domingo, 5 de marzo de 2017

Autopsia, por Miguel Serrano Larraz.

Editorial Candaya. 398 páginas. 1ª edición de 2013.

A principios de 2014 empecé a oír hablar de esta novela de Miguel Serrano Larraz (Zaragoza, 1977), publicada en diciembre de 2013. Los comentarios eran bastante elogiosos. Recuerdo, en especial, un día que había quedado con el escritor Óscar Esquivias, que casualmente estaba leyendo este libro y lo llevaba en su bolso; él también me habló muy bien de él. Pensé leerlo entonces, pero, como ya he comentado más de una vez, suelo debatirme entre el deseo de leer novedades literarias y el de acercarme a libros más clásicos. En aquel momento de 2014 vencía, temporalmente, la segunda tendencia. Sin embargo, Autopsia llegó a la biblioteca de Móstoles y, en más de una ocasión durante los últimos años, lo había hojeado y había pensado en sacarlo en préstamo. Además, me doy cuenta de que me interesa mucho lo que publica la editorial Candaya, que tiene un olfato muy fino a la hora de publicar en España gran parte de la nueva narrativa hispanoamericana. De esta editorial he leído nueve libros en los últimos tres años, pero nunca había leído uno escrito por un español. Durante las pasadas Navidades, después de leer el primer volumen de Los diarios de Emilio Renzi de Ricardo Piglia, paseando por la biblioteca de Móstoles, volví a sacar Autopsia de su anaquel, leí algunas de sus páginas y esta vez me di cuenta de que era justo el momento. Quería leer este libro.

El narrador de Autopsia es Miguel Serrano, que ha nacido en 1977 en Zaragoza ‒ciudad en la que vive‒, que empezó a estudiar Ciencias Físicas y que ha publicado un libro de relatos titulado Órbita. Además, en el tiempo narrativo del libro ha tenido una hija y se encuentra en proceso de escribir una novela, que sería la que el lector tiene definitivamente en sus manos. Todos estos datos coinciden con la biografía del autor. He visto algunas entrevistas a Miguel Serrano en YouTube; en una indica que un 20 por ciento de la novela está basado en su vida personal y un 80 por ciento es inventado. En esta misma entrevista, el autor afirma que sus interlocutores suelen pensar que este dato es falso y que hay mucho más de sí mismo en la novela que lo que quiere confesar. Independientemente de si lo contado en Autopsia pertenece o no a la biografía del autor (empeñado en realizar aquí un juego metaficcional, «Solo sé escribir acerca de las presencias, las ausencias son imposibles de capturar», leemos en la página 350), lo cierto es que este libro suena siempre a historia verdadera, lo que debería ser una de las aspiraciones máximas de la literatura, ya sea en una narración realista o fantástica. Si la novela es de terror o ciencia-ficción, esta narración estará más conseguida en la medida en que lo contado conforme una realidad autónoma y verosímil con las propias coordenadas de la creación, lejos de imposturas.

En Autopsia, el narrador tiene, cuando se sienta a escribir, unos treinta y tantos años, y su mujer, Nieves, está embarazada. En el proceso de la escritura del libro la pareja tendrá una hija. Sin embargo, ésta no es una novela sobre el presente del protagonista, sino sobre su pasado: «Este libro es una confesión, pero también lleva en sí el germen de la penitencia» (pág. 353).

Tres recuerdos vertebran la narración: Miguel de niño, en el colegio, fue el abusón (junto a otros compañeros), de Laura Buey. En los primeros años de la universidad, fue atacado por un grupo de skinheads. Más tarde fue amigo del magnético Hans Castorp, un disc jockey que llegó a aparecer en la televisión durante la década de los noventa, convirtiéndose en un referente para la juventud de Zaragoza, ciudad donde se desarrolla la historia.

La estructura de la novela no es lineal. Los recuerdos en torno a Laura Buey, la paliza de los skinheads y las noches de fiesta con dj Castorp se van dando paso, sin seguir un orden demasiado formal, ni siendo éstos los únicos recuerdos que aquí se exponen. De modo secundario, el narrador nos hablará de sus estudios, sus relaciones, el deseo de independencia de sus padres (alcanzado precariamente al conseguir un trabajo a media jornada en los Grandes Almacenes de la Modernidad, que parecen un trasunto de la Fnac), el deseo de ser escritor o las redes sociales (en especial Facebook).

Uno de los grandes temas de la novela es el análisis de la violencia: la violencia que ejercemos sobre otros o la que otros ejercen sobre nosotros; violencia física, pero también verbal, de clase, violencia dentro de las relaciones de amistad, familiares…

Los capítulos que tratan el recuerdo de Laura (o también los que hablan de Beatriz, que fue otra chica marginada en las clases del instituto) y de los skinheads (pero también sobre otra paliza recibida, esta vez a cargo de unos rockers) están construidos de modo concéntrico sobre la realidad narrada: se habla del antes de la paliza de los skinheads o del después, igual que se habla del antes del acoso a Laura y del después, pero, en ambos casos, el núcleo de la violencia es eludido durante un gran número de páginas. De esta forma, al construir los capítulos sobre una realidad oculta, sobre la textura de una pared negra, la fuerza de su evocación es cada vez mayor. Son capítulos que presagian o glosan el terror que va a estar ahí o que ha estado ahí, edificados, por tanto, sobre un misterio. Otro misterio para Miguel será su amigo Hans Castorp, algunos años mayor que él, que será una presencia luminosa en la noche zaragozana, lo que le ha permitido poder brillar dentro del círculo que emite su resplandor. En los noventa, Castorp llegó a aparecer en Crónicas marcianas (el programa que, según Miguel, inició la moda en España de poder reírse de todo el mundo).

En la contraportada de la novela podemos leer una frase que el crítico de la Vanguardia Julio José Ordavás le dedica a Miguel Serrano Larraz: «El heredero de la chupa de Bolaño». Imagino que este comentario haría referencia a la reseña de Órbita, su anterior libro. En una entrevista, al ser preguntado por la cita, Miguel Serrano le quita importancia y habla de exageración. También menciona la influencia real de Roberto Bolaño en su obra. Es cierto que, al leer Autopsia, me ha parecido detectarla: el narrador nos cuenta el argumento de una película de terror que le impresionó en su infancia como si se tratase de un relato corto integrado en la novela. Sobre el ataque de los skinheads escribió un largo poema, que en la actualidad le avergüenza, y lo envió a todos los concursos de poesía que pudo encontrar, hasta conseguir el segundo premio de una asociación de amigos de la poesía de Aranda de Duero. Como Bolaño, Serrano nos habla en su novela de los aledaños de la literatura: sus artífices y sus miserias. También, como el chileno, Serrano nos habla de la fragilidad de la juventud, de la búsqueda de la identidad, construida en algunos casos por imitación de los otros, pero, la mayoría de las veces, también en contra de los otros.

Antes que su libro de relatos y su novela, Miguel Serrano ha publicado poemarios, y esto se aprecia en la prosa cuidada de esta novela.


Serrano es tres años más joven que yo y nos habla de su ciudad, Zaragoza, por la que de niño paré una vez, camino de Barcelona, y de la que no recuerdo nada, pero he sentido la lectura de Autopsia como la de un libro generacional. Un libro que, desde su desarraigo vital, desde una escritura que parte en gran medida de los posos oscuros que dejan en nosotros el dolor, los remordimientos y las humillaciones de la infancia y la juventud, interpela a una parte profunda de un pasado compartido. Un libro escrito con tono poético, desamparado y melancólico. Muchos de sus capítulos me han resultado hipnóticos. Me ha gustado mucho.

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