jueves, 30 de junio de 2016

Comienzo de Tetras de ojos rojos, un relato de Koundara

Ni nuevo libro Koundara tiene siete relatos, relativamente largos (algunas rondan las 30 páginas). Es un libro del que me siento bastante contento. Muchos de sus protagonistas son treintañeros (yo también lo era cuando lo escribí); pero en el último, titulado Tetras de ojos rojos, los personajes cambian: son ahora una mujer entrada en la cuarentena y su hijo de trece.
Dejo aquí el comienzo de este último relato.
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TETRAS DE OJOS ROJOS
           
Antes de subir a su casa, Mónica ha entrado en una elegante cafetería de la calle donde vive desde hace cinco años y ha pedido un café descafeinado, que toma ahora, ensimismada, mirando a través del ventanal. Ha pensado pedir un café con leche, pero se ha decidido por el descafeinado. Le apetecía una bebida caliente, reconfortante, pero ha tenido miedo de que la cafeína le produjera dolor de cabeza.
Se siente violenta. Regresa del colegio donde estudian sus hijos. Allí, en un cuarto minúsculo, sin ventanas, claustrofóbico, el tutor de Álvaro —su hijo mayor— le ha puesto al corriente de las desastrosas notas que ha obtenido Álvaro en los controles desde que empezó el curso, hace un mes y medio. El tutor, un hombre de unos treinta años y barba negra y recortada, le ha dicho que ha hablado con Álvaro y que éste le ha contado que le cuesta mucho ponerse a estudiar, que tiene trece años y existen muchas actividades que le interesan más, aunque también entiende la importancia que tienen los estudios y la necesidad de cambiar su actitud. El tutor ha dicho que las palabras de Álvaro le parecen maduras, pero que necesita ponerlas en práctica. Necesita que alguien controle y vigile su tiempo de estudio. Al oír esto, Mónica se ha acalorado, ha sentido que el tutor le estaba acusando de ser una madre descuidada y se ha visto en la necesidad de defender a su hijo; es decir, de defenderse a sí misma. Le ha dicho al tutor que Álvaro está toda la tarde en su habitación, delante de los libros y los cuadernos, que ella le vigila, y que si él le ha contado que no estudia ha sido porque le avergüenzan sus notas o se ha visto presionado. El tutor le ha dedicado una mirada inmóvil tras su barba negra, sosteniendo en las manos, como una barrera, la hoja donde tenía escritas las notas de su hijo. Después de dejar transcurrir unos segundos, el tutor ha dicho que el hecho de que Álvaro pase muchas horas delante de los libros no significa que esté aprovechando el tiempo, además piensa, por el contrario, que Álvaro presenta una importante tendencia a despistarse y que debería hacerse un plan de trabajo para afrontar los siguientes exámenes. Ha añadido que va a enviarle a hablar con los psicopedagogos del colegio para intentar conseguir que saque más rendimiento a su tiempo de estudio. Mónica ha asentido ante esta información. Se ha visto tentada de recriminar al tutor que no hubiese enviado a Álvaro con los psicopedagogos antes, pero al final ha decidido callarse.
Entonces el tutor, cambiando el tono de voz por otro más confidencial, le ha dicho que había otro asunto que le preocupaba y del que quería hablarle. Le ha preguntado si uno de los abuelos de Álvaro está viviendo en China y el otro en Estados Unidos, si es cierto que tiene una hermana mayor que recientemente ha tenido un hijo en Rusia y Álvaro ha sido el padrino. Mónica ha mirado al tutor desconcertada, sin comprender a dónde quería llegar, a la vez que ha sentido un hormigueo inquieto en el estómago, y ha contestado que no, que aquella información era falsa. A continuación el tutor le ha dicho que, como sospechaban él y los otros profesores, Álvaro miente y no lo hace, como el resto de sus compañeros, para justificar que no ha traído los deberes, para escaquearse de una obligación o sobre las notas —y así evitar un castigo de los padres—, sino para presumir de la existencia de exóticos familiares dispersos por el mundo. Mónica no ha sabido qué contestar a esto. Álvaro ha sido desde pequeño un niño fantasioso, aficionado a las películas y a los libros de espadas y hechicería, de dragones parlantes y seres imposibles, pero no pensaba, hasta ahora, que aquello fuese un problema o una extravagancia impropia de su edad.
En ese momento, Mónica ha recordado la tarde en la que preguntó a Álvaro sobre Raúl, su mejor amigo desde las clases de infantil. Había sido frecuente que Raúl se pasase por la casa de Álvaro o al revés, y un día del curso anterior se percató de que hacía mucho que no veía a Raúl y que Álvaro no hablaba de él. Mientras le preparaba a su hijo un vaso de leche y cola-cao con galletas le preguntó por su amigo, y Álvaro le contó que al padre de Raúl le había destinado la empresa en la que trabajaba a Suecia y toda la familia se había mudado a Estocolmo. Seguían en contacto gracias al e-mail, le dijo; a Raúl le gustaba mucho la nieve y los bosques de Suecia.
Mónica ha sentido el impulso de preguntar al tutor por Raúl, pero, tras el desasosiego que estaba experimentando (le parecía que las paredes del cuarto se le volcaban encima), decidió no hacerlo. Le dijo al tutor que hablaría esa tarde con Álvaro y se despidió. Tuvo miedo de echarse a llorar.

Mira por el ventanal de la cafetería. Afuera ha comenzado a chispear y la gente se apresura por las aceras, alzando los cuellos de sus abrigos o abriendo paraguas. A pesar de haber pedido descafeinado, el líquido que sorbe de la taza le está provocando ardor de estómago. Aún no es la una de la tarde. Todavía tiene bastante tiempo para prepararse algo de comer. Comerá sola. Álvaro y Patricia —su hija pequeña, de ocho años— no llegarán a casa hasta pasadas las cinco de la tarde, hora en la que el autobús del colegio les deja en la esquina de la calle y ella les espera en la acera.
Y César, su marido, no aparecerá por casa al menos hasta las nueve de la noche. Desde que hace un año le han ascendido a director en la empresa donde trabaja —una consultora informática— cada día llega más tarde a casa. Durante meses se ha abierto la puerta del piso (un piso caro, en una de las zonas de Madrid en las que Mónica siempre había querido vivir) pasadas las once o incluso las doce de la noche.

César se siente bajo presión, su empresa ha aceptado muchos encargos y deben dar salida a una cantidad ingente de trabajo. Además sabe que el puesto de director es muy codiciado en su empresa y que él es, en la actualidad, la persona más joven en ese cargo, lo que implica una gran confianza de los socios en su capacidad y una gran responsabilidad. Mónica y él lo han hablado más de un día (normalmente en fin de semana, cuando él ha descansado lo suficiente para abordar la conversación): si rinde como director al ritmo que le están exigiendo, en seis o siete años podría convertirse en el socio más joven de la consultora. Su nivel económico podría subir mucho entonces y además serían otros los que soportarían las sobrecargas y las tensiones del trabajo. Él habría penetrado, por fin, en el limbo de los elegidos laborales.

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