El cuento de la criada, de Margaret Atwood
Editorial
Salamandra. 412 páginas; primera edición de 1985; esta edición es de 2017.
Traducción
de Elsa Mateo Blanco
De Margaret Atwood (Ottawa, Canadá, 1939) había leído dos libros: Resurgir (1972) y Por
último, el corazón (2015). Fueron dos libros que me gustaron,
aunque, desde luego, era consciente de que no me había acercado a los libros
más emblemáticos de esta autora. Y que esos libros llegaran a mí tuvo más que
ver con mi condición de reseñista aficionado, que recibe libros de las
editoriales, que con una selección eficiente de mis lecturas. Desde hace tiempo
me apatecía acercarme a la trilogía formada por los libros Oryx y Crake (2003), El
año del diluvio (2009) y Maddadam (2013), o bien al díptico
compuesto por El cuento de la criada (1985) y Los testamentos (2019).
Los cinco libros están disponibles en la biblioteca de Móstoles y, al fin, en
noviembre de 2024, decidí olvidar la montaña de libros que tengo en casa sin
leer y saqué de la biblioteca El cuento
de la criada y Los testimonios.
De entrada debería decir que no he visto la serie de Neflix, que tan popular hizo a este
libro a partir de 2017. A pesar de esto, es cierto que resultaría difícil que
el mundo creado por Margaret Atwood en este libro, a estas alturas, pille de
nuevas al lector, porque sus propuestas son ya icónicas a nivel mundial. Sí que
había visto un reportaje sobre la autora en la plataforma Filmin –lo volví a buscar y ahora mismo ya no está disponible–, y ella
comentaba que las ideas que usa en El
cuento de la criada las ha tomado de la realidad: por poder unos ejemplos,
en la Rumania de Ceaușescu se prohibió el uso de métodos anticonceptivos; el
robo de los bebés en la Argentina de Videla; o las prácticas de algunas sectas,
en cuanto al trato hacia las mujeres. Era un momento muy estremecedor del
documental aquel en el que Atwood le mostraba a la cámara recortes de periódico
con esas noticias, que tenía guardados en una carpeta, del tiempo que escribía
la novela, lo que empezó a hacer en 1984, en Berlín Occidental.
Atwood introduce al lector en su historia sin darle
demasiados datos sobre cómo es el mundo que se nos presenta, o sobre cómo se ha
llegado hasta ahí. Así que entiendo que para los primeros lectores del libro la
experiencia tuvo que ser algo diferente que para los lectores actuales. Ya que
para estos, como ya he comentado, muchas de las ideas de la novela ya forman
parte del imaginario colectivo. Y el libro también será una experiencia
diferente para aquellos lectores que se adentren en las páginas de la novela
sin leer la sinopsis de la contraportada. Ya que en esta se clarifican algunos
puntos clave del libro, que al lector le va a costar alcanzar. Por ejemplo,
aunque la escritora es canadiense, la acción de la novela se sitúa en Estados
Unidos, y el escenario principal de El
cuento de la criada será la ciudad de Boston, cuyo nombre acabará
apareciendo en el libro; pero no así, las instalaciones de la universidad de
Harvard, lugar cercano a donde se encuentra la casa en la que vive la
protagonista de esta historia, ejerciendo de «criada». «Intento imaginar en qué
edificio se encuentra. Recuerdo la distribución de los edificios que se alzan
al otro lado del Muro; antes, cuando era una universidad, podíamos caminar
libremente por el interior.» (pág. 232). En el citado reportaje sobre Atwood,
aparecía una conferencia que la autora daba en Harvard y decía que allí, cuando
ella era joven, existía una biblioteca a la que no podían entrar las mujeres.
Siguiendo la lógica en la que está planteada la novela, ese elemento de la
realidad se tomó para la construcción de la novela, ya que en ella las mujeres
tienen prohibida la lectura y la escritura, a no ser que sean «tías», que
serían una especie de sacerdotisas que velan por el buen comportamiento de las
otras mujeres, en el mundo muy jerarquizado de El cuento de la criada.
En los Estados Unidos de la década de 1980, un grupo de
extremistas religiosos asalta el congreso y da un golpe de Estado. Desea
restaurar una serie de «valores tradicionales» que chocan con el supuesto
libertinaje de la época, y con las nuevas costumbres para las mujeres. En la
nueva «teocracia puritana» que se va a imponer en el país o, al menos en una
gran parte, en la que va a ser llamada la república de Gilead (que abarcaría,
al menos, el noreste de los antiguos Estados Unidos), una de las primeras
medidas será, por ejemplo, hacer desaparecer la independencia económica de las
mujeres. Su dinero tendrá que ser administrado por sus maridos o, en el caso de
no estar casadas, por un familiar varón. Huir a Canadá no va a ser una tarea
fácil.
La novela empieza cuando ya han transcurrido algunos años desde
que se perpetró este golpe de Estado y se ha consolidado la república de
Gilead, aunque sigue existiendo una guerra permanente en las fronteras de la
nueva nación. La narradora de la historia, de la que nunca sabremos su
verdadero nombre –el nombre que tenía antes de que existiera Gilead– es Defred,
una mujer de treinta y tres años que, en el nuevo régimen, ocupa el puesto de
«criada». Fred es el nombre del Comandante en cuya casa vive. Su nombre,
«Defred», indica un sentido de pertenencia a este cargo militar. En el futuro
distópico del mundo planteado en la novela, las tasas de natalidad han bajado.
Los motivos no acaban de quedar del todo claros: quizás la polución, quizás el
tipo de armamento usando en las últimas guerras, o una mezcla de ambos. Los
matrimonios son concertados en Gilead, y los Comandantes, el estamento social
más alto, suelen unirse a jovencitas, recién salidas de la adolescencia, en
muchos casos, que no siempre son fértiles. Al darse esta situación, como ocurre
en la casa del Comandante Fred, cuya mujer tampoco es especialmente joven,
estos matrimonios pueden solicitar los servicios de una criada. La única
función de las criadas, que pueden permanecer en la casa de un Comandante
durante un periodo máximo de dos años, será la de ser fecundadas por él y dar
un hijo a la pareja. «Somos matrices con patas», llegará a decir de sí misma
Defred. Por supuesto, las criadas no son bien vistas, ni apreciadas por las
esposas, ya que su presencia en la casa supone admitir la existencia de un
fracaso personal.
Las mujeres ya no pueden ejercer las antiguas profesiones
liberales a las que se dedicaban antes de la republica de Gilead. Ahora son
esposas; Marthas, que son las trabajadoras de las casas adineradas; criadas,
que tienen una función reproductiva para familias pudientes que no pueden
procrear por sí solas; o tías, que son un cuerpo de sacerdotisas, encargadas de
disciplinar a otras mujeres. Fuera de este orden jerárquico, que nos mostrará
Defred desde su propia experiencia, también existen las econoesposas, que son
las mujeres de hombres de escala social inferior, y las mujeres que se han
desechado como «no mujeres», por su edad u otra condición, y que han sido
enviadas a islas, donde permanecen recluidas y han de realizar tareas poco
recomendables, lo que las hará morir pronto.
El lector acabará sabiendo que la narración que lee, en
realidad, es una trascripción de unas cintas de casetes, que unos historiados
del futuro encontraron y que puede servir como testimonio de la extinta
república de Gilead.
La historia está narrada en presente y cuando Defred
recuerda el antiguo mundo anterior a Gilead, cuando rememora, por ejemplo, a
Luke, su pareja, a su mejor amiga o a su madre, una feminista combativa, se
saltará al pasado perfecto simple. Sin embargo, cuando estos recuerdos, sobre
todo en lo que concierne a los primeros tiempos tras el golpe de Estados, se
hacen más extensos, se vuelve a usar el presente simple.
Al principio, el lector entrará en una narración en la que
se irán describiendo distintos aspectos de la nueva civilización que la autora
ha creado, pero sin una línea argumental –más allá de esa descripción– muy
clara. Sin embargo, según avance la historia, de un modo lento, pero
inexorable, la tensión narrativa se hará cada vez más intensa. Y se crearán,
por el camino, algunas imágenes de gran impacto visual: las personas
ejecutadas, que se dejan colgando del Muro, por ser disidentes o haber cometido
algún delito, para escarnio público; el ritual según el cual los Comandantes
tienen relaciones sexuales con las criadas, en presencia de la esposa, o cómo
una criada da a luz y el bebé es tomado por la esposa, como si fuera su propio
bebé, son realmente espeluznantes.
Como ocurría en Por
último, el corazón (2015), en El
cuento de la criada Atwood también juega a inventar un vocabulario propio,
que explique algunos conceptos del mundo que propone. Los hallazgos de Margaret
Atwood en El cuento de la criada
sobre los miedos, y los sufrimientos reales de las mujeres, en una sociedad
patriarcal (también se habla aquí de los abusos que sufrían las mujeres en la
Norteamérica real antes de Gilead), son muy destacables.
El cuento de
la criada
se publicó en 1985, y ahora, casi cuarenta años después, podemos ya hablar de
clásico moderno; un clásico que entra, junto con novelas como 1984 de
George Orwell o Un mundo feliz de Aldous Huxley, en el panteón de la
novela distópica.
No hay comentarios:
Publicar un comentario