domingo, 15 de julio de 2018

El dolor de los demás, por Miguel Ángel Hernández.


Editorial Anagrama. 305 páginas. 1ª edición de 2018.

Me fijé en Intento de escapada –la primera novela de Miguel Ángel Hernández (Murcia, 1977)– cuando apareció en la editorial Anagrama en 2013, así como en la segunda, El instante de peligro (Anagrama, 2015). He coincidido con Hernández en la revista Eñe durante un año. Allí sacaba mis reseñas los martes y él mantenía una bitácora los miércoles. Nos hemos cruzado por internet y una vez en persona, cuando estuve sentado con él en una terraza de la Feria del Libro de Madrid con otros escritores, pero no llegamos a hablar. Hernández era para mí, hasta ahora, uno de los nuevos escritores que publican en las grandes editoriales que, durante el último lustro, he barajado leer, pero que no lo había hecho. Se juntan dos cosas: que los escritores nuevos que me apetece leer son muchos y que continúa mi lucha interna para acercarme a menos novedades y buscar con más profusión a los clásicos. Sin embargo, cuando empecé a leer comentarios sobre la tercera novela en Anagrama de Miguel Ángel Hernández, El dolor de los demás, me apeteció leerla. El dolor de los demás es una novela de no ficción y a mí me ronda la cabeza, desde hace tiempo, la idea de escribir un libro así. Decidí pedir el libro al departamento de prensa de Anagrama, que me lo envió muy amablemente. Me llegó un lunes y así me dio tiempo a acudir el viernes a la librería La Central, donde lo iba a presentar el escritor Sergio del Molino, otro de los escritores jóvenes que escribe novelas de no ficción. Hernández me firmó mi libro y pudimos, al fin, charlar un rato durante esa noche. Me pareció una persona muy afable.

«Hace veinte años, una Nochebuena, mi mejor amigo mató a su hermana y se tiró por un barranco» (pág. 16) es una frase que Hernández ha repetido muchas veces, una frase que se va a convertir para el lector en el lema central de esta novela, en la esencia de un drama en el que el autor se vio envuelto a finales de 1995 cuando su amigo de la infancia Nicolás mató a golpes a su hermana mayor, salió huyendo de su casa en coche y acabó en el fondo de un barranco con un cinturón al cuello.

Hernández estaba tratando de escribir una novela de no ficción al estilo de las del escritor francés Emmanuele Carrère (sobre todo se habla aquí de El adversario y Una novela rusa) sobre uno de sus abuelos, muerto en Argentina, cuando se dio cuenta de que la historia que quería contar era similar a la escrita por Sergio del Molino en Lo que a nadie le importa. El propio Del Molino es quien le da a Hernández la idea de escribir sobre el crimen del que fue testigo.

Hernández se propone escribir una novela sobre el crimen cometido por su amigo de la infancia y su muerte, algo que le lleva obsesionando desde hace veinte años. En gran medida El dolor de los demás recrea la búsqueda de información sobre el crimen, además de las dudas sobre el propio fin del libro o su pertinencia.

Existen dos tipos de capítulos: unos más cortos (de una página o dos), que están escritos en segunda persona. En ellos, Hernández conversa con su yo del pasado y se describe cómo fueron los dos días inmediatamente posteriores al momento en que el escritor sabe del crimen que se ha cometido en la casa de los vecinos. Aquí se habla de la confusión inicial en las palabras de su padre o del de su amigo, de los vecinos, y cómo se va sabiendo todo lo ocurrido hasta el momento del entierro de los cuerpos. En algunas de estas páginas también se evocan escenas del pasado que los dos amigos vivieron juntos.
En los otros capítulos, más largos, escritos en primera persona e intercalados con los anteriores, se describe el proceso de investigación llevado a cabo en el libro. Hernández contactará con otro de sus amigos y primo de Nicolás, con sus hermanos mayores, con el archivo de televisión, en el que puede enfrentarse con su yo del pasado diciendo a un periodista que no se puede explicar lo ocurrido, o con el expediente policial del caso.

En El adversario, Carrère decide investigar sobre un criminal cuya historia le fascinaba: Jean-Claude Romand acabó matando a su mujer, sus hijos y sus padres cuando estaba a punto de descubrirse que casi todas las certezas de su vida eran una farsa. Después de haber vivido durante años como si fuese un médico sin serlo, la verdad estaba a punto de conocerse. La historia y el personaje eran fascinantes. Carrère (a diferencia de la novela de no ficción clásica, cuyo mejor ejemplo suele ser A sangre fría de Truman Capote, en la que el escritor se borra de la narración) sí que se deja ver en su novela, pero, en esencia, focaliza su mirada sobre Jean-Claude Romand y su rocambolesca peripecia vital.
Hernández no puede tomar, frente al asesino de su historia, la misma distancia que Carrère, puesto que se trata, en su caso, de hablar de su mejor amigo de la infancia y la adolescencia. En realidad, Hernández, con la excusa narrativa de hablar de su amigo y su crimen nos va a acabar hablando, principalmente, de sí mismo. Digamos que en El dolor de los demás existen dos crímenes: uno real y de trasfondo sórdido, cuyo móvil posiblemente sea el sexual, el cometido por el amigo de Hernández sobre su hermana, y otro simbólico, el de la culpabilidad de Hernández por haber cortado los lazos que le unían a la huerta murciana de la que es originario.
Hernández nos cuenta que es el menor de sus hermanos, que cuando él tenía cinco años sus hermanos mayores ya se habían ido de casa y que sus padres tenían edad para haber sido sus abuelos. Él, que de niño y adolescente se sintió una persona torpe físicamente, consigue, a diferencia de las personas de su entorno, ir a la universidad, y aquí empezará el distanciamiento de sus orígenes, la cultura y el arte como medios de desclasamiento. Si quiere, ahora desde la madurez, hablar de aquel crimen de la adolescencia va a tener que volver a los escenarios dejados atrás; en este sentido, cobra fuerza la taberna del Yeguas, donde su padre y sus hermanos habían establecido una segunda vivienda.

Hernández se ha distanciado del mundo de la huerta también en sus novelas: en las que habla de los límites del arte y su paso por Estados Unidos, y había pensado, hasta ahora, que no había nada novelable en la huerta de la que procede. En la reconstrucción de la novela también se habla de un mundo rural en proceso de desaparición; sin embargo, me ha resultado curioso el vocabulario recogido aquí y propio de este espacio: carril, noches de tanda, caballones, escardar, corvilla, salote… «Desde el principio, intuía que escribir esta novela iba a ser también un modo de buscarme», leemos en la página 189.

El dolor de los demás es una novela que habla también sobre la propia creación de la novela que el lector tiene entre manos. «Allí se estaba viviendo un instante narrativo», leemos, por ejemplo, en la página 207, o en la página 217: «Todo lo que se pasase por la cabeza podría tener cabida en esta historia.»
En más de un momento se habla de la sensación de fracaso, de que Hernández no ha conseguido en sus páginas los objetivos que se había marcado: «Regresé a casa con la sensación de ser un impostor. Nicolás ya no venía conmigo. La realidad había ganado a la literatura» (pág. 237).

Las reflexiones sobre las diferencias entre realidad y ficción son interesantes: «Tenía la estructura de la realidad y no la de la ficción. Esa estructura que se corta sin venir a cuento cuando aún no se ha desarrollado, que nos deja sin saber lo que pretendemos saber, que no resuelve lo que se había propuesto resolver; ese régimen de insatisfacción perpetua que precisamente suele paliar la literatura, clausurando la búsqueda, desvelando la causa, accediendo al objeto del deseo para dejarnos tranquilos y satisfechos, para crear una ilusión de plenitud y totalidad que nos permita, al fin, descansar en paz» (pág. 286).

Decía antes que, a diferencia de Carrère, en realidad Hernández no puede penetrar (o no quiere) en las claves del crimen objeto de su investigación. El pudor hacia lo narrado, hacia el daño que puede causar en otros (sobre todo a los familiares directos de Nicolás y la Rosi, con los que no se atreve a hablar sobre su proyecto), le impide meterse a fondo en la historia de su amigo, así que, continuamente, estará bordeando la superficie del crimen. Este miedo a hacer daño es una de las limitaciones de los libros de no ficción, como ya sabía. Sin embargo, como ya he apuntado antes, El dolor de los demás trata principalmente de Hernández evocando su pasado, y, en este sentido, sí es un libro emocionante, de ritmo rápido y reflexión honda. Un mundo rural que se va y alguien que piensa que lo ha traicionado. Escrita sobre las ascuas de temas espinosos, El dolor de los demás es una buena novela.

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