domingo, 23 de octubre de 2016

Anatomía de la memoria, por Eduardo Ruiz Sosa.

Editorial Candaya. 573 páginas. 1ª edición de 2014; esta de 2016.

Recuerdo que cuando Olga y Paco, los editores de Candaya, publicaron en 2014 Anatomía de la memoria de Eduardo Ruiz Sosa (Culiacán, México, 1983), sentí varias veces la tentación de pedírsela, pero en aquel momento, pensando que (como siempre, por otra parte) tenía muchos libros por leer, que no debería leer tantas novedades, etc., me contuve. Leí con interés las reseñas que iban apareciendo sobre ella, y al ser tan unánimemente positivas, siempre consideré que en algún momento acabaría leyendo el libro. Este verano, cuando Candaya anunció que estaba preparando la segunda edición y que además habría también una edición mexicana, me pareció el momento adecuado para leerla. Así que se la pedí a Olga y Paco que, al igual que otras veces, tuvieron la amabilidad de enviármela a casa.

Eduardo Ruiz Sosa ganó en 2012 la I Beca de Creación Literaria Han Nefkens, lo que le permitió estudiar el Máster en Creación Literaria de la Universidad Pompeu Fabra y tener tiempo para escribir su primera novela. Una primera novela que podría ser la quinta o la sexta, o el número que se le ocurra al lector, porque existen aquí muy pocos titubeos de primerizo (por no decir ninguno).

En una nota inicial, el autor pone en conocimiento del lector que Los Enfermos, el grupo revolucionario de la década de los 70 del que habla en su novela, existió realmente en México entre 1971 y 1974, un grupo que «pretendía, de alguna manera, instaurar un nuevo régimen nacional». El autor también nos advierte que, aunque el libro parte de algunos hechos reales, no pretende ser una crónica veraz de acontecimientos.

Cuando empecé a leer el primer capítulo (en el que se habla de una huida y una persecución −la de Juan Pablo Orígenes y Pablo Lezama−, sin que acabe de quedar claro quién persigue a quién, quién asesina a quién, o simplemente quién es quién, porque se juega constantemente a la transmutación de personalidades y nombres), y me encontré con una narración sazonada de preguntas, en apariencia lanzadas al aire de la página, comencé a recordar que me había encontrado antes con este recurso narrativo en una novela mexicana. Tras meditar unos minutos, acabé levantándome del sillón y sacando de las estanterías de mi biblioteca, para hojearlo y terminar mis pesquisas, Casi nunca de Daniel Sada, que ganó el Premio Herralde en 2008. Ahí estaban esas preguntas que hacían avanzar la narración. El nombre de Daniel Sada acaba apareciendo en la novela, casi al final, en la página 534.

Después de unas cuantas páginas, acabé por descubrir que, en realidad, las preguntas no las lanzaba el narrador al libro, sino que procedían de un personaje llamado Estiarte Salomón (si hubiese leído la contraportada lo habría averiguado antes, pero últimamente suelo acercarme a los libros sin leer la contraportada, y cuando leo reseñas me suelo saltar la parte en la que se resume el argumento). Salomón ha recibo el encargo –por parte del burócrata Bernardo Ritz− de escribir la biografía del poeta Juan Pablo Orígenes, que se encuentra en la sesentena. La tarea se complica por dos motivos: Orígenes padece párkinson, Alzheimer o alguna otra enfermedad no diagnosticada (como, por ejemplo, una enfermedad de la memoria), que le impide recordar con precisión los hechos por los que se le preguntan y distinguir entre realidades, ensoñaciones o fantasías. Además, Salomón empieza a sentir deseos de escribir no sólo sobre Orígenes, sino sobre el movimiento del que él formaba parte, junto a otras personas de Orabá (la ciudad imaginaria en la que transcurre la novela), que se llaman los Enfermos. «¿Los Enfermos eran comunistas, anarquistas, qué eran? A mí me contaron, le decía, que los Enfermos eran unos locos, que escribían en las paredes, que lloraban todo el día», leemos en la página 45.

En la década de los 70, Los Enfermos tenían 20 años y estudiaban en la ciudad de Orabá. Los Enfermos querían cambiar el mundo, y además de ser enemigos del Estado estaban enfrentados a los Comunistas, los Pescados y demás grupos de la universidad y de Orabá. El Enfermo Eliot Román escondía en su cuerpo, en alcantarillas o bajo tierra, la llamada Biblioteca Ambulante de Libros Izquierdistas de los Enfermos, y tenía que arrojar los libros que llevaba encima cuando a los jóvenes de Orabá les perseguía la Guardia Blanca de la ciudad. Los jóvenes sabían que, en algunas calles del centro, los vecinos dejaban las puertas abiertas para que pudieran guarecerse en su casa. Una de esas puertas, que irá cobrando cada vez más importancia en esta historia, es la de la Botica Nacional, donde un enfermo se encontró con el cuerpo desnudo de Lida Pastor.

Salomón intentará reconstruir la historia del grupo (que llegó a tratar de secuestrar a un político y cuyos miembros sufrieron la cárcel, la tortura, la muerte o la desaparición por parte del Estado, pero también la tortura, la muerte o la desaparición por parte de los compañeros que acusaban a la víctima de traidor). De esa forma se encontrará con los supervivientes de este grupo, que aún viven en Orabá (principalmente con Juan Pablo Orígenes, Eliot Román, Isidro Levi y Javier Zambrano), pero sus pasos le conducirán cada vez más a la Botica Nacional, donde se relacionará con el boticario Macedonio Bustos (posible pareja de Lida Pastor), que tiene edad para haber sido un Enfermo y le habla también de aquellos años en los que la Botica Nacional se convirtió en un refugio de la Enfermedad. En la Botica Nacional, Salomón entrará en contacto con un grupo de personas, amigas de Macedonio, enganchadas a las pastillas o al suero, con las que empezará a compartir noches de excesos clandestinos.

En Anatomía de la memoria se juega mucho con la idea de la enfermedad: desde la Enfermedad ideológica, de la que siempre se habla con mayúscula inicial, hasta la enfermedad clínica (todos los Enfermos de los años 70 padecen, cuarenta años después, alguna enfermedad o limitación física que actúa en la narración de forma simbólica: Juan Pablo Orígenes la desmemoria, Isidro Levi la ceguera, Eliot Román la cojera provocada por un disparo de la policía y Javier Zambrano la enfermedad del desamor y la melancolía).

En la primera mitad de la novela (la más rítmica y mejor del libro) se reconstruye, por medio de las voces de los Enfermos, invocadas por el joven Salomón, la historia del grupo político en la década de los 70, y en la segunda mitad, debido en cierta medida a la intervención de Salomón, gran parte de los Enfermos intentarán resucitar el movimiento, gracias al llamado Ensayo de la Resurrección, y, entre otras cosas, se dedicarán a buscar los libros perdidos de la Biblioteca Ambulante de los Enfermos.

Anatomía de la memoria está recorrido por la presencia de una de las obras capitales de las letras británicas: Anatomía de la melancolía de Richard Burton, un libro clave en la Biblioteca Ambulante de los Enfermos, en cuyos márgenes escribía Orígenes, dando continuidad a su obra en la de Burton. Yo no he leído Anatomía de la melancolía, y no sé, por tanto, hasta qué punto la estructura de esta novela es deudora de la anterior, pero lo que sí puedo afirmar es que, según van pasando las páginas, Anatomía de la memoria se va convirtiendo cada vez más en una Anatomía de la melancolía, porque la melancolía por el pasado que no puede volver, ni siquiera a través del recuerdo o la imaginación, va cobrando cada vez más protagonismo.

Al principio hablaba de la posible influencia de Daniel Sada en esta obra y, tirando de mi imaginario mexicano (que, lamentablemente, no es excesivo), pensé también en Juan Rulfo, sobre todo cuando se habla de la muerte y sus fantasmas: «Soy el sueño de un muerto, escribió»; de este modo tan a lo Pedro Páramo habla de sí mismo Orígenes en la página 29. También he pensado en más de una ocasión en Gabriel García Márquez, porque algunas de las escenas delirantes de la novela se acercaban casi al realismo mágico (sin llegar a serlo) y porque sus comentarios sobre la evaporación del pasado (sobre todo en las escenas que tienen que ver con la historia de la Botica Nacional), escritas con un lenguaje decididamente poético, me han recordado al estilo del Nobel. Pongo un ejemplo: «El tío Liberato Pastor, hermano de Amalia, ocupaba una de las dos habitaciones en el centro de la casa, escuchaba música por las tardes y leía los diarios por la noche porque, así, decía, a la mañana siguiente podría recordar el origen de todas sus pesadillas» (pág. 309).

Recuerdo ahora aquella frase de Enrique Vila-Matas sobre Los detectives salvajes de Roberto Bolaño: «Un carpetazo histórico y genial a Rayuela de Cortázar. Una grieta que abre brechas por las que habrán de circular las nuevas corrientes literarias del próximo milenio». Hace unos meses leí No derrames tus lágrimas por nadie que viva en estas calles de Patricio Pron; en esta novela de 2016, uno de sus protagonistas, Pietro Linden, entrevistaba a una serie de escritores políticos sobre unos hechos que habían tenido lugar décadas antes. Algo similar ocurre en Anatomía de la memoria (novela de 2014): Estiarte Salomón entrevista a unas personas sobre su pasado político, que en gran medida tiene que ver con la literatura. Así que en ambos libros, al igual que en Los detectives salvajes de Bolaño, nos encontramos con una investigación detectivesca, siendo la literatura uno de los principales ejes que vertebran dicha investigación. Tanto Patricio Pron como Eduardo Ruiz Sosa me parecen hijos legítimos de Bolaño, dos escritores que hacen espeleología −o tal vez barranquismo− en esa grieta abierta por Bolaño de la que hablaba Vila-Matas.

Anatomía de la memoria es una primera novela en la que, como ya apunté al principio, no se ajusta bien el calificativo de «primera». Anatomía de la memoria es una obra madura, poética, poderosa, que indaga en el pasado de México y en la pérdida de los sueños de cualquier juventud, y que, página a página, se va convirtiendo en una verdadera Anatomía de la melancolía. Eduardo Ruiz Sosa acaba de entrar en mi lista de escritores jóvenes a los que seguir la pista.


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