domingo, 13 de noviembre de 2016

El silencio de las sirenas, por Adelaina García Morales

Editorial Anagrama. 168 páginas. 1ª edición de 1985.

El sur de Víctor Erice es una de mis películas favoritas. Después de la película, vi más de una vez en las librerías la novela El sur, seguida de Bene de Adelaida García Morales (Badajoz, 1945-Dos hermanas, 2014). La compré hace ya bastantes años en una librería de segunda mano. Me costó tres euros. No recuerdo apenas nada de las dos historias que formaban el librito (sobre todo se me ha borrado Bene, y de la primera no sabría decir en qué se diferencia de la película), pero sí conservo la grata sensación que me dejaron. De hecho, me pareció que, aunque el libro era muy fácil de encontrar en las librerías de segunda mano, y se habían impreso muchas ediciones de él, García Morales era una escritora de la que se hablaba poco. No recordaba, por ejemplo, haber leído reseñas de sus libros en los suplementos culturales. Dada su calidad, aquello me resultó un tanto extraño.

Hace unos meses visité mi querida librería de segunda mano Ábaco (la de Raimundo Fernández Villaverde, hay otra cerca de Quevedo) y encontré la primera edición de El silencio de las sirenas (Premio Herralde 1985) por 3 euros. Me pareció una buena idea comprar el libro. La novela llevaba ya tiempo en mis estanterías de libros por leer y me apeteció acercarme a ella cuando vi que Random House iba a sacar un libro de Elvira Navarro titulado Los últimos días de Adelaida García Morales. Solicité esta novela a la editorial, que me la mandó (muchas gracias), y decidí leer los dos libros seguidos: El silencio de las sirenas y Los últimos días de Adelaida García Morales.

La narradora de El silencio de las sirenas es María, una maestra de ciudad que ha sido destinada a un pequeño pueblo de las Alpujarras. En este pueblo los jóvenes han emigrado a la ciudad y sus calles están pobladas, principalmente, por mujeres mayores que «han nacido con el siglo». Este dato me parece significativo. En la página final podemos observar una anotación de García Morales que dice: «Capileira, 1979-80 y mayo junio de 1985». Capileira es una localidad de la Alpujarra granadina. Al escribir esta reseña ya he leído Los últimos días de Adelaida García Morales y sé que la escritora fue pareja del cineasta Víctor Erice y que los dos estuvieron viviendo cinco años en un pueblo de las Alpujarras, que la lógica dice que ha de ser Capileira, donde el libro fue escrito. Pasada la mitad de la novela, encontramos una única referencia temporal (además de la difusa «mujeres mayores nacidas con el siglo»), cuando se nos informa de que uno de los personajes conoció a otro en 1978; por tanto, la novela debe de situar su historia en torno a 1979. Lo curioso es pensar que podía estar ambientada también en 1960 o incluso en 1940, porque El silencio de las sirenas refleja un mundo cerrado –el de un pueblo de las Alpujarras– sin apenas referencias externas.

En el pueblo, María siente que no encaja, que sus habitantes la observan con descaro y recelo, hasta que una noche es invitada a casa de Matilde, una anciana que realiza curas contra el mal de ojo. «Escuchar a Matilde era ir aprendiendo la historia de la aldea, la de sus antepasados, la que ellos habían creído vivir. Era una historia manejada, en parte, por seres imaginarios y crueles que parecían divertirse jugando con las desgracias de estos aldeanos» (pág. 34). María se ve trasladada así, de golpe, a un mundo antiguo de supersticiones y creencias mágicas. El rito de la cura del mal de ojo me hizo recordar, de forma inmediata, el uso del péndulo como elemento mágico en El sur. Las historias de García Morales, partiendo de un contexto muy realista, se adentran pronto en un mundo de misterio, donde los sueños y las obsesiones de los personajes cobran especial relevancia.

En la casa de Matilde, poco después, María conocerá a Elsa, una joven que, como ella, tampoco es del pueblo. Una joven a la que Matilde no consigue quitar ni el mal de ojo ni sus obsesiones. Entre María y Elsa, las dos desclasadas del pueblo, surgirá una amistad. La primera tratará de ayudar a la segunda en su búsqueda del amor de Agustín Valdés.

Elsa, profesora de Filosofía, ha llegado al pueblo de las Alpujarras huyendo de un amor no correspondido que la atormenta. Un amor que, en realidad, ha tenido escaso sustrato real. Elsa conoció a Agustín Valdés en una ocasión y, después de encontrarse con él dos veces más (sin que se produjera entre ellos ningún acercamiento sexual), se enamoró perdidamente de él. Este amor que ella alimenta como quien hecha leña a un fuego cada vez más devorador, la va consumiendo igual que una enfermedad del alma. Por juego, o por confusión («La vi tan sumida en aquella historia, creando para ella tanta realidad que, de pronto, mis preocupaciones me parecieron intrascendentes y me sorprendí representando una vez más el papel que ella me imponía», leemos en la página 66), María le dirá que puede hipnotizarla. En los sueños, hipnosis o fingimientos de Elsa, ésta narrará su amor, mezclado con una historia ambientada en el siglo XIX.

Entre los ritos de mal de ojo, los sueños, las hipnosis y los comportamientos obsesivos de Elsa, la novela acaba rezumando una atmósfera algo asfixiante. Son varias las veces que Elsa insiste en que ella «no es un monstruo», ya que la narración va cobrando también un aire simbólico en torno al mito de la sirena.

María es una narradora-testigo y su testimonio es una evocación. Cuando comienza la novela, Elsa ya se ha despedido de ella, dejándole unos cuantos regalos, entre ellos un diario, en el que habla de su amor por Agustín, y una copia de las cartas que le enviaba y la única que recibió de él. En la novela, además de conocer la historia a través de María, el lector podrá acercarse a algunas páginas de su cuaderno o a sus cartas. El territorio físico, como ya he apuntando, está muy delimitado entre los confines de un desapacible pueblo de las Alpujarras y las montañas cercanas. María irá unos días de vacaciones a Madrid, pero en la ciudad sólo sentirá extrañeza y deseos de volver junto a su amiga, que le fascina por la intensidad de su amor. También se narra un viaje de Elsa a Venecia, que en cierto modo parece un relato de fantasmas: en las calles y canales, Elsa es perseguida por el espectro de Agustín Valdés.

La novela también es rica en referentes culturales y simbólicos: la reproducción de un cuadro de Paolo Ucello, con San Jorge y el dragón, imágenes de Goya, Proust y Las afinidades electivas de Goethe.

El lenguaje de la novela me ha parecido bastante cuidado, muy evocadora su cadencia poética. Como ya comenté al principio, guardaba un gran recuerdo del libro El sur seguido de Bene, y he terminado El silencio de las sirenas con una grata impresión también. Me ha gustado. Está escrito en los años de la Transición, pero este asunto no parece importarle en absoluto a la escritora, no suscita en ella ningún apunte histórico o social; decide hablar de una España telúrica y del deseo imperecedero del amor o de la entelequia. La misteriosa atmósfera creada en torno a este pueblo innombrado de las Alpujarras es una gran construcción en esta historia de mujeres.
He leído en internet que, aunque Adelaida García Morales publicó trece libros, fue perdiendo fuerza creativa, hasta que dejó de publicar en 2001(siendo El testamento de Regina su último libro publicado), trece años antes de su muerte. Lo cierto es que tengo curiosidad por saber cómo son sus siguientes novelas, por leer al menos las que publicó en Anagrama. Fui de nuevo a Ábaco para comprar La lógica del vampiro (1990), pero alguien se lo había llevado.

No sé cómo será la evolución de Adelaida García Morales como escritora, pero me parece que los dos libros que he leído de ella (El sur seguido de Bene y El silencio de las sirenas) merecen bastante la pena. Opino que García Morales es una escritora muy reivindicable.


La semana que viene hablaré de Los últimos días de Adelaida García Morales de Elvira Navarro.

jueves, 10 de noviembre de 2016

Reseña de Koundara en el periódico Ciudad Real Digital

PL Salvador, que recientemente ha publicado la novela Nueve semanas (justas-justitas) en la editorial Pez de Plata, ha leído mi libro de relatos Koundara, y ha escrito una reseña para el medio Ciudad Real Digital



Aquí la dejo:

Cuando me visto de crítico literario, juzgo los textos por lo que pretenden y consiguen. Leo literatura esteticista, juzgo su estética. Leo literatura vanguardista, juzgo la calidad de su audacia. Leo literatura-literatura, juzgo y rejuzgo. Leo literatura social, juzgo su aporte social.
En este mundo literario nuestro no todo es literatura. No hubo custodios literarios oficiales con plenos poderes. No se pudo separar la paja del grano. Hoy día, mejor no pensar en ello, pues sería cuasi imposible. Cuando cae en mis manos un libro de paja, lo dejo en la novena página. En algunos casos excepcionales, lo termino y critico. Tal es el caso de ʽEl santoʼ (César Aira), una de las novelas más aburridas que he leído en mi vida*. Pues bien, una vez que ha quedado probado que también hago críticas negativas-demoledoras, diré que hoy toca grano. Toca hablar bien de ʽKoundaraʼ, un libro que consigue lo que pretende.

Las siete historias:

ʽKoundaraʼ: Una mujer (inocente-insular). Un entorno absurdo-egoísta (como la vida misma). El libro de Anne Sexton o Sharon Olds (a modo de refugio). ¿Qué puedes hacer cuando has nacido en el seno de una sociedad que desapruebas? David Pérez Vega, a través de un relato antisistema, nos habla de un sistema apoyado por individuos que se creen benefactores (casi individuos antisistema) cuando en realidad son parte de ese sistema que día a día nos destroza la vida, la esperanza, la ilusión. El estilo es analítico. La mujer que nos cuenta la historia se queda fuera (o lo intenta).
Mencionar la forma en que la protagonista nos habla de sí misma: Lo que le conté-lo que no le conté (a Maica). Estos detalles técnicos son la sal (y pimienta) de todo texto. Quizás el zampalibros no les presta la debida atención y ahí empieza la mala lectura. Al margen de esto, la narradora se deja ver a través de su narración.

ʽAcrópolisʼ: La cotidianidad de la España derrotada escrita en un tono coloquial, más espontáneo, pero efectivo al fin. Tal vez la sintaxis es menos precisa en esta segunda historia; tal vez es una historia que requiere una sintaxis menos precisa.
Mencionar el «―consideraba―», que se repite dos veces y yo hubiera repetido bastantes más; y que este texto está escrito en un tono más difuminado que le confiere fuerza al desenlace.

ʽLa balada de Upton Parkʼ: Tercera historia, tercer tono narrativo, en esta ocasión casi documental, testimonial, hechos que probablemente han sucedido o sucederán. La magia del realismo, la cotidianidad narrada que en el próximo siglo devendrá en túnel del tiempo literario.
Mencionar que estilísticamente es la que menos me ha gustado, aunque también consigue lo que pretende.

ʽMaestroʼ: Cuarto relato, cuarto tono. En esta ocasión, la historia parece narrada «de carrerilla», como si el narrador no tuviera ganas de contarla pero se creyese en la obligación de hacerlo.
Mencionar que ―al margen de su prosa― este relato aporta bastante.

ʽQuitasolʼ: El tono puro de la cotidianidad, de la nostalgia, y de nuevo: el absurdo de la vida. Muchas veces (o casi siempre): las pequeñas cosas terminan marcando nuestras vidas.
Mencionar la mención especial que merece el párrafo final.

ʽCazadoresʼ: O el capítulo de los solteros solitarios que aborrecen su soltería y su soledad. Vivimos unos días en los que lo más habitual es estar soltero o separado o divorciado. Si seguimos así, las viudas podrían empezar a escasear.
Mencionar lo que ya todos sabemos: que cualquiera puede terminar soltero/a y solo/a. Y, por lo general, esto es algo terrible.

ʽTetras de ojos rojosʼ: El sufrimiento de una esposa-madre dentro de una narración neutra que la envuelve (o encierra). Lo absurdo de conseguir un buen estatus si este no te aporta una cierta felicidad. Pararte a pensar que las cosas no impedirán que te sientas vacía. Equivocarte día tras día sospechando que te estás equivocando pero sin encontrar la forma de salir de una espiral que terminará abocándote a la más terrible de las soledades.
Mencionar que este relato debería ser de obligada lectura para las madres-esposas que tienen dudas (de todo tipo) y ―sobre todo― para las que no tienen dudas (de ningún tipo).

Conclusión:
Un libro realista, social, en la línea de ʽGrietasʼ (Santi Fernández Patón) o ʽFiltracionesʼ (Marta Caparrós). Un volumen de relatos que más bien son micronovelas. Una obra que también podría ser una novela con personajes que no llegan a conocerse. Así la he entendido (yo). Y así recomiendo que se lea, como un todo que es bastante más que la suma de sus partes.
ʽKoundaraʼ, de David Pérez Vega.

Muchas gracias, Salvador,
La reseña original se puede leer pinchando AQUÍ.


domingo, 6 de noviembre de 2016

Entrevista a Eduardo Ruiz Sosa, autor de Anatomía de la memoria

Eduardo Ruiz Sosa (Culiacán, México - 1983) ha publicado narrativa, crónica y ensayo en periódicos y revistas. En 2007 obtuvo el Premio Nacional de Literatura Inés Arredondo con el libro La voluntad de marcharse (Fondo Editorial Tierra Adentro, 2008).
En 2012 fue ganador de la I Beca de Creación Literaria Han Nefkens, que le permitió estudiar el Máster en Creación Literaria de la Universidad Pompeu Fabra. En 2014 fue incluido en México 20, una antología impulsada por Conaculta y el British Council, que reunía a los 20 escritores jóvenes más sobresalientes de México.
En 2014 publicó su primera novela, Anatomía de la memoria, en la editorial Candaya. En 2016 el libro se ha reeditado en España y, por primera vez, se comercializa en México.
Puedes leer la reseña que escribí de Anatomía de la memoria pinchando AQUÍ

Foto de Francesc Fernández.


Estudiaste Ingeniería Industrial. ¿Tu vocación literaria fue tardía?

No precisamente. Mi interés por la lectura es muy temprano, a la manera habitual de la lectura que busca evadir el aburrimiento. Empecé leyendo Mafalda, por ejemplo, y poco a poco las lecturas fueron ampliándose. A partir de ahí fue casi natural llegar a la escritura. De la misma manera se trataba, al inicio, de un juego, poco más. Hacia el bachillerato empecé a escribir relatos y asistí a un club de lectura con un promotor cultural de Culiacán, Martín Amaral; a él le debo mis primeras lecturas de Borges, de Arreola, de los poetas mexicanos del grupo Contemporáneos (Gorostiza, Villaurrutia, Pellicer, Owen). Fue a Martín a quien le mostré esos primeros relatos y fue él quien me recomendó que asistiera al taller de narrativa de Élmer Mendoza. En ese tiempo estaba ya en la universidad. Mis estudios de ingeniería son, más bien, circunstanciales, una cosa familiar. Fue gracias al taller de Élmer que empecé a tomarme la escritura con especial seriedad y una disciplina más sólida. A partir de ahí no he dejado de dedicarle casi la mayor parte de mi tiempo. Es verdad que muchos escritores de mi edad, o incluso más jóvenes, tienen un número mayor de publicaciones. Yo he decidido ir despacio. Es una cuestión de elección, nada más. He publicado solamente un libro de cuentos y una novela, pero antes he escrito y desechado casi una docena de proyectos terminados. Creo que mi interés por dedicarme a la escritura no es ni especialmente temprano ni tardío. En cambio, probablemente, mis publicaciones sí son más bien tardías, aunque hasta cierto punto, al menos en comparación con otros escritores de mi generación. Lo que sí, definitivamente, puede considerarse como un interés temprano es mi afición por leer.
             

En 2014 apareció en España Anatomía de la memoria, y en 2016, además de tener una segunda edición en España, la novela se edita en México. La recepción crítica que has tenido en España ha sido exitosa, ¿esperas que en México se haga de tu novela una lectura más política o polémica de que la que se ha hecho en España?

No estoy muy seguro de qué esperar cuando el libro se lea en México. No estaba seguro, tampoco, de cómo se recibiría en España. Estoy muy agradecido con los lectores que han acogido el libro tan generosamente. Creo que es posible que algunos lectores, mexicanos, cercanos a los acontecimientos que trascienden la ficción del libro, traten de encontrar un anclaje real o verdadero, es decir, que hagan un escrutinio del libro buscando aquellas cosas que saben que sí pasaron. La lectura política, desde luego, la espero: Anatomía de la memoria es un libro con política, sin duda; la polémica, en cambio, no sabría decirlo. Desde luego que muchas de las lecturas en España, según puede verse en algunas de las reseñas publicadas, son de orden político, aunque no polémicas. Creo que la nota preliminar que aparece en el libro busca explicar ciertas nociones sobre la percepción del discurso histórico: estamos ahí, todos, pero no en la forma en que creemos, o queremos, estar. En ese sentido, durante una presentación que hicimos en 2014, recién llegados a Culiacán, en la Feria del libro de Los Mochis, el comentarista, el poeta Jesús Ramón Ibarra, dijo que si alguien acudía al libro buscándose o buscando a otros, con nombre y apellido, no podrían encontrarse. Justamente esa es la intención del libro: a veces se borran los nombres, e incluso se borran los acontecimientos, pero queda una huella, y esa huella es la que trato de delinear en la escritura. Creo que esa huella es la naturaleza profunda de la escritura: el borde de lo perdido, de lo ausente. Si la polémica es en torno a si los acontecimientos contados en el libro ocurrieron o no, o si los personajes son reales o no, creo que sería estéril. Si la polémica, en cambio, es sobre la forma en que ciertos discursos históricos, sobre todo los oficiales, borran tantos los hechos como lo emotivo convirtiendo la narración del pasado en una colección de números y registros estadísticos, entonces creo que se trataría de una polémica útil. Vivimos rodeados de acontecimientos del pasado que se celebran, de una u otra forma, como piedras que perviven en el presente y que fundan un camino o que lo cubren y lo entorpecen. El pasado es imposible de recuperar, la literatura no busca una reconstrucción del pasado, pero sí una recuperación. Y esa reconstrucción sólo es posible ahora. Por eso la novela no ocurre en los años setenta, como ocurrieron los acontecimientos que trascienden a la ficción, sino que ocurre en el presente, cuando los personajes involucrados, con la edad encima, con el recuerdo encima en sus diversas manifestaciones, se enfrentan a una decisión: ¿qué van a hacer con esos recuerdo hoy? No se trata de la recreación del pasado, sino de la recreación del presente, o de un presente posible. 


Cuando TV Vilafranca te entrevistó, por motivo de la presentación de Anatomía de la memoria, declaraste: «El contexto de la historia es bastante histórico-político, sobre unos movimientos estudiantiles en el norte de México, en la ciudad de donde yo soy, que es Culiacán, en la costa del Pacífico, y que ocurrieron en los años setentas.» ¿Por qué decidiste en tu novela cambiar el nombre de Culiacán por el de Orabá y el de México por «El País»?

Culiacán es un territorio, como cualquier territorio real, determinado por ciertas condiciones históricas, contextuales, sociales, culturales, etc., que en principio no me permitían abordar la historia del libro con total libertad. En el comienzo esa fue la razón. Luego la idea se fue fortaleciendo porque las ciudades se contagian entre sí, se afectan unas a otras. Así, en Orabá se encuentran rasgos de las que son, para mí, para mi historia personal, las tres ciudades más importantes: Culiacán, Tijuana y Barcelona (que incluye, desde luego, a Cerdanyola, donde viví 8 años). De esa manera, Orabá es una mezcla de varias ciudades y de varias experiencias en torno a las ciudades. Ahí pueden suceder cosas que, en principio, en Culiacán no podrían suceder. Es, además, parte de una geografía imaginaria que empezó a aparecer hace unos diez años, cuando inició el proyecto de escritura de donde se desprende Anatomía de la memoria, y que es en este libro donde cobró forma casi definitiva. Creo que muchas de las cosas que escriba en adelante tendrán como sede, o como lugar de referencia, a Orabá.
            En cuanto al nombre de «El País», hay un par de cosas qué decir: en primer término se trata de una suerte de país imaginario donde existe la ciudad de Orabá, donde esa ciudad es posible; en segundo término, también es la idea de que cualquier país puede albergar una ciudad como Orabá, y es por ello, precisamente, que hacia el final del libro se precisa que el país del que se habla es México, un país donde una ciudad como Orabá ha podido existir, engendrarse, por así decirlo.


En el ensayo Escritura y revolución. Una historia política de Los Enfermos a través de sus producciones discursivas (Sergio Arturo Sánchez Parra, Universidad Autónoma de Sinaloa) se puede leer que la denominación de «Los Enfermos» era un calificativo despectivo con el que sus detractores se referían a un grupo estudiantil de izquierdas que apareció en la universidad de Sinaloa durante los años 70. En Anatomía de la memoria, los Enfermos de la novela, además de estar en contra del poder, parecen enfrentados a los grupos comunistas de la ciudad, y se autodenominan a sí mismos «Enfermos» sin connotaciones despectivas. ¿Por qué este cambio frente a la realidad?

El nombre de «Enfermos» viene dado, sí, por los grupos opositores en aquel momento; es, en efecto, una suerte de mofa, pero el grupo lo adoptó como una cualidad, le dio una vuelta de tuerca al nombre. «Si esto es la enfermedad», decían, «nada podrá curarnos». La realidad es lo que creemos que es la realidad. No hay, en realidad, un cambio con respecto al sentido del nombre. El grupo estuvo, sí, enfrentado contra otros grupos que, en su mayoría, emanaban de la propia universidad. El nombre del grupo es algo fundamental en el libro no solamente por la anécdota del grupo estudiantil, sino por el simbolismo: hay los Enfermos, los que pertenecieron al grupo, los que intentaron hacer la revolución; y están también los enfermos, con minúscula, que son lo que se reúnen en la Botica Nacional, a medicarse, porque el pasado los ha herido en demasía. Pero todo ellos, y nosotros también, viven en una ciudad enferma, en un país enfermo, es decir, herido por el pasado y herido por la historia. La enfermedad, pues, en el libro, es un concepto más amplio que parte de ese giro que los integrantes del grupo le dieron a una suerte de insulto que, en su momento, intentó estigmatizarlos. 
           


¿Llegaste a contactar con algún Enfermo real en la fase de documentación de la novela? ¿Ha contactado alguno contigo una vez que la novela se ha publicado?

Hubo un proceso de investigación antes y durante la escritura. En un viaje a Culiacán, mientras trabajaba en el libro, pude hablar con algunas personas que vivieron aquellos acontecimientos. Algunos de ellos fueron Enfermos, otros pertenecieron a otros grupos de aquel momento, y otros fueron testigos, contemporáneos de la época. Se trata de la generación de mis padres, de los amigos de mis padres, y muchos tienen historias al respecto. Aún no he hablado con ninguno de ellos después de la publicación. No me imagino qué opiniones tendrán.


Anatomía de la memoria guarda una estrecha relación compositiva con Anatomía de la melancolía de Robert Burton. ¿De dónde parte tu fascinación por el libro de Burton?

Me topé con el libro, por primera vez, cuando estudiaba el máster en Historia de la ciencia. Aunque mi tesis se inclina hacia la física, me he interesado mucho por la historia de la medicina. El libro se convirtió en una especie de libro de consulta: iba a la librería o a la biblioteca y leía una sección o un fragmento cualquiera, tomaba notas, encontraba ideas, preguntas en las cuales pensar sin necesidad de llegar a nada, es una especie de libro total. Empecé leyendo la edición original y luego me compré la selección publicada en Alianza y prologada por Alberto Manguel. Después llegué a los ejemplares de la Asociación Española de Neuropsiquiatría. Me interesa la forma en que Burton se aproxima a la melancolía: su estudio es completo porque incluye el conocimiento científico de su tiempo, las prácticas médicas, las historias populares, la literatura, la filosofía, y tantas cosas que el texto se convierte en una especie de tratado interminable. De ahí tomé la estructura para Anatomía de la memoria, y el título, desde luego. La intención de diseccionar la memoria como un cuerpo, o de tratarla como a una enfermedad, porque en Robert Burton la melancolía tiene esas dos vertientes: es enfermedad, sí, pero es también un cuerpo en tanto cúmulo de causas y efectos, de historias y personas, de procesos y sistemas de creencias. Evidentemente mi libro no logra lo que Burton, pero ahí reside una aspiración, una búsqueda. 


En TV Villafranca declaraste: «La intención es diseccionar la memoria como si fuera una enfermedad.» ¿Sientes que la memoria es siempre una enfermedad o sólo bajo determinadas circunstancias?

No estoy del todo seguro de que la memoria pueda enfermar. En todo caso, tratar a la memoria como a una enfermedad es colocarla dentro de un proceso de observación determinado con el fin de ver sus elementos constituyentes y sus manifestaciones dentro de un marco de referencia. En todo caso creo que la memoria es un cuerpo, como decía antes, un cuerpo complejo que, además, no está completo si no se conecta con otros cuerpos; es decir, mi memoria no es casi nada sin la memoria de los otros. Yo también estoy en la memoria de los otros. Esa red es necesaria, prácticamente indispensable. No creo que la memoria, en sí, como objeto textual o compuesto de imágenes, de lenguaje, pueda enfermar, pero creo que la luz que echamos sobre ella en determinados momentos, para usarla de determinadas maneras, sí puede manifestarse como una enfermedad, o como una suerte de disfunción, pero esto es solamente una consideración que circula en torno a una idea subjetiva sobre aquello que es enfermo o que no funciona de tal o cual forma. Es evidente que hay padecimientos diversos que afectan el desempeño de la química cerebral y que producen lapsus, amnesia, hipermnesia, Alzhéimer, esquizofrenia y otras condiciones que modifican la forma de preservar y comprender los recuerdos y los relatos que se componen con ellos. Pero mi intención es la de dar a la memoria un tratamiento específico, diseccionarla, abrirla para tratar de comprender cómo funciona, cómo hacemos que funcione. Creo que, en resumen, no es que la memoria enferme en ocasiones, es que tal vez actúa en nosotros como una enfermedad: a veces sus síntomas se manifiestan, a veces no. La escritura, tal vez, sea uno de esos síntomas. 


Al leer tu novela me pareció detectar que algunos pasajes especialmente melancólicos –sobre todo los que guardan relación con los habitantes de la Botica Nacional− podían estar emparentados con la tristeza poética de los libros de Gabriel García Márquez. Ahora que más de un joven escritor en español parece renegar de García Márquez, ¿te sientes cómodo con esta comparación?

García Márquez es uno de los escritores que más han marcado mi formación. Hay otros muchos que, hoy en día, acostumbro a citar primero, pero Cien años de soledad sigue siendo, para mí, un libro portentoso y fundacional. Es cierto que hay muchos escritores, jóvenes y no tan jóvenes, que tratan a García Márquez, o a Julio Cortázar, incluso a Borges, como autores pasados de moda o que no se ajustan a los procesos actuales o a los modos de hacer literatura del siglo XXI; me parece que se trata de una crítica vacía, o tal vez una carencia de lecturas. No lo sé. Yo sigo encontrando en ellos una utilidad honda. No es que la mención sea cómoda, es que es halagadora.
            En cuanto a los fragmentos correspondientes a la Botica Nacional y a la casa de Lida Pastor, creo que, sin duda, has acertado: se trata de un espacio familiar, personal: es el espacio de mi infancia, de buena parte de mi infancia. Hay ahí una fuerte cuota de nostalgia (melancolía, para decirlo con Burton) de una cierta forma de ver el mundo, de vivir, de entenderse, incluso hay una cierta melancolía, pues, con la forma de vivir los espacios, los patios, las viejas casas del centro de Culiacán, una calma perdida hoy, una iluminación, en fin, es el pasado infantil con toda su idealización.  


Has declarado que tu novela es «realista, rozando lo absurdo». Recomiéndanos alguna otra novela que pueda cumplir con esa definición.

Creo que, en general, las novelas de David Toscana, Santa María del Circo, La ciudad que el diablo se llevó, por ejemplo, son modelos que he tratado de seguir. También lo son las novelas de Fernando del Paso: Palinuro de México y Noticias del imperio, sobre todo. Creo que El barón rampante, de Calvino, El bosque de la noche, de Djuna Barnes, Claus y Lucas, de Agota Kristof y el Reloj de arena, de Danilo Kis, son libros que he leído de una manera similar, atendiendo a esa especie de realismo absurdo que no se despega de la realidad, que a veces aparece en los diarios o en las historias familiares. Toscana lo llama realismo desquiciado.  


¿Cuál es tu particular canon de la literatura mexicana? ¿Cuáles son tus escritores mexicanos favoritos?

Como decía en la pregunta anterior, Fernando del Paso y David Toscana, pero también está, desde luego, Juan Rulfo, Salvador Elizondo y Daniel Sada, en cuanto a los narradores que más he leído y releído y de los que sigo aprendiendo mucho. Pero también hay poetas que debo mencionar: José Gorostiza, tal vez, sería el primero; y están Gilberto Owen, Villaurrutia, Lizalde, Bonifaz Nuño.


¿Estás en contacto con otros escritores jóvenes mexicanos? ¿Crees que existe alguna diferencia entre la nueva narrativa mexicana y la de generaciones anteriores?

Honestamente, sólo estoy en contacto, y a veces de forma muy esporádica, con algunos pocos con los que he establecido relaciones de amistad más allá de lo literario. Además tiendo a ser muy desobligado en la correspondencia. Más que una diferencia creo que existe una voluntad de diferencia, que no necesariamente es mejor. En México hay muchos escritores jóvenes publicando, y es difícil seguirles la pista. También hay demasiados grupos antagonistas, cosa que no me interesa. En ese sentido, en la tradición mexicana ha habido pocos cambios. Hay escritores sobresalientes, desde luego. Tal vez hay una intención más interesante en torno a la eterna discusión sobre los regionalismos: la idea de que o bien hay que ser urbano o rural, como si México fuera esos dos polos solamente; y en torno a ello, la noción de la Ciudad de México es el centro neurálgico del país está dejando lugar a más libros que tratan de explicar los diferentes países que hay en este país enorme. Creo que ahí es donde veo una apertura especial: autores que escriben desde sus ciudades, muchas veces lejos del centro del país, y que revelan realidades que si bien ya se habían abordado, no habían tenido tantos espacios como hoy. Pienso, por ejemplo, en Julián Herbert, en Joel Flores, en Fernanda Melchor.


Enrique Vila-Matas escribió sobre Los detectives salvajes de Roberto Bolaño: «Un carpetazo histórico y genial a Rayuela de Cortázar. Una grieta que abre brechas por las que habrán de circular nuevas corrientes literarias del próximo milenio.» En mi comentario sobre Anatomía de la memoria apunté que tú eras uno de esos escritores del nuevo milenio que hacían espeleología en la «grieta bolañesca» de la que hablaba Vila-Matas. ¿Sientes que la obra de Bolaño ha influido sobre la composición de tu novela?

Sin duda Bolaño es un autor referencial para mí. Es otro que, últimamente, como comentábamos antes sobre García Márquez, ha sido objeto de esas críticas que lo castigan por ser un escritor de su momento. Para mí, tanto Los detectives salvajes como 2666 son novelas cuya estructura me ha enseñado mucho. Tal vez no pensé tanto en Bolaño mientras escribía el libro como sí pensé, por ejemplo en Elizondo o en Lobo Antunes, pero cada libro leído va dejando una huella, una marca imborrable, y Bolaño lo ha hecho, desde luego. Hay una idea en torno a la polifonía, que está en Bolaño, pero que la comprendo más en Lobo Antunes, que trata de explicar el vacío, la ausencia, mediante el discurso de los que se quedan: eso me interesa mucho, esa idea de que los protagonistas de la historia son los que no están, y que, como decía, Lobo Antunes logra estupendamente, es una de las ideas principales en la estructura de Anatomía de la memoria.


Eres profesor en la Facultad de Historia de la Universidad Autónoma de Sinaloa y también coordinas un taller de creación literaria. ¿En qué se diferencia el profesor de historia del profesor de taller de literatura?

En realidad hay muy poca diferencia: salvo los contenidos, el rigor académico tiene su correlato en la disciplina del narrador; los marcos referenciales se pueden asemejar a las estructuras de un relato; la «necesaria» ausencia del autor en los artículos académicos es como la necesidad de transparencia del autor, y a veces del narrador, en una novela. Desde luego que el asunto de la evaluación es otra gran diferencia, pero mi trato con los temas de un curso de historia es semejante al trato para con los temas en el taller. Ahora bien, es verdad que en el taller de creación hay un margen mayor para explicar, a partir de mis experiencias en la lectura y la escritura, ciertos modos de enfrentarse al texto, a la historia, a los temas. Mi intención en el taller no es endilgar a los asistentes mis propias formas, sino mostrarles cómo es que a lo largo del tiempo que se le dedica a la escritura uno va construyendo y destruyendo modos de hacer con el fin de llegar, en algún momento, a la última página de un texto. Creo que eso es lo que trato de hacer en el taller, y en cierta medida eso es difícil de hacer en una clase de historia.

¿Estás escribiendo algún nuevo libro? En caso afirmativo, ¿nos puedes hablar de él?

Ahora mismo estoy retomando, poco a poco, aunque sin pausa, un texto que salió del mismo lugar de donde salió Anatomía de la memoria hace unos 10 años. Es una novela también, espero que con menos errores, que aborda principalmente el asunto de la ausencia. La estructura es diferente (creo que aunque es tentador no volveré a usar nunca la sangría francesa) tanto en la distribución de las partes como en el lenguaje, aunque la intención de un lenguaje poético, creo, no desaparecerá nunca. La ausencia, pues es el tema, y la forma en que enfrentamos esa ausencia, así como sus causas: México vive, desde hace mucho tiempo, una época de desapariciones, de ausencias, de pérdidas sin posibilidad aparente de recuperación, pero además hay ciertos acontecimientos, propios de ese realismo absurdo, que se van suscitando en torno a estas ausencias: desaparecidos cuyos cuerpos han sido devueltos a sus familias para que luego, a la vuelta de unos meses, descubran que el ausente estaba vivo, ha vuelto y aquel a quien enterraron no saben quién es; o bien, grupos de madres, sobre todo, que buscan fosas clandestinas y descubren cientos, miles, de cuerpos enterrados en el desierto, en la sierra, en los campos; y en torno a todo esto, numerosas manifestaciones que buscan darle un cuerpo a esa ausencia, un cuerpo asible, una posibilidad de re-posesión de lo perdido: hay una historia de una mujer cuya hija desapareció y cuyos amigos y familiares pintaron una foto con su retrato en un muro de la ciudad: la mujer pasaba por ahí todos los días, viendo el retrato de su hija, hablándole tal vez, hasta que un día se dio cuenta de que lo borraron, creo, para colocar propaganda; para ella, según lo dijo, fue como volverla a perder. Sobre eso estoy escribiendo ahora, creo que me resulta necesario hablar de la ausencia.

Muchas gracias, Eduardo.


domingo, 30 de octubre de 2016

La última entrevista y otras conversaciones. Libro de entrevistas a Philip K. Dick.

Editorial Melville House. 154 páginas. Primera edición de 2015.
Edición e introducción a cargo de David Streitfeld.

Este verano pasé ocho días en Londres. La última vez que estuve allí fue hace diez. Al pasear por el barrio de Bloomsbury y, como entonces, fotografiarme ante las casas de John M. Keynes y Virginia Woolf, me topé con una librería de la cadena Waterstones en la que hace una década compré ya algún libro (si no recuerdo mal, un libro de relatos de Lorrie Moore). En la entrada había un cartel que decía: «Ficción… porque la vida real es terrible». No pude resistirme a entrar de nuevo. En la segunda planta me demoré hojeando los libros de la sección de ciencia-ficción; más concretamente, los de Philip K. Dick (Chicago, 1928-Santa Ana, 1982). Aún me sorprende que haya novelas de Dick sin traducir al español. Algunas de ellas ya las conocía, pero me entretuve pasando las páginas de un libro de entrevistas que se publicó en diciembre de 2015 en Estados Unidos y que nunca había visto. Este libro, al estar editado en Estados Unidos, era un poco más caro que las novelas de Dick impresas en Gran Bretaña, pero me pareció que el inglés no era muy difícil y que no me importaría pagar 11,99 libras para tratar de leerlo.

Después de leer, en español, Fluyan mis lágrimas, dijo el policía, me apeteció acercarme a las entrevistas de Dick. Esos días estuve buscando información sobre Dick en la red y leyendo páginas al azar de Yo estoy vivo y vosotros estáis muertos, la biografía de Dick escrita por el francés Emmanuel Carrère. Digamos que, como tantas veces en mi vida desde que tenía dieciséis años, había vuelto a caer bajo el embrujo del poderoso mundo dickeano.

El libro está editado por el periodista David Streitfeld, que suele escribir para The New York Times. Streitfeld incluye también un prólogo de catorce páginas en el que presenta al personaje. Para hacerlo, elige un tono parecido al de la biografía de Carrère: la admiración condescendiente. Algunas anécdotas sobre Dick incluidas en este prólogo ya las conocía gracias al libro de Carrère y a los aspectos biográficos que incluye el propio Dick en sus libros de ficción; otras no sé si las conocía y las había olvidado o eran totalmente nuevas para mí. Una me conmovió: Dick, durante su vida adulta, cuando ya era un escritor profesional, habla con el dependiente de un supermercado y se da cuenta de que éste gana al año más dinero que él. En más de una entrevista recogida en este libro se habla de dinero: hay periodos de su vida, durante los años 50 y 60, en los que Dick tiene que escribir hasta cinco novelas al año, porque le pagaban, en los buenos tiempos, 1.500 dólares por cada una y éste era su único sustento. Escribía por las mañanas en su máquina de escribir, llegando a alcanzar un ritmo de producción de 1.200 páginas cada tres semanas. Para conseguirlo consumía anfetaminas. Cuando, años más tarde, el médico le recomendó que las dejara, su ritmo de escritura se redujo de manera considerable.
Me he reído con esta anécdota: el amigo y editor de Dick, Terry Card, que dirigía Ace Double, ante las quejas de Dick por los recortes que hacía a sus obras y la baja calidad de la edición, le contesta: «Si la Biblia hubiese sido editada por Ace Double, la habríamos reducido a dos mitades de 20.000 palabras, con el Antiguo Testamento retitulado como Maestro del Caos y el Nuevo Testamento como La Cosa con Tres Almas». Creo que ésta es una buena definición de la edición pulp en el Estados Unidos de la época.

Streitfeld nos cuenta que la mayoría de las entrevistas que le hicieron a Dick se realizaron en la última década de su vida. Streitfeld señala que no pudo encontrar ninguna entrevista rescatable de los años 60, cuando Dick publicó sus libros más recordados. También nos advierte que debemos leer las entrevistas con cautela, porque Dick no es un testigo fiable de su propio pasado, sobre todo cuando habla de sus mujeres, sus novias, sus editores o sus enfrentamientos con la autoridad.

El libro contiene seis entrevistas a Philip K. Dick que tuvieron lugar entre 1974 y 1982. Voy a comentar lo que más me ha llamado la atención de cada una de ellas:

1) Entrevista a cargo de Arthur Byron Cover, en 1974

Dick afirma que el escritor de ciencia-ficción que más le influyó fue A. E. van Vogt, sobre todo la libertad creativa de su obra The World of Null-A, novela en la que las personas tienen implantados falsos recuerdos. Dick se pregunta: «El asunto fundamental es: ¿Cuánto miedo te da el caos? Y ¿hasta qué punto te hace feliz el orden? Van Vogt me influyó mucho porque me enseñó que no tiene por qué asustarnos cierta dosis de caos misterioso en el universo».
Dick piensa que la ciencia-ficción es un género literario maduro, porque la lectura de obras como Campo de concentración de Tom Dish puede transformarte.
Dick ama escribir, pero le parece indignante lo poco que le pagan los editores. Por su primera novela en tapa dura, Tiempo de Marte (que es un libro que me encantó), cobró 750 dólares.
Dick escribe porque no hay suficientes personas en el mundo que le hagan sentir acompañado.
Cover pregunta a Dick por su consumo de LSD, y él contesta que jamás ha escrito bajo los efectos del ácido. Para escribir Los tres estigmas de Palmer Eldricht se sirvió de su imaginación, pues aún no era consciente de que las drogas alucinógenas podían tener efectos flashback.
Dick habla de su viaje a Canadá en 1972. Se quedó allí una temporada para huir de su vida y cayó en una depresión. Se intentó suicidar y para conseguir ayuda tuvo que fingir que era adicto a la heroína. De esa manera logró que le ingresaran en un centro de rehabilitación. Allí, rodeado de gente, y encargado de tareas sencillas (como fregar), se empezó a sentir mejor.
Dick muestra simpatía por los jóvenes punks, porque considera que han iniciado una rebelión cargada de significado político, en el mundo a lo George Orwell en el que nos encontramos.

2) Entrevista a cargo de Paul Williams, en 1974

Dick habla de su decisión de dejar la universidad de Berkeley a los diecinueve años: «Voy a la facultad y me encuentro de pie mirando por un microscopio. Y no aparece allí ningún paramecio, porque se ha movido la lámina. Y las instrucciones son: “Dibuja lo que ves”. Y me doy cuenta de que allí no hay nada, nada de nada. Pero no puedo evitar pensar que este hecho es un símbolo de mis cuatro años de vida allí».
Para Dick, la escritura no es una terapia ante la ansiedad; escribe porque no sabe qué hacer con su tiempo.
Para Dick, el universo era básicamente hostil. Dick temía que el propio universo se diera cuenta de que él era diferente. En el momento de la entrevista, Dick ha cambiado de opinión y considera que el universo es amistoso. Esto se repite en muchas entrevistas: Dick personifica al universo y se interroga sobre su naturaleza benigna o maligna.
Dick no se considera paranoico, pero sitúa a sus personajes en un mundo que los vigila constantemente.
Para Dick, la paranoia es un sentimiento arcaico, que procede de la sensación que tenían los animales en la jungla de ser observados por depredadores. Aunque sus novelas transcurren en el futuro, él sitúa a sus personajes en un mundo paranoico, y por tanto primitivo.
La sorpresa es un tipo de antídoto contra la paranoia. Para los paranoicos no hay sorpresas, porque todo transcurre según lo previsto.

3) Entrevista a cargo de D. Scott Apel y Kevin C. Briggs, en 1977

Durante los años 60, Dick llegará a escribir dieciséis novelas en cinco años. Su editor, Terry Carr, le reprochaba que todas eran iguales.
Dick habla de la sorpresa que le producen ciertos aspectos en su obra que prevén sucesos de su propia vida. Esto le ocurrió, sobre todo, con Fluyan mis lágrimas, dijo el policía.

 4) Entrevista a cargo de Charles Platt, en 1979

A Dick le interesa la idea de proyección de Jung: lo que experimentamos como algo externo a nosotros es en realidad una proyección de nuestro subconsciente. Dick escribió varias historias en las que las experiencias de las personas son proyecciones de su propia psique. El mayor poder que un ser humano puede ejercer sobre los otros es controlar su percepción de la realidad. La gran amenaza para el siglo XX ha sido el Estado totalitario.
Dick consumió LSD dos veces en su vida. La primera acabó teniendo un ataque de pánico. Siempre que le preguntan sobre el consumo de drogas, Dick comenta que él las ha consumido poco y las desaconseja. Para ilustrar su idea, suele servirse del ejemplo de algún conocido al que el consumo de drogas produjo daños cerebrales permanentes.
En 1963, Dick vio una cara maligna que le miraba desde el cielo, la misma que aparece en Los tres estigmas de Palmer Eldricht.
Dick suele pensar en una rata a la que atrapó en su casa gracias a una trampa. La rata estaba atrapada y él intentaba matarla, pero el animal no moría, chillaba. Era un ser vivo que sólo buscaba comida y que había sufrido una muerte espantosa. Esto le hace pensar en la condición de estar vivo en el universo. Al principio pensaba que el universo era un lugar hostil. Sin embargo, después del encuentro supraterrenal que tuvo en 1974 con una entidad a la que identifica con Dios y a la que llamaba VALIS, empieza a considerar que el universo es más amistoso.
VALIS invadió su mente y empezó a tomar decisiones por él. Esta voz le calmó. Dick reconoce que existe la posibilidad de que la voz procediera de su propia mente. Pero esta teoría no explica el increíble conocimiento que mostraba VALIS.

5) Entrevista a cargo de James van Hise, en 1981

Esta entrevista se refiere principalmente a la película Blade Runner, basada en la novela ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?
Al principio, Dick no se sentía conforme con el guión. Pensaba que le habían quitado la carga filosófica y la habían transformado en una comedia. Discute con varios guionistas, con los que, sin embargo, afirma que mantuvo una relación de amistad.
Dick llegó a publicar un artículo en el que criticaba la película anterior de Ridley Scott, Alien, que le parecía un triunfo de los efectos especiales y de la falta de ideas.
Sean Young, la actriz que interpretó a la replicante Rachael en la película, le parecía la encarnación de la chica morena y misteriosa que aparecía siempre en sus novelas.
También le gustaba mucho el actor Rutger Hauer, que interpretaba al replicante Roy Batty.
Dick piensa que la película recoge parte de las ideas del libro, pero que en ella se pierde el simbolismo de los animales vivos.
Dick murió antes de que Blade runner se llegara a estrenar.

6) Entrevista a cargo de Gregg Rickman, en 1982

A Dick le empezó a interesar la filosofía desde adolescente. Cuando trabajaba en una tienda de reparación de radios, un compañero le preguntó por un color, y él respondió que era rojo. La otra persona también consideraba que era rojo, pero eso no quería decir que los dos estuvieran viendo el mismo color. Uno podía estar llamando rojo a lo que el otro, pese a llamarlo también rojo, veía como verde.
Para Dick, el Salvador regresó a la Tierra en 1974. Él lo enunció, de forma críptica, en su novela Fluyan mis lágrimas, dijo el policía (1974) y, de forma directa, en su novela VALIS (1980).
Durante la entrevista, Rickman propuso a Dick que pararan y continuaran al día siguiente, porque Dick no podía dejar de hablar. Al día siguiente, el escritor sufrió un paro cardiaco. Dick sobrevivió doce días más, pero perdió el habla. Así que las palabras que recoge esta entrevista son las últimas que se conservan de él. En ellas, Dick se muestra cada vez más disperso e incoherente. Llega a afirmar que su encuentro con el más allá de 1974 podía explicarse suponiendo que era el profeta Elías quien le había hablado. Más tarde señala que él mismo era Elías.



Esperemos que alguna editorial española se anime a publicar este libro de entrevistas, que recomiendo a todos los admiradores de Dick. Si alguien no ha leído los libros de este autor, le aconsejo empezar por alguna de sus novelas más famosas o por la trágica y a la vez divertida biografía de Emmanuel Carrère.

domingo, 23 de octubre de 2016

Anatomía de la memoria, por Eduardo Ruiz Sosa.

Editorial Candaya. 573 páginas. 1ª edición de 2014; esta de 2016.

Recuerdo que cuando Olga y Paco, los editores de Candaya, publicaron en 2014 Anatomía de la memoria de Eduardo Ruiz Sosa (Culiacán, México, 1983), sentí varias veces la tentación de pedírsela, pero en aquel momento, pensando que (como siempre, por otra parte) tenía muchos libros por leer, que no debería leer tantas novedades, etc., me contuve. Leí con interés las reseñas que iban apareciendo sobre ella, y al ser tan unánimemente positivas, siempre consideré que en algún momento acabaría leyendo el libro. Este verano, cuando Candaya anunció que estaba preparando la segunda edición y que además habría también una edición mexicana, me pareció el momento adecuado para leerla. Así que se la pedí a Olga y Paco que, al igual que otras veces, tuvieron la amabilidad de enviármela a casa.

Eduardo Ruiz Sosa ganó en 2012 la I Beca de Creación Literaria Han Nefkens, lo que le permitió estudiar el Máster en Creación Literaria de la Universidad Pompeu Fabra y tener tiempo para escribir su primera novela. Una primera novela que podría ser la quinta o la sexta, o el número que se le ocurra al lector, porque existen aquí muy pocos titubeos de primerizo (por no decir ninguno).

En una nota inicial, el autor pone en conocimiento del lector que Los Enfermos, el grupo revolucionario de la década de los 70 del que habla en su novela, existió realmente en México entre 1971 y 1974, un grupo que «pretendía, de alguna manera, instaurar un nuevo régimen nacional». El autor también nos advierte que, aunque el libro parte de algunos hechos reales, no pretende ser una crónica veraz de acontecimientos.

Cuando empecé a leer el primer capítulo (en el que se habla de una huida y una persecución −la de Juan Pablo Orígenes y Pablo Lezama−, sin que acabe de quedar claro quién persigue a quién, quién asesina a quién, o simplemente quién es quién, porque se juega constantemente a la transmutación de personalidades y nombres), y me encontré con una narración sazonada de preguntas, en apariencia lanzadas al aire de la página, comencé a recordar que me había encontrado antes con este recurso narrativo en una novela mexicana. Tras meditar unos minutos, acabé levantándome del sillón y sacando de las estanterías de mi biblioteca, para hojearlo y terminar mis pesquisas, Casi nunca de Daniel Sada, que ganó el Premio Herralde en 2008. Ahí estaban esas preguntas que hacían avanzar la narración. El nombre de Daniel Sada acaba apareciendo en la novela, casi al final, en la página 534.

Después de unas cuantas páginas, acabé por descubrir que, en realidad, las preguntas no las lanzaba el narrador al libro, sino que procedían de un personaje llamado Estiarte Salomón (si hubiese leído la contraportada lo habría averiguado antes, pero últimamente suelo acercarme a los libros sin leer la contraportada, y cuando leo reseñas me suelo saltar la parte en la que se resume el argumento). Salomón ha recibo el encargo –por parte del burócrata Bernardo Ritz− de escribir la biografía del poeta Juan Pablo Orígenes, que se encuentra en la sesentena. La tarea se complica por dos motivos: Orígenes padece párkinson, Alzheimer o alguna otra enfermedad no diagnosticada (como, por ejemplo, una enfermedad de la memoria), que le impide recordar con precisión los hechos por los que se le preguntan y distinguir entre realidades, ensoñaciones o fantasías. Además, Salomón empieza a sentir deseos de escribir no sólo sobre Orígenes, sino sobre el movimiento del que él formaba parte, junto a otras personas de Orabá (la ciudad imaginaria en la que transcurre la novela), que se llaman los Enfermos. «¿Los Enfermos eran comunistas, anarquistas, qué eran? A mí me contaron, le decía, que los Enfermos eran unos locos, que escribían en las paredes, que lloraban todo el día», leemos en la página 45.

En la década de los 70, Los Enfermos tenían 20 años y estudiaban en la ciudad de Orabá. Los Enfermos querían cambiar el mundo, y además de ser enemigos del Estado estaban enfrentados a los Comunistas, los Pescados y demás grupos de la universidad y de Orabá. El Enfermo Eliot Román escondía en su cuerpo, en alcantarillas o bajo tierra, la llamada Biblioteca Ambulante de Libros Izquierdistas de los Enfermos, y tenía que arrojar los libros que llevaba encima cuando a los jóvenes de Orabá les perseguía la Guardia Blanca de la ciudad. Los jóvenes sabían que, en algunas calles del centro, los vecinos dejaban las puertas abiertas para que pudieran guarecerse en su casa. Una de esas puertas, que irá cobrando cada vez más importancia en esta historia, es la de la Botica Nacional, donde un enfermo se encontró con el cuerpo desnudo de Lida Pastor.

Salomón intentará reconstruir la historia del grupo (que llegó a tratar de secuestrar a un político y cuyos miembros sufrieron la cárcel, la tortura, la muerte o la desaparición por parte del Estado, pero también la tortura, la muerte o la desaparición por parte de los compañeros que acusaban a la víctima de traidor). De esa forma se encontrará con los supervivientes de este grupo, que aún viven en Orabá (principalmente con Juan Pablo Orígenes, Eliot Román, Isidro Levi y Javier Zambrano), pero sus pasos le conducirán cada vez más a la Botica Nacional, donde se relacionará con el boticario Macedonio Bustos (posible pareja de Lida Pastor), que tiene edad para haber sido un Enfermo y le habla también de aquellos años en los que la Botica Nacional se convirtió en un refugio de la Enfermedad. En la Botica Nacional, Salomón entrará en contacto con un grupo de personas, amigas de Macedonio, enganchadas a las pastillas o al suero, con las que empezará a compartir noches de excesos clandestinos.

En Anatomía de la memoria se juega mucho con la idea de la enfermedad: desde la Enfermedad ideológica, de la que siempre se habla con mayúscula inicial, hasta la enfermedad clínica (todos los Enfermos de los años 70 padecen, cuarenta años después, alguna enfermedad o limitación física que actúa en la narración de forma simbólica: Juan Pablo Orígenes la desmemoria, Isidro Levi la ceguera, Eliot Román la cojera provocada por un disparo de la policía y Javier Zambrano la enfermedad del desamor y la melancolía).

En la primera mitad de la novela (la más rítmica y mejor del libro) se reconstruye, por medio de las voces de los Enfermos, invocadas por el joven Salomón, la historia del grupo político en la década de los 70, y en la segunda mitad, debido en cierta medida a la intervención de Salomón, gran parte de los Enfermos intentarán resucitar el movimiento, gracias al llamado Ensayo de la Resurrección, y, entre otras cosas, se dedicarán a buscar los libros perdidos de la Biblioteca Ambulante de los Enfermos.

Anatomía de la memoria está recorrido por la presencia de una de las obras capitales de las letras británicas: Anatomía de la melancolía de Richard Burton, un libro clave en la Biblioteca Ambulante de los Enfermos, en cuyos márgenes escribía Orígenes, dando continuidad a su obra en la de Burton. Yo no he leído Anatomía de la melancolía, y no sé, por tanto, hasta qué punto la estructura de esta novela es deudora de la anterior, pero lo que sí puedo afirmar es que, según van pasando las páginas, Anatomía de la memoria se va convirtiendo cada vez más en una Anatomía de la melancolía, porque la melancolía por el pasado que no puede volver, ni siquiera a través del recuerdo o la imaginación, va cobrando cada vez más protagonismo.

Al principio hablaba de la posible influencia de Daniel Sada en esta obra y, tirando de mi imaginario mexicano (que, lamentablemente, no es excesivo), pensé también en Juan Rulfo, sobre todo cuando se habla de la muerte y sus fantasmas: «Soy el sueño de un muerto, escribió»; de este modo tan a lo Pedro Páramo habla de sí mismo Orígenes en la página 29. También he pensado en más de una ocasión en Gabriel García Márquez, porque algunas de las escenas delirantes de la novela se acercaban casi al realismo mágico (sin llegar a serlo) y porque sus comentarios sobre la evaporación del pasado (sobre todo en las escenas que tienen que ver con la historia de la Botica Nacional), escritas con un lenguaje decididamente poético, me han recordado al estilo del Nobel. Pongo un ejemplo: «El tío Liberato Pastor, hermano de Amalia, ocupaba una de las dos habitaciones en el centro de la casa, escuchaba música por las tardes y leía los diarios por la noche porque, así, decía, a la mañana siguiente podría recordar el origen de todas sus pesadillas» (pág. 309).

Recuerdo ahora aquella frase de Enrique Vila-Matas sobre Los detectives salvajes de Roberto Bolaño: «Un carpetazo histórico y genial a Rayuela de Cortázar. Una grieta que abre brechas por las que habrán de circular las nuevas corrientes literarias del próximo milenio». Hace unos meses leí No derrames tus lágrimas por nadie que viva en estas calles de Patricio Pron; en esta novela de 2016, uno de sus protagonistas, Pietro Linden, entrevistaba a una serie de escritores políticos sobre unos hechos que habían tenido lugar décadas antes. Algo similar ocurre en Anatomía de la memoria (novela de 2014): Estiarte Salomón entrevista a unas personas sobre su pasado político, que en gran medida tiene que ver con la literatura. Así que en ambos libros, al igual que en Los detectives salvajes de Bolaño, nos encontramos con una investigación detectivesca, siendo la literatura uno de los principales ejes que vertebran dicha investigación. Tanto Patricio Pron como Eduardo Ruiz Sosa me parecen hijos legítimos de Bolaño, dos escritores que hacen espeleología −o tal vez barranquismo− en esa grieta abierta por Bolaño de la que hablaba Vila-Matas.

Anatomía de la memoria es una primera novela en la que, como ya apunté al principio, no se ajusta bien el calificativo de «primera». Anatomía de la memoria es una obra madura, poética, poderosa, que indaga en el pasado de México y en la pérdida de los sueños de cualquier juventud, y que, página a página, se va convirtiendo en una verdadera Anatomía de la melancolía. Eduardo Ruiz Sosa acaba de entrar en mi lista de escritores jóvenes a los que seguir la pista.


domingo, 16 de octubre de 2016

Fluyan mis lágrimas, dijo el policía, por Philip K. Dick.

Editorial Acervo. 282 páginas. 1ª edición de 1974; esta de 1976.
Traducción de Domingo Santos.

Encontré esta edición de Fluyan mis lágrimas, dijo el policía en una librería de segunda mano, especializada en ciencia-ficción, que estaba en Ópera (Madrid). Fue un viernes por la tarde y estaban a punto de cerrar. La novela costaba 25 euros, un precio elevado para lo que suelo gastarme en librerías de segunda mano. Era la primera edición del libro, que apareció en España en 1976, estaba nuevo, con su faja promocional incluida, y en ese momento estaba descatalogado en España (unos años después lo volvió a reeditar Minotauro). Además, la traducción era de Domingo Santos, al que yo conocía ­–también es escritor de ciencia-ficción– como traductor del mítico Dune de Frank Herbert. Acabé comprándolo. Le comenté al librero que era la última novela, de las que estaban disponibles en España en ese momento, que me quedaba por leer de Philip K. Dick (Chicago, 1928-Santa Ana, 1982). El librero no me contestó nada, me cobró y salí de la tienda algo cortado. No mucho después la librería cerró. No me extrañó nada. No hace falta ser profesor de Economía y Empresariales (como yo) para saber que si abres un negocio dirigido a un público muy concreto y especializado, este sólo puede prosperar si tú mismo eres un entusiasta del material que vendes.

A pesar de que, ciertamente, Fluyan mis lágrimas... era la última novela de Dick traducida al español (si descontamos alguna inencontrable traducción argentina) que me quedaba por leer y de que pagué 25 euros por ella, llevaba cinco o seis años en mi montaña de libros por leer. Además, Minotauro sacó al mercado una nueva, Laberinto de muerte, que compré y leí de forma inmediata. También leí una novela de Dick en inglés (The man whose teeth were all exactly alike), aún no traducida al español, antes que Fluyan mis lágrimas..., que tiene más prestigio que estas otras novelas de las que hablo. Y no sé por qué. Quizá tenía miedo a que me decepcionara, o a quedarme sin más novelas de Dick para leer (y eso que aún no he leído sus cinco tomos de cuentos). El caso es que este verano estuve ocho días de vacaciones en Londres (después de diez años sin ir), y me gustaba entrar en las grandes librerías de varias plantas, visitar su sección de ciencia-ficción y hojear los libros de Dick aún no traducidos al español. Creo que hacerlo me rejuvenecía, ya que Dick ha sido uno de mis escritores fetiches, mi escritor favorito durante la adolescencia. En Londres terminé comprando dos novelas en inglés y un libro de entrevistas. Al regresar a Madrid, antes de empezar con ellas me apeteció tomar por fin, de los altillos de mis estanterías, Fluyan mis lágrimas...

También he estado hojeando de nuevo la biografía de Dick Yo estoy vivo y vosotros estáis muertos, escrita por Emmanuel Carrère. Según esta biografía, Fluyan mis lágrimas... fue una de las novelas más importantes para Dick a nivel personal. En noviembre de 1971, después de varias semanas pensando que alguien iba a asaltar su casa, ésta fue efectivamente desvalijada. Según Dick, este hecho probaba que no era un paranoico, sino que tenía razón de modo intuitivo. El episodio del asalto le preocuparía, sin embargo, durante mucho tiempo. Una de sus teorías era que el gobierno de Estados Unidos entró en su casa en busca del primer manuscrito de Fluyan mis lágrimas..., porque en esta novela hablaba de una droga con la que, supuestamente, estaba experimentando el propio gobierno, cuyo presidente en aquel momento era Richard Nixon, y él había preconizado algunos de los acontecimientos secretos que estaban ocurriendo en la realidad. Por tanto, el gobierno le seguía la pista. La vida de Dick siempre pareció una novela de Dick.

El personaje principal de Fluyan mis lágrimas... es Jason Taverner, un cantante de cuarenta y dos años que dirige un programa de televisión llamado Jason Taverner show, que posee una audiencia de treinta millones de personas. Jason mantiene un romance con la también famosa cantante Heather Hart. Aunque se siente algo mayor, Jason es una persona satisfactoriamente instalada en una vida de éxito.

Después de uno de sus programas, Jason vuela con Heather desde California hasta una de sus casas en Suiza. Por el camino recibe la llamada de una joven actriz a la que trató de ayudar en su carrera, con la que además (esto Heather sólo lo sospecha) tuvo un romance. Jason hace un alto en el camino para averiguar por qué la joven actriz siente tanta urgencia por verle. En su casa, Marilyn, la actriz, arrojará a Jason una «esponja Callisto», que se anclará en su pecho con sus cincuenta tubos de alimentación. Aunque Jason logra arrancársela, algunos de sus tubos quedarán insertados en su interior. Su vida corre peligro y, ya en el hospital, tendrá que ser operado. Éste sería el resumen del primer capítulo.

En el segundo Jason se despierta, pero en vez de estar en el hospital, se encuentra en la habitación de un hotel barato. Sigue llevando el traje de la noche anterior, y un fajo de 5.000 dólares en un bolsillo que también estaba allí hace veinticuatro horas. Jason se asusta. No puede limitarse a salir a la calle y volver a su casa. La novela, escrita durante los años 70, está ambientada en 1988, y en este 1988 de coches voladores, en que el hombre, además de en la Tierra, vive en colonias marcianas, sigue gobernando Richard Nixon. El mundo –o al menos la porción de mundo que representan los Estados Unidos– se ha convertido en un estado policial, con controles «pols» y «nacs» en casi todas las calles. Además, los campus universitarios están acordonados por la policía y los estudiantes condenados a vivir bajo tierra.

Jason, a pesar de su traje bueno y su dinero, se ha despertado en una habitación de hotel desconocida sin documentos de identidad, lo que puede llevarle a un campo de concentración tras ser interceptado por cualquier control policial rutinario. Jason comienza a hacer llamadas telefónicas y nadie ‒ni su agente, ni su amante‒ le conoce. Es posible que ya no sea una estrella de la televisión con una audiencia de treinta millones de espectadores.
Jason decidirá pagar una fuerte suma de dinero al recepcionista del hotel para que le presente a algún falsificador de tarjetas. Así empieza a entrar en contacto con una cadena de enigmáticas mujeres y policías. Es posible, también, que alguna de las mujeres con las que se cruza sea una confidente de la policía.

El ambiente que recrea Dick en esta novela es profundamente angustioso y paranoico. El lector siente en cada momento el peso de la persecución del aparato del Estado sobre Jason, que en realidad no ha cometido ningún delito. Lo malo no es cometer un delito ‒reflexiona McNulty, un alto cargo policial, que acabará convirtiéndose en uno de los personajes secundarios de la novela‒, sino que la policía se haya fijado en ti.

En Fluyan mis lágrimas... nos encontramos con los elementos clásicos de las novelas de Dick: angustia existencial y paranoia, además de percepciones de la realidad alteradas y personajes perdidos en otros mundos. La novela está escrita en tercera persona, pero, como viene siendo habitual en Dick, el narrador cede la voz a los personajes reflejando sus pensamientos y terminando el párrafo con la palabra «pensó». Tenemos aquí también a una misteriosa mujer morena, trasunto de la hermana gemela de Dick, muerta semanas después del parto.

Como ya he leído muchas novelas de Dick (más de veinte; de hecho, es el escritor del que más libros he leído), ya conozco muchos de sus trucos narrativos. Al principio pensaba que toda la novela, la realidad alternativa en la que un personaje tan popular como Jason se convierte en un desconocido sin papeles, iba a ser un sueño inducido por el veneno que inoculó en Jason la esponja Callisto del primer capítulo. Pero, según avanzaba en la lectura, y veía que en algunos capítulos el narrador nos hablaba de McNulty y el lector podía acercarse a sus pensamientos, deduje que la resolución del libro tenía que ser algo más compleja de lo que estaba imaginando, como así ha sido al final (compleja y absurda y divertida no tienen por qué ser términos contradictorios).

Como siempre, me han encantado los detalles fantásticos e imaginativos que utiliza Dick en sus novelas. Así, por ejemplo, leemos en la página 243: «Aquel selecto edificio de diez plantas que flotaba, sobre chorros de aire comprimido, a algunos palmos del suelo. La flotación daba a sus inquilinos la incesante sensación de estar siendo suavemente acunados, como en un gigantesco regazo materno. Aquello siempre le había gustado. Allá en el Este aún no se había puesto de moda, pero aquí en la Costa era el último y carísimo grito».

La edición de Acervo de 1976 está plagada de erratas (comienzos de frase sin mayúscula, pronombres con tildes o sin ellas, la misma palabra –por ejemplo «rió»– en unas ocasiones con tilde y en otras sin ella, alguna frase de traducción dudosa…), pero hasta este detalle tan pulp aporta encanto al libro. Espero que la nueva edición de Minotauro esté revisada.

Fluyan mis lágrimas, dijo el policía (el título hace referencia a un verso de un poema de John Dowland, que le gusta al jefe de policía McNulty) tiene mucho sentido del ritmo y va generando una angustia y una intriga que hacen que el lector quiera seguir leyendo. El libro contiene prácticamente todos los elementos característicos de una novela de Dick (no había aquí, sin embargo, ninguna subtrama que hablase de Dios). Se trata de una destacada obra de su bibliografía, lo que no quiere decir –al menos para mí, que soy un devoto del universo dickeano– que sea una obra menor, sino todo lo contrario: estamos hablando de una gran novela.

«Mi realidad está filtrándose de vuelta», dice uno de los personajes. Yo, que empecé a leer a Philip K. Dick en 1990, no puedo dejar de quererlo.