En 2014 leí La hora de los monos, el
libro de relatos que Federico Falco
(General Cabrera, Argentina, 1977) publicó en la editorial Salto de Página. Ya comenté entonces en mi blog que este
libro me sorprendió muy gratamente, hasta el punto de haberse convertido en uno
de mis favoritos del catálogo de Salto de Página.
En 2016 Falco ha publicado este
nuevo libro de relatos, Un cementerio perfecto, de forma
casi simultánea en Argentina (en la editorial
Eterna Cadencia) y en España (en la editorial
Demipage). Si La hora de los monos estaba formado por diez relatos, Un
cementerio perfecto se compone de cinco. Al menos tres de estos últimos
son bastante largos, de más de sesenta páginas en el formato de caja de los
libros de Demipage, que en otra edición de letra más apretada podrían ser la
mitad (precisamente el francés demipage
significa en español «media página»). En cualquier caso, los tres relatos
centrales de Un cementerio perfecto son
cuentos largos o casi novelas cortas, y los otros dos tampoco son demasiado
breves.
En el prólogo de La hora de los monos, el escritor Antonio Jiménez Morato afirmaba que las
piezas que componían el libro eran realistas sólo en apariencia. Según Jiménez
Morato, el magisterio de Raymond Carver
ha provocado que en las últimas décadas domine la estética del realismo en el
relato; pero ‒continuaba‒ el realismo de Carver se sirve de personajes en
principio inverosímiles, y es ahí donde Carver consigue traspasar los límites
del puro realismo.
En los cuentos de La hora de los monos, Falco situaba a
sus personajes en situaciones fuera de lo corriente y acababa bordeando los
límites de lo real y lo fantástico, un nuevo territorio narrativo que en
Argentina, además de él, están practicando otros escritores jóvenes como Samanta Schweblin o Tomás Sánchez Bellocchio.
Cuando empecé a ver en internet
imágenes de la edición argentina o la española de Un cementerio perfecto estuve pensando en pedir el libro a los
editores. Pero momentáneamente me contuve, pensando que tenía muchos libros
pendientes por leer (una montaña que se acumula en los altillos de mis
estanterías y que amenaza con sepultarme al más mínimo seísmo que se registre
en mi zona). Sin embargo, desde Demipage, Manuel –que trabaja allí y con el que
coincidí en la presentación de La pecera de Juan Gracia Armendáriz– me escribió un mensaje a través de Twitter
para proponerme el envío. No pude resistirme. A pesar de mis propósitos de leer
más libros clásicos y menos novedades, estaba bastante seguro de que el libro
de Falco me iba a gustar.
Leí el primer cuento –Las
liebres– en la terraza de una piscina, tomando un café (sé que se
empieza a dilatar cada vez más el tiempo entre que leo un libro y publico su
reseña). Pasé las páginas finales con algo de prisa. Tenía el tiempo justo para
vestirme y salir para una boda a la que estaba invitado. No sé si esta premura
influyó en mí, pero lo cierto es que me quedé con la sensación, tras acabarlo,
de que los mejores cuentos de La hora de
los monos eran superiores a éste. Al protagonista de Las liebres se le llama simbólicamente «el rey de las liebres» y
vive en una cueva del monte, caza lo que puede y cuando no le queda más remedio
baja hasta el pueblo más cercano para ejecutar pequeños hurtos. El relato nos
acerca a un personaje solitario y vulnerable, y pese al realismo de muchas de
las escenas, contiene algún elemento marcadamente fantástico: las liebres le
hacen entrega de lebratos para que él los sacrifique. El final me parece
demasiado abierto y me quedé con la sensación de estar leyendo el primer
capítulo de una novela, la sensación de que necesitaba más información para que
la esencia de la narración cuajara en mí. No es que Las liebres sea un mal cuento (no lo es), pero esperaba más de un
autor del que había leído relatos tan logrados como El elefante, El
hombre de los gatos o Flores nuevas.
Por fortuna, lo mejor me esperaba
después. Los tres cuentos siguientes, los más largos del libro, y que forman su
cuerpo central –los titulados Silvi y la noche oscura, Un
cementerio perfecto y La actividad forestal– me han
parecido bellísimos, escritos por un narrador maduro que controla sus recursos
con plena maestría.
Antes de analizar estos tres cuentos
con más detalle, hablaré primero del último, el titulado El río. Este relato tiene
una extensión similar a Las liebres y,
como aquél, nos habla también de un personaje solitario y vulnerable (todos los
personajes de estos cuentos son solitarios y vulnerables, en realidad). La
señora Kim ve nevar tras el cristal de la ventana de su casa, mientras se fija
en las actividades de los vecinos y recuerda a su difunto marido. Como en algún
cuento de La hora de los monos, aquí
empiezan a cobrar fuerza en la narración los sueños de la señora Kim. El río es un relato de una simbología
hermosa y de ejecución elegante, pero me parece que en él hay menos desarrollo
de personajes que en los tres anteriores y para mí, como ocurría con Las liebres, se queda un peldaño por
debajo de los otros tres.
Silvi y la noche oscura, con sus más de sesenta páginas en
el formato de Demipage, es un relato largo, contundente, hermoso y desolador,
que aborda el paso a la vida adulta de una adolescente que vive en un pueblo
turístico de Argentina. Las actividades religiosas de su madre provocan que Silvi
pase más tiempo del debido al lado de personas moribundas, y su familia
católica no verá con buenos ojos su interés por uno de los dos jóvenes mormones
que predican por las calles del pueblo.
El cuento Flores nuevas de La hora de
los monos tocaba una temática parecida.
En Un cementerio perfecto,
Falco nos acerca al señor Bagardelli, un hombre de mediana edad que recorre los
pueblos argentinos diseñando cementerios, y que en Coronel Isabeta cree poder
llevar a cabo la construcción de su obra maestra, el cementerio perfecto que da
título a este libro. Un cementerio
perfecto nos presenta una melancólica metáfora de la condición del artista:
su soledad, su incomprensión, su imposibilidad para alcanzar sus sueños por
causas que no puede controlar… Gracias a este peculiar personaje, Falco nos
introduce en la vida cotidiana de un pueblo del interior de Argentina. De
nuevo, un gran relato, muy maduro y de gran ejecución técnica.
Al mismo nivel que los dos
anteriores se encuentra la tercera joya de este libro, el cuento titulado La
actividad forestal, sobre un anciano y su hija que han de abandonar la
casa donde viven, construida en medio de un pinar. En su juventud, el anciano
plantó los pinos de los que ha vivido siempre rodeado. Sólo parece haber una
solución desesperada para ambos: deben encontrar un marido para la hija que les
permita a los dos cobijarse bajo techo. De este modo, van a conocer al japonés
Sakoiti, un personaje igual de desesperado y frágil que ellos.
Los cinco cuentos están escritos en
tercera persona. La mirada de Falco sobre sus personajes desamparados es
siempre piadosa. Una gran melancolía por la fragilidad de las vidas elegidas se
desprende de estos cuentos. Todos ellos nos muestran la vida en la provincia argentina,
en el campo. Antonio Jiménez Morato definía a Falco como un «escritor del
interior», y este libro obedece a esa clasificación.
Si bien en Las liebres, con esos animales haciendo la ofrenda de sus hijos, y
en El río, en el que se da importancia
narrativa a los sueños, nos encontramos con algún elemento que puede
considerarse fantástico, las tres mejores historias de este libro me parecen
realistas. Es cierto, también, que el señor Bagardelli, el que sueña con
construir un cementerio perfecto, es un personaje muy peculiar, pero no creo
que ni aquí ni en Silvi y la noche oscura y La actividad forestal nos alejemos
de las propuestas del realismo. Como en los relatos realistas de los escritores
norteamericanos que más me gustan –Raymond
Carver, Tobias Wolff o Richard Ford–, Falco juega con la
importancia de la descripción de los paisajes o las condiciones atmosféricas (la
nieve, el viento…) para crear elementos simbólicos. Sus narraciones no son
simples, ponen la mirada en elementos muy poéticos e interesantes, y es una
mirada madura (que contempla sin prejuicios la vejez, por ejemplo). Es el
lector el que debe completar las historias mostradas. Los finales suelen ser
abiertos, pero en la cabeza del lector se siguen desarrollando una vez que los
cuentos terminan y surgen continuaciones para las disyuntivas en que hemos
dejado a los personajes. El eco melancólico de los tres mejores relatos largos de
este libro resuena en la mente del lector.
Ya he leído dos libros de relatos de
Federico Falco y se está convirtiendo en uno de mis cuentistas actuales favoritos.
Su voz narrativa es muy firme y poética. Al menos tres relatos (de cinco) de Un
cementerio perfecto son magníficos. Lean este libro, acérquense al
género del relato, y cuando acaben Un
cementerio perfecto busquen La hora
de los monos, otro gran libro de relatos que –por lo que sé– no tuvo en
España todos los lectores que merecía.
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