domingo, 27 de diciembre de 2020

Colibrí con hielo, por Manuel Moya

 


Colibrí con hielo, de Manuel Moya

Editorial Maclein y Parker. 322 páginas. 1ª edición de 2019.

 

He coincidido, como autor, con Manuel Moya (Fuenteheridos, Huelva, 1960) en la editorial canaria Baile del Sol y también somos amigos de Facebook, donde alguna vez hemos intercambiado algún comentario. Yo sabía que Moya es poeta y que además ha traducido al español al poeta portugués Fernando Pessoa. Cuando la atractiva editorial sevillana Maclein y Parker publicó en 2019 su novela Colibrí con hielo me apeteció leerla. Me llegó a casa hace ya unos meses y, por esas circunstancias extrañas que siguen a veces conmigo los libros, me he acercado a ella más o menos un año después de recibirla.

 

El narrador de Colibrí con hielo es Gerald Osborn, un inglés de Coventry, de treinta y tantos años, que lleva siete viviendo en París. Llegó a la ciudad siguiendo los pasos de muchos de los escritores que admira como Ernest Hemingway o Francis Scott Fitzgerald, ya que Gerald es, o más bien ha querido ser, un escritor. En el tiempo de la narración trabaja, en realidad, como negro literario de un escritor que fue famoso unas cuantas décadas atrás y que ya se encuentra agotado, pero del que sus editores quieren seguir extrayendo réditos. Así, casa día pasará unas horas en su casa terminando la que posiblemente va a ser la última novela de la carrera del escritor de exitoso pasado. «Había fracasado en mi carrera de escritor y había caído en lo más oscuro de las tinieblas.», nos dirá Gerald en la página 155.

 

La novela empieza con Gerald abandonado por Branche, una mulata caribeña de Curaçao, y pasará a contarnos la historia de este amor. Así sabremos que al principio Gerald estaba con Carlota, quien también le abandona, y luego pasará a conoce a Branche, que viajó desde las Antillas hasta París porque deseaba ser actriz y se guiaba por los recuerdos y los sueños de su madre.

Parte de la tensión dramática del libro se producirá porque en la casa del viejo escritor, donde Gerald ha de ir a trabajar, viven Michel y Roger, que son dos jóvenes semidelincuentes, que el viejo acogió en su casa; dos jóvenes a los que el viejo escritor conoció en los entornos de jóvenes que trabajaban de chaperos. Ellos serán los que propongan a Gerald empezar a robar las primeras ediciones de libros dedicados para venderlos en el mercado de coleccionismo. Gerald empezará a necesitar dinero porque para tratar de curar la nostalgia que siente Branche por su isla, se están empezando a gastar mucho dinero en comprar objetos provenientes de allí, que les permitan reconstruir en un piso de sesenta metros cuadrados de París la isla de Curaçao. En esta idea de la isla en un piso se rompe en gran parte el sentido de la narración realista del libro, y si bien en otras páginas Moya ha estado homenajeando a escritores como Hemingway o Fitzgerald, ahora más bien se homenajea la libertad creativa de Julio Cortázar o el humor triste e irónico de Alfredo Bryce Echenique.

Hasta cierto punto, me estaba pareciendo que Colibrí con hielo podía leerse como un simpático pastiche de las novelas de escritores en París que todos hemos leído en nuestra juventud, pero diría que estas páginas, en las que la novela se adentra en el realismo mágico o en el surrealismo, consiguen elevarla.

 

Manuel Moya ha destacado como poeta, y alguno de sus poemarios, como La posesión del humo (1997, firmado por su heterónimo Violeta C. Rangel) ha sido traducido a varios idiomas. Se nota que Moya es poeta en la cuidada y sonora prosa de Colibrí con hielo, novela en la que abundan las sorprendentes metáforas y comparaciones, que en muchos casos tienen que ver con la naturaleza y, más concretamente, con el mundo animal (varias veces se hacen, por ejemplo, juegos literarios con la imagen de los ñus en estampida).

 

Al principio me estaba preguntando por la época en la que Manuel Moya estaba situando su historia. Al final he venido a concluir que tenía que ser sobre el año 2000, puesto que en el París de la novela aún se paga con francos (el euro entraría en vigor en 2002), pero ya existen los móviles, Michel Houllebecq es un escritor reconocido y Lance Armstrong ya había ganado algún Tour de Francia. En una anotación final, Moya nos indicará que escribió la novela entre 2006 y 2018.

 

También me interrogaba acerca de la idea de que Moya haya elegido como protagonista de su historia a un inglés, cuyas palabras el lector recibe en un español más que correcto, que además juega a mezclar registros ligüísticos, y en más de un caso es realmente un español muy castizo. Ya he dicho que la prosa de Moya contiene una carga metafórica importante, pero también es importante señalar que Gerald usa muchos giros propios de un lenguaje oral bastante coloquial. Me pareció raro que un inglés, que vive en París, use en su discurso términos como «vivales», «pija» o «capullo». Sobre este tema Moya le tiene preparada al lector una curiosa sorpresa, que nos adentra en otro juego literario: en la página 299, y por tanto ya en el tramo final de la novela, leeremos la siguiente anotación a pie de página: «Nota del traductor: Invito al lector curioso a la lectura del último capítulo de La mano en el Fuego, Ed. Calima, 2006.» Es decir, un supuesto traductor de la novela, anima al lector a acercarse a otro de los libros de Manuel Moya. De este modo, se está suponiendo que es el traductor de un texto inglés quien recrea este lenguaje castizo en español para el lector de una novela que, originalmente, fue escrita en inglés.

 

Las alusiones y guiños literarios son constantes en la novela, unas alusiones y guiños hacia las lecturas literarias de París que continuamente buscan la complicidad del lector.

 

Como he comentado al principio, Colibrí con hielo va creciendo a medida que el lector se adentra en su lectura y acaba siendo una entretenida novela de relaciones amorosas y picarescas, con el trasfondo del París literario de fondo. El espíritu romántico de Hemingway o Fitzgerald, o el más juguetón e irreal de Cortázar y Bryce Echenique sobrevuelan estas páginas. Una buena novela, que quedó en 2020 finalista del XXVI Premio Andalucía de la Crítica.

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