domingo, 4 de mayo de 2014

El crash de 1929, por John Kenneth Galbraith

Editorial Ariel. 222 páginas. 1ª edición de 1955. Esta de 2009.
Traducción de Ángel Abad.

Ya he comentado en el blog que me he propuesto leer algunos de los libros fundamentales de la historia del pensamiento económico. Así que después de leer La riqueza de las naciones de Adam Smith y El primer ensayo sobre la población de Thomas Malthus, el que tocaba era Principios de economía y política tributaria de David Ricardo. Este último libro lo encontré en la cuesta de Moyano, en una edición de los años 70, al precio de un euro. El libro está nuevo pero es una edición de bolsillo con la letra muy pequeña. Pensé, después, que no me importaba comprar una edición más cara, más fácil de leer y de subrayar sin que se despeguen las páginas (como me temo que pase con el libro que tengo), y visité la librería Ecobook, situada en Conde Duque y especializada en economía, esperando encontrar allí con facilidad todos los grandes libros históricos de la ciencia económica. La sorpresa fue grande: el libro de David Ricardo (el libro de economía más influyente del siglo XIX y principios del XX) está descatalogado, así como la edición española (editada en España) de Teoría general del empleo el interés y el dinero de J. M. Keynes (el libro de economía más importante del siglo XX). Es decir: ni siquiera los profesores de universidad de Historia económica (y será porque no hay universidades de Economía o Empresariales en España) leen los libros fundamentales del pensamiento económico. Como estaba allí, en Ecobook, y el librero era un chico muy amable, con el que estuve un rato conversando, decidí comprar algo. Me acabé llevando dos libros de John Kenneth Galbraith (Ontario, Canadá, 1908-Cambridge, Estados Unidos, 2006): este de El crash de 1929 y La sociedad opulenta.
Y al final, decidí también saltarme el orden propuesto de lectura y me apeteció más leer a Galbraith que a Ricardo.

John Galbraith y Milton Friedman forman la pareja de economistas más importante (o al menos más famosa) de la segunda mitad del siglo XX en Estados Unidos. El primero de estirpe keynesiana y profesor en la universidad de Harvard y el segundo defensor de los preceptos neoliberales y profesor de la universidad de Chicago. Galbraith fue asesor de los políticos demócratas y Friedman de los republicanos.
Galbraith, además de ser amigo y consejero de John F. Kennedy, fue un erudito interesado en acercar las teorías económicas al gran público, y tras leer El crash de 1929 (1955) puedo constatar que su estilo es ameno y divertido, y la lectura de este libro puede ser agradable para cualquier persona interesada, sin más, en la historia del siglo XX.

Mucho se ha escrito sobre el crash de 1929, y esta obra, que casi sesenta años después de ser publicada se sigue reeditando y traduciendo, la escribió Galbraith en 1955 para desmontar algunos de los mitos populares sobre lo acontecido en aquel año tan famoso para la memoria del siglo XX.

El libro empieza con un prólogo del propio Galbraith reflexionando desde los años 90 sobre su libro, publicado cuatro décadas antes. Ya en el prólogo, Galbraith marca el tono de su escritura: él es el observador elegante de las pasiones de los hombres, a las que se acerca con fina ironía: “Hoy por hoy, hay mucho más dinero que afluye a los mercados de valores que inteligencia para canalizarlo” (pág. 8). Ya desde el prólogo abruma la acumulación de fechas en las que ha acontecido algún crash económico en la historia de Occidente: 1637 (el primero registrado, el de los tulipanes en Holanda), 1720, 1837, 1873, 1907.
El senador de Indiana Homer E. Capehart dijo de El crash de 1929, cuando se publicó, que era una obra criptocomunista. Y aquí, en el prólogo, aparece ya para mí una de las ideas importantes de esta obra: quien, en la década de los años 20 en Estados Unidos se atrevía a afirmar que la situación económica era preocupante y la fuerte expansión de la Bolsa podía acabar en un crash, se arriesga a ser acusado de comunista y de ir en contra del modo de vida norteamericano; por el contrario, aquella persona con autoridad (político, periodista, economista...) que afirmase que la situación era sólida y a los Estados Unidos le esperaban grandes años de bonanza económica sería escuchado como se escucha a un patriota.

Los años 20 en Estados Unidos fueron una buena época para la economía, a pesar de que Galbraith constata la existencia de fuertes desigualdades sociales.
“Los norteamericanos desplegaron también un asombroso afán de hacerse ricos rápidamente y con un mínimo de esfuerzo físico” (pág. 17); algo que se manifestó en el gran auge del movimiento especulativo inmobiliario en Florida.
El libro está plagado de finas reflexiones sobre el espíritu humano, como estas de la página 18: “El nuestro es un mundo habitado, no por gentes que necesitan la persuasión para creer, sino por personas que piden una excusa cualquiera para creer”; “Otro de los rasgos característicos del estado de ánimo especulativo es la tendencia, según va pasando el tiempo, a perder de vista las principales razones que han dado lugar a ese simple hecho del aumento del valor”.
Recordaba de mis clases en la universidad que el crash del 29 tuvo como una de sus fuentes el incremento de los movimientos especulativos en Florida. Primera cosa que aprendo con este libro: en Florida se desarrolló una pequeña burbuja inmobiliaria en torno a 1925 que terminó en 1926, cuando dos huracanes en la zona provocaron 400 muertos. Así que más que uno de los motivos del crash del 29, la burbuja inmobiliaria de Florida debería haber actuado como una advertencia para la expansión de la Bolsa que vendría después. Pero “la fe de los norteamericanos en la posibilidad de enriquecerse aprisa y sin esfuerzo gracias a la Bolsa fue cada día más firme” (pág. 21).

“Es difícil precisar cuándo comenzó la expansión de la Bolsa de los años veinte” (pág. 22). Según la teoría aceptada durante largo tiempo, en 1927 se echó la simiente del desastre.

Resulta muy interesante la lectura de las páginas 24-25: en ellas Galbraith expone una de las teorías tradicionales que provocaron el crash del 29. La resumo: en 1925, Winston Churchill decide hacer volver a Inglaterra al patrón oro y alcanzar una paridad para la libra anterior a la Primera Guerra Mundial. Esto hace que la libra se revalorice artificialmente y que Inglaterra se convierta en un país poco atractivo para la inversión extranjera. Así que el oro que podía haber fluido desde el continente europeo hacia Inglaterra empieza a viajar a Estados Unidos. Esto hizo que el “tipo de redescuento” (el tipo de interés al que los Bancos Centrales prestan dinero a los bancos comerciales) de la Reserva Federal Norteamericana se redujera al incrementarse la masa monetaria que podían prestar. De este modo, los bancos comerciales norteamericanos pudieron prestar más dinero para operaciones relacionadas con la Bolsa.
Para Galbraith esta justificación del crash del 29 es sencilla y atractiva, porque exime al pueblo norteamericano y a su sistema económico de cualquier culpa; pero a él no le acaba de convencer.
Estoy recordando la lectura de Tótem y Tabú de Sigmund Freud: me da la impresión de que los grandes escritores de ensayos usan la técnica de crear un misterio para elaborar sus escritos. Es decir, desde el comienzo ellos tienen la solución al enigma planteado y nos van llevando por las páginas del ensayo, desmontando las teorías existentes hasta ese momento, para descubrir sus cartas sólo al final del libro. Ya adelanto aquí que para Galbraith la teoría expuesta, una teoría con base económica, es insuficiente y centrará más su hipótesis en la sociología: momentos de gran expansión del crédito bancario los había habido en otras épocas cercanas en la historia de Estados Unidos y no se había producido una burbuja especulativa. Para que una burbuja tenga lugar la confianza en la economía de una nación debe ser muy fuerte, y los ciudadanos deben haber olvidado las consecuencias de la última recesión provocada por una burbuja. Su idea acaba siendo que en los años 20 Norteamérica se sentía fuerte como nación, el dinero afluía a ella de otras partes del mundo, los patriotas no dejaban de señalar lo bien que iba todo, y cualquier norteamericano pensaba que se merecía enriquecerse a corto plazo sin mucho esfuerzo.

En 1928 “la verdadera orgía especulativa comenzó en serio”. Wall Street cree en la economía de libre mercado y se piensa que en alguna parte “hay hombres importantes que hacen subir y bajar las acciones a su gusto” (pág. 27).
Más análisis sociológico: “Se cree a menudo que con sólo afirmar, solemnemente, que la prosperidad continuará, ya se garantiza que efectivamente continuará. Entre los hombres de negocios, especialmente, la fe en la eficacia de tales encantamientos es muy grande”.
Y fueron muchos los hombres influyentes en Estados Unidos dispuestos a declarar durante 1928 y 1929 que todo iba estupendamente en la economía. Entre ellos el presidente Hoover.

Pág. 33: “En cierto momento del proceso de superexpansión todos los aspectos del régimen de propiedad privada pierden interés excepto el de una inmediata elevación de los precios (...)”. “La única recompensa que interesa al propietario de algún bien no es la derivada de la propiedad como tal sino el incremento de su valor”. Creo que está claro que en España, en el periodo de 2002-2008, cuando el incremento del precio de las casas se empezó a desvincular del de los salarios, no habría estado mal haber abierto las páginas de este libro de 1955.

Además de la bajada del tipo de redescuento comentado, los agentes de cambio podían vender acciones a sus clientes sin exigirles el pago efectivo de la compra, sino que bastaba comprar los títulos bajo fianza. Así que los norteamericanos en realidad compraban en la Bolsa en gran medida con un dinero que no tenían, sino que provenía de préstamos de los bancos cubiertos por la fianza de los agentes de cambio. Un interesante castillo de naipes de expansión monetaria.
La visión de Galbraith sobre el funcionamiento de la economía en EE.UU. no deja de ser crítica: “El objetivo es poner cómodo al especulador y facilitar la especulación. Pero estos propósitos no pueden ser reconocidos” (pág. 35).
“La gente acudía en enjambres a comprar títulos a plazo con fianza, en otras palabras, a adquirir un derecho sobre los incrementos de los precios sin los costes de la propiedad” (pág. 35).

En el capítulo titulado ¿Era necesario hacer algo?, leemos (pág. 40): “La verdadera alternativa estaba entre un desplome inmediato y provocado deliberadamente o un desastre todavía más grave algo más tarde. Seguramente, alguien sería censurado cuando sobreviniese el definitivo colapso. Pero no había ninguna duda sobre quién sería acusado si se pudiese fin al auge deliberadamente”. Es decir, el muy español: ¿quién le pone el cascabel al gato?
El presidente Coolidge, días antes de abandonar el despacho presidencial en 1929, declaró que las cosas iban “perfectamente bien”.
“El Consejo de la Reserva Federal de aquellos tiempos era un organismo de sobrecogedora incompetencia” (pág. 43).
“Durante los primeros meses de 1929, los préstamos procedentes de fuentes no bancarias eran aproximadamente iguales a los bancarios. Conforme avanza el año, llegaron a ser muy superiores” (pág. 47).
“A comienzos de 1929, su silencio les parecía literalmente de oro a los más prudentes funcionarios de la Reserva Federal” (pág. 49).

En marzo de 1929, ya con Hoover en el poder, aparece una primera ola de pánico en la Bolsa, motivada porque Inglaterra tomó medidas para retener capital financiero en su territorio. Los agentes de Bolsa de Nueva York solicitan un aumento inmediato de las fianzas de sus clientes. El gran banquero Charles E. Mitchell del National City Bank estaba a favor del auge económico, y afirmó que prestaría dinero para cubrir todas las liquidaciones de la Bolsa. Estas palabras tuvieron un efecto mágico sobre el mercado, y la Reserva Federal no actuó en contra de los grandes mercados ni tomó ninguna medida prudente, salvo aumentar un poco el tipo de redescuento, lo que no tuvo demasiadas consecuencias.

Esta época coincidió con el incremento de la fusión de empresas en Estados Unidos que necesitaban capital y nuevas emisiones de títulos para financiarlas. El motivo más importante de estos movimientos empresariales era el de eliminar la competencia.

En la página 63 leemos un dato importante que puede desmontar algún mito sobre la volatilidad del mercado: “En lo fundamental, el auge del mercado de 1929 tenía sus raíces directa o indirectamente afincadas en industrias y empresas real y verdaderamente existentes. Las emisiones totalmente nuevas y producto de la imaginación, dedicadas a fines nuevos y fantásticos, ordinariamente tan importantes en tiempos de especulación, no desempeñaron un gran papel”.
Pero Galbraith sí que destaca la importancia de la expansión de los trusts de inversión mobiliaria, que “establecían un divorcio casi completo entre el volumen de los valores corporativos en circulación y los activos realmente existentes”. En 1928 se organizaron 186 trusts de inversión. El público empezó a comprar valores de los trusts de inversión: “La única propiedad del trusts de inversión eran acciones ordinarias y preferentes, obligaciones, pagarés, hipotecas, bonos...” (pág. 71), además de la sabiduría de los profesionales que invertían en Bolsa. Unos trusts compraban acciones emitidas por otros trusts y así se iba multiplicando el valor de estas acciones. Una compañía del grupo invertía en valores de otra compañía del grupo, y así –gracias a este “incesto financiero”, en palabras de Galbraith– el valor de las acciones subía en progresión geométrica. Pero, se nos recuerda, este “efecto palanca” se va a potenciar con la misma fuerza en sentido contrario, cuando los valores empiecen a bajar el efecto se va a expandir por toda la cadena. Y en este auge económico, en diciembre de 1928, es cuando aparece en escena el gran trust Goldman & Sachs: “Una compañía de inversión cuyas inversiones eran sus propios títulos ordinarios” (pág. 79).

El verano de 1929 no fue apacible en Wall Street. Los precios se elevaron día tras día. En la Bolsa de Nueva York se podía inscribir cualquier compañía que lo desease.
En 1929 “el pesimismo no era considerado pariente próximo de la conspiración para destruir la American way of life. Pero ya empezaba a tener connotaciones de este tipo” (pág. 87).
“Los optimistas oficiales eran numerosos y dotados del don de la palabra” (pág. 88); fue entonces cuando se escucharon, por ejemplo, las palabras del prestigioso economista Irving Fisher de Yale: “Los precios de los valores han alcanzado lo que parece ser un nivel permanentemente alto”.
También hubo alguna voz discordante: Paul M. Warburg del International Acceptance Bank pidió a la Reserva Federal que llevase a cabo una política monetaria más severa. No faltó quien acusara a Warburg de “saboteador de la prosperidad americana”.

En la página 96, Galbraith desmonta otro mito: “El tópico de que en 1929 todo el mundo ‘jugaba a la Bolsa’ no es ni mucho menos literalmente verdad. Entonces, como ahora, el mercado de valores era para la gran mayoría de obreros, agricultores y empleados –es decir, la gran mayoría de los norteamericanos–, algo remoto y vagamente siniestro”. En 1929 el número de especuladores de Bolsa era inferior al millón. “Lo sorprendente de la especulación bursátil de 1929 no fue precisamente la masa de participantes, sino más bien el modo como aquélla se convirtió en el centro de la cultura del país” (pág. 97).

3 de septiembre de 1929: llegó a su fin el gran mercado alcista de los años 20.
“La depresión no se produjo (...) porque el mercado se diera cuenta de repente que se avecinaba una grave crisis. Cuando el mercado comenzó a contraerse no se podía en absoluto prever una depresión” (pág. 109).

15 de octubre de 1929. El banquero Mitchell declara: “En la actualidad los mercados se encuentran en una situación inmejorable” (pág. 114).
Jueves, 24 de octubre de 1929: primer día del pánico. A las 12.30 se cerró la Bolsa de Nueva York. A las 12 se habían reunido los grandes banqueros. El miedo desapareció, el “sostén financiero” se había decidido a intervenir.
“Quizás en ninguna otra ocasión –antes o después– ha habido tantas personas interesadas en las perspectivas económicas y las han encontrado tan favorables como en los dos días que siguieron al desastre del jueves” (pág. 126).
“El lunes comenzó el verdadero desastre” (pág. 128).

Lunes, 28 de octubre de 1929: el mercado no se recuperaba, los banqueros se reunieron en la sede de Morgan. Pero la caída era ya imparable.

“El martes 29 de octubre fue el día más devastador en la historia de la Bolsa de Nueva York y, posiblemente, el más devastador en la historia de todos los mercados” (pág. 132). Se vendieron 16.410.030 millones de títulos. Lo peor de la jornada fue para los trusts de inversión.
El miércoles la Bolsa sufrió una recuperación y los “valores subieron maravillosamente”. Nota personal: no conocía este dato.

Ya he comentado que el humor sutil e irónico de Galbraith es muy agradable en este libro. Me ha encantado la descripción del fin de los trusts de inversión: “Compraron sus propios valores sin valor. Es bien sabido que los hombres se han estafado unos a otros en muchas ocasiones. El otoño de 1929 contempló quizás por primera vez el inusitado espectáculo de unos hombres estafándose a sí mismos” (pág. 147).
Otro mito desmontado: “La ola de suicidios que siguió en Estados Unidos al crash de la Bolsa forma parte también de la leyenda de 1929. En realidad no hubo ninguna” (pág. 151). Las estadísticas de suicidios que muestra Galbraith parecen avalar su tesis. Además, de los que se suicidaron, muy pocos eligieron el salto desde un edificio.

Más ironía galbraithana: “Para un economista, la estafa es el más interesante de los crímenes. Es la única ratería susceptible de ser fijada sobre un parámetro de tiempo” (pág. 156).
“Se celebran reuniones porque los hombres buscan compañía o, como mínimo, aspiran a escapar del tedio de sus solitarios deberes” (pág. 163).

El presidente Hoover tomó para superar la crisis ideas de Keynes de forma muy ligera (una leve reducción de impuestos): “Era evidentemente contrario a cualquier acción gubernamental de envergadura para combatir la depresión” (pág. 164). “Sin embargo, la fe del pueblo en el laissez-faire se había debilitado considerablemente”.

“El crash redujo a cenizas la fortuna de muchos de cientos de miles de norteamericanos. (...) A quienes habían proclamado durante el crash que la situación económica era ‘fundamentalmente buena’ no se les consideró responsables de sus palabras” (pág. 169).

 A partir de 1932 se empezó a intentar buscar al Mal en la Bolsa de Nueva York, a través de la comisión senatorial de Moneda y Banca. Pero “la ética comercial de los miembros de la Bolsa parece haber sido relativamente aceptable por lo que se refiere al promedio de los años veinte y en ocasiones debió ser francamente rigurosa. Esta podría ser la explicación más obvia del porqué sobrevivieron tan decorosamente la Bolsa y sus miembros a las investigaciones de los años treinta” (pág. 185).

“Durante el decenio de los años treinta, los partidarios del New Deal gozaron con exuberancia descubriendo las negligencias financieras de sus oponentes. (...) Durante los años cuarenta y cincuenta los republicanos, con la misma avidez, descubrieron astutamente que fueron partidarios del New Deal los que luego resultaron comunistas” (pág. 191).

En 1933 se estableció una regulación mayor sobre la Bolsa y se creó la Comisión de Valores y Bolsa.

Muy interesante me ha resultado el último capítulo del libro, titulado Causa y efecto, en el que se resumen los puntos fundamentales de lo expuesto por Galbraith y se analiza por separado el crash del 29 y la Gran Depresión.
Tras el crash vino la Gran Depresión, que duró 10 años. En 1933 el PNB de Estados Unidos fue una tercera parte inferior al de 1929. En 1933 había en EE.UU. casi 13 millones de trabajadores en paro.

Capítulo IX: Causa y efecto:
“Es más fácil explicar el crash de la Bolsa que la depresión subsiguiente. Y entre los problemas que supone establecer las causas de la depresión ninguno tan correoso como el de la responsabilidad que se debe atribuir al crash de la Bolsa. La investigación económica no permite aún dar respuesta a estos temas” (pág. 196).
“No sabemos por qué tuvo lugar una orgía especulativa en 1928 y 1929. La explicación, aceptada durante mucho tiempo, de que el crédito era fácil (...) es por supuesto un auténtico sinsentido. En muchas ocasiones, antes y después, el crédito ha sido igualmente fácil, y no se ha producido en absoluto especulación. (...) Mucho más importante que el tipo de interés y la oferta de crédito es la disposición de ánimo de quienes intervienen en el mercado. La especulación requiere, en gran medida, un profundo sentimiento de confianza y optimismo. (...) La especulación tiene más posibilidades de estallar después de un período de prosperidad” (págs. 196-197).

“Estamos muy lejos de saber con exactitud las causas de la Gran Depresión” (pág. 198).
“La economía norteamericana había comenzado a deteriorarse a principios del verano, o sea, bastante antes del crash. (...) La producción industrial, inicialmente, había excedido las posibilidades de demanda del consumidor y de inversión. (...) Los intereses económicos (...) erraron al estimar crecientes las perspectivas de la demanda, que les llevó a almacenar más de lo que posteriormente necesitaron. En suma, el verano de 1929 señaló el comienzo de la familiar disminución de las existencias” (pág. 202).

La productividad por trabajador aumentó de 1919 a 1929 en un 43%. Esto incrementó los beneficios empresariales, lo que se destinó a estimular un alto nivel de inversiones de capital (máquinas, edificios...). De este modo, cualquier cosa que interrumpiera el gasto de la inversión provocaría la crisis. Cuando ocurrió no se podía esperar una compensación automática mediante un aumento de los gastos del consumidor. La consecuencia de una inversión insuficiente podía ser la caída de la demanda total, lo que llevaría a un desplome de la producción y de la demanda de materias primas: los datos no consiguen avalar del todo esta tesis, nos dice Galbraith; pero le parece, aun así, una explicación consistente.

De todos modos (y volvemos a derribar mitos), a pesar de que se sostiene que en 1929 la economía funcionaba bien, Galbraith piensa que esto no era cierto. Y cita cinco puntos débiles del sistema en aquel momento:

1) La pésima distribución de la renta.
2) La muy deficiente estructura de las sociedades anónimas.
3) La pésima estructura bancaria.
4) La dudosa situación de la balanza de pagos.
5) Los míseros conocimientos de economía de la época.

Al desarrollar el quinto punto, Galbraith parece por un momento dejar atrás su imagen de socarrón analista de las pasiones humanas y toma partido en contra de la economía neoliberal: “Los consejeros económicos del momento consiguieron la unanimidad y autoridad suficientes para forzar a los líderes de ambos partidos a ignorar o desaprobar todas las medidas disponibles capaces de detener la deflación y la depresión” (pág. 214). Unas líneas más abajo, Galbraith se muestra de acuerdo con Adam Smith, cuando éste crítica a las grandes sociedades anónimas: “El crash del mercado de valores fue asimismo un eficacísimo medio para poner de manifiesto y agudizar todas las taras de la estructura de sociedades anónimas”.

El crash de 1929 finaliza con una advertencia: “El pueblo norteamericano sigue siendo susceptible al estado de ánimo especulativo”. Durante el auge, nos dice Galbraith, no faltará ocasión para redescubrir las virtudes del libre mercado y se dirá que los controles no son necesarios. Estas palabras, escritas en 1955, me han hecho pensar en la película Inside Job (2010), que trataba de analizar las causas de la crisis de 2008, y por supuesto, como anunciaba Galbraith, en los años previos, los especuladores abogaron por la desregulación de los mercados.

En las últimas páginas, Galbraith (economista de estirpe keynesiana), a modo de conclusión, aboga por la intervención gubernamental en los mercados: “También se ha corregido otra tara de la economía. El tantas veces censurado programa agrícola proporciona una renta apreciablemente segura y, por consiguiente, sostiene el nivel de gasto de los agricultores. Los subsidios de paro producen el mismo efecto, si bien todavía de modo inadecuado, entre la fuerza de trabajo. Los restantes capítulos de la seguridad social –pensiones y asistencia pública– protegen y sostienen la renta y, por tanto, el gasto de otros sectores de la población. El sistema fiscal actual es un factor de estabilidad muy superior al de 1929. Es posible que un dios iracundo haya dotado al capitalismo con contradicciones inherentes a su ser. Pero, al menos, algún pensamiento oculto debió sugerirle la oportunidad de ser lo suficientemente bondadoso para permitir que las reformas sociales sean perfectamente compatibles con los mecanismos de perfeccionamiento del sistema” (pág. 221).

Una curiosidad: en 1955 Galbraith se muestra reticente a aceptar la existencia de ciclos económicos (el mismo se corrige en una nota a pie de página, desde los años 90, y dice que en la actualidad "sería menos verosimil negar la existencia de ciclos económicos"). Cuando yo estudié en los años 90 en la universidad, la idea de que existían los ciclos económicos se daba por supuesta. No podía imaginar que tan conocimiento teórico fuese aceptado por toda la comunidad de economistas en tiempos tan recientes.

Galbraith me ha parecido un economista muy perspicaz y elegante, con un estilo narrativo muy atractivo, sutil e irónico.

La traducción es pasable, salvo por algunos términos desafortunados, como usar el término “incorfortable” en vez de “incómodo”.

2 comentarios:

  1. Hola, David
    Buen post. Dado que tu propósito es, como dices, leer algunos de los libros fundamentales de la historia del pensamiento económico, me permito recomendarte un texto preciso (y precioso): Michal Kalecki, "Aspectos políticos del pleno empleo". Creo que es fácilmente accesible en la red, aunque hay ediciones en papel.
    Saludos cordiales.

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    1. Hola Clément:

      Lo cierto es que esta entrada se me fue de las manos en cuanto a extensión. Y pensaba que nadie la iba a leer entera. Si lo has hecho: muchas gracias.

      No conocía el libro que comentas. Lo anoto.
      Creo que los siguientes que tengo pensados son el de David Ricardo, El capital de Marx (como me da miedo su extensión me voy a poner para empezar con la versión resumen de Alianza) y luego el de Keynes. Paso a paso.

      Saludos

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