por Antonio Ortuño.

Editorial Páginas de espuma. 118 páginas. 1ª edición de 2017.

Hasta ahora, el Premio Ribera del Duero al mejor libro de relatos ha tenido cinco ganadores. Su convocatoria es bienal y su dotación económica de 50.000 €. Había leído el libro del segundo ganador, El final del amor de Marcos Giralt Torrente, y hace dos años pensé leer Siete casas vacías de Samanta Schweblin. Me había acercado, no mucho antes, a su libro Pájaros en la boca y me había gustado bastante. Creo que, cuando decidí no ponerme con Siete casas vacías, atravesaba una de mis crisis ocasionadas por leer excesivas novedades editoriales. Sin embargo, este año me apeteció pedirle a Juan Casamayor ‒el editor de Páginas de Espuma‒ que me enviara La vaga ambición del ganador de este año, Antonio Ortuño (Zapopan, Jalisco, México, 1976), para poder reseñarlo. Muchos escritores de los que me fío celebraron en las redes sociales el premio y los cuentos de Ortuño, y pensé que iba a disfrutar con este libro. Además, este verano voy a viajar a México y esto contribuyó a mi disposición positiva hacia el libro.

De Antonio Ortuño leí en 2007 Recursos humanos, la novela con la que quedó finalista del premio Herralde, que ganó Martín Kohan con Ciencias morales (que también leí). Me gustó, porque a mí me interesa mucho el mundo laboral como tema narrativo, aunque en algún momento sentí que al autor se le iba la narración de las manos.

En Un trago de aceite ‒el primer cuento‒, un adulto recuerda una experiencia que tuvo hace treinta años, cuando iba a cumplir doce. Su padre, separado de su madre, le recoge en el colegio sin permiso y lo lleva a la casa de unas personas de una clase social superior a la suya, para pasar unos días en compañía de su nueva pareja y unos amigos. Allí, el niño tendrá que relacionarse con otros niños que no conoce y, de forma inesperada, vivirá un episodio de abusos y violencia.
Un trago de aceite es una historia muy intensa, muy bien medida. Un primer gran relato que hace que el lector entre de lleno en la propuesta de Ortuño.

El narrador de Un trago de aceite es Arturo Murray, que también será el protagonista de otras cuatro narraciones (el libro tiene seis cuentos). Así que, aunque cualquiera de estos cuentos nos muestra una historia cerrada en sí misma, casi podríamos hablar de una novela organizada en capítulos que son cuentos, que reflejan distintos momentos de la vida del narrador. Esta idea de la novela en cuentos me recuerda por ejemplo a la propuesta del cubano Pedro Juan Gutiérrez en Trilogía sucia de La Habana, que para mí es uno de los mejores libros de cuentos escrito en español de las últimas décadas.

Además del narrador, algunos personajes aparecen en distintas narraciones: su primo Carlos, su mujer Aura, su amigo Esteban Gallego… y sobre todo aparece la madre: en torno a su muerte y entierro se articulan varias de las escenas del libro (contadas en distintos relatos).

Arturo Murray es un escritor de unos cuarenta años que ha publicado unos cuantos libros y sobrevive (mejor o peor, depende de la temporada) de su escritura. Es fácil suponer que, en cierto modo, este narrador ha de ser un trasunto del propio Ortuño, enfrentado a su destino de escritor desde la vocación, el humor, la ternura y a veces también la desesperanza.

En Un trago de aceite, se informa al lector de que el Arturo Murray de casi doce años ha ganado un premio de relatos en el colegio. La escritura parece tener aquí una función redentora frente a las injusticias: «Escribe esto un día. Un libro»; «Que lo lean. Que arranquen las hojas. Y se las traguen», le dice en la página 25 una niña al narrador, que treinta años después está cumpliendo tenazmente con su promesa (o con «su destino»).

En El caballero de los espejos, Murray se enfrenta, de forma irónica y tierna, al momento que sintió el primer impulso hacia la escritura, momento en el que decidió copiar con una vieja máquina de escribir páginas de El Quijote, para acabar inventando continuaciones. Era un verano largo y aburrido de estar solo, y el niño disfruta de la escritura, pero también tendrá que enfrentarse al desdén de los demás, en este caso de su primo Carlos (a quien ya se nombraba en el cuento anterior). En un segundo tiempo del relato, el narrador nos traslada a su vida adulta, momento en que podrá vengarse de su primo. De nuevo, aquí la literatura vuelve a ser un arma válida para ajustar cuentas con el pasado y, como en el cuento anterior, se incide en su capacidad de redención, en este segundo caso más social que privada.

En Quinta temporada, el narrador emplea un tono diferente al de los cuentos anteriores (en los que dominaba la melancolía del recuerdo) y abre directamente la narración a la ironía y el humor. Además, se sirve de un nuevo recurso estilístico: la elaboración de listas.
Murray ya puede ganarse la vida como escritor: «Ahora, adulto, la escritura se había convertido en profesión (ventas decorosas, críticas compasivas y optimismo desbocado eran los culpables)», leemos en la página 42. Pero ha estado gastando demasiado dinero y no le queda más remedio que aceptar convertirse en uno de los múltiples guionistas de la quinta temporada de una serie de éxito (que guarda más de una semejanza con Juego de tronos). En Quinta temporada se habla de la relación de Murray con sus colegas guionistas, de la poca importancia intelectual que parecen conceder a este trabajo alimenticio, pero también de la aceptación del hecho de que ninguno de los libros que escriba serán tan leídos y celebrados como los capítulos de la serie que no acaban de tomarse en serio.

Provocación repugnante es el único de los seis cuentos que no habla de Arturo Murray. Traslada sus escenarios desde el México actual (o el de la década de 1980, cuando el narrador recuerda su infancia) al Moscú de 1926. Sus protagonistas son Walter Benjamin y Mijaíl Bulgákov, que se encuentran, de modo casual, a la salida de un teatro. Sin embargo, el cierre del cuento nos hace pensar que lo más lógico es suponer, de nuevo, que el narrador sigue siendo el de los demás cuentos: «Aunque escribamos, aunque finjamos pensar, somos tan asombrosamente indignos de nuestros mayores que tan sólo esperamos el momento de traicionarlos y abandonarlos. Estamos condenados a ser sus perseguidores. Sus ejecutores» (pág. 91).
Este homenaje explícito a los autores admirados me ha recordado al de Raymond Carver en el cuento Rosas amarillas, cuyo protagonista es Antón Chéjov.

En El príncipe con mil enemigos, Murray ha de dar conferencias en pueblos y ferias literarias. Aquí se narrarán desencuentros tan cómicos como patéticos. También se da cuenta de las distintas miserias que están dispuestos a pasar algunos compañeros escritores para destacar; o nos percataremos de que ‒igual que las series interesan a más personas que las novelas, como vimos en el tercer cuento‒ un músico siempre conseguirá más fácilmente el aplauso de los jóvenes, o del pueblo en general, que un escritor. En este cuento, en el que nos trasladamos a la provincia mexicana, he sentido ‒en su juego tierno e irónico‒ la influencia de Jorge Ibargüengoitia, el autor mexicano de novelas humorísticas como Estas ruinas que ves y el libro de cuentos La ley de Herodes.

En La batalla de Hastings, Murray nos lleva a un taller literario de Ciudad de México, donde él mismo anima a sus alumnos a plantar batalla a la vida con el arma de la literatura. Es un profesor inspirador, pero también algo cínico, ya que el cuento está narrado a dos niveles: la reproducción de su charla a sus alumnos y la de sus pensamientos (uno de los más recurrentes será que los alumnos le paguen las cuotas del curso). «Me arrepiento, a veces, de estar aquí», nos confesará Murray en la página 113, estableciendo una complicidad con el lector. «No vinimos aquí a redactar, damas y caballeros, bestias y diablos: vinimos a cortar gargantas», le espetará Murray a su público, a este grupo de chavales desvalidos y que posiblemente van a fracasar en la escritura (y en la vida). A pesar de su cinismo, que no acaba de ser total, porque Murray también cree un poco en sus propias mentiras, este cuento final me ha recordado al entusiasmo suicida con el que Roberto Bolaño retrata a los jóvenes escritores en sus novelas mexicanas.


La vaga ambición es un gran libro de cuentos sobre la condición del escritor (que podría ser, si generalizamos un poco más, también la del «ser humano autoconsciente»), que admite varios niveles de lectura ‒la ironía, la tozudez, la heroicidad, la inutilidad, la amargura, la venganza, la tristeza, la felicidad, el orgullo, el ridículo…‒ sobre el acto de escribir, o sobre su recepción, o sobre una idea más general de estar en el mundo. Es una pena que el libro sólo ocupe poco más de cien páginas, porque hubiera seguido leyendo encantado más cuentos de la calidad de los seis que aparecen recogidos aquí.

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