domingo, 17 de marzo de 2019

La primera vez que vi un fantasma, por Solange Rodríguez Pappe.


Editorial Candaya. 138 páginas. 1ª edición de 2018.

Ya he comentado más de una vez que confío en el criterio de Olga y Paco, los editores de Candaya, para seleccionar sus libros. Leo bastantes de los que publican, pero tampoco puedo leerlos todos. Por La primera vez que vi un fantasma, de Solange Rodríguez Pappe (Guayaquil, Ecuador, 1976), sentía curiosidad. En 2018 leí dos libros de autoras ecuatorianas, también de Guayaquil, que me gustaron mucho: Mandíbula de Mónica Ojeda y Pelea de gallos de María Fernanda Ampuero. ¿Qué ocurre en Guayaquil? ¿Se está gestando un boom de la literatura hispanoamericana precisamente en esta ciudad de Ecuador?, me preguntaba. Y fue entonces cuando Solange Rodríguez me escribió, a través del chat de Facebook, para proponerme la lectura de su libro. Era lógico pensar que ella había leído mis elogios sobre Ojeda y Ampuero. A estas alturas de la partida, lo normal es que diga que «no» cuando alguien me propone, a través de internet, que lea sus libros, porque no doy abasto, porque no quiero quitarme todo el tiempo para leer a los clásicos que me faltan, porque he de seguir mi propio camino, etc. Pero en este caso sentía una curiosidad real por este libro y dije que «sí». Así que se lo pedí a sus editores, que me lo enviaron a casa tan amablemente como en otras ocasiones.

La primera vez que vi un fantasma está formado por quince cuentos, de muy variada extensión. El primero se titula A tiempo para desayunar, y lo podría describir como una narración de atmósfera. Rodríguez Pappe nos muestra un hotel extraño, donde los comensales pasan casi desapercibidos los unos para los otros. Teniendo en cuenta el título del libro, el lector no tardará en sospechar que el narrador de esta historia es un fantasma. Son interesantes los cambios de punto de vista, pero diría que en este cuento la autora pone su fuerza en dibujar una atmósfera por encima de la resolución bien trabada que requiere (en la mayoría de los casos) un relato corto. Sin embargo, una vez acabado el libro, considero que esta atmósfera de neblina narrativa acaba resultando un buen portal para adentrarnos en estos relatos.

Paladar es el relato más extenso del libro (unas veinticinco páginas) y uno de mis favoritos del conjunto. La narradora, de origen centroamericano, está casada con un norteamericano. La pareja ha decidido pasar las vacaciones haciendo un viaje turístico-gastronómico por Perú. Ella se está recuperando de una mastectomía tras haber sufrido un cáncer de pecho, y su relación no pasa por su mejor momento. Esta narración es de corte más realista que la primera (aunque su final puede derivarse hacia la extrañeza de la nueva corriente neofantástica hispanoamericana) y me parece que la tensión narrativa se dosifica de forma muy precisa, consiguiendo un gran final; ya que, si bien, en principio el cierre del relato parece previsible, al dejarlo abierto se potencia su fuerza.
Dejar el final abierto será uno de los recursos habituales de este libro.
En este segundo cuento se insinúa que en el hotel en el que se aloja nuestra pareja hay fantasmas. La presencia o insinuación de la existencia de fantasmas será otro de los recursos del libro, un detalle que conseguirá darle unidad.

El tercer cuento es Instantánea borrosa de mujer con luna, y ocupa sólo una cara. Es, por tanto, un microrrelato. Ya he contado en mis reseñas bastantes veces que no siento un especial aprecio por los microrrelatos, un género con el que no suelo disfrutar demasiado como lector. Sin embargo, sí que me gusta mucho el formato de los libros de relatos; y éstos me gustan cuando suelen tener entre 12 y 25 páginas. Sé que esto no deja de ser un gusto arbitrario, pero lo siento así: me gustan las narraciones cortas en las que al autor le da tiempo a presentar a sus personajes y se desarrolla una mínima trama, con insinuaciones de subtramas y resortes ocultos. Desconfío de los microrrelatos que apuestan todo a mostrar una escena mínima y en el último párrafo cambian el sentido de lo leído por el lector, mediante una pirueta lingüística, que suele conseguirse con un juego de palabras o modificando el punto de vista.
En el libro de Rodríguez Pappe hay unas cuantas narraciones de una o dos páginas. Son las que menos me han hecho disfrutar. Pero estos microrrelatos me han gustado, sin embargo, más que otros que he leído, porque juegan a crear una atmósfera y, en este sentido, se acercan más a un poema que a un microrrelato tradicional. Esto me ha ocurrido con Instantánea borrosa de mujer con luna y Funeral doméstico, dos narraciones breves de corte fantástico y terrorífico.

Un hombre en mi cama, de dieciocho páginas, se ha convertido en otro de mis relatos favoritos de este libro. Rodríguez Pappe juega aquí a la ligera distopía, ya que nos presenta un mundo asolado por las altas temperaturas, que sufre la amenaza de quedarse sin agua. Lo que más le gusta a la narradora es dormir, y su hermana ha sufrido, en otras épocas de su vida, trastornos alimenticios. Los trastornos del sueño de la narradora le han llevado a contactar a través de redes sociales con grupos de sueños, que se conectan para compartir su experiencia. Trasfondo ecológico, apocalipsis, nuevas tecnologías… un cóctel muy bien llevado y resuelto. En este caso, más que jugar la baza del final abierto, lo que hace Rodríguez Pappe es acabar el cuento antes de mostrar su desenlace, algo que también acaba realzando su potencia.

Pequeñas mujercitas es un cuento abiertamente fantástico, de corte surrealista. Me ha recordado a algunas de las narraciones oníricas de Mario Levrero. A diferencia de lo que podemos encontrar en los cuentos de Levrero, muchos relatos de Rodríguez Pappe tienen un trasfondo feminista, pues nos presentan a mujeres combativas frente al mundo machista al que tienen que enfrentarse.

Conversación de los amantes es un microrrelato de media cara. No me convence su juego de confundir a personas con insectos.

Pistola cargada tiene dos páginas y parece un homenaje al Julio Cortázar de Continuidad de los parques, con su juego de mezclar personajes, lectores y autor.

Un paseo de domingo es un cuento de dos páginas sobre una madre y su hija. Un cuento de fantasmas cuyas ideas quedan mejor desarrolladas en otras narraciones más extensas de este libro.

La historia incómoda que nos contó Olivia el día de su cumpleaños me parece otro de los cuentos más destacados del libro. De nuevo tenemos aquí a una narradora a la que los hombres de su vida no parecen hacerla demasiado feliz; entre otras cosas porque parecen querer obligarse a ser siempre joven. El mito de «la mujer del saco» le sirve aquí a Rodríguez Pappe para realizar una denuncia social sobre las desigualdades económicas de las grandes ciudades. «Todas las ciudades están construidas sobre huesos y cementerios, así que, de cada cinco habitantes, uno es un fantasma», leemos en la página 79.

Matadora, sobre los problemas de una madre con su hija adolescente con sobrepeso, me parece también un buen cuento. Está bien traída la desviación de la violencia de su relación a la que la madre establece con la gata que la hija acoge. Me gusta. Su violencia simbólica me ha recordado a la mostrada en los textos de Mónica Ojeda.

El atanudos es, para mí, otro de los cuentos destacados del libro. Una chica cuenta a un grupo de adolescentes durante una fiesta una historia de terror que sufrió su familia. El recurso de la doble narración (descripción de las personas en la casa y la narración oral de una de ellas) me ha parecido bastante conseguido.

Cuento antes de ir a la cama es un microrrelato ingenioso, pero mantengo lo dicho: lo disfruto menos que los cuentos largos. Aún le quedan dos a este libro de los que merece la pena hablar:

Confeti en el cielo es un cuento apocalíptico. El mundo ha colapsado (no sabemos por qué) y una de sus supervivientes sale de casa con su gata para reunirse con un hombre al que ha empezado a rendir culto. La descripción de la ciudad en ruinas está muy conseguida.

La primera vez que vi un fantasma es el último cuento y traslada su escenario a Estados Unidos, a un hotel de Las Vegas en el que parece haber fantasmas. El tema fantástico aquí es un adorno frente al drama que vive su narradora, huída con un joven. Este cuento es un buen broche final para el libro.

En resumen, no me han convencido las narraciones más cortas del libro (aquellas que ocupan una o dos caras), básicamente porque, como ya he explicado, no acabo de conectar con el género de los microrrelatos. Pero sí que me han parecido valiosas la mayoría de las narraciones más largas. Por supuesto, tengo suerte, porque al gustarme las narraciones de veinticinco o dieciocho páginas frente a las de una o dos páginas, casi todo el tiempo que he leído La primera vez que vi un fantasma lo he disfrutado. En este libro hay algunas narraciones que destacan bastante, como la que ya he comentado: Paladar, Un hombre en mi cama, La historia incómoda que nos contó Olivia el día de su cumpleaños, Matadora, El Atanudos, Confeti en el cielo y La primera vez que vi un fantasma.

Por su apuesta neofantástica, que hace hincapié en el extrañamiento de lo real, algunas de las páginas de Rodríguez Pappe me han recordado a las propuestas por Samanta Schweblin. Y otras en las que, sirviéndose del género del terror, nos muestra un mundo de desigualdades o machismo, me han hecho pensar en los cuentos de Mariana Enríquez.
Me gustan los caminos que están abriendo las nuevas escritoras hispanoamericanas, sobre todo en el mundo del relato (aunque también en la novela), utilizando los géneros –terror, fantástico, policial, onírico– para hablar de muchos conflictos que padecen las sociedades en las que viven: Samanta Schweblin, María Fernanda Ampuero, Mónica Ojeda, Mariana Enríquez, Fernanda Trías, Ariana Harwicz, Liliana Colanzi… lista a la que ahora uno el nombre de Solange Rodríguez Pappe.

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